I Domingo de Adviento, Ciclo A

Mateo 24, 37-44: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir nuestro Señor…”

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

 

 El tiempo litúrgico que hemos comenzado nos invita a la preparación para la venida de Jesús: “ad-venio”, que viene. Es un movimiento de expectación que va subiendo gradualmente, al paso de la liturgia de estos días. Es un tiempo de entrada al año nuevo litúrgico, y por tanto de recomenzar, de renovación de la fe y el amor. Para que Jesús nazca en nuestro corazón, bien preparado; para que venga a dar paz a este mundo, y para ello hay que sembrar paz en los corazones, ser portadores de paz. Y para ello, necesitamos luchar para ser cada día un poco mejores. Esta es la mejor preparación para la Navidad, y así lo pedimos en la antífona de entrada de la Misa: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado…” Para recibir a una persona muy querida, disponemos la casa, cuidamos la limpieza y el arreglo, los planes de comida, preparamos una conversación grata; disponer un buen disco si le gusta la música… en la vida espiritual, hay que aprovechar este tiempo de preparación para disponerlo todo y responder así al amor divino manifestado en la venida del Señor, sin preocuparnos de dar la talla, sabiendo que Dios nos ama como somos, como decía San Josemaría Escrivá (“Amigos de Dios, 194): “Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria. Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra conciencia el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones, reaccionad prontamente y escuchad al Maestro, sin asustaros ante la triste realidad de lo que cada uno somos; porque, mientras vivamos, nos acompañarán siempre las debilidades personales”. Pero procurando luchar, que es como se demuestra el amor y así se ensancha nuestro corazón para poder recibir el don de Dios, en mayor medida. En este primer domingo de Adviento la Iglesia nos pone ante los ojos la venida del Hijo de Dios a la tierra; y a la vez nos preparamos para su venida al fin del mundo como Juez supremo de vivos y muertos.

Así como el Pueblo de Israel esperó la venida del Salvador durante cientos de años, también la Iglesia se prepara cada año, en memoria de la plenitud de los tiempos, el momento escogido por Dios desde toda la eternidad, para encarnarse.

“Navidad por tanto significa la presencia de Cristo en el alma mediante la gracia.

Y si por la debilidad de la naturaleza humana se pierde la vida de divina por el pecado grave, Navidad entonces debe significar el retorno a la gracia mediante la confesión sacramental, vivida con seriedad de arrepentimiento y de propósitos –decía Juan Pablo II-. Jesús viene también para perdonar. El encuentro personal con Cristo se convierte en una conversión, en un nuevo nacimiento para asumir totalmente las propias responsabilidades de hombre y de cristiana" (A los universitarios de Roma, 18.XII.1979). Es una buena manifestación de lo que pedimos en la oración colecta en este domingo: "Oh Dios omnipotente, concede a tus fieles la voluntad de ir con obras al encuentro de Cristo que viene, para que colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos". Pedimos al Señor que avive en nosotros, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras; le pedimos a Dios que nos ayude, que guíe nuestros pasos. Los árabes tienen una leyenda relativa al llanto del Sahara. En las noches tranquilas y estrelladas corre una brisa a través de todo el desierto que hace chocar los miles de granitos de arena, produciendo el efecto de un llanto doloroso de una fiera herida de muerte. –“¿Lo oís?” –les decía el guía de la caravana a los del grupo: “¡el desierto llora!, se queja de haber sido convertido en un árido desierto; llora por sus jardines florecientes, por sus mieses, por los frutos jugosos de que estaba cargado un día, antes de quemarse, antes de convertirse en desierto”. Es cierto que fue una tierra espléndida aquella del norte de África, en los primeros siglos de nuestra era. Espiritualmente, también han nacido desiertos en el mundo, cambiando por la desobediencia a Dios, por el pecado, el paraíso terrenal en una tierra ingrata, llena de espinas y abrojos –de guerras, rencillas…- que da poco fruto, y costoso, pues ha de ser regada por el sudor del hombre, por la oración y el sacrificio.

