IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 5,1-12: Las Bienaventuranzas, retrato de Jesús, son el núcleo de su mensaje para tener una vida feliz, y camino para el cielo. Se repasa la primera: los pobres de espíritu

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio  (Mt 5,1-12):

En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros». 

Comentario:

1. Con este fragmento de las bienaventuranzas, Jesús nos ofrece un modelo de vida, unos valores, que según Él son los que nos pueden hacer felices de verdad. En la vida perseguimos la felicidad. ¿Cómo ser felices?, ¿dónde buscar la felicidad?: ¿en la vida de familia?; ¿salud y trabajo?; ¿gozar de la amistad y del ocio?..., ¿en tener dinero, en poder, ascender a niveles sociales más altos? San Basilio nos dice que «no se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo... Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad». Por otra parte, las bienaventuranzas que nos propone Jesús no son, precisamente, las que nos ofrece nuestro mundo de hoy: «bienaventurados», es decir “felices”, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la justicia... Actitudes algunas que no son valores en alza precisamente: desprendimiento, aceptación del sufrimiento, pasarlo mal por defender la verdad… Ahora que los programas políticos aparecen antes de las elecciones en los diversos países, o se habla tanto de la programación de una empresa o de unos objetivos, veamos en qué consiste el “programa” de Jesús expuesto en el Evangelio de hoy. Por supuesto no será un plan político o social, sino algo más profundo, más personal…

Las Bienaventuranzas aparecen como una Persona, una definición de Jesús. Para entender las Bienaventuranzas hay que mirar a Jesús (tomo estas consideraciones de las Benedictinas de Montserrat). Jesús es la Bienaventuranza viva, de manera que a través de ese programa podemos conocer mejor a Jesús, el nuevo Maestro que propone superar el odio, el rencor, la literalidad de la norma, por un amor que no conoce límites ni se puede encerrar en normas estrictas y asfixiantes, Él es fuente de felicidad, de toda mansedumbre, de toda limpieza, de toda comprensión, de toda paz, justicia, misericordia... Jesús va señalando las pistas que conducen a la verdadera felicidad. No es un conjunto de normas o preceptos, son Evangelio, anuncio gozoso, el estilo y el espíritu de toda vida cristiana.

“Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el reino de los cielos”: Si el pueblo de Dios ha de ser pobre y humilde, nos interpela fuertemente el comprobar que los pueblos más ricos y poderosos son los, teóricamente, cristianos. El problema se agrava si las riquezas son fruto de la injusticia y de la insolidaridad. Ser fieles al mensaje de Jesús es ser pobres para que no haya pobres, siguiendo las huellas de Jesús que se hizo pobre para enriquecernos.

“Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará. Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra”: ¿Lloró Jesús?. Jesús lloró nuestras lágrimas ante la muerte de su amigo Lázaro y las suyas propias en Getsemaní. ¿Quiénes sufren a nuestro lado? ¿Cómo podemos llevarles la Buena Noticia de las bienaventuranzas? “Lo que sois habla más alto que lo que decís” (Emerson).

“Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios los saciará”. Y decía San Agustín: “Corro a la fuente, deseo llegar a la fuente de agua viva, fuente en la que mi sed interna desea saciarse. Padezco sed en el destierro, sed en la carrera,  pero no me saciaré sino a la llegada”.

“Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos”. Jesús fue todo misericordia, se conmovía ante todo tipo de necesidades, prefería “la misericordia al sacrificio” (Mt 9, 13). La persona misericordiosa orienta la vida al servicio de l@s demás.

“Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios”. Quien tiene un corazón limpio, libre de trampas, de cálculos y dobles intenciones, transparente, sincero, no hipócrita, piensa bien y desea el bien, confía y no juzga, es capaz de ver el misterio de las cosas, de las personas y, sobre todo, de Dios. Él es una profunda y constante experiencia en su vida.

“Dichosos los que construyen la paz, porque Dios los llamará  sus hijos”. Jesús nos invita a la reconciliación y a perdonar, hasta setenta veces siete, a crear paz a nuestro alrededor. A destruir la enemistad, no a l@s enemig@s. Él es nuestra Paz.

“Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el reino de los cielos”. Jesús fue el gran perseguido hasta la muerte, por defender la verdad, la justicia y la voluntad de Dios. La persecución es la consecuencia inevitable de la opción por el reinado de Dios. El verse perseguid@ es señal clara de haber entrado en el proyecto de Jesús, en el reino de Dios. Quienes tienen que soportar la persecución son los que verdaderamente tienen a Dios por rey.

“Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues así persiguieron  a los profetas anteriores a vosotros”: Quien vive pacíficamente en armonía con el sistema establecido, tiene que preguntarse seriamente si ha entrado o no ha entrado en el Reino de Dios. La persecución es promesa de felicidad. Naturalmente la felicidad no está en la misma pobreza o en las lágrimas o en la persecución, sino más adentro, en el espíritu, en la actitud de confianza y humildad y apertura ante Dios. Conviene que recordemos a quién llama Jesús  "felices y bienaventurados". No cabe decir que el programa de las Bienaventuranzas es una utopía, irreal e imposible, antes de habernos puesto a practicarlo,  aunque sea de forma incipiente e imperfecta. Lo importante es ponerse en marcha  para experimentar que ese modo de organizarse la vida  lleva consigo una felicidad que no es comparable a ninguna otra Alegría.

He aquí unas “Bienaventuranzas de la reilusión”. Felices... Quienes pueden ver y valorar los pequeños-grandes milagros que se producen cada día  en nuestro mundo, desde el amanecer hasta la puesta del sol.

Quienes son capaces de prescindir de todo lo que les ata, porque ya son libres.

Quienes se bañan cada mañana en las aguas ardientes de la ternura y la alegría.

Quienes se reenamoran cada mañana y reinventan los besos, las flores, las palabras, las miradas.

Quienes rezan sin prisa, sin método, como si hablaran con su mejor amig@.

Quienes derraman una lágrima ante la imagen de una mujer maltratada.

Quienes siguen soñando, recuerdan sus sueños e intentan hacerlos realidad.

Quienes se detienen en el sendero de la vida, miran a su alrededor y continúan caminando

Quienes se reservan cada día unos momentos de silencio para entrar en su corazón.

Quienes beben  en las fuentes de la Palabra y de los acontecimientos cotidianos.

Quienes no se dejan abatir por los problemas ni se complacen excesivamente en sus éxitos.

Quienes se conmueven y luchan por eliminar la miseria, el odio, la insolidaridad y la injusticia.

Quienes mantienen la esperanza, a pesar de tanta muerte, hambre y violencia.

Quienes celebran con gozo las pequeñas victorias de los pobres.

Quienes tejen con paciencia y firmeza a su alrededor redes de solidaridad.

Quienes llenan su corazón de amor por la Madre Tierra y la cuidan con ternura.

Quienes son vulnerables, lloran, gozan, caminan... cerca de l@s afligid@s.

Quienes han descubierto que su cadena original de ADN y la de la humanidad es el amor.

Quienes trabajan por la paz en su vida y luchan por la justicia en el mundo.

Quienes son perseguid@s por seguir tercamente la estrella de la utopía.

Quienes mantienen una búsqueda permanente del Misterio en lo profundo de su corazón y en el de l@s demás”.

2. El sermón de la montaña es como una canción que Jesús entonó, con una música nueva que llena el corazón de esperanza a los sencillos, una “ola” que se extiende a través de la historia, que causa sorpresa y admiración, respeto y confianza para quien quiere abrirse al amor, miedo y tristeza para quien prefiere el egoísmo..

En estas primeras semanas hemos visto el resumen del contenido esencial de la predicación de Jesús, que quiere dar una indicación sintética de su mensaje: «Convertíos porque está cerca el reino (soberanía) de los cielos» (4, 17). “Después –señala Benedicto XVI- viene la elección de los Doce, con la cual Jesús, en un gesto simbólico y al mismo tiempo con una acción muy concreta, anuncia y pone en marcha la renovación del pueblo de las doce tribus, la nueva convocación de Israel. Por último, ya aquí se aclara que Jesús no es sólo maestro, sino redentor del hombre en su totalidad: el Jesús que enseña es a la vez el Jesús que salva. / De este modo, Mateo en muy pocas líneas —catorce versículos (4,12-25)— perfila ante sus oyentes una primera imagen de la figura y la obra de Jesús. Sigue después, en tres capítulos, el Sermón de la Montaña. ¿De qué se trata? Con esta gran composición en forma de sermón, Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Moisés, en el sentido profundo”. Ha acabado una etapa preliminar, y comienza Jesús a dar inicio a la “programación” del Reino, al “programa de santidad”, llevando a cumplimiento toda promesa de los profetas.

