II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Juan 1,29-34:
Jesús, el Cordero pascual, que quita el pecado del mundo

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Jn 1,29-34):

En aquel tiempo, vio Juan venir Jesús y dijo: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo’. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a Israel».

Y Juan dio testimonio diciendo: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios».

Comentario:

1. A orillas del Jordán, tal vez en la región llamada Betaraba o Beth Abarah, el “lugar del pasaje”, en recuerdo del paso del Jordán por los hebreos, el Cordero pascual se nos muestra como culmen del camino que emprendieron hacía tantos tiempos, por fin han llegado a la tierra prometida: es Cristo el Camino, y esta Tierra. Hoy en día se lo localiza a unos trescientos metros del Jordán, sobre la orilla derecha del estuario del Wuadi Nimrín, de aguas abundantes en invierno, a unos 15 kilómetros al norte del Mar Muerto; o, según otros, en el Wadi el-Kharrar, a unos 7 kilómetros del Mar Muerto. “Era un día en el que Juan el Bautista predicaba que el Mesías esperado estaba cercano, es más: que su llegada y manifestación entre los hombres era inminente. Y Jesús, desconocido de todos se acercó también a recibir el bautismo del Asceta Precursor. Así comienza la vida pública de Cristo” (Miguel Á. Fuentes). Juan quedaría sobrecogido, al reconocer al Cristo esperado en aquél que se acercaba a él como un pecador más. “La misericordia de Dios es superior a toda expectativa”, decía san Leopoldo Mandic. San Hipólito exclamaba admirado: “¡Oh, hecho que llena de estupor! El río infinito, que alegra la ciudad de Dios, es bañado por unas pocas gotas de agua. El manantial incontenible y perenne del que brota la vida para todos los hombres, se sumerge en un hilo de agua escasa y fugaz. Aquél que está en todas partes y no falta en ningún lugar, aquél que los ángeles no pueden comprender y los hombres no pueden ver, se acerca voluntariamente a recibir el bautismo”.

Como ya hemos comentado, el bautismo del Mesías, el cordero inmaculado, en quien no hay sombra de pecado, ha de ser comprendido a la luz de lo que enseña San Pablo: Él se ha dado a sí mismo por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad (Tit 2,14). Él se ha dado a sí mismo por nosotros. “En este abajamiento de Dios en el sublime momento de comenzar la predicación de la verdad y la proclamación del Misterio de Dios, se pone de manifiesto la magnitud, la generosidad de esta total donación de Dios en la Encarnación. ¿Por qué el Inmaculado se acerca humildemente a recibir el signo de los que se confiesan pecadores? Es mucho más fácil responder a esta pregunta que responder a la pregunta infinitamente más radical que ésta: ¿Por qué Dios se ha hecho hombre y se ha dado a los hombres que contra él pecaron? Ninguna de las cosas que hace Cristo las hace porque Él las necesita, sino porque las necesitamos nosotros. Todos los actos de Cristo son don a los hombres: Dios no tenía necesidad de hacerse cercano a nosotros en la Encarnación, pero nosotros sí teníamos necesidad de su cercanía, porque la lejanía de Dios es la muerte del alma; Jesucristo no tenía necesidad de purificarse en las aguas del Jordán, pero nosotros necesitábamos contemplar la humildad de Dios encarnado que se abaja hasta nosotros, pecadores; nosotros teníamos la necesidad de escuchar, en este ejemplo de Cristo, la invitación a expresar exteriormente nuestra penitencia.     

Cristo no se acerca al Jordán buscando la purificación de sus pecados (Él es el cordero sin mancha) sino concediéndonos en este acto una gracia singular. No venía Él a purificarse sino a purificarnos. Es el trasfondo de la maravillosa expresión que acuña Juan para referirse a Jesús: Ese es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,36)” (Miguel Á. Fuentes).

