Reflexiones Bíblicas Dominicales

Domingo II de Navidad, Ciclo A

Introducción a las lecturas

Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J

 

 

Eclo 24,1-4.12.16 Ef 1,3-6.15-18 Juan 1,1-18

ECLESIÁSTICO. El c. 24 del libro del Eclesiástico es todo él un bello elogio de la sabiduría de Dios, que habita de un modo especial en Israel. Este es el contexto de nuestra lectura de hoy. Una lectura que nos invita a contemplar, a observar con mirada atenta, cuanto nos rodea, para descubrir con los ojos de la fe el orden universal en el que nos movemos. Todo cuanto existe tiene un sentido, aun aquello que produce sufrimiento y desgracia.

La sabiduría aparece personificada. No se trata de ninguna persona divina en la mente del autor. Pero esta personificación le sirve literariamente para presentar la grandeza y el esplendor del poseedor de esta sublime ciencia: Dios, el Señor de la creación y de la historia.

El texto es una invitación a descubrir en la vida de cada uno la acción de esta sabiduría de Dios. Él nos hizo. Como creyentes, sentimos que, de un modo misterioso, somos obra de una voluntad amorosa que nos ha llamado a la existencia. Y como al sabio autor se nos invita a ensalzar y alabar esta sabiduría con que hemos sido hechos.

"Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles; él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo", dice el autor del salmo 103. Es el conocimiento que el Hacedor tiene de su criatura. Él sabe muy bien cuáles son nuestras virtudes y nuestras deficiencias, y a pesar de éstas nos ama como un padre. El creyente se abre confiado al conocimiento que Dios tiene de él. Nada le podemos ocultar. Y de ese conocimiento, que no pretendemos engañar, brota la total confianza de hijo. Es el amor sabio, o la sabiduría amorosa de Dios, el que engendra en los creyentes "hijos".

EVANGELIO. En el Apocalipsis se dice que la vida es atributo de Dios: Él es el Dios vivo. Es siempre el Dios que vive por los siglos de los siglos". El Padre es el que vive por sí mismo, y es el único que tiene en sí mismo, originariamente, el manantial de la vida; no la ha recibido de nadie. Lo cual equivale a decir que la vida es parte de su propio ser, es parte de su esencia. Al ser la fuente de la vida, la puede comunicar, y se la ha comunicado al Hijo, a quien le ha concedido tener la vida, y de una manera tan perfecta que, lo mismo que el Padre, puede resucitar a los muertos y dar la vida.

El Hijo ha recibido esa vida del Padre, y es la vida misma del Padre. La identificación de Cristo con la vida es tan grande que llega a hacer esta afirmación: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". "Yo soy la resurrección y la vida".

Dios ha querido que nosotros participáramos de su misma vida. Para eso nos ha enviado al Hijo: "Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia". Y nos la comunica de modo gratuito, siempre que creamos en Él: "... a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios".