V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date



El domingo quinto nos lleva a contemplar a un Jesús que salva a todo el hombre –curación de enfermos en su cuerpo y sanación de endemoniados en su espíritu– y a todos los hombres –las multitudes que acuden a Él–. De ese modo levanta de su postración y abatimiento –a la suegra de Pedro «la cogió de la mano y la levantó»– a los hombres que bajo el peso del mal ven pasar sus días como un soplo y consumirse sin dicha y sin esperanza –personificados en Job 7,1-4.6-7–.

¡Ay de mí si no evangelizo!
1Cor 9,16-19.22-23


«¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!». Estas palabras de san Pablo son para todos. Anunciar el evangelio es un deber, una obligación que incumbe a todo cristiano. Todo bautizado es hecho profeta para proclamar ante el mundo las hazañas maravillosas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz admirable. Todo cristiano es un apóstol, un enviado de Cristo en el mundo. Para anunciar el evangelio no hace falta subir a un púlpito. Podemos hablar de Cristo en casa y por la calle, a los vecinos y a los compañeros de trabajo, con nuestra palabra y con nuestra vida. ¡Pero es necesario que lo hagamos! No podemos seguir pensando que es tarea sólo de los sacerdotes. ¿Cómo puede creer la gente sin que alguien les hable de Cristo? (Rom 10,14). Esta es la maravillosa y sublime misión que nos encarga el Señor.
«Me he hecho todo a todos para ganar, como sea, a algunos». ¡Admirable testimonio de san Pablo! Hacerse todo a todos significa renunciar a sus costumbres, a sus gustos, a sus formas... Y todo para que se salven, para llevarles al evangelio. Exactamente lo que hizo el mismo Cristo, que se despojó de su rango y se hizo uno de nosotros para hablarnos al modo humano, con palabras y gestos que pudiéramos entender. A la luz de esto, nunca podemos decir que hemos hecho bastante para llevar a los demás a Cristo. Un rasgo esencial del evangelizador es este amor ardiente a los hombres que le lleva a despojarse de sí mismo para darles a Cristo.
«...Sin usar el derecho que me da la predicación de esta Buena Noticia». San Pablo reconoce que el que predica tiene derecho a vivir el evangelio (v. 14). Sin embargo, gustosamente ha renunciado a este derecho, no recibiendo nada de los corintios y trabajando con sus propias manos, «para no crear obstáculo alguno al evangelio» (v. 12). El que anuncia el evangelio debe dar testimonio de absoluto desinterés, renunciando incluso a lo justo y a lo necesario. Sólo así podrá ser testigo creíble de una palabra que anuncia el amor gratuito de Dios. Sin ello el anuncio del evangelio no puede dar fruto. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8-10).

Todos te buscan
Mc 1,29-39

«Todos te buscan». Estas palabras de los discípulos centran la atención en la persona de Jesús. «¿Quién es éste?» (Mc 4,41). Jesús es la «luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). «En Él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). Todo hombre ha sido creado para Cristo y todo hombre –aun sin saberlo– busca a Cristo; incluso el que le rechaza, en el fondo necesita a Cristo. Su búsqueda de alegría, de bien, de justicia, es búsqueda de Cristo, el único que puede colmar todos los anhelos del corazón humano. Y el cristiano debe estar cierto de ello para presentar sin temor Cristo a los hombres con obras y palabras.
Es enormemente bello en los evangelios el misterio de la oración de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre vive una continua y profunda intimidad con el Padre. A través de su conciencia humana Jesús se sabe intensamente amado por el Padre. Y su oración es una de las expresiones más hermosas de su conciencia filial. Se sabe recibiéndolo todo del Padre y a Él lo devuelve todo en una entrega perfecta de amor agradecido.
San Marcos nos presenta a Jesús realizando curaciones. De esta manera se expresa mejor que con palabras su poder de salvar del pecado (Mc 2,9-11). Con este evangelio la Iglesia quiere afianzar nuestra fe en este Jesús que es capaz de sanar a un mundo –el nuestro– y a unos hombres –nuestros hermanos y nosotros mismos– profundamente enfermos. Cristo puede hacerlo; la única condición para hacer el milagro es nuestra fe: «¿Crees que puedo hacerlo?» (Mt 9,28).