            Pero Dios nos anunció la luz, y tenemos la esperanza de que más allá de las arideces y desiertos, llegará Jesús –el esperado-, y con la seguridad de su salvación, ¡qué fácil es recorrer el camino que falte! Estamos como en tensión, fijos los ojos en el misterio de Navidad, vigilantes, como nos dice la primera lectura: “sabiendo que el tiempo apremia, es ya hora de levantarnos del sueño. Porque ahora está más cerca nuestra salvación. La noche pasó, y el día se acercó”. La Iglesia nos anima con estas cuatro semanas a preparar muy bien nuestro corazón por la alegría y la conversión:Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, “pues estamos más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz”. Para ello hay que luchar, soldado  bien armado no se deja sorprender.

 San Bernardo dice: "Conocemos tres venidas del Señor. Además de la primera y la última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, ésta, en cambio, no lo es. En la primera venida, el Señor fue visto en la tierra y convivió con los hombres; y como Él testificó, le vieron y le odiaron. En la última, todo el mundo verá la salvación de Dios y verán al que traspasaron. La venida intermedia es oculta; nada más ven al Señor los elegidos: lo verán dentro de sí mismos, y sus almas se salvan. Es decir, en la primera venida el Señor llega en carne y debilidad; en la segunda en espíritu y en virtud; en la última, en gloria y en majestad. La venida intermedia es un cierto camino que nos lleva de la primera a la última; en la primera Cristo es nuestra Redención, en la postrera aparecerá nuestra vida nueva; en este tercer advenimiento se da nuestra descanso y nuestra consolación.

Pero, para evitar que esto que afirmo de este advenimiento intermedio no pareciese a alguno que me lo invento, escucha al mismo Cristo: ‘El que me ama observará mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a vivir con Él’”. El que ama observará las palabras del Señor, las vivirá en su corazón, fomentando los buenos afectos y las mejores costumbres, alimentando bien el corazón de la palabra del Señor y de su Vida eucarística.

En la primera venida de Cristo sólo unos pocos le esperaban de verdad, son los pobres de Yahvé que claman por la justicia de Dios y su amor; entre ellos destaca la Virgen Santísima y Juan el Bautista y tantos otros desconocidos para nosotros, como los pastores, los discípulos de Juan, etc. "Dos Navidades, pues: dos advientos. La Navidad de Jesús Niño, que nos marca un adviento de cuatro semanas. La Navidad de Jesús Juez, que lleva un adviento de miles de años, y para cada uno de nosotros dura tantos años como nuestra vida” (Carles Cardó). Hemos de estar preparados como el siervo fiel esperando su amo, administrador de lo que se nos confió, como vírgenes prudentes con aceite, y las lámparas encendidas.

De esa esperanza nos habla Benedicto XVI en su Encíclica “Spe salvi”, salvados por la esperanza, y de ahí tomamos las siguientes citas: “sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una « buena noticia », una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo « informativo », sino « performativo ». Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”. Y pone el ejemplo de una conversa, porque nos que hemos conocido desde siempre la fe, quizá no valoramos el cambio que supone la esperanza. Cuando Josefina Bakita pasa de tener amos que la castigaban a conocer a Jesús, “en este momento tuvo « esperanza »; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue « redimida », ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios”.

La esperanza está basada en la fe, y en la Iglesia primitiva vemos que aunque las estructuras externas del mundo “permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro. Cuando la Carta a los Hebreos dice que los cristianos son huéspedes y peregrinos en la tierra, añorando la patria futura (cf. Hb 11,13-16; Flp 3,20), no remite simplemente a una perspectiva futura, sino que se refiere a algo muy distinto: los cristianos reconocen que la sociedad actual no es su ideal; ellos pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación”.

Así como en la Primera Carta a los Corintios (1,18-31) se nos muestra que una gran parte de los primeros cristianos pertenecía a las clases sociales bajas (y, precisamente por eso, estaba preparada para la experiencia de la nueva esperanza), hubo también cristianos en las clases sociales altas, que “vivían en el mundo « sin esperanza y sin Dios ». El mito había perdido su credibilidad; la religión de Estado romana se había esclerotizado convirtiéndose en simple ceremonial, que se cumplía escrupulosamente pero ya reducido sólo a una « religión política ». El racionalismo filosófico había relegado a los dioses al ámbito de lo irreal. Se veía lo divino de diversas formas en las fuerzas cósmicas, pero no existía un Dios al que se pudiera rezar”. También nuestro mundo está necesitado de esperanza, la que nos hace ver que no dependemos del azar ni de los astros, “la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y si conocemos a esta Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos materiales ya no es la última instancia; ya no somos esclavos del universo y de sus leyes, ahora somos libres. Esta toma de conciencia ha influenciado en la antigüedad a los espíritus genuinos que estaban en búsqueda. El cielo no está vacío. La vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor”.

