San Juan 14, 27-31ss:
El cristiano está llamado a ser sembrador de paz y de alegría, fruto de la unión con Jesús

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Hechos de los apóstoles 14, 19-28:

“En aquellos días llegaron [a Listra] unos judíos de Antioquía y de Icono y se ganaron a la gente; apedrearon a Pablo y lo arrestaron fuera de la ciudad dejándolo medio muerto. Entonces lo rodearon los discípulos; y él se levantó y volvió a la ciudad. Al día siguiente salió con Bernabé para Derbe.

Después de predicar el Evangelio en aquellas ciudades y de ganar bastantes discípulos, volvieron a Listra, Icono y Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones. Después de ordenar presbíteros en cada iglesia, haciendo oración y ayunando, les encomendaron al Señor en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia; y después de predicar la palabra en Perge bajaron hasta Atalia. Desde allí navegaron hasta Antioquía, de donde habían salido, encomendados a la gracia de Dios, para la obra que habían cumplido. Cuando llegaron y reunieron a la iglesia, contaron todo lo que el Señor había hecho por medio de ellos y que había abierto a los gentiles la puerta de la fe;  y se quedaron no poco tiempo con los discípulos. 

Salmo responsorial 145/144, 10-11.12-13ab.21:

«Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas. Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad. Pronuncie mi boca la alabanza del Señor, todo viviente bendiga su santo nombre, por siempre jamás». 

Evangelio según san Juan 14, 27-31ss:

“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como os la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir:”Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo...

Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe de este mundo. No es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda, yo lo hago”. 

Comentario:

1. El pasaje que meditaremos hoy es la conclusión del "primer viaje misionero" de san Pablo. Pablo y Bernabé hacen, en sentido inverso, el itinerario que acaban de recorrer para afianzar las «comunidades» fundadas. Ese viaje ha durado tres años aproximadamente. Se desarrolló, más o menos, entre los años 45 y 48. Solamente quince años después de la muerte y resurrección de Jesús, y fue ya una primera experiencia de aclimatación del evangelio en tierra pagana. En Listra, Pablo había curado a un tullido. Al día siguiente marchó a Derbe... Habiendo evangelizado esa ciudad, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, Iconio y Antioquía.

-Fortalecían el ánimo de los discípulos, alentándolos a perseverar en la fe. De Jerusalén, y pasando por Siria, vemos que el evangelio ha penetrado ya en varias provincias del Imperio romano -en Asia-. Cientos de kilómetros, a pie, montados sobre asnos, en barco. Todas esas ciudades existen todavía en la Turquía actual. Ciertamente, Señor, la Fe tiene que enraizarse en una tierra, en comunidades humanas y en sus culturas, en grupos humanos. La Fe no es un tesoro material, que un día se recibe y queda tal cual... Es una vida que puede consolidarse o debilitarse... que puede crecer o morir. Pablo es consciente de ello. Retoma hacia los nuevos conversos para afianzarlos en la fe.

-Les decía: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.» Es uno de los temas esenciales de san Pablo: la aflicción. La fe no suprime la tribulación. El sufrimiento acompaña al cristiano, como a todo ser humano, pero su sufrimiento puede tener sentido: sabemos que es un «paso», un momento doloroso que conduce al Reino, es decir, a la felicidad total junto a Dios. Pablo ya se atrevía a decir esas cosas a los recién convertidos. ¿Considero yo así también mis propios sufrimientos?

-Designaron presbíteros en cada Iglesia. Pablo y Bernabé no se contentan con anunciar el evangelio. En un segundo tiempo, algunos años después de su viaje de ida, vuelven, fundan comunidades estructuradas y designan a «ancianos» para jefes de las mismas. El término «anciano» traduce el término griego "presbitre" del que vino más tarde la palabra francesa «pretre (y la del antiguo castellano "preste"). La propia Fe no puede vivirse individualmente. Es necesario vivirla en Iglesia, con otros. ¿Comparto yo mi fe con otras personas? o bien, ¿la vivo solo? ¿Qué sentido tiene para mí la Iglesia? ¿Cómo participo de la vida de la comunidad local? El sacerdote designado para presidir una comunidad de fieles, representa a Cristo, que es Cabeza de su Cuerpo místico: símbolo de la unidad, constructor de unidad y aquél por el cual se hacen "las junturas y los ligamentos, para que el Cuerpo crezca y se desarrolle" (Col 2, 19; Noel Quesson).

