Reflexiones Bíblicas
San Lucas 4,24-30

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

En aquel tiempo, dijo Jesús al pueblo en la sinagoga de Nazaret: "Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio."

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.



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Jesús apenas ha hecho pública su decisión de iniciar su tarea mesiánica confiada por el Padre y asistida por el Espíritu. La gente de su pueblo escucha admirada las cosas tan bellas que dice. Hasta aquí no hay problemas; pero viene luego un interrogante que motiva la intervención siguiente de Jesús: “¿no es éste el hijo de José?” Una señal de aviso para Jesús: seguramente su ministerio no va a tener mucha acogida entre sus paisanos; de seguro va a tener que soportar rechazos, los que son también un presagio del rechazo de todo el Israel oficial. Sin embargo, Jesús no se amilana por lo que pueda pasar entre sus coterráneos, porque es ya conocido por todos el refrán “nadie es profeta en su propia tierra”. Pero más que refrán popular, ésta es una realidad que se ha vivido muchas veces a lo largo de la historia de su pueblo. De modo que, si los paisanos de Jesús no son capaces de ver en él -aunque les parezca tan común y silvestre como el hijo de José- al enviado de Dios, al que llevará adelante la misión de evangelizar a los pobres, dar libertad a los presos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos, él les anuncia a sus empedernidos paisanos y a los israelitas en general que habrán de ver cómo las “buenas noticias” y las obras del reino las disfrutarán otros: los de afuera. Los “paganos”, nosotros, seremos admitidos al banquete del reino que ellos rechazaron, conformaremos un pueblo de Dios ya sin fronteras, y gozaremos plenamente de la filiación divina que él ganará para nosotros con su propia sangre.