San Juan 15, 26-16,4:
El Espíritu Santo da al cristiano la fortaleza para vivir en la Verdad y no conformarse al mundo: ser testimonio de Jesús aún en medio de las contradicciones

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Hechos de los apóstoles 16, 11-15:

11Haciéndose a la mar, fuimos desde Tróade derechos a Samotracia; al día siguiente a Neápolis, 12y de allí a Filipos, que es la primera ciudad de la región de Macedonia, y colonia romana. En esta ciudad permanecimos algunos días.

            13El sábado salimos fuera de la puerta de la ciudad, junto al río, donde pensábamos que se tendría la oración. Nos sentamos y hablamos a las mujeres que se habían reunido. 14Una de ellas llamada Lidia, vendedora de púrpura de la ciudad de Tiatira y temerosa de Dios, nos escuchaba. El Señor abrió su corazón para que comprendiese lo que Pablo decía. 15Después de haber sido bautizada ella y su casa, nos insistía diciendo: Si juzgáis que soy fiel al Señor, venid y permaneced en mi casa. Y nos obligó. 

Salmo responsorial: 149, 1-2.3-4.5-6a.9b (también se lee el 12 de enero):

«Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles, que se alegre Israel por  Creador, los hijos de Sión por su Rey. // Alabad su nombre con danzas, cantadle con tambores y cítaras, porque el Señor ama a su pueblo, y adorna con la victoria a los humildes. Que los fieles festejen su gloria y canten jubilosos en filas con vítores a Dios en la boca». 

Evangelio según san Juan 15, 26-16,4: “Jesús decía a sus discípulos:

Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y después también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he hablado de esto para que no se tambalee vuestra fe. Seréis expulsados de las sinagogas; aún más, llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios. Y esto os lo harán porque no han conocido a mi Padre ni a mí. Pero os he dicho estas cosas para que cuando llegue la hora os acordéis de que ya os las había anunciado....” 

Comentario:

1. San Pablo se dedica con toda el alma a la causa del Evangelio. Quien busca encuentra, dice el Señor, y serán los primeros discípulos instrumentos de Dios para llevar la semilla a muchos lugares. Cuando alguien se coloca en posición de buscar la voluntad de Dios con generosidad, de un modo o de otro, Dios se le manifestará. Pero hay que estar bien dispuesto. ¿Cómo? En una apertura que facilita que se haga luz… como Dios quiera, cuando Dios quiera. Del modo más adecuado a nuestra manera de ser. De hecho Pablo será el emisario de Dios para muchos otros convertidos. Unos se convierten de una manera y otros de otra. Hoy vemos a Lidia, la primera europea convertida escuchando a S. Pablo a la orilla de un río. Los caminos de Dios son variadísimos. Pero en todos hay una constante: la gracia de Dios que opera a través de alguien en los corazones más o menso bien dispuestos. Como se ha visto en anteriores ocasiones (Hch 9, 36-43), las mujeres animan la comunidad cristiana. Quien mantiene abierto su espíritu a la Verdad, acaba encontrándola. La palabra de un testigo fiel es siembra de verdad y amor. Quien se avergüenza de vivir en Cristo no ha valorado su grandeza. En el caso de Lidia, ella, como cabeza de hogar, encamina a toda su familia hacia el Evangelio. Comenta S. Juan Crisóstomo: «Qué sabiduría la de Lidia! ¡Con qué humildad y dulzura habla a los apóstoles: “Si juzgáis que soy fiel al Señor”! Nada más eficaz  para persuadirlos que estas palabras hubiesen ablandado cualquier corazón. Más que suplicar y comprometer a los apóstoles, para que vayan a su casa, les obliga con insistencia. Ved cómo en ella la fe produce sus frutos y cómo su vocación le parece un bien inapreciable». La voluntad de Dios para Saulo fue clara desde el principio: “para esto me manifesté a ti, para constituirte ministro y testigo, así de las cosas que de mí viste como de las que verás, sacándote de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para abrirles los ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que reciban la remisión de los pecados y la herencia de los santificados por la fe en mí" (Hch 26,16-18); en otro lugar lo resume así: "anda, que yo te enviaré a lejanas naciones" (Hch 22,2).

