VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 1, 40-45: Sentir lástima eficaz

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Quiero: queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grades ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
Marcos 1, 40-45

Deberían decirnos los enfermos de sida, los drogadictos, los inmigrantes, los mendigos, los enfermos terminales, los ancianos... hasta qué punto perviven en los cristianos el espíritu y el talante de acogida, que escandalosamente caracterizaron a Jesús. 

Nos vendría muy bien a todos que las personas de dudosa reputación o de condición social baja; que los minusválidos físicos y discapacitados mentales... nos expresaran las amargas quejas que contra nosotros tienen al verse marginados, maltratados, inconsiderados, excluidos precisamente por aquellos que tan alegremente proclamamos la fraternidad universal. El juicio que todos ellos dieran de la Iglesia como tal y de cada cristiano en particular sería, después del de Dios, el mejor veredicto, la más atinada evaluación de nuestros niveles de cristianismo y humanismo.

Y es que sólo cuando se da entre nosotros una voluntad de acogida de apestados y marginados, cuando nuestras preferencias reales se concretan prioritariamente en leprosos y hambrientos, en refugiados y encarcelados, en prostitutas y pecadores... es entonces cuando adquiere credibilidad y relevancia el poder sanador y humanizante de nuestra fe cristiana. Si no es así, si nuestros desvelos y opciones preferenciales, si nuestros grandes desembolsos económicos y afectivos, si nuestras prioritarias presencias y cercanías no se sustancian y desarrollan en esos mundos marginales y necesitados, no tendremos por supuesto que encargar severamente a los leprosos de hoy que taponen sus labios y acallen su alabanza.

En cambio, si la Iglesia sintoniza empáticamente con el sufrimiento del mundo y colabora con todos los curadores de hombres, hasta de los niños de pecho brotarán las alabanzas y Dios mismo tendrá que soportar no ser obedecido por los que vieron curada su lepra. Por doquier empezarán a divulgar el hecho con grandes ponderaciones; y tendremos entonces los cristianos que renunciar a puestos de poder y centros de influencia, a lugares de honor y espacios de publicidad con el fin de disipar pretensiones de mesianismo temporal, y ponernos a la búsqueda de nuevos leprosos cuyas llagas asumir y sanar.

¡Cómo, con tales actitudes y comportamientos, subirían meteóricamente la credibilidad, los valores y hasta la bolsa de los cristianos que paradójicamente verían con gozo rejuvenecerse sus músculos actualmente flácidos y arrugados al contacto misericordioso y cercano de los leprosos de cada tiempo y espacio!