XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Somos del Señor
Rom 14,7-9

«Ninguno de nosotros vive para sí mismo». Uno de los males más tristes de nuestro mundo es esa situación de egocentrismo absoluto en que cada uno sólo vive para sí mismo, sólo piensa en sí mismo, está centrado exclusivamente en sus propios intereses. Frente a esto, san Pablo puede gritar con fuerza que entre nosotros los cristianos «ninguno vive para sí mismo». Puesto a liberarnos, Cristo nos arranca ante todo de la cárcel de nuestro egocentrismo, nos despoja de la esclavitud del culto al propio yo. Debemos preguntarnos: de hecho ¿es así en mi caso?
«Si vivimos, vivimos para el Señor». El egocentrismo sólo se rompe en la medida en que vivimos para Cristo. Si la vida vale la pena vivirse es perteneciendo al Señor. Si no vivimos para nosotros mismos es porque «no nos pertenecemos» (1 Cor 6,19). Pertenecemos a Cristo y esta es nuestra identidad. Pertenecer a Cristo es en realidad la única manera de ser verdaderamente libres.
«Si morimos, morimos para el Señor». Cristo ha venido a «liberar a los que por miedo a la muerte pasaban la vida como esclavos» (Hb 2,15). Para un cristiano la muerte no es motivo de temor. Cristo es también señor de la muerte, que será el último enemigo aniquilado (1 Cor 15,26). Para un cristiano la muerte es un acto de entrega al Señor, el acto de la entrega definitiva y total a Cristo. El cristiano muere para Cristo.
«Somos del Señor». Esta es nuestra certeza, nuestra seguridad, nuestro gozo. Este es nuestro punto de referencia. Pertenecemos a Cristo. Esta es nuestra identidad. El que vive como posesión de Cristo tampoco tiene miedo a los hombres, ni al mundo. La pertenencia a Cristo nos libera del servilismo. Es a Él a quien hemos de dar cuentas de nuestra vida.

Contradicción brutal
Mt 18,21-36

Nuestro Dios es el Dios del perdón y la misericordia. Perdona siempre a aquel que se arrepiente de verdad. Y nosotros, como hijos suyos, nos parecemos a Él. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». No puede ser de otra manera. Por eso Jesús dice que hemos de perdonar «hasta setenta veces siete», es decir, siempre.
La parábola expresa la contradicción brutal en ese hombre a quien le ha sido perdonada una deuda inmensa, pero que no perdona a su compañero una cantidad insignificante, llegando incluso a meterle en la cárcel. Ahí estamos dibujados todos nosotros cada vez que nos negamos a perdonar. En el fondo, las dificultades para perdonar a los demás vienen de no ser conscientes de lo que se nos ha dado y de lo que se nos ha perdonado. El que sabe que le ha sido perdonada la vida es más propenso a perdonar a los demás.
El perdón de Dios es gratuito: basta que uno se arrepienta de verdad. También el nuestro ha de ser gratuito. Pero prestemos atención a la parábola: ¿con qué derecho puede acercarse a solicitar el perdón de Dios quien no está dispuesto a perdonar a su hermano? El que no quiere perdonar al hermano ha dejado de vivir como hijo; el que no está dispuesto a perdonar al otro está cerrado y es incapaz de recibir el perdón de Dios.