Solemnidad de Cristo Rey, Ciclo C

Lucas 23, 35-43: El reinado de Cristo: “Venga a nosotros tu reino…”

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

 

 “Por Él fueron creadas todas las cosas que hay en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles…” (de la segunda lectura: Colosenses, 1)

Jesús es "el alfa y la omega, el principio y el fin" (Ap 21,6), un Rey no como los de este mundo, ni de este mundo (Jn 18,36), pues reina radicalmente desde el no-poder, con la cruz: “descendiente del rey David humanamente. Constituido Rey del universo por Dios, su padre. Rey, pero sin palacios fastuosos, sin cortesanos ni servidumbre, sin guerras ni victorias, sin tributos ni privilegios. Rey que ha venido a servir y no a ser servido; no a robarles imagen a los hombres, sino a derramar su sangre para introducirles en su reino” (J. Martí Ballester).

En 1925, como fruto del Año Santo, Pío XI, como remedio de la secularización ya avanzada, instituyó esta fiesta para desde el reinado de Jesús en los corazones llegara a reinar en las sociedades y en la historia. Luego se le dio un nuevo sentido, para cerrar el año litúrgico y resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal, que nos guía hacia el día que vendrá de nuevo, y será Rey de todo el universo. Reinado que ya se hizo presente con su primera venida hace dos mil años, pero que se está siempre haciendo, y para que Jesús reine en el mundo ha de hacerlo primero en nuestros corazones: hoy es un buen momento para decirle –ante tantos que proclaman “no queremos que éste reine sobre nosotros”-, como respuesta amorosa y decidida: ¡queremos que Él reine! En el capítulo 13 de Mateo nos va señalando que este reino “es semejante a un grano de mostaza que uno toma y arroja en su huerto y crece y se convierte en un árbol, y las aves del cielo anidan en sus ramas”; “es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que fermenta toda”; “es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta, y lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo”; “es semejante a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende todo cuanto tiene y la compra”. Jesús nos hace ver claramente que vale la pena buscarlo y encontrarlo, dejarlo todo por adquirirlo.

En la primera lectura contemplamos a David -cuando Dios rechazó a Saúl como rey de Israel-, cómo fue ungido por Samuel en Belén (1 Sam 16,1): "Tomó Samuel el cuerno del aceite y ungió a David. El Espíritu del Señor se apoderó de él" (1 Sam 16,13). Se renovó la Alianza en él, y anunciaba que Jesús sería ungido Rey, como David -descendió en el Bautismo el Espíritu Santo (Lc 3,21)-, aquel que pastoreaba ovejas fue Pastor-Rey de pueblos y era el tipo de Jesucristo, profetizado Pastor-Rey por Ezequiel (Ez 34,23), y por él mismo: "Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas" (Jn 10,11). Esto –hemos cantado en el salmo 121- "nos llena de alegría sabiendo que vamos a la casa del Señor", de nuestro Rey y Salvador, como dice una oración litúrgica: “Dominus Iudex noster, Domunis Legifer noster, Dominus Rex noster, Ipse salvavit nos”, Él nos salvará. Es sí Juez y Señor, pero también “un Rey que al mismo tiempo es nuestro hermano, nuestro Padre: Como Rey es todopoderoso —mucho más que todos los reyes de la tierra— es Dios, y es nuestro Legislador y es y será nuestro Juez. Es nuestro Juez y lo será en nuestro último momento y lo es constantemente”, decía san Josermaría Escrivá, y de esto sacaba punta, para afinar en la correspondencia (pues es un Rey que da la vida por nosotros en la Cruz, y aunque –como vemos en el Evangelio de hoy- le gritan “si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”, o como dicen las otras versiones: “baja de la cruz”, Él quiso estar ahí muriendo por amor nuestro): “Se nos llena el corazón de alegría al pensar que Cristo es nuestro Rey. El, que murió por nosotros, es nuestro Salvador, es nuestro Maestro, es el Mesías, es nuestro Amigo... y es nuestro Rey. ¡Pues que lo sea de verdad!”

            Conviene que Cristo reine… en todas las cosas. “Por Él fueron creadas todas las cosas que hay en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles…” Esta es nuestra finalidad: el difundir, el extender el Reino de Dios. Y nos podemos preguntar: ¿que hago para que reine en mi corazón, en mi alma? La respuesta es: No cerrarle las puertas. El Señor nos dice: “Deliceae meae esse cum filiis hominum”, sus delicias son estar con los hijos de los hombres.

No es un reinado terreno: “Los reyes de las naciones las tiranizan. Pero entre vosotros no ha de ser así, sino que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor” (Lc 22,25), y Él nos dio ejemplo, siendo pastor que acompaña aún en los barrancos tenebrosos, y da confianza a los que padecen esos dolores, se sienten acompañados y como el buen ladrón proclaman: "Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino"; y oyen aquella respuesta tan esperanzada y tierna: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lucas 23,35). Él es el Rey proclamado ante Pilato: “Tú lo dices: Yo soy Rey” (Jn 18,37), con autoridad para dar entrada en su reino a quien le confiese. Cuentan que en el rodaje de la película “Jesús de Nazaret” de Franco Zeffirelli, Robert Powell (que interpretó a Jesús) cambió radicalmente de vida tras el rodaje, en el que ocurrieron cosas emocionantes, y conversiones (como del que hacía de Judas, que era ateo)... muchos actores quedaron impactados y les transformó. El Reino de Dios es –como dice el Prefacio de la Misa- “un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz”, de alegría, de unidad. El “gaudium cum pace” -alegría y paz cristianas- viene de ese “Regnum Dei intra vos est”, ese reino de Dios que está dentro de nosotros. Reino de la verdad ante tanto relativismo y tantas mentiras y falsedad. Reino de la vida pues cuando Jesús murió -por amor- venció a la muerte y resucitó. Reino de santidad y de gracia, de virtudes y vida de Dios. Reino de justicia donde se mira al hermano como hermano, sin diferencias (oí una frase que me gustó: “nunca pienses que eres más que los demás…” pero la segunda parte no es menos cierta: “y nunca pienses que eres menos que los demás”). Reino del amor porque Dios es Amor, y su reino es de amor, donde no cabe el odio ni la mala voluntad, ni envidia ni egoísmo, partidos y banderías, murmuraciones y calumnias. Reino de Paz, que es tranquilidad del orden: los cristianos «en virtud del Bautismo y de la confirmación, participan en la misión profética de Cristo –decía Juan Pablo II-. Por consiguiente, están llamados a buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios y a llevar a cabo en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde con su empeño por evangelizar y santificar a los hombres»; éste es el nuevo orden que hay que instaurar: al presentar a Jesús de Nazaret como Rey del universo, los cristianos buscan «establecer, por así decir, en el corazón del hombre, de la historia y del cosmos la potencia divina del Amor». Así es como hay que entender aquel “es necesario que él reine, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies” (I Cor. XV, 25). El rechazo de Cristo no fue sólo por parte de aquellos judíos, es la misma actitud que se sucede en la historia, la de los que ponen sus intereses y sus pasiones como dioses, pero "sin Dios, antes que Dios y no según Dios" (S. Máximo) y siguen repitiendo aquella frase del Evangelio: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Luc. 19, 14).

Pero nada puede ir contra este reinado, Jesús nos acompaña en su Iglesia hasta el fin de los tiempos: “yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Desde la Cruz Cristo establece definitivamente el Reino de Dios: "Dios reinó desde el madero de la Cruz" (himno "Vexilla Regis).

Ya a las vigilias de Adviento, hemos de preparar este reino con Juan Bautista: “Haced penitencia, porque está al llegar el Reino de los Cielos” (Mt 3). Y Jesús mismo comienza así su predicación: “comenzó Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque está al llegar el Reino de los Cielos” (Mt 4). Así se puede entender cómo entrar: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos” (Mt 7), para ello hay que hacerse pequeño: “si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos” (Mt 18). “¿Acaso no sabéis que los injustos no heredarán el Reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (I Cor. 6, 9-11), aunque más el cumplimiento exacto de los mandamientos, valora el Señor la humildad, la apertura del alma: “Díceles Jesús: En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por el camino de la justicia, y no habéis creído en él, mientras que los publicanos y las meretrices creyeron en él. Pero vosotros, aun viendo esto, no os habéis al fin arrepentido, creyendo en él”.

Es un reino de gracia y de justicia, que es a la vez don y tarea, y conlleva lucha, esfuerzo. Por eso, decía san Josemaría: “nos debemos preguntar: ¿dónde debe reinar Cristo Jesús? Debe reinar, primero en nuestras almas. Debe reinar en nuestra vida, porque toda tiene que ser testimonio de amor. ¡Con errores! No os preocupe tener errores.... ¡Con flaquezas! Siempre que luchemos, no importan. ¿Acaso no han tenido errores los santos que hay en los altares?”. La santidad está en la lucha esforzada: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan” (Mt 11, 12). Y así resume el Catecismo (n. 2816) que “El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre: El reino de Dios implica por tanto en cada uno de nosotros un compromiso personal que nos debe llevar a buscarlo con todas nuestras fuerzas: es la perla escondida y el tesoro que requiere venderlo todo para comprarlos. Eso quiere decir que en nuestra vida todo lo debemos enfocar a cumplir la Voluntad de Dios, que se nos manifiesta a través de las circunstancias concretas en que Dios nos ha colocado y que debemos seguir con generosidad, olvidándonos de nosotros mismos, pues con egoísmo no entramos”.

Todos los días pedimos en el Padrenuestro: "venga a nosotros tu reino", le pedimos hoy a la Virgen Santísima que nos ayuda a desear verdaderamente que reine en nosotros: “El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: '¡Venga tu Reino!'” (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).