XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

¿Por qué no hay fruto?
Mt 13, 1-23

Cristo es el sembrador que siembra su palabra en nosotros. Y la semilla tiene fuerza para dar fruto abundante –¡el ciento por uno! Por malo que venga el año, la semilla da fruto..., a no ser que algo lo impida.
Si nosotros estamos recibiendo continuamente la semilla de la palabra de Cristo, ¿a qué se debe que no demos fruto o que no demos todo lo que teníamos que dar? La culpa no es del sembrador –Cristo no puede fallar al sembrar–, ni de la semilla –que tiene poder de germinar–, sino de la tierra en que cae esa semilla. ¿Qué hay en nosotros que nos impide dar fruto? Jesús mismo lo explica claramente. Es, en primer lugar, el no entender la Palabra, el no pararnos a asimilarla, a meditarla, a orarla; la superficialidad hace que el Maligno se lleve lo que ese tal ha recibido. Y este no tener raíces hondas hace también que cualquier dificultad acabe con todo.
Otra causa de no dar fruto es el tener miedo a los desprecios y burlas; el que busca quedar bien ante todos y ser aceptado por todos y no está dispuesto a ser despreciado por causa de Cristo y de su Evangelio, ese tal no puede agradar a Cristo ni acoger su Palabra.
Y la otra causa son las preocupaciones y afanes de la vida y el apego a las cosas de este mundo; sin un mínimo de sosiego para escuchar a Cristo y sin un mínimo de desprendimiento, de austeridad y de pobreza, la palabra sembrada se ahoga y queda estéril. El que no da fruto es el único culpable de su propia esterilidad. Al que no quiere escuchar porque endurece su corazón, Jesús no se molesta en explicarle. Es inútil intentar aclarar al que no es dócil, pues oye sin entender: «El que tenga oídos que oiga».

Una tierra nueva
Rom 8,1-23

«Los sufrimientos del tiempo presente no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá». El creyente lo ve todo a la luz de la eternidad. De manera particular las tribulaciones y sufrimientos de esta vida, sobre todo los padecidos a causa de Cristo y del Evangelio. Si a nivel humano vale la pena el esfuerzo para conseguir algo que nos importa, ¡cuánto más el sufrimiento pasajero que nos reporta un caudal inmenso de gloria eterna! (2 Cor 4,17). El secreto está en una fe firme y robusta que traspasa las apariencias para quedar fija en lo definitivo. «Nosotros no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; pues lo que se ve es pasajero, pero lo que no se ve es eterno» (2 Cor 4,18).
«La creación, expectante, está aguar-dando la plena manifestación de los hijos de Dios». En su plan creador, Dios somete al hombre toda la creación –Gén 1,28–, le constituye dueño y señor de ella –Sal 8– para que a través del hombre –como criatura inteligente y libre– la creación pueda cumplir su finalidad de glorificar a Dios. Pero el hombre, al pecar, frustra la creación, la esclaviza, le impide realizar aquello para lo que fue creada; por culpa del hombre el suelo queda maldito (Gén 3,17).
Por eso la creación está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios. Sólo el hombre nuevo, redimido del pecado por Cristo, puede lograr que la creación alcance su meta. Sólo el que es hijo de Dios y vive como hijo sabe recibir toda la creación como don amoroso del Padre, la emplea según el plan de Dios y la hace volver a Él en un himno de gratitud y alabanza. En las manos del hombre nuevo comienzan los cielos nuevos y la tierra nueva. Entre las manos del hombre nuevo la creación glorifica por fin a su Creador.