Reflexiones Bíblicas

San Mateo 7,15-20

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis." 


COMENTARIOS

La historia del pueblo de Dios está llena de falsos profetas ovacionados y de verdaderos profetas ignorados y exterminados. El evangelio de hoy nos propone un criterio muy certero para distinguir los verdaderos profetas de los falsos. Durante mucho tiempo los creyentes del Señor han tratado de discernir los criterios que permiten distinguir lo autentico de lo adulterado, lo verdadero de lo falso; pero, en cuestión de profecía, esto resulta difícil por no decir que imposible cuando se acude a meros principios externos o a consideraciones piadosas e intrascendentes. Solamente podemos echar mano de lo que se llaman en la actualidad “principios éticos”.

Los principios éticos son aquellas orientaciones fundamentales que hacen posible la vida plena. Las costumbres pueden cambiar con el tiempo, lo que antes se usaba hoy puede estar pasado de moda y lo que hoy se impone mañana puede ser insignificante. En cambio, los principios éticos no están sujetos a este vaivén sino que se han ido afirmando en la consciencia humana en un camino de miles de años. 

El criterio que nos propone hoy el evangelio para distinguir entre los verdaderos y falsos profetas es, en realidad, un principio ético. La expresión “buenos frutos” se identifica en el evangelio con “las buenas obras”. Los buenos frutos no pueden ser otra cosa que la expresión máxima del amor de Dios, o sea, la justicia, la fraternidad, la sensatez. El profeta verdadero es el que antepone el proyecto de Dios, su reinado como diría Jesús, a las ocurrencias ocasionales y transitorias de las sociedades humanas. El profeta auténtico coloca siempre el valor infinito de la persona humana como criterio definitivo. Ni las costumbres, ni las leyes pueden pasar por encima de este principio ético que la comunidad humana ha ganado en más de treinta mil años de historia.