Reflexiones Bíblicas Dominicales

Domingo IV de Cuaresma, Ciclo A 

Introducción a las lecturas

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

1Sam 16,1b.6-7.10-13a Ef. 5,8-14 Jn 9,1-41



I SAMUEL. En nuestro texto de hoy aparecen Samuel y David. El primero como ejemplo de profeta, el segundo de rey.

Ambos destacan en la tradición por su gran conocimiento de lo que Dios quiere y la fidelidad a su voluntad. David pecó gravemente en ocasiones, pero se arrepintió sinceramente y buscó hasta el final de sus días hacer lo que agradaba a Dios. Su fe fue para ellos la luz que iluminó y guió sus vidas. Como tantos otros, fueron elegidos por Dios para una misión, de la que no se apartaron a pesar de las caídas.

Ningún mérito previo tenían, para que el Señor se fijara en ellos. Y, sin embargo, los dos encarnan las dos instituciones que debían guiar, iluminar la vida de Israel: el profetismo y la monarquía. El profeta era la voz de Dios; el rey, su ungido, aquel que actuaba en su nombre y con su fuerza.

Pero los elegidos deben actuar no conforme a sus luces interiores, sino de acuerdo con la luz que Dios pone en su corazón. Ninguno de los allí presentes era el elegido; hubo que ir a buscarlo. Era un muchacho y estaba en el campo cuidando el rebaño; pues era esta su ocupación.

No es la fuerza del hombre la que cuenta para llevar a cabo los planes de Dios. Sus elegidos no son poderosos ni importantes. Sólo han de tener una cualidad: que se dejen iluminar y guiar por la luz de la fe, que aprendan a mirar la vida con los ojos de Dios, que comiencen a sentir con el corazón de Dios.


JUAN. A un hombre, ciego de nacimiento, le unta Jesús los ojos con barro hecho con saliva y le manda a lavarse en la piscina de Siloé. Y de allí volvió con vista. El hecho desata una serie de opiniones encontradas. El personaje principal de esta polémica es el ciego. 

Será oportuno recordar que no estamos ante una crónica histórica, sino ante un relato fuertemente simbólico, en el que la curación de la ceguera está vinculada a un baño en la piscina que tiene por nombre "el Enviado", en una referencia clara al "baño bautismal". 

Como el ciego del evangelio, somos "ciegos de nacimiento"; así quiso expresarlo Jesús cuando, en respuesta a la pregunta de sus discípulos sobre el origen de aquella ceguera, hizo un poco de barro y se lo colocó sobre los ojos, en un gesto de evidente evocación del origen del ser humano. A esta ceguera, que podríamos llamar "original" habría que añadir otras cegueras añadidas. Unas producidas por nuestras pasiones. Otras proceden del ambiente, en el que nos movemos cada día y en el cual prevalece la iluminación artificial.

El relato evangélico termina con un dato dramático: si se abría con un solo ciego en escena, se cierra con la presencia de numerosos ciegos a los que Jesús no puede curar. Estos son "los que dicen que ven" y no tienen ninguna intención de moverse en busca de la luz. De ellos dice Jesús: "si fuesen ciegos, no serían culpables; pero como dice que ven, su pecado permanece". Es una seria advertencia para cuantos se consideran autosuficientes y no necesitados de emprender ningún camino de conversión hacia la Luz.