XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Dar con generosidad
Fil 4,12-14.19-20

«Todo lo puedo en Aquel que me conforta». Admirable grito de confianza de Pablo. Y tanto más admirable en cuanto que no tiene nada de ingenuidad infantil. El contexto nos lo dice: es una confianza en medio de la pobreza, del hambre y de la privación. Porque es ahí sobre todo donde se manifiesta la confianza. Mientras todo va bien y hay abundancia de medios y de ayudas, es fácil confiar en Dios. La confianza se prueba sobre todo en medio de las dificultades, de las carencias y de todo tipo de problemas. Es entonces, cuando no hay ningún otro apoyo o agarradero, cuando se puede decir con plena verdad: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta», «sé de quién me he fiado» (2 Tim 1,12).
«En todo caso, hicísteis bien en compartir mi tribulación». San Pablo agradece los donativos recibidos. Pero no tanto por el favor que le hacen a él –que ha aprendido a vivir en pobreza y está preparado para todo–, sino por el favor que se hacen a sí mismos. En efecto dice en el versículo 17: «No es que yo busque el don; lo que busco es que los intereses se acumulen en vuestra cuenta». San Pablo no instrumentaliza a nadie. En su caridad y desinterés, se alegra, más que por la ayuda recibida, porque descubre el amor y la generosidad que hay en el corazón de los filipenses. Efectivamente, el dar a los demás es una inmensa gracia que Dios concede (2 Cor 8,1-5).
«Mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia». Desde luego que Dios no es tacaño. El que hace el bien y da a los demás es porque confía en Dios. Y Dios no permitirá que falte lo necesario al que da con generosidad y confianza, pues proveerá a sus necesidades materiales y aumentará en él los frutos espirituales de una vida santa (2 Cor 9,8-10); por el contrario, «el que siembra tacañamente, tacañamente cosechará» (2 Cor 9,6).

La gravedad de la repulsa
Mt 22, 1-14

La parábola de hoy –lo mismo que las de los dos domingos anteriores– subraya la gravedad de la repulsa de Jesús. Más aún que en la parábola de los viñadores homicidas, se subraya la ternura de Dios. Él es el Rey que invita a los hombres a las bodas de su Hijo. Jesús aparece como el Esposo que va a desposarse con la humanidad y todo hombre –se llama a todos los que se encuentren en los cruces de los caminos– es invitado a este festín nupcial, a esta intimidad gozosa.
Las fuertes expresiones de la parábola –el rey que monta en cólera, manda sus tropas y destruye la ciudad– indican las tremendas consecuencias del rechazo de Cristo. Nosotros, que somos tan sensibles a las relaciones sociales humanas, ¿nos damos cuenta de verdad de lo que significa rechazar las invitaciones de Dios? El hecho de que a Dios no le veamos con los ojos o de que Él no «proteste» cuando le decimos «no», no quiere decir que el rechazo de sus invitaciones no sea un desprecio bochornoso. Las excusas –el campo, los negocios...– no son más que excusas y en realidad significan no querer responder.
También puede parecernos dura la última parte de la parábola –el invitado que es arrojado fuera porque no lleva vestido de bodas–. Dios invita a todos, no hace distinciones, la entrada en la Iglesia es gratuita, pero no hemos de olvidar que se trata de la Iglesia del Rey. El vestido de bodas, es decir, una vida según el evangelio, es necesario. La gracia es exigente. Con Dios no se juega y no podemos juntar a Cristo y a Satanás.