XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 10, 2-16: Amores probados y eternos

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le preguntaban: Puede el marido repudiar a la mujer?
El respondió: Que os prescribió Moisés? Ellos le dijeron: Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.
Jesús les dijo: Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, El los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.
Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. El les dijo: quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio. Marcos 10, 2-12


Seguro que más de uno, al leer el texto evangélico de hoy, tachará, o tendrá la tentación de tachar, a Cristo de involucionista e inadaptado. Decir, en efecto que no al divorcio en las que hemos venido en llamar sociedades desarrolladas, es ir a contrapelo, y es considerado como un atentado a la libertad de la persona y al ejercicio libre del amor. Sobre todo, cuando el divorcio está contemplado por la legalidad y la praxis contemporáneas como una conquista de progresía humanista. Incluso en ciertas esferas de poder, presentarse sin mentalidad divorcista equivale a cavar la propia tumba política y a quitarle los peldaños a la escalera profesional.

Malos tiempos corren para la indisolubilidad del matrimonio. La fidelidad matrimonial para muchos viene a significar un valor sólo cotizable y mantenible si no tiene que pasar por la prueba de fuego, y no la gran posibilidad que actualizan a diario los esposos de cara a liberar las mayores y mejores energías amorosas que se esconden en el corazón de los amantes probados. Posibilidad indefinida de remontar las fuerzas de división que inevitablemente engendra el encuentro asiduo de dos personas iguales y distintas. Posibilidad de don y de perdón, con los que las personas se crean y se recrean continuamente más allá de los transitorios deterioros que con frecuencia sufre el corazón humano.

¿No será que entre todos estamos preparando candidatos al divorcio, al ser agentes y pacientes de esa mentalidad difusa y pedagogía generalizada que consideran al otro como una pieza de fácil repuesto o un mero instrumento de placer utilitario, y no como una persona a quien disculpar sin límites, en quien creer y esperar sin límites, a quien aguantar sin límites...?

Porque, cuando se cultiva realmente el amor y no se queda en las primeras matas ni en las primeras flores; cuando los esposos optan por gozarse y sufrirse aceptando las necesarias diferencias que todo amor unificador tiende costosamente a integrar... es entonces cuando el amor se hace único y eterno, indisoluble y fiel, a imitación de Dios cuya fidelidad y misericordia son eternas, y en consonancia con Cristo indisolublemente casado con su Iglesia , a pesar de las reales infidelidades y prostituciones de los creyentes.

Así las cosas, ¿dónde estaría la involución? ¿Seguiremos llamando especie a extinguir el amor que dura y que hacemos durar , o más bien tendremos que aspirar eficazmente como amantes del progreso humano al amor indisoluble y fiel que, lejos de involucionar a los amantes, autentifica, evoluciona y madura el corazón de sus intérpretes y usuarios...?