II Domingo de Adviento, Ciclo A

Mateo 3,1-12: Preparar los caminos: «Dad fruto digno de conversión»

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

 

Texto del Evangelio (Mt 3,1-12): 

 

Por aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Éste es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.

Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga».

Comentario:

¿Cuál es la necesidad más radical del ser humano? ¿El deseo más básico y elemental para ser feliz?

Sentirse amado, para siempre. Es decir, vivir una vida en plenitud enfocada hacia la vida eterna, e ir con las personas que se aman.

Hay momentos importantes en la vida que descubrimos eso, vemos que sí, que “eso es 'vida' de verdad, la felicidad, que es lo que queremos para siempre” (De eso trata Benedicto XVI en sus dos primeras Encíclicas, la que escribió sobre el amor y ahora sobre la esperanza).

Ante la pregunta: ¿Por qué nada del mundo constituye para nosotros un fin que nos satisfaga? La esperanza nos lleva siempre más allá de las actuales conquistas, en una sed de infinitud que no puede ser satisfecha dentro del horizonte de este mundo, y el corazón del hombre se acoge a un deseo que nos dirige más allá, hacia el final de los tiempos.

Precisamente ahí se dirige nuestra mirada en este segundo domingo de adviento: mirar al Señor que viene, como dice la antífona de entrada: “mira al Señor que viene a salvar a los pueblos, el Señor hará oír su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón” (cf. Is 30, 19.30). El profeta Isaías constituye un protoevangelio, y también en la primera lectura nos habla de ese paraíso perdido que añoramos, donde todos seremos amigos y estaremos en armonía con el todo, donde reinarán la justicia y la paz, el gozo de vivir (11, 1-10); como seguimos diciendo en el salmo (71): “en sus días florecerá la justicia y la abundancia de paz eternamente”. Esta querencia nos lleva a pensar en Jesús que viene, ahora en el tiempo, en Navidad, y cuando acabe el mundo, como supremo juez hacia el que concluye toda la creación.

En esta espera, la Iglesia nos propone la figura de Juan el Bautista, la “voz que clama en el desierto”, para ayudar a preparar los caminos del Señor, allanar sus sendas. Es la palabra que anuncia la Palabra, voz que anuncia la Voz, y cuando ésta llega el va desapareciendo, desprendido de honores, seguidores, de todo. Juan "perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón" (San Gregorio magno). Nunca estamos tan llenos cuando, vacíos de nuestro yo, acogemos a Dios. Juan proclama el Bautismo, y acabaremos el tiempo de Navidad con el bautismo de Jesús, que es precisamente cuando comienza su vida pública, cuando da origen a una nueva creación, un volver a crear las aguas en las que nos sumergimos con Él, e instaura un nuevo orden, como dice Benedicto XVI en “Jesús de Nazaret”: “por su ser hombre, todos le pertenecemos, y El a nosotros; en Él la humanidad tiene un nuevo inicio y llega también a su cumplimiento”. Aparece el Bautista en un momento en el que vemos que “Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y David parecen sumidas en el silencio de Dios. Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos un profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes”, a nivel religioso y político; ese ambiente nos ayuda a entender mejor lo que hoy meditamos: “Judas el Galileo había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de los doce Apóstoles de Jesús —Simón el Zelote y quizás también Judas Iscariote— procedieran de aquella corriente”. Estamos en un tiempo en el que –según las excavaciones del desierto- había comunidades de renovación espiritual: “La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa.

”Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan”. Se sabe con la misión de “preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él.

”En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande”.

Podemos imaginar la el impacto de la figura del Bautista en ese contexto histórico, juzgar por lo que leemos en el Evangelio: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5). Él tiene una misión, una vocación de precursor de los caminos del Señor, de señalar a Jesús: se muestra ya profeta en el seno de su madre, y salta de gozo en la presencia de Jesús (Lucas 1, 76-77). Su lema: “conviene yo mengüe y que Él crezca en mí” es como el resumen de lo que ha de ser la vida cristiana, dejar actuar a Cristo en nosotros para ser hijos de Dios. Dirá a sus discípulos que no era digno de calzarle las sandalias al Cordero de Dios, al que anuncia para que éstos le sigan (Mateo 3, 11).

Nuestro bautismo -y Confirmación- significa también el inicio de una nueva vida –vemos en la segunda lectura- y fruto de la penitencia ha de dar espacio interior al reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo principal de la vida, lo único necesario, y para ello hemos de quitar lo que estorba, convertirnos, como decimos en la oración colecta a Dios, “que en nuestra alegre marcha hacia el encuentro de tu Hijo, no tropecemos en impedimentos terrenos, sino que guiados por la sabiduría celestial, merezcamos participar en la gloria de Aquel que vive y reina contigo…” Pero dentro de tanta gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto digno de conversión» (Mt 3,8).  Los fariseos intentan seguir escrupulosamente la ley, evitando la adaptación a la cultura de los romanos y el mundo griego, que es la dominante. Los saduceos, sin embargo, más ilustrados, buscan el compromiso con el mundo romano (desaparecen en su rebelión el año 70, que los romanos reprimen con dureza).

Volviendo a nuestra espera, no ha de ser por tanto “quietismo”, sino “expectación” activa, búsqueda dinámica de la misericordia de Dios, conversión de corazón, «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (Juan Pablo II). Hemos de descubrir los principales obstáculos para nuestra vida cristiana, que san Juan resume en “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida”, como decía san Josemaría: "la concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...) no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más  fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...). El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...)   Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el ‘seréis como dioses’ (Gen 3,5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios. La existencia nuestra puede de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la ‘superbia vitae’. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos" (Es Cristo que pasa, nn.5-6). Juan el Bautista en su lema de vaciarnos de lo malo y llenarnos de Cristo nos da la clave para esta conversión de corazón (con la ayuda de la gracia bautismal, que renovamos en la confesión).

“El bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68)”. Se trata de “empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila”, es el agua que mata al sumergir. “Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos —Nilo, Eufrates, Tigris— son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas”.

 En el desierto de nuestra oración, hemos de dejar entrar las palabras de la predicación del Bautista: «Preparad el camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3), y junto a la “voz que clama en el desierto”, seamos portadores de la luz que hoy proclamamos: «preparemos los caminos, ya se acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven, Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas). Y con nuestras vidas, así haremos de altavoz a esas palabras de la Antífona de entrada: "Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón". Nuestra vocación, a semejanza del Bautista, es también dar testimonio –con las palabras y nuestra vida entera- de Cristo. Con nuestra conversión y apertura a los demás seremos luz para atraer las almas al Reino de Dios. Como decía san Josemaría Escrivá, "de que tú y yo nos portemos como Dios quiere  no lo olvides  dependen muchas grandes". La vocación divina -llamada al seguimiento de Jesús, a participar de su gente, ser de los suyos-  es fuente de alegría, de gozo espiritual.