Solemnidad de Pentecostés
San Juan 20,19-23:
La efusión del Espíritu Santo nos lleva a acoger el Amor divino y con nuestra vida darlo a los demás

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2,1-11:

Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.

Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: -¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua. 

Salmo responsorial 103,1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34:

R/. Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.  [o, Aleluya]

Bendice, alma mía, al Señor. / ¡Dios mío, qué grande eres! / Cuántas son tus obras, Señor; / la tierra está llena de tus criaturas. / Les retiras el aliento, y expiran, / y vuelven a ser polvo; / envías tu aliento y los creas, / y repueblas la faz de la tierra. / Gloria a Dios para siempre, / goce el Señor con sus obras. / Que le sea agradable mi poema, / y yo me alegraré con el Señor. 

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 12,3b-7. 12-13:

Hermanos: Nadie puede decir «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. 

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-23:

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:

-Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:

-Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:

-Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. 

Comentario:

La fiesta judía de Pentecostés, que conmemoraba la  promulgación de la Alianza en el Sinaí y el nacimiento de Israel  como pueblo, en la Iglesia –familia del Resucitado- constituye la fiesta de la efusión del Espíritu Santo con la que termina el tiempo de Pascua. El gesto de Jesús "exhalando su aliento" sobre los  discípulos y diciendo: "Recibid el Espíritu Santo" es gesto de creador, que  recuerda la creación del primer hombre ("El Señor Dios sopló en su  nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en ser vivo": Gn 2,7). El Espíritu fue, "desde el comienzo, el alma de la Iglesia naciente"  (prefacio). "Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para  formar un solo cuerpo" (2a.lectura). El Espíritu de Cristo sigue en la Iglesia haciendo comunidad. "El  Espíritu del Señor mantiene todo unido" (ant. de entrada),  derribando barreras de incomprensión (como viento impetuoso),  destruyendo el pecado, factor de división (como fuego purificador) y suscitando diversidad de servicios para el bien común (2a.lectura). La unidad de la Iglesia no es fruto de la voluntad y esfuerzo de los  hombres, sino obra del Espíritu.

1. El simbolismo del viento  impetuoso y del fuego indica cómo el Espíritu Santo transforma a los primeros cristianos en testigos valientes, predicadores  enardecidos de la Buena Noticia. Se da a la Iglesia  como un principio vital que le permite crecer, expansionarse,  manifestarse al exterior, irradiar hacia el mundo la presencia  salvadora de Cristo. Va plasmando a la Iglesia como lugar de  encuentro y diálogo, como instrumento de paz y reconciliación, para  que "sea ante todo el mundo signo visible de salvación" (oración  sobre las ofrendas de la vigilia; cf. I. Oñatibia). En su origen, la fiesta de Pentecostés era una fiesta de la cosecha, fiesta de plenitud y de abundancia (Ex 23, 16; 24, 22), pero también tributaria del determinismo de la naturaleza. En seguida encuentra su puesto entre las celebraciones de la historia de la salvación (Dt 26, 1-11) prescribe ya al judío que viene a ofrecer las primicias de su cosecha que haga una profesión de fe en la que reconozca que sus tierras son un don de Dios. Muy pronto, la fecha de la fiesta fue fijada en el día cincuenta después de la Pascua (Dt 16,9-12). Pero se observan muchos cómputos diferentes, especialmente el que, recurriendo al tema de la nueva creación, hacía coincidir Pentecostés con el primer día de la semana (domingo). Como todos estos cálculos fijaban la fiesta de Pentecostés en el tercer mes, la atención recaía principalmente sobre lo que sucedió en el desierto en el curso de este período: la llegada del pueblo al Sinaí (Ex 19, 1-4). Los autores judíos y los monjes de Qumrân se apoyaron en este acercamiento para hacer de Pentecostés la fiesta de la Ley y de la asamblea del Sinaí. La Pascua había procurado la liberación de hecho de Egipto. Pentecostés concede la libertad de derecho; ésta realiza lo que aquélla había obtenido, recogía los frutos merecidos en la Pascua, "institucionalizaba" el "acontecimiento" pascual. Convencido de que Pentecostés era la fiesta de la alianza, el autor del libro de los Jubileos (que no pertenece al canon de Antiguo Testamento) condensa en este día todas las alianzas concluidas entre Dios y los hombres: con Noé, con Abraham y con Moisés. Por otra parte, muchos reyes renovaron la alianza el día de Pentecostés (2 Cr 15, 10-15; Sal 67/68, 16-19, que siempre fue un salmo para esta fiesta). No hay que extrañarse, pues, de que la restauración de la alianza y la convocación de una nueva asamblea hayan sido fijadas, en el Nuevo Testamento, el día de Pentecostés (Act 2, 1-11) y que los factores de interiorización de esta Nueva Alianza la hayan colocado sobre los temas antiguos.