“El pasaje del Evangelio nos permite asistir a la formación del primer núcleo de discípulos, del que se desarrollará primero el colegio de los apóstoles y a continuación toda la comunidad cristiana. Juan está aún a orillas del Jordán junto a dos de sus discípulos cuando ve pasar a Jesús y no se retiene de gritar de nuevo: «¡He ahí el Cordero de Dios!». Los dos discípulos comprenden y, dejando para siembre al Bautista, se ponen a seguir a Jesús. Viendo que le siguen, Jesús se vuelve y pregunta: «¿Qué buscáis?». Le responden, para romper el hielo: «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis», les contesta. Fueron, lo vieron y aquel día se quedaron con él. Ese momento pasó a ser para ellos tan decisivo en sus vidas que recuerdan hasta la hora en que ocurrió: eran cerca de las cuatro de la tarde” (recuerda el Padre Cantalamessa).

Nos fijamos ahora en la expresión: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Son palabras que proclamamos después de rezar: «Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros / danos la paz». Entonces, antes de recibir al Señor en la comunión, el sacerdote las pronuncia en uno de los momentos más solemnes de la Misa, mostrando Jesús en la Eucaristía, como Cordero, y nos unimos a la fe eucarística con aquellas otras: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una sola palabra tuya y mi alma quedará sanada”. La expresión “cordero” aparece aquí unida a “el que sana mi alma”, el que me cura, me salva…

Si es tan importante esta expresión, “Cordero de Dios”, nos preguntamos: ¿Qué significa? Juan Bautista proclama una profecía sobre Jesús al exclamar: «he ahí el Cordero de Dios». “Cordero” es una metáfora de carácter mesiánico que habían usado los profetas, principalmente Isaías, y que era bien conocida por todos los buenos israelitas. “Cristo es el cordero que quita el pecado del mundo, que ha sido inmolado para darnos la gracia. Luchemos para vivir siempre en gracia, luchemos contra el pecado, aborrezcámoslo. La belleza del alma en gracia es tan grande que ningún tesoro se le puede comparar. Nos hace agradables a Dios y dignos de ser amados. Por eso, en el “Gloria” de la Misa se habla de la paz que es propia de los hombres que ama el Señor, de los que están en gracia” (Joaquim Fortuny).

 “Cordero” tiene sin duda otros significados: animal pacífico que se deja hacer, que se deja comer… también es suave y manso, que se ofrece en sacrificio, inocente sobre el que se vierten las culpas como sacrificio vicario, víctima expiatoria… recordamos el animal que sustituye la muerte de Isaac en el altar del sacrificio, cuando Abraham puede recuperar a su hijo, todos son símbolos mesiánicos, y el hijo recuperado somos nosotros, salvados por la sangre redentora de Jesús. Es un cordero el del sacrificio cotidiano en el templo (cf. Ex 29,38); también hace referencia al Siervo de Yahvéh, de Isaías, llevado al matadero como corderito mudo (cf. Is 53,6.7); se resalta en muchos sitios su cualidad de inocencia o su disposición al sufrimiento. En el fondo Juan cifra todas estas cosas en ese solo nombre. De Cristo dice que “quita” el pecado del mundo; en el sentido de “hacer desaparecer”. Lo explicará también Juan Evangelista en sus cartas: “Sabéis que (Cristo) apareció para quitar los pecados” (1 Jn 3,5). Juan de Maldonado apunta: “Algunos siguiendo al Crisóstomo notan que Juan no dice ‘que quitará’, sino ‘que quita’ los pecados del mundo, usando el presente para significar, más que el hecho, la virtud natural de Cristo de quitar los pecados. A la manera que no decimos ‘el fuego calentará’, sino ‘el fuego calienta’, para expresar que el fuego, de su natural, como no halle impedimento, calienta cualquier cosa en todo tiempo y lugar”.

Nuestro Señor, sumergiéndose en las aguas del Jordán, las santificó, las purificó y las hizo fecundas para que ellas pudieran luego, con la fuerza del Espíritu Santo, santificarnos, purificarnos y darnos a la luz de la vida sobrenatural en el Bautismo cristiano. Así, por ejemplo, San Hipólito, comentando la teofanía: “Este es mi Hijo amado”, decía: “Este es mi Hijo amado: el que pasa hambre y alimenta a muchedumbres innumerables, el que se fatiga y rehace las fuerzas de los fatigados, el que no tiene dónde reclinar su cabeza y lo gobierna todo con su mano, el que sufre y remedia todos los sufrimientos, el que es abofeteado y da la libertad al mundo, el que es traspasado en su costado y arregla el costado de Adán”.

