Reflexiones Bíblicas
San Mateo 7,21-29

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

21No basta decirme: «¡Señor, Señor!», para entrar en el reino de Dios; no, hay que poner por obra el designio de mi Padre del cielo.

22Aquel día muchos me dirán: «Señor, Señor, ¡si hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre y hecho muchos prodigios en tu nombre!» 23Y entonces yo les declararé: «Nunca os he conocido. ¡Lejos de mí los que practicáis la iniquidad!»

24En resumen: Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. 25Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca.

26Y todo aquel que escucha estas palabras mías pero no las pone por obra se parece al necio que edificó su casa sobre arena. 27Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos, embistieron contra la casa y se hundió. ¡Y qué hundimiento tan grande!

28Al terminar Jesús este discurso, las multitudes estaban impresionadas de su enseñanza, 29porque les enseñaba con autoridad, no como sus letrados.

C
OMENTARIOS

Las palabras de Jesús son un llamado y reto para la acción; no mera doctrina. El desafío que nos plantean es serio: si estamos bien cimentados en Él, resistiremos las tormentas de la vida; si no, el fracaso será grande: «Fue una ruina terrible». La parábola habla de dos constructores de casas. El hombre sabio y sensato que construye su casa sobre cimiento rocoso porque escucha y pone en práctica la palabra de Dios, se contrapone al hombre necio e insensato que construye su casa sobre suelo arenoso porque no escucha ni pone en práctica esa Palabra. Los dos edifican su vida. El que se apoya en el Señor no teme a la tempestad; lo contrario le ocurre al insensato. De esta forma Mateo nos quiere decir que es la acción, no el conocimiento o la profesión de fe, lo que proporciona una base segura para la vida del discípulo. Vivir el sermón de la montaña no es cuestión de palabras grandilocuentes como la confesión de fe «Jesús es el Señor», ni de obras extraordinarias como profetizar, echar demonios o hacer milagros. Lo que Dios quiere es que se cumpla su voluntad. Y eso se hace a través de las cosas más sencillas y cotidianas, como las que Jesús enseñó a sus discípulos en todo su discurso.