V Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Juan 12,20-33: ¡La espigación del grano enterrado!

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

 Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Juan 12,20-33

Hasta que no perdemos del todo lo que más valoramos, hasta que no enterramos a un ser querido, hasta que no depositamos en tierra esa clase tan entrañable de granos, hasta entonces no nos devora tanto la necesidad de que sean verdad las espigas y la resurrección de los muertos.

No digamos nada, si ese grano a enterrar es uno mismo. Si es la inmediata e insoslayable desaparición propia la que empieza a producirse. Si es el vaciamiento de nuestra personal sustancia y el incortable sangramiento de nuestro ser más vivo, lo que nos está precipitando hacia el vacío más total y más expropiador de nosotros mismos.

Es entonces cuando nos brotan los gritos totales y las lágrimas totales. Cuando es total también nuestra oración y nuestra súplica a quien puede salvarnos, muertos, de la muerte. Cuando vemos con total claridad, desde el sapientísimo sufrimiento y aniquiladora angustia que, si lo nuestro es morir, lo suyo, lo de Dios, es escuchar nuestra angustia y “parirnos” de nuevo. Glorificarnos como a su Hijo, guardarnos para la vida eterna, “llevarnos” donde está Él, premiarnos con el ejercicio supremo de su misericordiosa e inmortalizadora paternidad.

Porque ese es el fruto dado al grano que, en vida y de por vida, se dejó moler y hacer pan para sus hermanos hambrientos. Esa es la cuna nueva en que renace el hombre que, a tiempo y en el tiempo, fue matando su hombre viejo incorporándose a la muerte de Cristo. Esa es la gloria, ese es el golpe de gracia, el remate ultimador de un Padre impenitente que no falla a sus hijos a la hora de la necesidad total ¡Qué mal padre, si no, tendríamos los humanos, si en el momento de nuestra mayor carencia y necesidad de Él nos abandonara en los brazos de la nada y nos negara sus manos en las que confiadamente depositamos por fin nuestro espíritu acabado! Estaríamos, ¡ay !, recibiendo, a pesar de nuestras lágrimas supremas y de nuestra universal plegaria, recibiendo serpientes en vez de peces, piedras en vez de panes, y muerte en vez de vida, y nada en vez de ser, y asfixia en vez de Espíritu...

Pero no. La muerte no es peligro de muerte: es peligro de Vida. Porque vendrá una voz del cielo que como a Cristo nos dirá: os he glorificado y os volveré a glorificar.