Los dos personajes, frente a frente: Juan predicaba el “cambio del corazón”. “Su enseñanza, que nosotros traducimos por un “arrepentíos”, en el Evangelio griego significa más propiamente “cambiar la mente” (metánoia). Cambiar la manera de pensar, cambiar el corazón mundano, alejado de Dios. Juan, como los antiguos profetas de Israel, predica la tešûbah, la vuelta del destierro a la casa paterna abandonada por el pecado. En sus labios resuena el Buscad a Yahvéh de Sofonías (2,3), aquel “Enderezad vuestro corazón a Yahvéh” que predicaba Samuel (1 Sam 7,3), “el Revuelve en tu corazón que Yahvéh es Dios”, que dice Moisés a su pueblo (Dt 4,39). Al mismo tiempo su amonestación es el reclamo a desandar los pasos errados; repite el clamor de Jeremías: “Volveos cada cual de su mal camino” (Jr 18,11), o el “Convertíos, convertíos de vuestra mala conducta”, como dice Ezequiel (33,11); es el llamado que Zacarías resume diciendo: “No seáis como vuestros padres, a quienes los antiguos profetas gritaban así: ¡Volveos de vuestros malos caminos y de vuestras malas obras!” (Zac 1,4). Precisamente para demostrar públicamente que uno estaba dispuesto a cambiar el corazón oculto, que no se ve, se dejaba sumergir por Juan en las aguas del Jordán. Pero esto sólo manifestaba una decisión interior, una buena disposición, una apertura del corazón a Dios. El bautismo de Juan no lavaba interiormente los pecados del pueblo de Israel, simplemente ayudaba a que los judíos los lloraran.

Hablando, en cambio, de la misión de Cristo Juan dice: Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. La obra de Jesucristo, a diferencia de la de Juan, llega hasta el corazón, lo penetra y lo cambia. Por eso es comparada con el fuego: el fuego quema y purifica la escoria, la destruye; limpia, transforma. Cristo bautiza en el Espíritu Santo porque con su predicación no se limita a decir a los hombres que no pueden seguir viviendo como lo hacían hasta ese momento, sino que Él mismo los cambiará. Hará penetrar en los corazones el Espíritu Santo, y el Espíritu Santo, penetra, transforma y santifica.

 Juan prepara y Cristo lleva a plenitud la obra de la santificación de las almas cuando las sumerge con Él en las aguas fecundantes del Jordán espiritual: con Él hemos sido sepultados en el bautismo (Rom 6,4)” (Miguel Á. Fuentes).

La imagen que sobretodo centra el tema del Cordero de Dios es el pascual, el que celebra el pueblo de Israel y cuya sangre rociada en la puerta, señal que es reinventada en forma de cruz con Jesús, el auténtico Cordero pascual, da el paso a la libertad como Israel pudo salir de Egipto y por el mar que se abrió alcanzar la libertad de la tierra prometida. Así se abren las puertas de la vida, y pasamos –es el bautismo- de la muerte a la vida. Pascua significa esto: “paso”, y Jesús es nuestra pascua con quien pasamos, con la sangre vertida por su pasión, de la muerte a la resurrección. El cordero joven que los israelitas sacrifican para la cena pascual es ahora la Eucaristía, todo queda reinterpretado: Y aun los Apóstoles y los padres de la Iglesia dicen que el cordero es signo de pureza, simplicidad, bondad, mansedumbre, inocencia... y Cristo es la Pureza, la Simplicidad, la Bondad, la Mansedumbre, la Inocencia. San Pedro dirá: «Habéis sido rescatados (...) con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1Pe 1,18.19). Y san Juan, en el Apocalipsis, emplea hasta treinta veces el término “cordero” para designar a Jesucristo.

2. Bautismo-Cordero-Pascua. En verdad la Navidad es una pascua, que se proclama en la Epifanía y el Bautismo del Señor y se dirige hacia la Pascua de su Pasión y Resurrección, donde el Cordero quita los pecados del mundo para poder celebrar con sus ovejas la liturgia de la Jerusalén celestial. Al comenzar el año se celebra la fiesta del "Santísimo Nombre de Jesús", el nombre del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El nombre Jesús significa “Salvador” e indica su misión, el sentido que tendría la vida del Hijo de Dios encarnado, como dijo el Ángel: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús”. Y lo mismo a José: “hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. El nombre de Jesús salva los pecados, de ahí la intercesión de este dulce nombre, que siempre ha de estar en nuestros labios: “Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús (es decir, la salvación)”.