Ayer leíamos que les ensalzaban como a dioses, y hoy, que les apedrean hasta dejarles por muertos. Una vez más Pablo y sus acompañantes experimentan que el Reino de Dios padece violencia y que no es fácil predicarlo en este mundo. Pero no se dejan atemorizar: se marchan de Listra y van a predicar a otras ciudades. Son incansables. La Palabra de Dios no queda muda. El pasaje de hoy nos describe el viaje de vuelta de Pablo y Bernabé de su primera salida apostólica: van recorriendo en orden inverso las ciudades en las que habían evangelizado y fundado comunidades, hasta llegar de nuevo a Antioquía, de donde habían salido. Al pasar por cada comunidad reafirman en la fe a los hermanos, exhortándoles a perseverar en la fe, «diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios». Van nombrando también presbíteros o responsables locales, orando sobre ellos, ayunando y encomendándolos al Señor. Se trata de un segundo momento, después de la primera implantación: ahora es la estructuración y el afianzamiento de las comunidades. Llegados a Antioquía de Siria dan cuentas a la comunidad, que es la que les había enviado a su misión. Las noticias no pueden ser mejores: «les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe». También a nosotros, como a Pablo y Bernabé, se nos alternan días de éxito y días de fracaso. Encontramos dificultades fuera y dentro de nosotros mismos. Tal vez no serán persecuciones ni palizas, pero sí la indiferencia o el ambiente hostil, y también el cansancio interior o la falta de entusiasmo que es peor que las dificultades externas. Y eso no sólo en nuestro trabajo apostólico, sino en nuestra vida de fe personal o comunitaria. Tenemos que aprender de aquellos primeros cristianos su recia perseverancia, su fidelidad a Cristo y su decisión en seguir dando testimonio de él en medio de un mundo distraído. También hay otra lección en su modo de proceder: su sentido de comunidad. Se sienten, no francotiradores que van por su cuenta, sino enviados por la comunidad, a la que dan cuentas de su actuación. Se sienten corresponsables con los demás. Y la comunidad también actúa con elegancia, escuchando y aprobando este informe que abre caminos nuevos de evangelización más universal (J. Aldazábal). Es una llamada a la responsabilidad apostólica.

2. Sal. 145/144. El salmo es consecuentemente «misionero» y entusiasta: «tus amigos, Señor, anunciarán la gloria de tu Reino... Explicando tus hazañas a los hombres». Jesús, El Verbo Encarnado, nos ha salvado para que vivamos consagrados al Padre. Por nuestro medio todas las cosas elevan un cántico de alabanza al Señor. Pero de nada nos serviría que todo alabara al Señor mientras nosotros denigráramos el Santo Nombre de Dios entre las naciones con una vida cargada de pecado. Por eso nosotros debemos ser los primeros en aceptar el perdón, la salvación y la vida nueva que Dios ofrece a la humanidad. Viviendo en Dios y caminando con amor en su presencia podremos convertirnos en un testimonio vivo de su amor para cuantos nos traten. Por eso debemos continuamente proclamar ante todas las naciones lo misericordioso que ha sido Dios para con nosotros. Sólo así podremos colaborar para que el Reino de Dios llegue al corazón de todos los hombres como ya ha llegado a nosotros. Acaba el salmo con un canto universal de salvación.

3. -Os dejo la paz. Os doy mi paz. Estamos en jueves santo, víspera de su muerte. Jesús habla de "su" paz, quiere darla a sus amigos, que están angustiados, perturbados por el anuncio de la traición de Judas y de la negación de Pedro que acaban de serles dadas a conocer. "Yo os doy mi paz." La tuya, Señor, la que tenías en tu propio corazón. Tú eras un hombre apacible, un hombre de paz. Trato de imaginarme esta paz que irradiaba de tu rostro, de tu conducta, y de tus modos de hablar. ¿En qué tono de voz decías Tú esto?: "Yo os doy mi paz". Señor Jesús, danos tu Paz... dala también al mundo. -No como el mundo la da os la doy Yo. No es pues una paz semejante a la que procede de los hombres. El evangelio no aporta un método concreto para realizar la paz de los hombres, no es una receta. Es una paz que viene de más lejos.