Es bonito oírle contar al cabo de los años el cambio de su vida: "todas las cosas estimo ser pérdida, comparadas con la eminencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quién dí al traste con todas, y las tengo por basura, a fin de ganarme a Cristo" (Fil. 3,8-9) o bien "doy gracias al que me dio fuerzas, a Cristo Jesús, Señor nuestro, porque me consideró digno de su confianza, poniéndome en su servicio, a mí que fui blasfemo y perseguidor insolente; más hallé misericordia porque obré con ignorancia en mi infidelidad, sobreabundó la gracia de nuestro Señor con la fe y la caridad que está en Cristo Jesús" (1 Tim 1,12).

La comunidad cristiana de Filipos recibió más tarde una de las cartas más amables de Pablo: señal que guardaba recuerdos muy positivos de ella. No es extraño que el salmo sea optimista, porque la entrada de la fe cristiana en Europa ha sido esperanzadora: «el Señor ama a su pueblo... cantad al Señor un cántico nuevo».

¿Dónde nos toca evangelizar a nosotros? Pablo se adaptaba a las circunstancias que iba encontrando. A veces predicaba en la sinagoga, otras en una cárcel, o junto al río, o en la plaza de Atenas. Si le echaban de un sitio, iba a otro. Si le aceptaban, se quedaba hasta consolidar la comunidad. Pero siempre anunciaba a Cristo. Así la comunidad cristiana -en su nivel universal y en el local- debería tener tal convicción de la Buena Noticia que, conducida por el Espíritu de Jesús, no debería conocer barreras, y anunciar la fe en Asia y en Europa, en África y en América. En grandes poblaciones y en el campo. En ambientes favorables y en climas hostiles. En la escuela y en los medios de comunicación. Cuando nos ofrecen hospedaje amable y cuando nos detienen o persiguen. Y cada uno de nosotros, si en verdad estamos llenos de la Buena Noticia de la Pascua del Señor y nos dejamos comunicar su vida, deberíamos dar testimonio de nuestra fe en cualquier ambiente en que nos toque vivir, desde nuestra familia hasta el trabajo y toda actividad social: “que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra -en todas las circunstancias y en todas las temporadas- es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece sólo terrena” (san Josemaría Escrivá): «Te pedimos, Señor de misericordia, que los dones recibidos en esta Pascua den fruto abundante en toda nuestra vida» (Colecta), sobre todo frutos de amor, como dice también el mismo Santo Doctor: «Nada puede hacerte tan imitador de Cristo como la preocupación por los demás. Aunque ayunes, aunque duermas en el suelo, aunque -por decirlo así- te mates, si no te preocupas del prójimo poca cosa hiciste, aún distas mucho de su imagen». Con el amor nos transformamos en Él, como pedimos en el Ofertorio: «Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo, y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno», lo que pedimos también en la Postcomunión: «Mira, Señor, con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección gloriosa».

2. Sal. 149. Entonemos un canto nuevo al Señor. El canto es nuevo, porque las situaciones son nuevas, pero también porque el amor es nuevo y canta, como dice S. Agustín: “cantar suele ser tarea de enamorados”. Los cantos de maldad, de pecado, de injusticia, de egoísmo, de infidelidades, que más que una alabanza son una ofensa al Señor, deben quedar atrás, superados por la Victoria de Cristo, de la que participamos quienes creemos en Él. Sólo así, quien lleve una vida en una constante conversión, podrá hacer que su alabanza al Señor en la reunión litúrgica sea grata a Él, pues vendremos con un corazón sincero y sin hipocresías. A partir de esa presencia del Señor en nosotros; a partir de ser fortalecidos por el Señor en las acciones litúrgicas, podremos volver a nuestros hogares para llenarlos de alegría y regocijo, pues no llegaremos con la levadura del pecado y de la muerte, sino de la vida, de la paz y del amor que Dios infunde en nuestros corazones.

