XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Morir en el Señor
1Tes 4,12-17

«No os aflijáis como los hombres sin esperanza». Hay un dolor por la muerte de los seres queridos que es natural y totalmente normal. Pero hay una tristeza que no tiene nada de cristiana y que sólo refleja una falta de fe y de esperanza. El verdadero cristiano puede sentir pena en su sensibilidad, pero en el fondo de su alma está lleno de confianza, porque Cristo ha resucitado y los muertos resucitarán (1 Cor 15,20-21). Más aún, puede sentir una profunda alegría, porque sabe que el «muerto» no está en realidad muerto, sino «dormido» (Lc 8,52), esperando ser despertado por Cristo, y que mientras tanto ya «está con el Señor», gozando de su presencia, de su vida y de su felicidad.
«A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él». En esto se juega todo: en «morir en Jesús». La verdadera tristeza no consiste en el hecho de morir, sino en morir fuera de Jesús, porque esa sí que es verdadera muerte, la «muerte segunda» (Ap 20,6), la muerte definitiva en los horrores del infierno por toda la eternidad. En cambio, el que muere en Jesús no puede perderse, pues Jesús no abandona a los suyos, sino que como Buen Pastor los conduce a «verdes praderas» para hacerlos descansar (Sal 23,2). El que muere en Jesús no pierde ni siquiera su cuerpo. El que no muere en Jesús lo pierde todo, «se pierde a sí mismo» (Lc 9,25).
«Y así estaremos siempre con el Señor». Eso es el cielo: no un lugar, sino una persona. Es estar por toda la eternidad en compañía de Aquel «que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados» (Ap 1,5), «que nos ha amado y nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa» (2 Tes 2,16). Empezaremos a entender –y a desear– el cielo en la medida en que ya en este mundo vayamos conociendo y tratando a Cristo, en la medida en que vayamos calando «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» del «amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3,18-19).

Esperando al Esposo
Mt 25,1-13

En estas últimas semanas del año litúrgico la Iglesia quiere fijar nuestra mirada en la venida de Cristo al final de los tiempos. En esta venida aparecerá como Rey y como Juez (evangelio de los dos próximos domingos); pero hoy se nos presenta como venida del Esposo.
El título de Esposo, que se aplica a Yahvé en el Antiguo Testamento (por ejemplo Os 2,18), Jesús lo toma para sí (por ejemplo Mt 9,15; Jn 3,29). Sin entrar en mayores explicaciones, este título subraya sobre todo la relación de profunda intimidad que Cristo establece con la Iglesia, su Esposa, y en ella con cada hombre.
El cristiano –según esta parábola– es el que está esperando a Cristo Esposo con un gran deseo que brota del amor. Por tanto, es una espera amorosa. Y no es una espera de estar con los brazos cruzados: el que espera de verdad prepara la lámpara, sale al encuentro... Precisamente, la parábola pone el acento en esta atención vigilante a Cristo que viene, para estar preparado, con vestido de bodas (Mt 22,11-14). Lejos de temer esta venida, el cristiano la desea, como la esposa desea la vuelta del marido que marchó de viaje. El cristiano no se entristece por la muerte «como los hombres sin esperanza» (1 Tes 4,13). La muerte es sólo un «dormir» y el cristiano tiene la certeza de que será despertado y experimentará la dicha de «estar siempre con el Señor» (1 Tes 4,17). Por eso, en lugar de vivir de espaldas a la muerte, el verdadero creyente vive «aguardando la vuelta de Jesús desde el cielo» (1Tes 1,10).