Vigilia Pascual, Ciclo A

Mt. 28, 1-10: La muerte y la vida de la Gracia

Autor: Padre Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alba

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse  

 

 

La Liturgia de esta noche santa que estamos celebrando es tan rica que resulta imposible comentarla y tan expresiva y plástica que habla por sí sola. El Fuego nuevo, el Cirio Pascual, Luz de Cristo que resucita glorioso y disipa las tinieblas del corazón humano temeroso ante la muerte; la Procesión de la Luz; el Pregón Pascual; la Bendición del Agua Bautismal; las Lecturas Bíblicas que nos ofrecen una síntesis de la Historia de nuestra Salvación, desde la Creación (1ª lect), pasando por la liberación de la esclavitud del Pueblo elegido (3ª lect), y concluyendo con la Resurrección de Jesús (Ev.), nos están hablando de esa vida nueva que el Señor nos ha ganado y a la que renacemos por el Bautismo.

Una antigua y hermosa homilía sobre el Sábado Santo, narra cómo Jesús va a buscar, con las armas vencedoras de la Cruz, a Adán y Eva. “Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: Mi Señor está con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: Y con tu espíritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta, diciéndole: Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz... Levántate, obra de mis manos...salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona... El reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad” (L. de las Horas del Sábado Santo).

La Resurrección del Señor es el triunfo de su misión redentora y el de todos los que somos miembros de su Cuerpo cuya Cabeza es Él, de los ciudadanos de su Pueblo -la Iglesia- cuyo Pastor es Él. Es la confirmación hecha realidad de las promesas de las Bienaventuranzas. Que Jesús se apareciera resucitado en primer lugar a las mujeres (Evangelio), cuyo testimonio en aquellos tiempos no tenía validez, tal vez pueda interpretarse también como un argumento más en favor de que el Reino de los Cielos es para los que no son tenidos en cuenta por los poderosos de este mundo. Los pobres según el espíritu; los que tienen hambre y sed de Dios; los constructores de la paz; los limpios de corazón; los que lloran al ver conculcados los derechos de Dios y de sus hijos y saben perdonar tantos atropellos; los perseguidos o injustamente tratados por confesar con las palabras y con las obras su fe. Sí, quienes han encarnado en sus vidas o se esfuerzan porque así sea el espíritu de las Bienaventuranzas, Carta Magna del Cristianismo, pueden saborear, ya esta noche, la dicha en ellas prometida, porque Cristo ha vencido.

Si hemos de recordar a un mundo que se nutre de la ilusión de que la felicidad está en tener a cubierto las necesidades materiales que la vida no está en la hacienda. Si frente al señuelo del hedonismo decimos que quien mira a una mujer con malos ojos, deseándola, ya adulteró en su corazón. Si a quienes se sienten seguros en sus convicciones y desprecian las de Cristo les hacemos ver que se parecen al hombre necio que edificó su casa sobre arena. Si debemos cuestionar convencionalismos, mentiras, injusticias..., y esto fue siempre no sólo molesto sino peligroso, y nos pueden acusar de acientíficos e inhumanos, hemos de afianzarnos en la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gal 2,20). Esa fe será nuestra seguridad y defensa frente a una mentalidad hostil.

¡Vivir de fe! Jamás hombre alguno habló como este hombre (Jn 7,46), decían los contemporáneos de Jesús. Nadie como el ha sabido recoger el profundo latido del corazón humano y ha dado una respuesta convincente a sus más genuinos anhelos: Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios (Jn 6,68). Jesucristo ha superado la muerte, ha cambiado el mundo y se ha convertido en la salvaguardia de los valores más nobles y sagrados.

Así como en el árbol del Paraíso la desobediencia humana trajo el dolor y la muerte, en este árbol de la Cruz la obediencia mató a la muerte y nos abrió las puertas de la Vida Eterna. "Amo tanto a Cristo en la Cruz, dice el Beato Josemaría Escrivá, que cada crucifijo es como un reproche cariñoso de mi Dios: ...Yo sufriendo, y tú... cobarde. Yo amándote, y tú olvidándome. Yo pidiéndote, y tú... negándome. Yo, aquí, con gesto de Sacerdote Eterno, padeciendo todo lo que cabe por amor tuyo... y tú te quejas ante la menor incomprensión, ante la humillación más pequeña..." (Via Crucis, XI Estación n. 2).

El amor es sufrido, recuerda S. Pablo (Cfr 1 Cor 13). ¿Quién se sentirá con derecho a quejarse cuando contemple estos atroces sufrimientos de Nuestro Señor? ¡Ser sufridos! Procuremos proyectar esta cualidad sobre nuestra vida ordinaria, en esas situaciones nada solemnes de nuestro acontecer diario. "¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! Piensa, entonces, qué es lo más heroico" (Camino, 204). ¡Ser sufridos ante las tentaciones del amor propio, la sensualidad..., y cuando advirtamos que nuestro comportamiento cristiano "choca" en el ambiente en que me desenvuelvo!

"Nosotros debemos gloriarnos en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo" (Gal 6,14), nos recuerda inspiradamente S. Pablo, porque ahí está nuestra salvación aunque nos cueste creerlo y nos rebelemos. La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo, lleva consigo la certeza interior de que quien sufre "completa lo que falta a los padecimientos de Cristo", porque nosotros somos miembros de un Cuerpo cuya Cabeza es Él. Debemos enfocar nuestras penas y dificultades con un talante recio y sobrenatural. Tal vez no podamos solucionar ciertos contratiempos, pero sí podemos no torturarnos con ellos. Podemos buscar con serenidad una solución, no un motivo más de amargura y, sobre todo, podemos ver en ellos la Cruz que nos asocia a la obra redentora de Jesucristo.

¡Cuántas cosas que nos hacen sufrir física y moralmente se soportarían mejor si no dudáramos de que el Corazón del Señor sufre con el nuestro! ¡El Corazón de Jesús y el mío sufren juntos! ¿No somos una cosa con Él? ¿No nos ha asegurado que cualquier cosa que padezcan los que creen en Él la padece Él mismo? (Cfr Mt 25).

¡"Señor, auméntanos la fe"! (Lc 17,5), le decían los discípulos cuando no entendían una enseñanza Suya. ¡Repitámoslo también nosotros poniendo por intercesora a la Madre de Jesús y Madre nuestra!