Juan Pablo II lo comenta así: “"Que los fieles festejen su gloria, y canten jubilosos en filas". Esta invitación del salmo 149, remite a un alba que está a punto de despuntar y encuentra a los fieles dispuestos a entonar su alabanza matutina. El salmo, con una expresión significativa, define esa alabanza "un cántico nuevo" (v. 1), es decir, un himno solemne y perfecto, adecuado para los últimos días, en los que el Señor reunirá a los justos en un mundo renovado. Todo el salmo está impregnado de un clima de fiesta, inaugurado ya con el Aleluya inicial y acompasado luego con cantos, alabanzas, alegría, danzas y el son de tímpanos y cítaras. La oración que este salmo inspira es la acción de gracias de un corazón lleno de júbilo religioso.

En el original hebreo del himno, a los protagonistas del salmo se les llama con dos términos característicos de la espiritualidad del Antiguo Testamento. Tres veces se les define ante todo como hasidim (vv. 1, 5 y 9), es decir, "los piadosos, los fieles", los que responden con fidelidad y amor (hesed) al amor paternal del Señor.

La segunda parte del salmo resulta sorprendente, porque abunda en expresiones bélicas. Resulta extraño que, en un mismo versículo, el salmo ponga juntamente "vítores a Dios en la boca"… (v. 6). Reflexionando, podemos comprender el porqué: el salmo fue compuesto para "fieles" que militaban en una guerra de liberación; combatían para librar a su pueblo oprimido y devolverle la posibilidad de servir a Dios. Durante la época de los Macabeos, en el siglo II a. C., los que combatían por la libertad y por la fe, sometidos a dura represión por parte del poder helenístico, se llamaban precisamente hasidim, "los fieles" a la palabra de Dios y a las tradiciones de los padres.

Desde la perspectiva actual de nuestra oración, esta simbología bélica resulta una imagen de nuestro compromiso de creyentes que, después de cantar a Dios la alabanza matutina, andamos por los caminos del mundo, en medio del mal y de la injusticia. Por desgracia, las fuerzas que se oponen al reino de Dios son formidables: el salmista habla de "pueblos, naciones, reyes y nobles". A pesar de todo, mantiene la confianza, porque sabe que a su lado está el Señor, que es el auténtico Rey de la historia (v. 2). Por consiguiente, su victoria sobre el mal es segura y será el triunfo del amor. En esta lucha participan todos los hasidim, todos los fieles y los justos, que, con la fuerza del Espíritu, llevan a término la obra admirable llamada reino de Dios.

San Agustín, tomando como punto de partida el hecho de que el salmo habla de "coro" y de "tímpanos y cítaras", comenta: "¿Qué es lo que constituye un coro? (...) El coro es un conjunto de personas que cantan juntas. Si cantamos en coro debemos cantar con armonía. Cuando se canta en coro, incluso una sola voz desentonada molesta al que oye y crea confusión en el coro mismo".

Luego, refiriéndose a los instrumentos utilizados por el salmista, se pregunta: "¿Por qué el salmista usa el tímpano y el salterio?". Responde: "Para que no sólo la voz alabe al Señor, sino también las obras. Cuando se utilizan el tímpano y el salterio, las manos se armonizan con la voz. Eso es lo que debes hacer tú. Cuando cantes el aleluya, debes dar pan al hambriento, vestir al desnudo y acoger al peregrino. Si lo haces, no sólo canta la voz, sino que también las manos se armonizan con la voz, pues las palabras concuerdan con las obras" (ib., 8,1-4).

