II Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 9, 28b-36:
Oración que transfigura

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caía del sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: Maestro, que bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle.
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto. Lucas 9, 28,36

Hombre que no reza, hombre que no se conoce. Hombre que no ora, hombre que no se transfigura. Hombre que no está en el Tabor, hombre que no irá al Calvario. Hombre que no va al Calvario, hombre que se queda en la muerte.

Y todo esto, a pesar de nuestra mentalidad pragmatista que identifica oración con evasión e ineficacia. No son los nuestros, se oye, tiempos de contemplación y teoría: lo que hoy pega fuerte es la praxis y las transformaciones. Más aún: aun cuando la oración resultara rentable y productiva para el propio trascendimiento, seguiría desdiciendo de nuestra dignidad de adultos. Porque no en vano, se dice hoy, hemos llegado ya a una mayoría de edad y el hombre de nuestros días es su propia providencia y el obligado ombligo que contemplar y admirar.

Pero frente a todos estos dichos están los hechos de Jesús “Mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro se transformó”. Es lo que nos sucede a todo hombre, puestos en trance de oración profunda. Es entonces cuando descubrimos y gozamos nuestra más rica identidad, al conectar con nuestras raíces más lejanas y con nuestro más prometedor futuro. Remitiéndonos a nuestra fuente y presintiéndonos en nuestro mar y explayamiento de hombres, nos experimentamos a la vez fronterizos y habitados de Dios, Padre exhaustivo de todos y Fraternizador universal. Es entonces cuando, lejos de diminuirnos, la oración nos agiganta: nos sincera con nosotros mismos. Nos arranca nuestras máscaras y mortajas. Nos rompe nuestros zancos y postizas estaturas. Nos restituye nuestra imagen original. Nos transforma y transfigura en lo que somos. Nos revela y nos activa, junto al pequeño David, nuestro gigante hombre interior, con los que afrontar, tras el rezo, nuestro desvivimiento por los hermanos...

Por todo ello, el ascender al Tabor y entrar en oración viva resulta peligroso y arriesgado. Quien no quiera, por tanto, ni ponerse en las bocas del lobo ni encaminarse a la cruz, que no cometa la osadía de rezar. Y es que la oración verdadera, pasada la nube y el peligro de evasión, lleva necesariamente al terreno de la lucha y a la pasión por los hombres, como le ocurrió también a Moisés tras la contemplación de Yahvé.