Reflexiones Bíblicas

San Juan 3,16-21

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 

El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios. 

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Juan nos dice una verdad tan simple como imperecedera: Dios quiere salvar este mundo y no otro. Por eso hace un énfasis enorme en recordarnos que el Hijo dio la vida para que ninguno perezca. Dar la vida significa que los sistemas de muerte no son últimos ni definitivos o, en otra palabras, que nuestra vida es para Dios y no para la muerte como anulación de lo que las personas hacen y significan.

Juan insiste en que la causa de la condenación no es la no afiliación a una determinada iglesia, sino en la negación de todo aquel testimonio que arroja luz sobre las oscuridades que se imponen en el mundo. El mundo no es, en primer lugar, el globo terráqueo en cuanto tal, sino el conjunto de organizaciones humanas en la historia. Este orden que las instituciones humanas le dan a la sociedad puede estar presidido por intereses perversos que buscan obscurecer cualquier testimonio que ponga en evidencia sus contradicciones y, precisamente por esto, quien no opta por la luz, por la verdad, se hace solidario de las perversidades que conducen inevitablemente a la condenación. El evangelio, entonces, nos invita a hacernos testigos de la luz, es decir, heraldos de la verdad y a poner en evidencia la acción de Dios en nuestro mundo.