Reflexiones Bíblicas
San Juan 3,13-17

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J 

 

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: "Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen el él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él."

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En muchos de nuestros pueblos la cruz adquiere una simbología particular. Puede ser de doble sentido: asociar al Crucificado los propios sufrimientos y dolores, o encontrar el sentido de la solidaridad en el dolor.

En su carta a los Filipenses Pablo ha consignado un hermoso himno cristológico que seguramente se recitaba en las primeras comunidades cristianas. La invitación es para que el creyente tenga los mismos sentimientos de Cristo, porque está llamado a configurarse plenamente con él en su cruz y su glorificación.

El contexto del evangelio es el diálogo de Jesús con Nicodemo. Aquí se subraya especialmente el acontecimiento salvífico: es Dios quien toma la iniciativa. El ha enviado a su Hijo unigénito, que vuelve a él por el proceso de cruz/glorificación. El ser humano tiene que decidir frente a Jesús. O lo acepta como proyecto de vida, o simplemente lo rechaza. La cruz cobra un nuevo significado para el creyente. Ya no será motivo de vergüenza o ignominia, sino símbolo del amor infinito de Dios para con la humanidad, y de triunfo de la vida sobre la muerte.

Nuestros pueblos, oprimidos por cruces milenarias, encuentran en la cruz de Jesús una luz de esperanza para sus vidas. En ella descubren a un Dios que se identifica con el dolor humano, no para justificarlo o encubrirlo de modo fatalista, sino para salvarlo, liberarlo, dignificarlo. La Cruz es prueba de amor, compromiso radical con el proyecto del Padre revelado en Jesús. Desde esta perspectiva, cargar nuestra cruz implica asumir hasta el extremo, en total fidelidad a la causa de Jesús, la salvación integral de toda la humanidad, redimiéndola de las lacras espirituales y materiales que le impiden emerger tirunfante en la glorificación de su Salvador.