Reflexiones Bíblicas Dominicales

Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Introducción a las lecturas

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

Eclesiast.35,12-14.16-18 2Tim.4,6-8.16-18 Lc.18,9-14 

ECLESIÁSTICO. Tras una definición muy elaborada del sacrificio espiritual, el autor enjuicia los actos litúrgicos ideados por hombres que explotan a su prójimo y creen ganarse la benevolencia de Dios en su conformismo religioso.

El autor se imagina una escena en el Templo en la que el rico ofrece numerosos sacrificios para que Dios cierre los ojos ante sus injusticias, mientras que el pobre ofrece sólo su desamparo. Se trata de una especie de competencia entre dos tipos de sacrificio, como la que contrastó los sacrificios de Abel y Caín, los de Elías y los de los profetas de Baal, los del fariseo y los del publicano. El autor deja a Dios la misión de juzgar entre dos sacrificios y la de decidir entre el pudiente y el oprimido. El juicio de Dios está claro: al conceder al pobre el objeto de su oración subraya qué tipo de sacrificio responde a su deseo.

LUCAS. De hecho, la parábola es primero y ante todo una lección: un pecador penitente es más agradable a Dios que un orgulloso que se cree justo. Puede descubrirse, más allá de los dos personajes de la parábola, la oposición entre dos tipos de justificación: la del hombre que se concede a sí mismo un satisfacción personal cuando cree haber cumplido perfectamente sus obras, y la que Dios otorga al pecador que se convierte.

La oración del publicano refleja una profunda desesperación que los oyentes de Cristo debían comprender perfectamente, porque, para ellos, la postración del publicano no tenía solución. ¿Cómo podría realmente obtener su perdón sin cambiar de oficio y sin reembolsar a todas las personas expoliadas por su actuación? Su caso es realmente desesperado.

Dios es el Dios de los desesperados y el hombre que recibe la justificación es precisamente quien no tiene ningún derecho a ella, puesto que ni siquiera ha reparado su falta.

La justificación es una realidad ya presente aquí abajo; no es fruto del "bien hacer" del hombre, de un acudir a los recursos propios de la criatura, pero no es tampoco una realidad que puede esperarse de la exclusiva intervención de Dios. El cristiano es un hombre realmente justificado por la fe en Jesucristo y es ese hombre entre los hombres que ha podido dar la única respuesta humana agradable a Dios.

La salvación es un don divino absolutamente gratuito; pero en el hombre se convierte en fuente de una actividad filial en la que se cumple de manera trascendente la fidelidad moral a la ley nueva del amor.

En la celebración eucarística los cristianos saben que corresponden a una vocación divina a la salvación y que la acción de gracias a la que son invitados no tendría sentido alguno sin el nexo eclesial con Cristo que les constituye en miembros de su Cuerpo.