Durante su narración, Lucas hace alusión varias veces a la alianza y a la asamblea del desierto. Ya es significativa la conexión entre Ascensión y Pentecostés: es necesario que Cristo "suba" para que el Espíritu sea "dado". Esta idea está tomada del Sal 67/68, 19 (Act 2, 33) que se cantaba en la liturgia judía de Pentecostés, y los targum del judaísmo aplicaban estos versículos a Moisés que "sube" al Sinaí para que "desciendan" la alianza y la ley (Dt 30, 12-13; cf. Jn 16,7). Además, el ruido, el viento y la violencia mencionados en el v. 2 son los rasgos característicos de la alianza del Sinaí (Heb 12, 18-19; Ex 19,16). Estas manifestaciones "llenan la casa" del mismo modo que el Sinaí quedó totalmente invadido (Ex 19, 18). El ruido viene del cielo como el que retumba sobre la montaña (Ex 19, 3; Dt 4, 36). Las lenguas de fuego se explican igualmente en el contexto del Sinaí (v. 3). Muchos targum imaginaban que la voz que se manifestó en el Sinaí se dividía en siete o setenta lenguas para manifestar el universalismo de su mensaje: la Palabra de Dios ha sido llevada a todas las naciones, aunque sólo Israel la escuchó. Se comprenderá que estas lenguas fueran de fuego, recordando Ex 19, 18 y 24, 27, como Dt 4, 15 y 5, 5, que en la teofanía del Sinaí muestran a Dios hablando en la llama de fuego. Pentecostés se presenta, pues, a los primeros cristianos como la inauguración de la alianza nueva y la promulgación de una ley que ya no está grabada en la piedra, sino en el Espíritu y la libertad (v. 4; cf. Ez 11, 19; 36, 26). Esta convicción ha contribuido, sin duda, a la redacción imaginativa del descendimiento del Espíritu. Lo esencial, sin embargo, se encuentra más allá de las imágenes: Dios no da sólo una ley, sino también su propio Espíritu.

San Lucas pasa a describir los efectos del carisma de la glosolalia (vv. 5-11), "hablar en lenguas": ¿se trataba de sonidos sin sentido para el oído humano, o de varias lenguas que se hablaban simultáneamente? Este carisma se produjo repetidas veces en las comunidades primitivas: en Corinto (1 Cor 12, 30; 13, 1; 14, 2-29), en Cesarea (Act 10, 45-46) y en Efeso (Act 19, 6). Ahora bien: todos estos testimonios hacen de este fenómeno, por oposición a la profecía, un carisma que sirve más para alabar a Dios que para instruir a la asamblea (v. 11; cf. 1 Cor 14, 2, 14-15; Act 10, 46). Se trata, pues, de un "hablar a Dios" que puede sonar de modo extraño a los no iniciados (vv. 12-13; cf. 1 Cor 14, 23) y que sería una lengua extática ininteligible (cf. 1 Sam 10, 5-6; 10, 13), manifestación más o menos psicológica que es interpretada como prenda de la futura espiritualización del hombre. Pero aquí no se trata de un "hablar a Dios" sino en un "hablar a los hombres" en varias lenguas, y tiene un carácter universal (cf. también Lc 3, 6; Act 28, 28; Lc 24, 47; Act 1, 8; 13, 47, etc.), aquí las naciones sólo se presentan de un modo simbólico en una lista de pueblos (vv. 9-10). La Iglesia es católica: su misión es universal. Ya hemos visto durante las lecturas pascuales la predicación de San Pablo a los paganos. El Espíritu actúa en cada Eucaristía como en un nuevo Pentecostés. Reunidos en torno a Cristo resucitado, los hijos adoptivos dan gracias por El, con El y en El. Y los ausentes están, en cierto modo, presentes, pues la convocación que reúne a los "presentes" mira a todos los hombres y está orientada a que los "reunidos" se hagan "congregadores" de los ausentes (Maertens-Frisque).