La ambientación de la escena de hoy tiene particular importancia: «Al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles». “Subir a la montaña”: es una expresión que se usa para indicar que está para suceder algo importante, normalmente una acción que va precedida de mucha oración de Jesús: elección de los apóstoles, y ahora el resumen-esencia del Reino. “Se sienta”: otro gesto importante, señala Ratzinger, “propio de la autoridad del maestro; se sienta en la «cátedra» del monte. Más adelante hablará de los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las contradiga (cf. Mt 23, 2), y aunque ellos mismos no sean autoridad, sino que la reciben de otro. Jesús se sienta en la «cátedra» como maestro de Israel y como maestro de los hombres en general. Como veremos al examinar el texto, con la palabra «discípulos» Mateo no restringe el círculo de los destinatarios de la predicación, sino que lo amplía. Todo el que escucha y acoge la palabra puede ser «discípulo».

En el futuro, lo decisivo será la escucha y el seguimiento, no la procedencia. Cualquiera puede llegar a ser discípulo, todos están llamados a serlo: así, la actitud de ponerse a la escucha de la Palabra da lugar a un Israel más amplio, un Israel renovado que no excluye o anula al antiguo, sino que lo supera abriéndolo a lo universal.

Jesús se sienta en la «cátedra» de Moisés, pero no como los maestros que se forman para ello en las escuelas; se sienta allí como el Moisés más grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos. De este modo se aclara también el significado del monte. El evangelista no nos dice de qué monte de Galilea se trata, pero como se refiere al lugar de la predicación de Jesús, es sencillamente «la montaña», el nuevo Sinaí. «La montaña» es el lugar de oración de Jesús, donde se encuentra cara a cara con el Padre; por eso es precisamente también el lugar en el que enseña su doctrina, que procede de su íntima relación con el Padre. «La montaña», por tanto, muestra por sí misma que es el nuevo, el definitivo Sinaí.

¡Qué diferente es este «monte» del macizo rocoso en el desierto! La tradición ha señalado una loma al norte del lago de Genesaret como el monte de las Bienaventuranzas: quien ha estado allí y tiene grabada en el espíritu la amplia vista sobre el agua del lago, el cielo y el sol, los árboles y los prados, las flores y el canto de los pájaros, no puede olvidar la maravillosa atmósfera de paz, de belleza de la creación, que encuentra en una tierra por desgracia tan atormentada.

Sea cual sea el lugar donde se encuentra el «monte de las Bienaventuranzas», éste se distingue por esta paz y esta belleza. La vivencia de Elías en el Sinaí, que no vio la presencia de Dios en el huracán, el fuego o el terremoto, sino en una brisa suave y silenciosa (cf. 1 Re 19, 1-13), se cumple aquí. El poder de Dios se manifiesta ahora en su mansedumbre, su grandeza en su sencillez y cercanía. Pero no por ello resulta menos abismal. Lo que antes se expresaba en forma de huracán, fuego o terremoto, ahora toma la forma de la cruz, del Dios que sufre, que nos llama a entrar en ese fuego misterioso, en el fuego del amor crucificado: «Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan.» (Mt 5, 11). El pueblo estaba tan asustado ante la fuerza de la revelación del Sinaí que dijo a Moisés: «Háblanos tú y te escucharemos. Pues si nos habla el Señor moriremos» (Ex 20, 19).

Ahora Dios habla muy de cerca, como hombre a los hombres. Ahora desciende a la profundidad de su sufrimiento, pero precisamente eso llevará y lleva siempre de nuevo a decir a quienes le escuchan, a los que, con todo, creen ser sus discípulos: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6, 60). Tampoco la nueva bondad del Señor es agua almibarada. Para muchos el escándalo de la cruz es más insoportable aún que el trueno del Sinaí para los israelitas. Sí, tenían razón cuando decían: Si Dios nos habla «moriremos» (Ex 20, 19). Sin un «morir», sin que naufrague lo que es sólo nuestro, no hay comunión con Dios ni redención. La meditación sobre el bautismo ya nos lo ha mostrado; el bautismo no se puede reducir a un simple rito.

Hemos anticipado lo que sólo cuando se reflexione sobre el texto se verá completamente. Debería haber quedado claro que el «Sermón de la Montaña» es la nueva Torá que Jesús trae. Moisés sólo había podido traer su Torá sumiéndose en la oscuridad de Dios en la montaña; también para la Torá de Jesús se requiere previamente la inmersión en la comunión con el Padre, la elevación íntima de su vida, que se continúa en el descenso en la comunión de vida y sufrimiento con los hombres.

