San Lucas 6, 36-38:
Perdonad y seréis perdonados.

Autor: Padre Julio Cesar Gonzalez Carretti OCD 

 

a.- Dn. 9, 4-10: Hemos pecado cometiendo iniquidad.
b.- Lc. 6, 36-38: Perdonad y seréis perdonados.

La plegaria de Daniel es una verdadera oración cultual. Esta hecha de mucho realismo por destacar la culpa y las consecuencias dolorosas que han provocado en el pueblo de Israel. Pero también se vislumbra la maldad y perversidad de los opresores. La oración comprende el reconocimiento de la culpa y la confesión de la misma, la súplica confiada en la misericordia de Dios, y el anhelo de restaurar Jerusalén, lugar donde se manifestará el Nombre y la gloria de Yahvé. En el fondo esta oración de Daniel refleja la piedad judía, pero también ser responsable de la culpa personal y social de todas las generaciones, pero confiando en que es propio de Yahvé perdonar y ser misericordioso.
Este evangelio es una serie de sentencias que el evangelista reúne en esta sección. “Sed misericordiosos…” (v. 36). Misericordioso es aquel que se deja afectar por la miseria del hombre, abierto, por lo tanto a la necesidad de su prójimo. Ayuda a quien tiene necesidad. Jesús anuncia que Dios es misericordioso y el Reino comienza con el anuncio del Evangelio a los pobres, a los ciegos, a los privados de libertad, a todos los agobiados (cfr. Lc. 4, 16-22). Jesús, es portador de la salvación por medio de la predicación y los milagros que realiza a favor de los enfermos a quienes les devuelve la salud, a los pecadores les perdona sus pecados, habla de la alegría de Dios Padre, cuando un pecador se convierte. Es el tiempo de gracia y salvación del Mesías. La misericordia del Padre enseña al discípulo cómo ha de actuar él. Es lo que los judíos llamaban imitar a Dios y que Jesús exige a sus discípulos: vestir al desnudo, visitar a los enfermos (cfr. Gn. 3, 21; 18,1). El discípulo debe ama al prójimo a sí mismo y ser misericordioso como su Padre celestial ya que él es imagen de Dios. De esta forma Jesús devuelve al hombre la imagen de Dios, lo convierte en enuncio viviente del Reino de Dios, Padre que al pecador lo colma de misericordia perdonando sus pecados.
“No juzguéis…no condenéis…” (v. 37). Obra del amor y de la misericordia divina es que el discípulo no se convierta en juez de sus hermanos. El amor le hace comprender cuanta necesidad tiene todo prójimo de misericordia, da porque se compadece de la necesidad del hermano. No juzgar ni condenar ni de palabra ni con el pensamiento, cuando no se tiene esa facultad, a nuestro prójimo. Esto es lo que exige Jesús. Se puede enjuiciar la acción, pero no condenar como culpable a nadie, quien se constituye en juez de sus hermanos, origina el juicio de Dios sobre sí mismo. Así como nos comportamos con el prójimo, así actuará Dios con cada uno de nosotros.
“Perdonad… dad y se os dará…” (vv. 37-38). La culpa del hermano puede ser un gran obstáculo para el amor, el perdón y la misericordia. Jesús nos enseña a superar este óbice con el perdón y el dar; perdonar derriba barreras y el dar crea comunión. Perdonar para ser perdonados, dar para recibir: Dios actuará de acuerdo a nuestras actitudes. El juicio está en nuestras manos, perdónanos como nosotros perdonamos a quien nos debe (cfr. Lc. 11, 4). Llegará el día de la recompensa en que Dios como dueño generoso no paga el salario merecido, sino según su generosidad. Dios Padre es el mejor pagador, lo que da es siempre más que el servicio prestado. El que dé y perdone en su vida con generosidad, recibirá con abundancia el don y perdón de Dios Padre, quien haga lo contrario, no espere de Dios nada. Toda una llamada de atención a nuestras actitudes básicas de relación con nuestro Padre Dios y nuestro prójimo.

Acercados a la fuente de la misericordia que es el mismo Jesucristo, el alma orante, no puede más que imitar a Dios. Teresa de Jesús enseña: “¿En quién, Señor, puede así resplandecer como en mí, que tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que me comenzasteis a hacer? ¡Ay de mí, Criador mío, que si quiero dar disculpa, ninguna tengo! Ni tiene nadie la culpa sino yo; porque si os pagara algo del amor que me comenzasteis a mostrar, no le pudiera yo emplear en nadie sino en Vos, y con esto se remediaba todo. Pues no le merecí ni tuve tanta ventura, válgame ahora, Señor, vuestra misericordia.” (V 4,4).