-No se turbe vuestro corazón ni se intimide. El clima reinante es de turbación y miedo. Un complot se está tramando. Pero en todo tiempo esto es verdad: el creyente, privado de la presencia visible de su Señor, tiene siempre el riesgo de estar "turbado".

-Habéis oído que os dije: Me voy y vengo a vosotros. Si me amarais os alegraríais, pues voy al Padre, porque el Padre es mayor que Yo. Jesús trata de animar, a sus amigos. Son palabras de consuelo para reconfortarles. Yo me Voy... "Y vengo..." Palabras misteriosas que anuncian directamente la muerte y luego la resurrección. Pero las podemos también referir a esa misteriosa "ausencia-presencia" de Jesús a través de los tiempos. Y además sobre todo, esta convicción de Jesús de que su muerte es una subida hacia el Padre... de la cual los apóstoles debían "regocijarse". ¿Sé alegrarme de que Jesús esté "junto al Padre"?

-Os lo he dicho ahora antes que suceda para que cuando suceda creáis. Delicadeza. Amistad. Jesús simpatiza, sufre con sus amigos: ¡Como quisiera ayudarles!

-Ya no hablaré mucho más con vosotros; porque viene el "príncipe de este mundo", y nada en mí le pertenece. La paz de Jesús, es una paz conquistada con gran esfuerzo. No es una paz bonachona, de tranquilidad, de falta de lucha... ¡El experimenta tener a alguien contra El! Un enfrentamiento se prepara con el "príncipe de este mundo". Pronto veremos -el próximo sábado- que Jesús anuncia a sus amigos este mismo enfrentamiento entre ellos y Satán: "Me han perseguido, se os perseguirá." La paz era uno de los beneficios mesiánicos anunciados (Is 9,15; Ez 34,25; Mi 5,4; Za 9,10; Sal 29,11). Evidentemente, esta paz de Dios no tiene ningún parecido con la paz del mundo. Hay que buscarla en el fondo de sí mismo, en pleno ambiente de tempestades y combates.

-Pero conviene que el mundo conozca que Yo amo al Padre y que según el mandato que me dio el Padre, así hago yo. Esta es la fuente interior de la paz de Jesús (Noel Quesson). Teresa de Avila decía: “todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios”. “¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad? Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo. Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino”. Con el Señor, “se notan entonces el gozo y la paz, la paz gozosa, el júbilo interior con la virtud humana de la alegría. Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza. Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente (…). El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios. Y los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados” (San Josemaría Escrivá).

En el clima de despedida de Jesús, hay una preocupación lógica por el futuro. Y Jesús les tranquiliza: «la paz os dejo, mi paz os doy». Eso sí, no es una paz barata, sino una paz que viene de lo alto: «no os la doy yo como la da el mundo». La consigna de Jesús es clara: «no tiemble vuestro corazón ni se acobarde». Es verdad que «me voy», pero «vuelvo a vuestro lado: si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre». La paz y la seguridad que Jesús promete a los suyos deriva de la unión íntima que él tiene con el Padre: él ama al Padre, cumple lo que le ha encargado el Padre y ahora vuelve al Padre. Desde esa existencia postpascual es como «volverá» a los suyos y les apoyará y les dará su paz.

Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy las recordamos cada día en la misa, antes de comulgar: «Señor Jesucristo, que dijiste a los apóstoles: la paz os dejo, mi paz os doy...». También ahora necesitamos esta paz. Porque puede haber tormentas y desasosiegos más o menos graves en nuestra vida personal o comunitaria. Como en la de los apóstoles contemporáneos de Jesús. Y sólo nos puede ayudar a recuperar la verdadera serenidad interior la conciencia de que Jesús está presente en nuestra vida. Esta presencia siempre activa del Resucitado en nuestra vida la experimentamos de un modo privilegiado en la comunión. Pero también en los demás momentos de nuestra jornada: «yo estoy con vosotros todos los días», «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo», «lo que hiciereis a uno de ellos, a mí me lo hacéis». La presencia del Señor es misteriosa y sólo se entiende a partir de su ida al Padre, de su existencia pascual de Resucitado: «me voy y vuelvo a vuestro lado». A veces podemos experimentar más la ausencia de Cristo que su presencia. Puede haber «eclipses» que nos dejan desconcertados y llenos de temor y cobardía. Como también en el horizonte de la última cena se cernía la «hora del príncipe de este mundo», que llevaría a Cristo a la muerte. Pero la muerte no es la última palabra. Por eso estamos celebrando la alegría de la Pascua. También Cristo encontró la paz y el sentido pleno de su vida en el cumplimiento de la voluntad de su Padre, aunque le llevara a la muerte. Escuchemos la palabra serenante del Señor: «no tiemble vuestro corazón ni se acobarde». Si estamos celebrando bien la Cincuentena Pascual, deberíamos haber crecido ya notoriamente en la paz que nos comunica el Resucitado, venciendo toda turbación y miedo (J. Aldazábal). Pedimos en la Colecta: «Señor, tú que en la resurrección de Jesucristo nos has engendrado de nuevo para que renaciéramos a una vida eterna, fortifica la fe de tu pueblo y afianza su esperanza, a fin de que nunca dudemos que llegará a realizarse lo que nos tienes prometido». No dudar, tener paz, y alegría, como seguimos pidiendo en el Ofertorio: «Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo; y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno». Pues con esta fe proclamamos: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. Aleluya» (Rom 6,8; ant. de comunión). «Mira, Señor, con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección gloriosa» (Postcomunión). Dice San Beda: «La verdadera, la única paz de las almas en este mundo consiste en estar llenos del amor de Dios y animados de la esperanza del  cielo, hasta el punto de considerar poca cosa los éxitos o reveses de este mundo... Se equivoca quien se figura que podrá encontrar la paz en el disfrute de los bienes de este mundo y en las riquezas. Las frecuentes turbaciones de aquí abajo y el fin de este mundo deberían convencer a ese hombre de que ha construido sobre arena los fundamentos de su paz». Y San Columbano: «“Os doy mi paz, os dejo mi paz” (Jn 14,27). Pero, ¿para qué nos sirve saber que esta paz es buena, si no la cuidamos? Lo que es muy bueno normalmente es muy frágil y los bienes preciosos reclaman mayores cuidados y una vigilancia más esmerada. Muy frágil es la paz que puede perderse por una palabra inconsiderada o por la menor herida causada a un hermano. En efecto, nada agrada más a los hombres que hablar fuera de propósito y ocuparse en lo que no les atañe, pronunciar vanos discursos y criticar a los ausentes».Y también San Pedro Crisólogo: «La paz es madre del amor, vínculo de la concordia e indicio manifiesto de la pureza de nuestra mente; ella alcanza de Dios todo lo que quiere, ya que su petición es siempre eficaz. Cristo, el Señor, nuestro rey, es quien nos manda conservar esa paz, ya que Él ha dicho:“La paz os dejo, mi paz os doy”, lo que equivale a decir: Os dejo en paz, y quiero encontraros en paz; lo que nos dio al marchar quiere encontrarlo en todos cuando vuelva».

San Josemaría Escrivá hablaba de “ser sembradores de paz y de alegría”, y esto reclama “serenidad de ánimo, dominio sobre el propio carácter, capacidad para olvidarse de uno mismo y pensar en quienes le rodean; actitudes e ideales humanos, que la fe cristiana refuerza, al proclamar la realidad de un Dios que es amor, más concretamente, que ama a los hombres hasta el extremo de asumir Él mismo la condición humana y presentar el perdón como uno de los ejes de su mensaje” (José Luís Illanes). Ya hemos visto, que no está reñida la paz con la tribulación: “En la vida de los hombres es inevitable el sufrimiento, a partir del día en que el pecado entró en el mundo. Unas veces es dolor físico; otras, moral; en otras ocasiones se trata de un dolor espiritual..., y a todos nos llega la muerte. Pero Dios, en su infinito amor, nos ha dado el remedio para tener paz en medio del dolor: Él ha aceptado “marcharse” de este mundo con una “salida” sufriente y envuelta de serenidad. ¿Por qué lo hizo así? Porque, de este modo, el dolor humano —unido al de Cristo— se convierte en un sacrificio que salva del pecado. «En la Cruz de Cristo (...), el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido» (Juan Pablo II). Jesucristo sufre con serenidad porque complace al Padre celestial con un acto de costosa obediencia, mediante el cual se ofrece voluntariamente por nuestra salvación” (Enric Cases). Un autor desconocido del siglo II pone en boca de Cristo las siguientes palabras: «Mira los salivazos de mi rostro, que recibí por ti, para restituirte el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas, que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado. Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz, por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol prohibido».

