Domingo de Pascua: La Resurreccion del Señor, Ciclo B.

San Juan 20,1-9: ¡Resucitado y resucitador!

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

 El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio la vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. Juan 20, 1-9.

Es más vida, es más que vida lo que, en el fondo, buscamos y necesitamos todos los mortales. El mayor fracaso de la vida humana sería el que el sepulcro tuviera la última y definitiva palabra. Si así fuera, seguir viviendo equivaldría a estar ya prácticamente muerto. La vida sería una muerte encubierta. Como lo es la vida del sentenciado a muerte, a quien por condescendencia le concediéramos unos minutos más de prórroga compasiva.

Por eso, aunque no podemos resucitarnos a nosotros mismos; aunque, ahogándonos como estamos en el océano de la caducidad, no podemos emergernos por mucho que nos tiremos de nuestros propios pelos hacia arriba, lo que visceralmente nos va a los mortales, lo que apasionadamente apetecemos los hombres es que nos venga llovida del cielo una resurrección personal y colectiva, sugerida levemente en esos momentos terrenos de éxtasis vital que quisiéramos que fueran eternos.

Es tal la repugnancia que sentimos de una muerte eterna; en tan grande y total la contestación existencial montada por nosotros contra la muerte, que quedaría por los suelos todo el prestigio de un Dios inmortal y no inmortalizador. Se vendría abajo toda la credibilidad de un Padre amante y potente, que diera piedras de sepulcro eterno a unos hijos que le piden el Pan de la Vida Eterna...

Y es que, aunque lo nuestro es la muerte, lo suyo, lo de Dios, es la Vida de Sí ofrecida a los demás.

De ahí que, ante el cadáver del Crucificado, todo y lo único que el Padre podía y quería hacer era cubrir a su Amado con la fecundante y vivificadora Sombra del Espíritu. Y hacer salir renacido del útero virginal del sepulcro a quien en vida y en muerte fue un sí indisoluble al Padre total de todos y de todo... Y, como rebote y desbordamiento resurreccional, convertir en cunas todas las tumbas humanas, tocando a Pascua Universal y a Creación de Cielos nuevos y Tierra Nueva...

Algo grave, pues, e irreparable le ha ocurrido a la muerte, a ella que parecía la dueña absoluta del mundo, la vencedora imbatible, la poseedora inexorable de la última palabra. Muy grave, gravísimo, ha sido el incidente ocurrido a la muerte. Lo dicen esas idas y venidas, esas carreras al sepulcro y del sepulcro. A partir de Cristo muerto y resucitado, Cabeza gloriosa del Cuerpo por salvar, ya la muerte no puede levantar cabeza definitiva. Su aguijón le ha sido arrebatado para siempre, y prácticamente no es victoria su presente provisional señorío. Ya está muerta la muerte, y es la Vida del Crucificado la que vive y nos vive para siempre.