Juan habla del bautismo del Espíritu Santo, por el que recibimos la filiación divina. Mucho más que cualquier otro talento o riqueza que podríamos desear o imaginar, es ser hijos de Dios: constituye el único fin que consuma nuestra vida. Esto va unido a la fraternidad, sentir como propias las cosas de los demás, y por tanto ser apóstoles de tan gozosa verdad, que estamos llamados a ser hijos en el Hijo, al camino de santidad, según nuestra condición ser consecuentes con esa filiación divina.

La filiación es complicada, para quien no tiene idea de padre, o ha perdido la confianza en ella, y considera Dios, más que como un Padre amoroso al que debe la vida y todo lo que es y tiene, como un obstáculo de la propia autonomía, o incluso un rival de la libertad personal. A veces, en efecto, hay quien considera a Dios como una complicación incómoda, que lamentablemente existe, que dificulta más aún la vida, ya de suyo difícil de los hombres. La imagen del Padre que perdona, que espera cada día la vuelta del hijo, dispuesto a restituirle su favor apenas regrese arrepentido, es muy plástica para re-construir la idea de padre, viendo al "padre misericordioso". La confesión será así una “actualización” del bautismo, como en los programas informáticos, para reavivar el fuego de la gracia, y cada vez que animamos a otro a "volver", se cumplen las palabras con las que concluye Santiago su carta a una joven comunidad de fieles: si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío, salvará su alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados.

Toda la semana pasada hemos visto que la Iglesia nos propone unos textos del Evangelio que rezuman misericordia, Jesús abre su corazón misericordioso perdonando los pecados y curando todo tipo de males. Esto nos lleva a la imagen del Cordero de Dios, que consideramos ahora. Mirar el Cordero de Dios es participar de su misericordia, dejarnos transformar por el Cordero: es amar a Dios de verdad, participar en su corazón, y nos dolerá que otros ofendan al Señor, aunque no sepan que lo hacen. Saldrán propósitos de pedir la luz de la fe, también con nuestros sacrificios, pues todos buscan la verdad y a Dios aún sin saberlo, todos intentan alcanzar la felicidad que en Él está, la vida plena que la Trinidad nos ha preparado, pues a esa vida nos eligió antes de la constitución del mundo para que seamos santos y felices en su presencia por el amor.

3. Somos ya hijos de Dios, pero aún no ha manifestado todo el esplendor de nuestra filiación divina. No basta con que seamos conscientes de que la filiación divina lo que más puede engrandecernos a los hombres, es un don inaudito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos: “La Navidad nos vuelve a poner ante los ojos la urgencia de colaborar con Cristo en la aplicación de los frutos de la Redención. Buen ejemplo nos dan los pastores de Belén: después de acudir presurosos a la gruta, donde encontraron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre, regresaron a su trabajo habitual llenos de alegría. Volvieron cambiados por dentro, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, y deseosos de comunicar a sus parientes y vecinos la buena nueva; de modo que todos los que lo oyeron, se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho (…). Cuando alguien experimenta un gozo grande, siente el impulso de comunicarlo a las personas con las que se relaciona. Sucede con mayor motivo cuando se trata de la vida sobrenatural, que Jesús ha traído a la tierra…, porque la vocación cristiana lleva consigo, por su misma naturaleza, vocación apostólica” (Javier Echevarría, carta de I-2008). La alegría de haber sido salvados por Dios no cabe en un corazón solo, como dice San Agustín: “quien logra la conversión de un alma tiene la suya predestinada. ¡Pues pensad lo que será traer al camino de Dios, a la entrega, a otras almas! ¡Algo maravilloso! (...). Porque el bien, de suyo, es difusivo. Si yo gozo de un beneficio, necesariamente tendré deseos eficaces de que otros vengan a participar de esa misma felicidad”.