San Agustín comenta: “Hoy celebramos la llegada del Espíritu Santo. En efecto, el Señor envió desde el cielo el Espíritu Santo prometido ya en la tierra. De esta manera había prometido ya enviarlo desde el cielo: Él no puede venir en tanto no me vaya yo; mas, una vez que yo me haya ido, os lo enviaré (Jn 16,7). Por eso padeció, murió, resucitó y ascendió; sólo le quedaba cumplir la promesa. Era lo que esperaban sus discípulos, ciento veinte personas, según está escrito; es decir, diez veces el número de los apóstoles. Eligió, en efecto, a doce y envió el Espíritu sobre ciento veinte. A la espera de esta promesa, estaban reunidos en oración en una casa, puesto que deseaban ya con la fe lo mismo que con la oración y anhelo espiritual. Eran odres nuevos a la espera del vino nuevo del cielo, que llegó. Aquel gran racimo había sido ya pisado y glorificado. Leemos, en efecto, en el evangelio: Aún no se había dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7,39).

Ya habéis escuchado cuál fue su respuesta: un gran milagro. Ninguno de los presentes había aprendido más de una lengua. Vino el Espíritu Santo, los llenó a todos, y comenzaron a hablar en las distintas lenguas de todos los pueblos, que ni conocían ni habían aprendido. Se las enseñaba, el que había venido; entró a ellos y los llenó hasta rebosar. Y ésta era entonces la señal: todo el que recibía el Espíritu, nada más sentirse lleno de él, hablaba en las lenguas de todos. Y esto no sólo los ciento veinte. Las mismas Escrituras nos informan de que luego creyeron otros hombres, que fueron bautizados, recibieron el Espíritu Santo y hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Los presentes se asustaron, unos admirándose, otros burlándose, hasta el punto de decir: “Esos están borrachos y llenos de vino” (Hch 2,1-13). Lo decían en plan de burla, pero algo cierto decían: eran odres llenos de vino nuevo. Cuando se leyó el evangelio oísteis: “Nadie echa el vino nuevo en odres viejos” (Mt 9,17). El hombre carnal no comprende las cosas del Espíritu. La carne es vetustez, la gracia novedad. Cuanto más se renueve el hombre para mejor, tanto más comprenderá, porque gustará de lo verdadero. Borbotaba el mosto, y de este borboteo fluían las lenguas de los pueblos.

¿Acaso, hermanos, no se otorga ahora el Espíritu Santo? Quien así piense, no es digno de recibirlo. También ahora se da. «¿Por qué, entonces, nadie habla en las lenguas de todos los pueblos, cómo las hablaban los que entonces estaban llenos del Espíritu Santo? ¿Por qué? Porque se ha cumplido lo significado mediante aquel hecho. ¿Qué cosa? Recordad que cuando celebramos el día cuarenta después de Pascua, os indiqué que nuestro Señor Jesucristo nos confió la Iglesia, y luego ascendió a los cielos. Le preguntaron los discípulos cuándo tendría lugar el fin del mundo. Él les respondió: “No os corresponde a vosotros conocer el tiempo, que el Padre se reservó en su poder”. Entonces aún hacía la promesa que se cumplió hoy: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,7-8). La Iglesia, reunida entonces en una casa, recibió el Espíritu Santo: constaba de pocos hombres, pero estaba presente en las lenguas del mundo entero. He aquí lo que se buscaba entonces.

En efecto, el que aquella minúscula Iglesia hablase las lenguas de todos los hombres, ¿qué significaba sino que esta gran Iglesia habla las lenguas de todos los hombres desde la salida del sol hasta su ocaso? Ahora se cumple lo que entonces era una promesa. Escuchamos la promesa y vemos su cumplimiento… A la reina misma se dijo: “Escucha, hija; mira” (Sal 44,11). Escucha la promesa, mírala realizada. No te ha engañado Dios, no te ha engañado tu esposo, no te ha engañado quien dio como dote su propia sangre, no te ha engañado quien de fea te hizo hermosa, y de ramera, virgen. Tú has recibido una promesa que eres tú misma; promesa recibida cuando constabas de pocos y cumplida ahora que posees a tantos.

