Reflexiones Bíblicas
San Juan 16,29-33

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: "Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios." Les contestó Jesús: "¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo."

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Los discípulos parecen entender al fin; afirman que Jesús habla claro y no como lo había hecho hasta ahora usando comparaciones, cuyo significado resultaba oscuro. Lo consideran un maestro que se explica bien y se hace comprender y que, por eso, no necesita que le hagan preguntas. Al fin, reconocen que procede de Dios. Pero Jesús no se fía de ellos, no está seguro de sus palabras ni les da crédito. Aunque lo consideran un maestro, no por ello se toman en serio sus enseñanzas haciéndolas vida en sus vidas o, lo que es igual, no creen en él de verdad, pues la fe verdadera consiste sobre todo en darle su adhesión a uno que va a ser crucificado, como manifestación suprema del amor de Dios y de su fuerza salvadora. 

Jesús, que los conoce bien, les anuncia que ya se acerca la hora en la que, ante su detención y condena a muerte, van a dispersarse como un rebaño. Su fe no es firme –bien lo sabe Jesús- que, como buen maestro, conoce a sus discípulos y sabe que no han asimilado su doctrina ni la han hecho carne de su carne. La adhesión a Jesús de los discípulos es débil, porque están anclados en la esperanza de un triunfo terreno.

No obstante, abandonado por sus discípulos ante su pasión y muerte, Jesús no tiene conciencia de estar solo, porque su Padre, Dios, está con él. Así lo proclama en la cruz, cuando pronuncia el comienzo del salmo 22 «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», un salmo que concluye con la firme confianza del salmista de que Dios le devolverá la vida a quien injustamente se la han quitado.