II Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Sal de tu tierra
Gén 12,1-4a; 2Tim 1,8b-10; Mt 17,1-9


La llamada a la conversión que la Iglesia nos ha dirigido en el primer domingo, ahora se precisa más. La conversión sólo es posible mirando a Cristo, dejándonos cautivar por su infinito atractivo: «Señor, ¡qué hermoso es estar aquí!». Contemplando a Cristo también nosotros vamos siendo transfigurados; recibiendo su luz vamos siendo transformados en una imagen cada vez más perfecta del Señor (2 Cor 3,18).
«Nos salvó y nos llamó a una vida santa» (segunda lectura). La conversión no es poner algún parche o remiendo a los defectos más gruesos. Cristo quiere hacernos santos. Y la conversión está en función de esta vida santa a la que nos llama. Él no se conforma con menos. La conversión es continua, hasta que quede perfectamente restaurada en nosotros la imagen de Dios, hasta que Cristo sea plenamente formado en nosotros (Gal 4,19). Dejar de lado la conversión es olvidar que hemos sido llamados a una vida santa y es despreciar a Cristo que nos llama a ella.
«Sal de la tierra» (primera lectura). También a nosotros se nos dirige esta llamada, como a Abraham. Conversión significa salir de nosotros mismos, romper con nuestra instalación y nuestras seguridades, dejar nuestros egoísmos y comodidades... Llamada a la santidad significa ponernos en camino hacia la tierra que el Señor nos mostrará, con entera disponibilidad a su voluntad, a los planes que nos irá manifestando, para que nos lleve a donde Él quiera, cuando y como Él quiera.
«Sal de tu tierra» significa también «toma parte en los duros trabajos del evangelio según las fuerzas que Dios te dé» (segunda lectura), es decir, colabora con todas tus energías para que muchos otros reciban la buena noticia de que pueden convertirse y ser santos. He ahí el profundo sentido apostólico, evangelizador y misionero de la Cuaresma. El Señor nos ofrece, como a Abraham: «De ti haré un gran pueblo». El Señor desea que demos fruto abundante (Jn 15,16). Pero una vida mediocre es una vida estéril. De nuestra conversión y santidad depende que nuestra vida sea fecunda.