Que nadie diga, pues: «He recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablo las lenguas de todos los pueblos?». Si queréis poseer el Espíritu Santo, prestad atención, hermanos míos. Nuestro espíritu, gracias al cual vive todo hombre, se llama alma. Y ya veis cuál es la función del alma respecto al cuerpo. Da vigor a todos los miembros; ella ve por los ojos, oye por los oídos, huele por las narices, habla por la lengua, obra mediante las manos y camina sirviéndose de los pies; está presente en todos los miembros al mismo tiempo para mantenerlos en vida; da vida a todos y a cada uno su función. No oye el ojo, ni ve el oído ni la lengua, ni habla el oído o el ojo; pero, en todo caso, viven: vive el oído, vive la lengua: son diversas las funciones, pero una misma la vida. Así es la Iglesia de Dios: en unos santos hace milagros, en otros proclama la verdad, en otros guarda la virginidad, en otros la castidad conyugal; en unos una cosa y en otros otra; cada uno realiza su función propia, pero todos tienen la misma vida.

Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el alma en todos los miembros de un único cuerpo. Mas ved de qué debéis guardaros, qué tenéis que cumplir y qué habéis de temer. Acontece que en un cuerpo humano, mejor, de un cuerpo humano, hay que amputar un miembro: una mano, un dedo, un pie. ¿Acaso el alma va tras el miembro cortado? Mientras estaba en el cuerpo vivía; una vez cortado, perdió la vida. De idéntica manera el cristiano es católico mientras vive en el cuerpo; el hacerse hereje equivale a ser amputado, y el alma no sigue a un miembro amputado. Por tanto, si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad. Amén”.

2. El salmo 103 (104 de la numeración hebrea) es, quizá, uno de los salmos más antiguos que contiene el libro de los salmos y uno de los más estudiados por los comentaristas del siglo XX. El salmo canta la grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación. Es un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes criaturas. Hay otros salmos que comparten con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8, 18 (v.2-7), 28 y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación de la obra creadora de Dios. Es una alabanza a Dios por establecer el orden de la creación y la fecundidad de la tierra; la grandeza divina es contemplada en la creación, y en el orden que tiene, por el acto creador y su providencia, refleja su gloria; dicen que el autor de este salmo ha "copiado", purificando de toda idolatría un himno egipcio en honor de Aton-Ra, el dios sol, compuesto por Amenofis IV (hallado en la pared de la tumba de un funcionario real de Tell El-Amarna, en Egipto): no parece que haya habido una dependencia literaria directa, como si el autor del Salmo 103 haya tenido el texto ante sus ojos y haya hecho una simple adaptación yahvista; más bien se acepta un cierto influjo indirecto de este faraón que cambió su nombre por Ankenatón (XIV a.C.), e hizo otras muchas cosas como signo de la nueva religión: quería que se abandonara el politeísmo y creer en un único Dios, creador del universo, que tenía su representación visible en el disco solar (atón en egipcio). El faraón, casado con la famosa Nefertiti, compuso un largo himno de alabanza al papel creador y benéfico de Atón. Hallamos parecidos entre el himno de Atón y el salmo 103: la mención de los leones y las fieras, el ritmo diario del trabajo humano, el río y las lluvias de los montes, la acción providente de Dios que alimenta a sus criaturas... por la relación diplomática que se conserva, hubo influencias literarias y el fiel yahvista que más tarde quiso componer un himno de alabanza a Dios por la creación, pudo tomar frases literarias de otras composiciones anteriores, herederas lejanas del himno egipcio. Así, vació, grosso modo, su lenguaje en el molde de los seis días del Génesis, introduciendo un gran optimismo ante la naturaleza... Poniendo en guardia finalmente ante el "mal" que la libertad humana puede hacer, y que finalmente debe desaparecer.

San Juan presentó a Jesús como el Verbo Encarnado: "El Verbo, todas las cosas fueron hechas por El y sin El no se hizo nada". (Juan 1,3). "En El estaba la vida"... Imaginemos a Jesús, "el hombre-Dios, que vino a vivir en medio de los seres que había creado, paseándose en sus dominios, en su obra maestra, mirando el mar, el sol, los animales, los seres vivientes… ¡las parábolas nos hablan de muchos de ellos! La alusión al "pan" y al "vino", en la obra del hombre, nos recuerda la Cena, en la cual Jesús tomó en sus manos estos dos elementos para que lo representaran. La evocación del "soplo" de Dios que da vida, hizo que se seleccionara este salmo para la fiesta de Pentecostés: "Oh Señor, envía tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra". Jesús, la tarde de Pascua, "sopló sobre sus apóstoles y les dijo: recibid el Espíritu Santo". (Juan 20,22).