El evangelista Lucas nos ha dejado una versión más breve del Sermón de la Montaña con otros matices. El, que escribe para cristianos provenientes del paganismo, no tiene tanto interés en presentar a Jesús como el nuevo Moisés ni su palabra como la Torá definitiva. Así, ya el marco exterior se configura de otro modo. En Lucas, el Sermón de la Montaña está inmediatamente precedido por la elección de los doce Apóstoles, presentada como el fruto de una noche pasada en oración, y que Lucas sitúa en el monte, lugar habitual de oración de Jesús. Tras este suceso tan decisivo para el camino de Jesús, el Señor desciende de la montaña con los Doce recién elegidos y presentados con su nombre, y se detiene en pie en un llano. Para Lucas, el estar en pie expresa la majestad y la autoridad de Jesús; el lugar llano da a entender el dilatado horizonte al que Jesús dirige su palabra, algo que Lucas subraya luego cuando nos dice que, además de los Doce con los que había descendido del monte, «un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón, venían a oírlo y a que los curara.» (6, 17s). Dentro del significado universal de la predicación que se aprecia en este escenario aparece, sin embargo, como un hecho específico el que Lucas —al igual que Mateo— diga luego: «Levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo.» (Lc 6,20). Ambas cosas son ciertas: el Sermón de la Montaña está dirigido a todo el mundo, en el presente y en el futuro, pero exige ser discípulo y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús, caminando con El”.

3. Las Bienaventuranzas han sido consideradas como la alternativa cristiana al Decálogo, como la superación de la esclavitud de la ley con la libertad del amor. Pero Jesús da validez al Decálogo (cf. Mc 10, 19; Lc 16, 17); aquí se llevan a cumplimiento los mandamientos de la segunda tabla de la Ley (cf. Mt 5,21-48.17s).

Todas las bienaventuranzas están entrelazadas, pero aquí nos limitaremos para seguir alguna idea de Benedicto XVI con relación a la primera, ya comentada en otro momento, como también se irán comentando las demás. «Bienaventurados los pobres de espíritu»; tanto en Lucas como en Mateo la correspondiente promesa es: «Vuestro (de ellos) es el Reino de Dios (el reino de los cielos)» (Lc 6, 20; Mt 5, 3). El «Reino de Dios» es la categoría fundamental del mensaje de Jesús; aquí se introduce en las Bienaventuranzas: estas semanas ha ido Jesús desarrollando con la práctica (curaciones, llamada a la conversión, perdón…) las potencialidades de ese Reinado y ahora vemos la “teoría” o mejor dicho la paradoja, encarnada en su vida, de que para tener vida hay que entregarla. Francisco de Asís es un ejemplo. “Los santos son los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura. El significado de una expresión resulta mucho más comprensible en aquellas personas que se han dejado ganar por ella y la han puesto en práctica en su vida. La interpretación de la Escritura no puede ser un asunto meramente académico ni se puede relegar a un ámbito exclusivamente histórico. Cada paso de la Escritura lleva en sí un potencial de futuro que se abre sólo cuando se viven y se sufren a fondo sus palabras. Francisco de Asís entendió la promesa de esta bienaventuranza en su máxima radicalidad; hasta el punto de despojarse de sus vestiduras y hacerse proporcionar otra por el obispo como representante de la bondad paterna de Dios, que viste a los lirios del campo con más esplendor que Salomón con todas sus galas (cf. Mt 6, 28s). Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos; significaba un correctivo para la Iglesia de su tiempo, que con el sistema feudal había perdido la libertad y el dinamismo del impulso misionero; significaba una íntima apertura a Cristo, con quien, mediante la llaga de los estigmas, se identifica plenamente, de modo que ya no vivía para sí mismo, sino que como persona renacida vivía totalmente por Cristo y en Cristo”. Francisco quería “reparar” la iglesia, según escuchó del Señor, no entendía si esa misión encomendada había de ser reparar el templo o al pueblo de Dios para recuperar la sencillez. Para nosotros, que quizá no hemos de despojarnos de todo, es un ejemplo para vivir ese «tener como si no se tuviera» (cf. 1 Co 7, 29ss): “aprender esta tensión interior como la exigencia quizás más difícil y poder revivirla siempre, apoyándose en quienes han decidido seguir a Cristo de manera radical, éste es el sentido de la Tercera Orden, y ahí se descubre lo que la Bienaventuranza puede significar para todos. En Francisco se ve claramente también lo que «Reino de Dios» significa. Francisco pertenecía de lleno a la Iglesia y, al mismo tiempo, figuras como él despiertan en ella la tensión hacia su meta futura, aunque ya presente: el Reino de Dios está cerca...”