Hay un segundo vocablo con el que se definen los orantes de este salmo: son los anawim, es decir, "los pobres, los humildes" (v. 4). Esta expresión es muy frecuente en el Salterio y no sólo indica a los oprimidos, a los pobres y a los perseguidos por la justicia, sino también a los que, siendo fieles a los compromisos morales de la alianza con Dios, son marginados por los que escogen la violencia, la riqueza y la prepotencia. Desde esta perspectiva se comprende que los "pobres" no sólo constituyen una clase social, sino también una opción espiritual. Este es el sentido de la célebre primera bienaventuranza: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3). Ya el profeta Sofonías se dirigía así a los anawim: "Buscad al Señor, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad; quizá encontréis cobijo el día de la cólera del Señor" (So 2,3)…

Con esta confianza "los hijos de Sión" (v. 2), hasidim y anawim, es decir, los fieles y los pobres, se disponen a vivir su testimonio en el mundo y en la historia. El canto de María recogido en el evangelio de san Lucas -el Magníficat- es el eco de los mejores sentimientos de los "hijos de Sión": alabanza jubilosa a Dios Salvador, acción de gracias por las obras grandes que ha hecho por ella el Todopoderoso, lucha contra las fuerzas del mal, solidaridad con los pobres y fidelidad al Dios de la alianza (cf. Lc 1,46-55)”.

3. Jn. 15, 26-16, 4. Este párrafo forma parte de la despedida de Jesús, de sus últimas y saludables recomendaciones, de la revelación de sus intimidades: revelación del misterio trinitario y de su providencia sobre nosotros. Cuando Jesús vuelva al Padre será el Espíritu quien anime a la Iglesia, a nuestra comunidad creyente

-El Espíritu de verdad que procede del Padre, dará "testimonio" ("martyresei") de mí. "Espíritu de verdad es otro título que Jesús da al Espíritu. La verdad libera, la verdad es la única fuerza capaz de contrarrestarle el mal. Ser, cada vez más, un hambriento de la verdad, para ser, cada vez más, un testigo ("martyr" en griego) de la verdad.

-Y vosotros me daréis también testimonio ("martyreite"). La suerte de las palabras es ir cambiando de sentido en el curso de los años. Y por esto la Iglesia se ve obligada a adaptarse constantemente, es decir, a usar palabras nuevas para expresar la misma realidad. Los lectores de san Juan, aquí, oían en sus oídos griegos la palabra "martyr", que hoy traducimos por "testigo". "Vosotros también seréis mártires míos = vosotros seréis también mis testigos."

-Os echarán de las sinagogas... os matarán... En boca de Jesús, la misión de testigos asignada a los Apóstoles es misión de mártires. Se lo advierte para que no se extrañen; sufrirán persecuciones y hasta los matarán. ¿Quién? Los que no han conocido al Padre ni a Cristo. Los que no han querido conocerlos; los que no han reconocido en ellos a Dios, al Señor y no se han sometido a su Plan, a su llamada, a sus exigencias, porque hubieran tenido que renunciar a otros intereses y acabar con muchas situaciones establecidas. La persecución se convierte así el destino de la Iglesia y en un signo de su fidelidad a Jesucristo. "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones" (2 Tm 3,12). Pero con el Espíritu Santo nada pueden temer. Pasan los perseguidores, y Cristo permanece ayer, hoy y siempre. San Agustín exclama: «Señor y Dios mío; en ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: “Id, bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), si no fuera Trinidad. Y no mandarías a tus siervos bautizar, mi Dios y Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si vos, Señor, no fuerais al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no diría la palabra divina: “Escucha, Israel: El Señor tu Dios, es un Dios único” (Dt 6,4). Y si tú mismo no fueras Dios Padre y fueras también Hijo, y Espíritu Santo, no leeríamos en las Escrituras canónicas: “Envió Dios a su Hijo” (Gál 4,4); y tú, ¡oh Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: “que el Padre enviará en mi nombre” (Jn 14,26)  y que “yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15, 26)...

Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno alabándote a un tiempo unidos todos a ti. Señor, Dios uno y Dios Trinidad, cuanto con tu auxilio queda dicho en estos mis libros, conózcanlo los tuyos; si algo hay en ellos de mi cosecha, perdóname tú, Señor, y perdónenme los tuyos. Así sea».