Debemos descubrir constantemente la belleza, la fecundidad, el poder de la creación: a fuerza de vivir entre estas maravillas, nos habituamos a los paisajes, a los bosques, a las flores... No somos sensibles a su mensaje. Aquí se ve el valor del fenómeno de la "vida" en relación con el "agua". La ciencia que nos permite conocer más profundamente los procesos biológicos, lejos de destruir nuestra admiración debería ampliarla. Finalmente, no olvidemos que la "creación" es un acto siempre actual "de Dios": Dios mantiene permanentemente el ser a cuanto existe... ¡Crea sin cesar, en este instante! Y el Génesis afirma que Dios no hace nada sin nosotros, claro está, bajo su dependencia: "¡dominad la tierra y sometedla!" Todas estas maravillas evocadas por el salmo, pueden ser destruidas por el hombre; de allí la petición final: "que desaparezcan de la tierra los malvados". El pensamiento cristiano es fundamentalmente optimista (la creación es buena: "ella alegra a Dios", ¡dice el salmo!... No se trata de un optimismo beato e ingenuo: el perfeccionamiento de la creación es un combate: "contra el mal" (Paulinas).

Nada tan tenue como el aliento. Pero la fragilidad es inseparable de la condición de los vivientes. Es su manera —extrema— de hacerse presentes. Lo extremadamente tenue es lo extremadamente presente. Sin duda, lo sólido e inmóvil posee también la calidad de presente, como las grandes masas del cosmos. Pero lo solidísimo no está únicamente presente. Es además otra cosa, por lo que tiene de pasado y de futuro: estuvo y estará en la misma medida en que está. Presente, pasado y futuro, estas tres esencias se reparten, en lo solidísimo y en lo más macizo, el lugar que la esencia del presente ocupa por sí sola en lo frágil, en la rosa o en el insecto. Tal es la calidad del ser vivo: estar suspendido en la esencia más pura del presente, que es el instante, en la dependencia del alimento y del aliento. Quien dice «vida», dice «precariedad sostenida y mantenida», el «ahora» que es la «persistencia de un instante»: escondes tu rostro, y se espantan; / les retiras el aliento, y expiran, / y vuelven a ser polvo (v. 29).

Estar cerca de la esencia del presente, por tanto, es estar cerca de la esencia de Dios. Esta proximidad con respecto a la esencia es la condición de la imagen, que no es la esencia, pero que tampoco puede estar muy lejos de ella. En todo el mundo, sólo el ser vivo es imagen del «Dios vivo». Pero, ¿cómo explicar que lo más cercano a Dios de toda la creación sea a la vez lo más precario? En efecto, la creación no quedó acabada cuando Dios creó el sentido. Pero en nosotros y este mundo descubrimos la fragilidad: el mal, el presente que pasa y evidencía nuestra fugacidad, nuestra misma mortalidad queda exactamente vinculada de este modo a lo íntimo de nuestra condición de imagen de Dios, que es su contrario. Ayer veíamos cómo en Babel la imagen de Dios es mentira si Dios no le está presente, si no se siente amada y dependiente de Dios. Vivir como precariedad mantenida es la única condición posible de la imagen. Porque eso es vivir del amor de Dios, pues no puede haber imagen de Dios sin el amor ni imagen de Dios aparte de Dios. Este nexo entre la precariedad y la esencia de la imagen se expresa en el hecho de que el aliento, que es la precariedad misma, es también lo divino esencial, si es verdad que la vida es aliento de Dios: “Envías tu aliento, y los creas, / y repueblas la faz de la tierra” (v. 30). Ha sido visto por algunos comentaristas como una referencia implícita a la resurrección: hay un primer sentido de que existen incesantemente seres vivos, la vida tiene el poder de renovarse. Pero se ve un sentido más profundo. El salmo 104 debió de comunicar a Israel mucho antes de los tiempos del Evangelio (como el salmo del buen pastor) una esperanza muy cercana a la nuestra, que sólo habla de vivos pues Dios es un Dios de vivos y podemos ofrecer a Dios toda nuestra precariedad y en el momento de entregar el último aliento ser llevados hacia la esencia pura del presente tal como es en Dios. Tal sería la creación verdaderamente «nueva», la que escapa a la repetición de la cadena de los vivientes (Paul Beauchand).