Nuestra cultura, como todas, tiene aspectos nobles y otros mejorables, o modas que dificultan la verdad, y de entre estas dificultades “ambientales” está –sigue diciendo el prelado del Opus Dei- “la falsa idea de que no resulta conveniente hablar a otras personas de las propias convicciones religiosas. Equivale —dicen— a entrometerse en la conducta privada de los demás, atentando a la intimidad de cada uno. Debemos rechazar semejante actitud y estar siempre dispuestos a dar razón de la esperanza de nuestra vocación cristiana (cf. 1 Petr 3, 15), con sinceros deseos de que resuene en los oídos de nuestros parientes, amigos y conocidos la buena nueva de la salvación.

No hay que conformarse con el testimonio del ejemplo, porque el ejemplo solo —siendo indispensable— no basta (…) dejaríamos de ser sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mat 5, 13-14)... ¿Alimentas tu afán apostólico como si fuera un instinto sobrenatural? ¿Cómo pides al Señor que ponga en tus labios la palabra oportuna en tus conversaciones diarias, también en las de carácter profesional y en los ratos de descanso? Hay que hablar a los hombres y mujeres de la divina condescendencia que se ha manifestado con la venida del Hijo de Dios al mundo, y de cómo el Señor espera nuestra colaboración en el anuncio de su mensaje de amor, de vida y de paz”.

Benedicto XVI ha recomendado la lectura del documento que la Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado acerca de algunos aspectos de la evangelización, del 3-XII-2007, y que dice: «Estimular honestamente la inteligencia y la libertad de una persona hacia el encuentro con Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un ofrecimiento legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación entre los hombres (…) La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos y verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo su recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza del proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes».

Antes del Concilio Vaticano II se habló de que hay que dejar a cada uno con su conciencia y su religión, ya que todos pueden salvarse siguiendo la buena voluntad; esto ha tenido un efecto paralizador y ha puesto en duda la validez de hoy para las ansias misioneras que la Iglesia siempre ha tenido. San Josemaría reaccionaba con fortaleza apostólica cuidando su grey: “es necesario que mis hijos busquen la ocasión de hablar, de comunicar estas maravillas que el Señor nos ha confiado. No basta la presencia, para trabajar cristianamente”. Los textos magisteriales no han cesado de animar a proclamar la verdad con caridad. En esta semana de la unidad de los cristianos, se pone de realce el diálogo ecuménico basado en la oración, pues es el Espíritu el que consigue la unidad, y no un diálogo entre personas que dejan sus convicciones para no molestar a los demás, pues lo que resultaría de ello sería un gazpacho mal hecho, insípido. En cambio, los primeros cristianos nos dan un gran testimonio de valerosa fe y respeto a las convicciones de los demás. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad., y como consecuencia el apostolado personal es una consecuencia lógica de dar a los demás la alegría que uno no quiere tener solo. Juan Pablo II, urgiéndonos a vivir en la gracia que el Cordero nos ha ganado, nos dice: «Comprometeos a vivir en gracia. Jesús ha nacido en Belén precisamente para eso (...) vivir en gracia es la dignidad suprema, es la alegría inefable, es garantía de paz, es un ideal maravilloso». Belén. Cordero. Jesús en la Eucaristía: “Amor de ti nos quema, blanco cuerpo; / amor que es hambre, amor de las entrañas; / hombre de la palabra creadora / que se hizo carne; fiero amor de vida / que no se sacia con abrazos,  besos, / ni con enlace conyugal alguno. / Sólo comerte nos apaga el ansia, / pan de inmortalidad, carne divina. / Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre, / ¡oh Cordero de Dios!, manjar que te quiere, / quiere saber sabor de tus redaños, / comer tu corazón, y que su pulpa / como maná celeste se derrita / sobre el ardor de nuestra seca lengua: / que no es gozar en ti: es hacerte nuestro, / carne de nuestra carne, y tus dolores / pasar para vivir muerte de vida. / Y tus brazos abriendo como en muestra / de entregarte amoroso nos repites: / "¡Venid, comed, tomad: éste es mi cuerpo!". / Carne de Dios, Verbo encarnado, encarna / nuestra divina hambre carnal de ti” (Miguel de Unamuno).