“La paz que nos viene de Dios es Jesús, que con su amor y su perdón se acerca a nosotros para comunicarnos la misma vida de Dios. Esa paz Él la ha adquirido para nosotros al precio de su propia sangre; Él ha dado su vida por nosotros de un modo voluntario, pues nadie se la quita, ya que nadie tiene poder sobre Él. Recordemos que hemos sido rescatados al precio de la sangre de Cristo, el Cordero inmaculado, para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Si Dios nos ha amado tanto llenémonos de gozo en Él, pues a pesar de nuestros pecados, Él no nos ha abandonado sino que se ha manifestado como un Padre lleno de misericordia para con todos. Alegrémonos y démosle gracias a Dios porque Cristo, a través de su muerte en cruz, su máxima expresión de amor por nosotros, vuelve al Padre para interceder por nosotros y para enviarnos el Don del Espíritu Santo, para que no sólo llamemos Padre a Dios, sino para que lo tengamos en verdad por Padre nuestro.

Jesús, por medio de su Palabra y de su Eucaristía, está entre nosotros como nuestra Paz definitiva. Por Él nuestros pecados han sido perdonados. Ya no somos extraños ni advenedizos. Somos los hijos de Dios que, sentados a su mesa, se alimentan del Pan de vida. Dios ha querido unir su vida a la nuestra; Él se ha convertido en el centro de nuestro amor; Él es nuestro apoyo, nuestro refugio, nuestra defensa. ¿Tendremos otros motivos para decir que no tenemos aún la paz con nosotros? Tratemos, por tanto, de no perder esa paz que nos viene de la seguridad de la presencia de Dios en nosotros. Dejémonos amar por Aquel que no sólo entregó su vida por nosotros, sino que quiere hacer su morada en nosotros para que, unidos a Él, seamos un signo de su presencia amorosa y salvadora en el mundo. Que esta Eucaristía lleve a su plenitud la unión entre Dios y nosotros.

Unidos a Cristo debemos ser constructores de paz en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida. Jesús nos dio la paz definitiva no porque simple y sencillamente haya pronunciado palabras de paz, o porque nos la haya deseado. La paz que Él nos ofrece nace de su amor hasta el extremo, muriendo por nosotros, para el perdón de nuestros pecados, y viniendo a habitar en nosotros y a caminar con nosotros todos los días de nuestra vida. Por eso podemos decir, junto con el Salmista: teniendo a Dios con nosotros nuestro corazón no vacila. Quien quiera dar la paz a los demás debe construirla a través de la entrega de la propia vida, para que los demás tengan una existencia cada vez más digna, para que se sepan comprendidos y apoyados, para que se sepan perdonados e impulsados hacia una vida nueva, para que sientan que alguien los apoya y respalda en el camino del bien, fortaleciendo su fe y levantando su esperanza. Por eso debemos cumplir con aquel mandato de Cristo: Hijitos, ámense los unos a los otros, como yo los he amado a ustedes. Vivamos así nuestra fe y nuestra unión a Cristo no como algo que disfrutamos personalmente, sino como algo que nos pone al servicio del bien y de la paz de nuestro prójimo.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber trabajar constantemente a favor del Evangelio haciendo que, desde una vida entregada y consagrada a Dios, busquemos siempre el bien de todos y seamos auténticos constructores de paz en el mundo. Amén” (www.homiliacatolica.com).