La invitación introductoria, "Bendice, alma mía, al Señor", la hallamos también en el salmo 102 que nos habla de Dios como un padre misericordioso para con sus hijos. La bendición que el hombre dirige a Dios es un humilde reconocimiento de su bondad y un vivo agradecimiento por la acción de esta bondad hacia el salmista y el mundo que le rodea. La bendición hebrea abarca un contenido más amplio que la bendición cristiana, hasta el punto que una buena parte de las plegarias litúrgicas judías son bendiciones, que van rimando la jornada del creyente.

3. Donde está el Espíritu, está la fe, el amor, el servicio; y donde hay libertad, amor, unidad, allí se encuentra el Espíritu de Dios, pues van juntas las dos vertientes de la salvación de Dios y de la vida humana: la fe personal y la vida comunitaria. La fe, la libertad y el amor. La 1a. Corintios habla de la fe en el Señor como don del Espíritu Santo; fe supone luz interior, confesión, entrega personal a Jesucristo, remodelación de la vida entera a la luz de su propia comunión viva con el Padre. Hay un pluralismo de dones al servicio del único cuerpo que es la Iglesia. A cada uno se le ha dado una manifestación particular del Espíritu porque el Espíritu no es monopolio de nadie. Ha sido dado a la Iglesia y en ella a cada uno de los bautizados. Así el Espíritu no significa uniformidad sino variedad, no dispersión sino unidad, no pobreza sino riqueza. Pentecostés significa reconocer esta realidad en la Iglesia, descubrir el propio carisma y respetar el de los demás. Los dones o carismas son autorevelación del Espíritu. En los carismas se hace visible el invisible Espíritu de Dios. Se dan a cada uno pero lo que se quiere subrayar no es el individualismo sino la relación de servicio a los demás. Los carismas son para la edificación de la Iglesia. Este es el criterio en base al cual deben ser juzgados (P. Franquesa). En los vv. 1-3, Pablo define el criterio para distinguir los verdaderos carismas de los falsos: la fe del beneficiario, puesto que un carisma auténtico deberá contribuir siempre a reforzar la profesión de fe en el Señor Jesucristo (v.3). Un segundo criterio de juicio se verifica en la colaboración de los carismas más diversos al único designio de Dios (vv. 4-6). Tercer criterio para discernir los carismas: su mayor o menor capacidad de servir al bien común (v. 7) y a la unidad del cuerpo (vv. 12-13). Los carismas se distribuyen con vistas al bien común: todo cuanto aprovecha sólo a una persona, o no tiene repercusión en la asamblea, habrá que excluirlo de la comunidad. Los carismas, además, deben servir para el crecimiento y la vitalidad del cuerpo. Del mismo modo que este aúna a los miembros más diversos, la Iglesia aúna todas las funciones que en ella se realizan, en la unidad del Espíritu que la anima (vv. 12-13; Maertens-Frisque).

Un solo Espíritu..., un solo Señor..., un solo Dios. Dios es la fuente de los diversos dones que tienen los creyentes, y es además el modelo de cómo la diversidad se compagina con la unidad. Una larga comparación con el cuerpo viviente permite entender lo que es la Iglesia y, al mismo tiempo, nos muestra cómo tenemos que complementarnos y respetarnos unos a otros. No hay comunidad auténtica, si cada uno no participa activamente en la vida de esa comunidad, poniendo su talento al servicio de todos. Hasta el cristiano más humilde, o más pobre, puede tener riquezas de orden moral, artístico, etc., con que puede servir a los demás. Cuando uno se compromete en la vida cristiana, el Espíritu despierta en él nuevas capacidades, muchas veces inesperadas. Si sabemos demostrar más atención a las riquezas propias de cada uno, y despertarle la conciencia de su dignidad y de su responsabilidad, veremos brotar en la Iglesia una multitud de iniciativas, fruto del Espíritu (“Eucaristía 1989”).

