Reflexiones Bíblicas Dominicales

Domingo III del Tiempo Adviento, Ciclo A 

Introducción a las lecturas

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

Isaías 35, 1-6. 10 Santiago 5, 7-10 Mateo 11, 2-11

ISAÍAS. Isaías escruta el horizonte de la historia con la mirada de Dios. Ante sus ojos tiene el desierto (símbolo de la esterilidad en la vida humana), pero siente acercarse la fuerza salvadora de Dios. Y ese desierto se regocijará ante su llegada; el páramo y la estepa se cubrirán de flores. Cada generación ha de vivir esta experiencia vivificadora del Señor; algunos contemporáneos del profeta la vivieron, aunque siguieron aguardando la eclosión definitiva de esa primavera. También hoy nosotros la seguimos esperando; pero si no percibimos el aroma de las flores, pequeñas, quizás, que ya han brotado, sólo nos quedaremos con la sequedad y la aridez del desierto.

Muchos desiertos son, por desgracia, la morada infranqueable de muchos de nuestros contemporáneos: enfermedad, paro, emigración, explotación, marginación... Al que alude Isaías era el que vivía Judá en aquel momento: gran parte de la población había sido desterrada a Babilonia, y Palestina estaba desolada y sometida al invasor. En este contexto de abatimiento y derrota, el profeta anuncia, en nombre de Dios, que la suerte de su pueblo cambiará.

Ante la proximidad de la acción divina, no es tiempo de desánimo, sino todo lo contrario, de confianza: "Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis". Y ¿qué motivos alega el profeta para ello?: "Mirad a vuestro Dios... viene en persona y os salvará". Sólo una mirada como la del profeta es capaz de descubrir la llegada del Señor. Es preciso creer y confiar en quienes también hoy, como ayer, lo descubren en nuestros desiertos.

MATEO. El profeta Isaías hablaba en futuro; el evangelio de hoy, en presente. El signo de que el Señor ya ha comenzado a transformar el desierto es que se abren los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos. Las realidades opresoras de muchos enfermos, parados, emigrantes, explotados y marginados desaparecen; y en sus vidas florecen nuevas esperanzas. Descubrirlo y alentarlo es estar en armonía con el plan salvador de Dios, que quizá tarde en cumplirse del todo. Por ello es necesaria, junto a la confianza, la paciencia.

Juan el Bautista, después de algún tiempo en la prisión, anda inquieto, quizá está desilusionado, y tal vez hasta duda de si Jesús será el Mesías. Porque lo que está pasando no se parece nada a lo que él había imaginado. Juan se imaginaba la misión mesiánica como la de un justiciero despiadado, armado de fuerza, de poder, de dominio. Eso es lo que dicen las imágenes del hacha, del bieldo y del fuego, que comentábamos el domingo pasado.

Jesús, como Mesías, no opta por una justicia estricta que castigue a los malos, sino por un ofrecimiento generoso de misericordia a todos los pecadores.

Al hacer todo esto, Jesús no hace más que presentar sus señas de identidad. Si se quiere ser de Jesús, ya sabemos en qué hay que parecerse al Maestro.