Ya el sábado pasado escuchábamos cómo Jesús, en su cena de despedida, avisaba a los suyos que serían odiados por el mundo, porque el mundo ama a los suyos, y los discípulos de Jesús, en principio, aunque «están en» el mundo, no «son del» mundo. Ahora les sigue anunciando dificultades: les excomulgarán de las sinagogas, y «llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios». Este sufrimiento de los cristianos se ve como una continuación del mismo de Cristo, a quien tampoco le aceptó el mundo. A ellos también les perseguirán: «el siervo no puede ser más que el señor». Lo que no quiere Jesús es que cuando llegue esa hora «se tambalee vuestra fe», sino que «os acordéis de que yo os lo había dicho». Jesús preveía lúcidamente la extrema dificultad de ser cristiano. En este tiempo pascual, en la primera lectura oímos de qué modo Pablo, por ejemplo, ha sido perseguido, tenido por sospechoso, azotado, encarcelado, martirizado. Todavía hoy, el desarrollo en profundidad del evangelio tropieza con las mismas oposiciones, las mismas tentativas de ahogo. El cristiano auténtico es a menudo tenido por sospechoso. Si esto no sucede conmigo es quizá porque he desvirtuado la virulencia y la novedad del evangelio.

“Hoy, el Evangelio es casi tan actual como en los años finales del evangelista san Juan. Ser cristiano entonces no estaba de moda (más bien era bastante peligroso), como tampoco no lo está ahora. Si alguno quiere ser bien considerado por nuestra sociedad, mejor que no sea cristiano —porque en muchas cosas— tal como los primeros cristianos judíos, le «expulsarán de las sinagogas» (Jn 16,2).

Sabemos que ser cristiano es vivir a contracorriente: lo ha sido siempre. Incluso en épocas en que “todo el mundo” era cristiano: los que querían serlo de verdad no eran demasiado bien vistos por algunos. El cristiano es, si vive según Jesucristo, un testimonio de lo que Cristo tenía previsto para todos los hombres; es un testigo de que es posible imitar a Jesucristo y vivir con toda dignidad como hombre. Esto no gustará a muchos, como Jesús mismo no gustó a muchos y fue llevado a la muerte. Los motivos del rechazo serán variados, pero hemos de tener presente que en ocasiones nuestro testimonio será tomado como una acusación.

No se puede decir que san Juan, por sus escritos, fuera pesimista: nos hace una descripción victoriosa de la Iglesia y del triunfo de Cristo. Tampoco se puede decir que él no hubiese tenido que sufrir las mismas cosas que describe. No esconde la realidad de las cosas ni la substancia de la vida cristiana: la lucha.

Una lucha que es para todos, porque no hemos de vencer con nuestras fuerzas. El Espíritu Santo lucha con nosotros. Es Él quien nos da las fuerzas. Es Él, el Protector, quien nos libra de los peligros. Con Él al lado nada hemos de temer.

Juan confió plenamente en Jesús, le hizo entrega de su vida. Así no le costó después confiar en Aquel que fue enviado por Él: el Espíritu Santo” (Jordi Pou).

-Vosotros daréis testimonio de mí porque desde el principio estáis conmigo... Os tratarán de ese modo porque no conocieron al Padre ni a mí... "Estar con"... "conocer al Padre y conocer a Jesús"... Es la condición para ser testigo. ¿Soy realmente el testigo (mártir) de Dios? ¿Estoy de parte de Dios? ¿Es Dios al que defiendo, o es a mí, mis opciones, mis ideas? Sé que tengo un Defensor. El Espíritu esta ahí conmigo. Gracias. Concédeme, Señor, el no tener nunca miedo (Noel Quesson).

El encargo fundamental para los cristianos es que den testimonio de Jesús. El día de la Ascensión les dijo: «seréis mis testigos en Jerusalén y en Samaría y en toda la tierra, hasta el fin del mundo». Pero hay un factor muy importante para que esto sea posible: para esa hora del mal y del odio, les promete la fuerza de su Espíritu, que van a necesitar para poder dar ese testimonio. Al Espíritu -de quien desde ahora hasta Pentecostés las lecturas van a hablar con más frecuencia- le llama«Paráclito», palabra griega («para-cletos»), que significa defensor, abogado (la palabra latina que mejor traduce el «para-cletos» griego es «ad-vocatus»). Le llama también «Espíritu de la Verdad», que va a dar testimonio de Jesús. Con la ayuda de ese Abogado sí que podrán dar también ellos testimonio en este mundo (J. Aldazábal).