La esencia de todo está en la caridad. Quien ama tiene el Espíritu Santo, como comenta S. Agustín: “Cuando se leyó el evangelio, oímos estas palabras del Señor: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente: el Espíritu de Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conoceréis porque morará con vosotros y estará dentro de vosotros’ (Jn 14,15-17)… Cristo prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, pero debemos advertir de qué modo se lo prometió. Dice: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, que es el Espíritu de verdad, para que permanezca con vosotros eternamente’. Éste es, sin duda, el Espíritu Santo de la Trinidad, al que la fe católica confiesa coeterno y consustancial al Padre y al Hijo, y el mismo de quien dice el Apóstol: ‘El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado’ (Rom 5,5)… ‘nadie -dice el Apóstol- dice Señor Jesús sino es en el Espíritu Santo’ (1 Cor 12,3)… Muchos lo pronuncian con la lengua y lo arrojan del corazón y de sus obras, según lo que afirma de ellos el Apóstol: ‘Confiesan conocer a Dios, pero lo niegan con sus hechos’ (Tit 1,16). Por tanto, si con los hechos se puede negar, también con ellos se puede afirmar. Nadie, pues, puede decir Señor Jesús de forma provechosa con la mente, con la palabra, con la obra, con el corazón, con la boca, con los hechos, sino es en el Espíritu Santo; y de este modo sólo lo puede decir el que ama.

De este modo decían ya los apóstoles: ‘Señor Jesús’. Y si lo decían sin fingimiento, confesándolo con su voz, con su corazón y con sus hechos, es decir, si lo decían con verdad, era porque amaban ciertamente. Y ¿cómo podían amar, sino por el Espiritu Santo? Con todo, a ellos se les mandaba amarle y guardar sus mandamientos para recibir al Espíritu Santo, sin cuya presencia en sus almas no podrían amar ni guardar sus mandamientos. No queda más que decir que quien ama tiene consigo al Espíritu Santo y que teniéndole, merece tenerle más abundantemente, y que teniéndole con mayor abundancia es más intenso su amor. Los discípulos tenían ya consigo el Espíritu Santo prometido por el Señor, sin el cual no podían llamarle «Señor»; pero no lo tenían aún con la plenitud que el Señor prometía. Lo tenían y no lo tenían, porque aún no lo tenían con la plenitud con que debían tenerlo. Lo tenían en pequeña cantidad, y había de serles dado con mayor abundancia. Lo tenían ocultamente, y debían recibirlo manifiestamente, porque es un don mayor del Espíritu Santo hacer que ellos se diesen cuenta de que lo tenían. De este don dice el Apóstol: ‘Nosotros no hemos recibido el Espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para conocer los dones que Dios nos ha dado’ (1 Cor 2,12). Y el Señor les infundió el Espíritu manifiestamente no una, sino dos veces. Poco después de haber resucitado, dijo soplando sobre ellos: ‘Recibid el Espíritu Santo’ (Jn 20,22). ¿Acaso por habérselo dado entonces no les envió después también al que les había prometido? ¿O no es el mismo Espíritu Santo el que entonces les insufló y el que después les envió desde el cielo? De aquí nace otra cuestión: ¿Por qué esa donación manifiesta fue doble? Quizá en atención a los dos preceptos del amor: el amor de Dios y el amor del prójimo. Y para que entendamos que el amor pertenece al Espíritu hizo esa doble manifestación de su don… sin el Espíritu Santo, nosotros no podemos amar a Cristo ni guardar sus mandamientos, y que tanto menos podremos hacerlo cuanto menor participación tengamos de él, y que lo haremos con tanta mayor plenitud cuanto más participemos de él. No sin motivo, por consiguiente, se promete, no sólo al que no lo tiene, sino también al que ya lo tiene: al que no lo tiene, para que lo tenga, y al que ya lo tiene, para lo tenga con mayor abundancia. Porque si no pudiera uno tenerle más abundantemente que otro, no hubiera dicho Eliseo al santo profeta Elías: ‘Duplíquese en mí el Espíritu que mora en ti’ (2 Re 2,9)”.

