IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

San Lucas 4, 21-30: El delito de ser profeta

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: ¿No es éste el hijo de José?

Y Jesús les dijo: Sin duda me recitaréis aquel refrán: Médico, cúrate a ti mismo; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún. Y añadió: Os aseguro ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel habla muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos habla en Israel en tiempos del profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba. Lucas 4, 21-30

Los profetas son normalmente perseguidos, penosamente tolerados y sólo tras su muerte son, si lo son, reconocidos y exaltados. Es lo que podemos comprobar en la biografía de Jeremías del que nos habla la primera lectura de hoy, y especialmente en la historia de Jesús, ya desde el mismo comienzo en su propio Nazaret y a lo largo de toda su actividad pública.

El profeta sabe muy bien que su destino es la persecución e incluso la muerte, no sólo como entramado y desenlace histórico de su vida, sino como ingrediente interno y elemento constituyente de su propia función de profeta… El hecho de sentirse llamado y urgido por Dios a denunciar los pecados personales y estructurales de su pueblo anunciando a la vez un futuro positivo de recreación y trasformación lenta y costosa para las personas y las sociedades. El hecho, asimismo, de la persistente dureza de corazón de un pueblo extraviado que no reconoce los caminos de Dios, todo esto pone al profeta ante la mayoría de sus destinatarios en una dolorosa consideración de aguafiestas, en un difícil papel de antipático gafe indeseable, en una gratuita e injusta reputación de utópico e idealista.

Y es que el profeta habla en nombre de “Otro”. La palabra no es suya, y menos aún del gobernante de turno, ni de los poderosos de cualquier signo y bandera, a los que por nada del mundo se vende y prostituye. El profeta, consciente de que, aunque luchen contra él no le podrán porque Dios está con él para librarlo, tiene en cuenta la Palabra de anuncio y denuncia que le ha sido puesta en su boca, sin reparar en si sus palabras gustan o no a sus destinatarios. Por eso, él no se doblega ante nada y nadie, porque es a Dios a quien presta su más agudo y obediente oído y a quien ofrece generosamente su mente y sus labios, a ese Dios que lo ha seducido y dolorosamente convertido “en plaza fuerte y en muralla de bronce frente a todo el país”.

El profeta, de igual modo, habla para los otros, no para los que lo quieran patentarlo a su favor, exclusivizarlo egoísticamete, hacerlo indisponible para los demás. Él está al servicio de lo universal, no de lo particular. Como Jesús Cristo, que está al servicio de Cafarnaúm, su residencia misionera y de Nazaret también , su pueblo carnal, si hace el esfuerzo de aceptarlo como profeta, permitiéndole que mire fuera de los cofines del grupo, que hable de la misericordia de Dios que alcanza a una mujer con hambre y a un leproso fuera del suelo sagrado de Israel., Si le permiten que pregone para todos el año de gracia de Yahvé y que ampute en beneficio de las naciones paganas lo del “día de venganza de nuestro Dios” del profeta Isaías. Si en vez de proyectar la acción abominable de despeñarlo, le expresan de nuevo su anterior aprobación, admirados de todas las palabras de gracia que salen de su boca.

Ojalá que a resultas de todo lo anterior, nos aprestemos todos a anunciar la Palabra sin temor, denunciando el pecado y llamando a la esperanza, consolando e iluminando. Que los educadores, asimismo, enseñen con autoridad y coherencia, con la palabra y el testimonio de vida. Que a los que les cuesta reconocer la Palabra de Dios en envolturas humanas, sepan aceptarla con fe y humildad. Que no rechacemos la Palabra interpeladora de Cristo coincida o no coincida con nuestro pensar o sentir, y que le dejemos ser nuestro Profeta para que no se sienta en la necesidad de abrirse paso entre nosotros y alejarse de nuestras vidas.