VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

San Lucas 6, 27, 38: “Medirse” con Dios en el Amor

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen.
Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.
Lucas 6, 27-38


La lectura del evangelio nos estimula a un amor misericordioso, universal y gratuito. A un amor de la talla del de Dios, que hace salir su sol sobre buenos y sobre malos, y hace descender su lluvia sobre justos es injustos. A un amor que no está motivado por las cualidades o defectos de la persona amada. A un amor que encuentra en sí mismo el principio y la fuente, la razón y la motivación del amar. A un amor gratuito, universal , que lleva siempre la iniciativa. A un amor que no busca otra cosa que amar, porque buscar otra cosa que el mismo amor es prostituirlo y devaluarlo, y porque el mayor premio que puede obtener el amante es el mismo hecho de amar incondicionalmente.

El amor cristiano, para serlo, debe liberarse de las comunidades naturales en las que se manifiesta espontáneamente en nombre de leyes sociológicas o psicológicas, y adquirir las dimensiones de toda la humanidad, comprendido el enemigo y el adversario.

Cristo, en efecto, libera la práctica del amor de toda unión con el espacio sagrado de la nación, con la sangre sagrada de la familia. El amor, para Cristo, lleva en su propia naturaleza la propia santidad y valía ; no tiene por qué sacar de los valores sagrados preestablecidos lo que el amor puede ser por él mismo. Dios — entiéndase bien — no está en la familia, ni en la raza, ni en la nación ; está únicamente en el acto de amar.

El amor, a este nivel, traspasa la comunidad natural para ir a descubrir a la persona y su secreto divino. No se trata sólo de un alargamiento cuantitativo del horizonte del amor. La modificación y la novedad que introduce en el corazón del hombre el amor cristiano se sitúa y desarrolla a nivel de la personalización del amor y de la fe en su profundidad divina.

Por supuesto que, a primera vista, este amor puede parecernos imposible e inhumano. Pero, si partimos de la base creyente de que estamos dotados de la capacidad amorosa de Dios por el Espíritu de Amor que nos habita, entonces el “ser misericordioso como vuestro Padre es misericordioso”, además de ideal y de meta también se convertirá en experiencia y en praxis progresivas para quienes se perciben a sí mismos queridos y amados con una gratuidad absoluta y una ternura y misericordia infinitas.