4. Cuando Jesús repetidamente y en especial el jueves antes de padecer les había dicho que convenía que El se fuera para enviarles el Abogado, el Consolador, el Espíritu de su Padre, los apóstoles, igual que nosotros no entendieron lo que les decía. En este momento se hace realidad esa promesa. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego. El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que todo lo penetra y como elemento purificador: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine. También el fuego produce la luz, significando la claridad nueva con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Cristo. Jesús les había dicho: “Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... El me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará”. Y en otra ocasión les comenta: “el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho”. En el Antiguo Testamento la acción del Espíritu Santo se manifiesta como “un soplo”, indicando al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. Nada hay tan penetrante como el viento, que se cuela por todas partes. Así es la acción del Espíritu, que en este día viene a raudales a la Iglesia “un viento impetuoso”. La efusión del Espíritu es la característica de los tiempos mesiánicos. Si contemplamos la venida de Jesús a la tierra, su encarnación se hace por obra del Espíritu santo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”, dice el ángel Gabriel a María. Cuando nuestra Madre visita a su prima Isabel, nos dice S. Lucas que Isabel llena del Espíritu Santo exclama: “Bendita tú entre las mujeres”. En la escena de la presentación de Jesús en el Templo, nos dice el evangelista que Simeón lleno del Espíritu Santo tomó al Niño en sus brazos e hizo aquel vaticinio. Es el Espíritu, la presencia constante del Espíritu lo que caracteriza los tiempos mesiánicos y eso se realiza en este momento y continúa en nuestro tiempo. No es un hecho aislado. El Paráclito vivifica constantemente a la Iglesia y a cada alma, a través de continuas inspiraciones, que son “todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna” (S. Fco. de Sales). Veamos los efectos que produce en los apóstoles la recepción del Espíritu Santo: de incrédulos = con fe (se les abre la mente a la doctrina de Cristo); de cobardes = valientes (confiesan su fe ante todo el mundo); de ignorantes = doctos (los doctores quedan admirados de su ciencia), de humanos = divinos (difunden el reino de Dios), de pusilánimes = magnánimos. Si comprendiéramos mejor la realidad del Espíritu Santo nuestra vida sería distinta: - En las dificultades y en las tentaciones nunca nos sentiríamos solos; - tampoco podríamos sentirnos inseguros o angustiados, pues el Espíritu Santo está siempre pendiente de cada uno de nosotros; - no buscaríamos la felicidad fuera del trato íntimo con el Dulce Huésped del alma.

Jesús "exhaló su aliento sobre ellos". En este "exhalar" de JC resucitado sobre sus discípulos, contemplamos que son creados de nuevo. En la primera creación se nos dice que "Dios insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente" (Gn 2,7). Como nosotros por el bautismo y la confirmación hemos recibido el Espíritu para una vida nueva. No la del hombre egoísta y pecador, sino la que valora y vive aquello que no pasará nunca. Nosotros, por el bautismo y la confirmación, nos hacemos portadores del Espíritu a los hombres hermanos, y trabajamos para que de hombres pecadores y dispersos vayamos construyendo el pueblo de Dios que es templo del Espíritu.

"Se llenaron todos de Espíritu Santo". El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús resucitado, viene como un viento irresistible, que sopla donde quiere. Y la comunidad está reunida, y está reunida "en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús". La comunidad reunida en oración, y "con María la madre de Jesús". Estos son aspectos fundamentales de todo grupo cristiano si quiere ser una comunidad que experimente y viva del Espíritu: comunidad que reza, y en la que "María la madre de Jesús" está muy presente. Siempre es Pentecostés. Pentecostés en griego significa 50, que en el simbolismo de los números bíblicos significa la perfección, plenitud, cumplimiento. San Lucas nos describe cinco "pentecostés", venidas del Espíritu Santo en diferentes momentos de la vida de la comunidad cristiana, para mostrarnos que siempre que viene el Espíritu es Pentecostés. No fue un solo y aislado Pentecostés. Nuestro bautismo fue Pentecostés, en la confirmación recibimos como "Don" el mismo de Pentecostés; la Eucaristía es acción del Espíritu Santo que nos reúne, nos comunica y hace entender la Palabra, y hace que la Palabra se haga Pan que alimenta, y nos envía a hacer las obras que el Padre quiere en favor de los hermanos. Todos nosotros somos testigos de cómo el Espíritu nos va transformando, personal y comunitariamente; cómo el Espíritu va suscitando hombres y mujeres que luchan para la transformación de nuestro mundo. "Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu". Por eso el misterio de Pentecostés está actuando siempre. Es el Espíritu que nos da la fe por la que confesamos que "Jesús es Señor". Es el Espíritu que nos congrega y nos hace una comunidad, la Iglesia. Es el Espíritu que suscita múltiples carismas, servicios, dones, regalos, ministerios, al servicio de la comunidad. El Espíritu es el que hace posible que siendo muchos, y teniendo distintas maneras de pensar y actuar, sepamos amarnos y ser "uno". El Espíritu Santo nos hace superar todas las divisiones, fruto del pecado, y salta todas las barreras sociales, de raza, de religión. El Espíritu Santo es la única bebida que da la Vida de Dios (Gerardo Soler).