Por eso, se interpreta la figura de Cristo en los sarcófagos mediante dos imágenes: “la del filósofo y la del pastor”. “El filósofo era más bien el que sabía enseñar el arte esencial: el arte de ser hombre de manera recta, el arte de vivir y morir”, aunque también entonces –como ahora- había muchos “charlatanes que con sus palabras querían ganar dinero, mientras que no tenían nada que decir sobre la verdadera vida”. “Esto hacía que se buscase con más ahínco aún al auténtico filósofo, que supiera indicar verdaderamente el camino de la vida”. Se ve a Jesús filósofo con un bastón: “Él vence a la muerte; el Evangelio lleva la verdad que los filósofos deambulantes habían buscado en vano (…). Él nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este camino es la verdad. Él mismo es ambas cosas, y por eso es también la vida que todos anhelamos. Él indica también el camino más allá de la muerte; sólo quien es capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de vida. Lo mismo puede verse en la imagen del pastor”, que expresaba el sueño de una vida serena y sencilla, “ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: « El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo... » (Sal 22,1-4). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto”. Nos lo da todo: todo lo que vivió nos lo da en las bienaventuranzas, que son su retrato; todo lo que él rezó, lo que necesitamos, está en el Padrenuestro; y su vida entera, todo lo que es, está en la Eucaristía: es un Pastor que nos guía dándose del todo. Y, como dice S. Tomás de Aquino, tenemos la “sustancia” de lo que esperamos, “ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta « realidad » que ha de venir no es visible aún en el mundo externo (no « aparece »), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma”, como dice la Carta a los Hebreos. “El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras”.

“La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado”, como muestran “las grandes renuncias”, los que lo dejan todo, tanto los santos antiguos como los de nuestra época: “han dejado todo por amor de Cristo para llevar a los hombres la fe y el amor de Cristo, para ayudar a las personas que sufren en el cuerpo y en el alma. En estos casos se ha comprobado que la nueva « sustancia » es realmente « sustancia »; de la esperanza de estas personas tocadas por Cristo ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y sin esperanza. En ellos se ha demostrado que esta nueva vida posee realmente « sustancia » y es una « sustancia » que suscita vida para los demás. Para nosotros, que contemplamos estas figuras, su vida y su comportamiento son de hecho una « prueba » de que las realidades futuras, la promesa de Cristo, no es solamente una realidad esperada sino una verdadera presencia: Él es realmente el « filósofo » y el « pastor » que nos indica qué es y dónde está la vida”.

Y la entrega al Amor es la mejor inversión: “Se esperan las realidades futuras a partir de un presente ya entregado. Es la espera, ante la presencia de Cristo, con Cristo presente, de que su Cuerpo se complete, con vistas a su llegada definitiva”, vale la pena dejarlo todo, pues las posesiones no son nada comparado con esa “sustancia”, la vida eterna. Cuando los padres piden en bautizo del hijo, se les pregunta: “« ¿Qué pedís a la Iglesia? ». Se respondía: « La fe ». Y « ¿Qué te da la fe? ». « La vida eterna ». Según este diálogo, los padres buscaban para el niño la entrada en la fe, la comunión con los creyentes, porque veían en la fe la llave para « la vida eterna »”. Aunque hoy muchos no saben qué es la vida eterna (piensan, con categorías temporales, que es algo aburrido e insoportable). “¿Qué es realmente la « vida »? Y ¿qué significa verdaderamente « eternidad »? Hay momentos en que de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera « vida », así debería ser.” O sea que tenemos cierta experiencia de lo que entendemos por “vida” en sentido pleno, feliz. “No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta « verdadera vida » y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta « realidad » desconocida es la verdadera « esperanza » que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre”. Aunque no tenemos ese conocimiento de qué será, “podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: « Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría » (16,22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo”.