Vamos tras las huellas de Cristo. Él nos ha concedido en abundancia su Espíritu Santo, el cual nos ha enseñado todas las cosas referentes a Jesús, tanto a su Persona como a su Evangelio de salvación. Quien realmente viva una intensa experiencia personal del Señor, le amará con toda verdad. Entonces deberá convertirse en un testigo decidido y valiente de aquello que ha experimentado del Señor. El Espíritu Santo que hemos recibido no es un espíritu de cobardía, sino de valentía. No podemos, por tanto, dejarnos acobardar por las persecuciones, por las críticas o por las amenazas de muerte. El Señor va delante de nosotros, cargando nuestros pecados bajo el peso de su cruz; ese es el camino de liberación que hemos de seguir nosotros, no sólo buscando nuestra salvación, sino la salvación de los demás aun a costa de hacer nuestras sus miserias y pecados, e incluso llegar a entregar nuestra vida por ellos, pues el mundo no conoce a Cristo ni al Padre en el amor que nos han tenido hasta el extremo. Ese mismo amor con el que nosotros hemos sido amados debe ser el amor con que nosotros amemos a nuestro prójimo, impulsados por el Espíritu Santo, que habita en nosotros.

Contemplando el paso del Señor entre nosotros, viéndolo encarnado y hecho uno de nosotros, mirando su misericordia para con los pecadores y los pobre, experimentado su amor por nosotros hasta el extremo, que le llevó a morir clavado en una cruz para salvarnos, viéndolo glorificado como el Hijo amado de las complacencias del Padre Dios por su filial obediencia, quienes nos unimos a Él mediante la Eucaristía y hacemos nuestra su Vida y su Misión, sabemos cuál es el camino que hemos de seguir para llegar a la Gloria del Padre. Pero en este caminar no vamos solos. El Señor nos ha infundido su Espíritu Santo para que nos acompañe y, desde nosotros, dé testimonio de la Verdad en el mundo. Vivamos estos momentos de nuestra Liturgia cristiana con gran amor, pero, al mismo tiempo, con una gran decisión de dar testimonio del Señor en medio de nuestros hermanos para que también ellos encuentren el camino que los una con Dios y se salven.

Quienes participamos de la Vida y del Espíritu de Dios, que se nos ha concedido por medio del Misterio Pascual de Cristo, debemos ser testigos de la Resurrección del Señor en el mundo. Ese testimonio no sólo lo hemos de dar con el anuncio del Evangelio hecho con los labios, sino con la vida convertida en un evangelio viviente de Dios en el mundo y su historia. La Iglesia, en la que se ha derramado el Espíritu Santo con todos su Dones y Carismas, debe convertirse en la cercanía concreta de Cristo para todas las naciones. Por medio de ella el Señor continúa buscando al pecador, perdonándolo, dándole su vida y comunicándole su Espíritu para que proclame la Verdad y el Amor, con una vida íntegra y con un sincero servicio en el amor fraterno. No importa que, por causa de Cristo y por dar testimonio de Él tengamos que entregar nuestra vida; lo único que debe importarnos es no perder nuestra relación amorosa con Cristo, y nuestro compromiso con nuestros hermanos, para conducirlos a la salvación eterna.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber dejarnos conducir por el Espíritu de Dios, de tal forma que no sólo escuchemos la Palabra de Dios, sino que la pongamos en práctica; más aún, que el Espíritu de Dios nos haga ser una auténtica encarnación del Evangelio para que, como Iglesia, seamos la Buena Noticia del amor que Dios sigue proclamando en nuestro tiempo para todos los pueblos. Amén (www.homiliacatolica.com).