XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 13, 1-23:
El Señor fecunda la tierra que es nuestro corazón, para que podamos acoger su palabra, y dar mucho fruto

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del Profeta Isaías 55,10-11: Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo. 

Sal 64,10abcd. 10e-11. 12-13. 14: R/. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.

Tú cuidas de la tierra, la riegas / y la enriqueces sin medida; / la acequia de Dios va llena de agua.

Tú preparas los trigales: / riegas los surcos, igualas los terrenos, / tu llovizna los deja mullidos, / bendices sus brotes.

Coronas el año con tus bienes, / tus carriles rezuman abundancia; / rezuman los pastos del páramo, / y las colinas se orlan de alegría.

Las praderas se cubren de rebaños, / y los valles se visten de mieses / que aclaman y cantan. 

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 8,18-23: Hermanos: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo. 

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 13,1-23: Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y la gente se quedó de pie en la orilla.

Les habló mucho rato en parábolas: -Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.

[Se le acercaron los discípulos y le preguntaron: -¿Por qué les hablas en parábolas? El les contestó: -A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de los Cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías: «Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure.

Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron. Vosotros oíd lo que significa la parábola del sembrador:

Si uno escucha la palabra del Reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino.

Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que la escucha y la acepta en seguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la Palabra, sucumbe.

Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la Palabra, pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas la ahogan y se queda estéril. Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la Palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o setenta o treinta por uno.] 

REFLEXIONES: No estaría mal leerse "El elogio de la palabra" de Maragall, puesto que da materia para situarse en la significación del lenguaje humano. La palabra hay que considerarla como don: es el principal medio de comunicación, fuente de acercamiento entre las personas, el medio de denegación del aislamiento, la posibilidad de amor y de ánimo... En definitiva, es la expresión de nosotros mismos. Dios ha expresado su amor a través de la Palabra. Su Palabra es viva, dotada de poder, fecunda: creadora, con fuerza para transformar los corazones; pero no se impone, sino que sólo se propone a la aceptación libre del hombre. Es eficaz porque transforma, da fuerza para cumplir lo que propone, y toda palabra pide otra de respuesta. La fe nos sitúa en un diálogo. Esta es la cuestión: recibir la Palabra y conscientes de la propia libertad, dejarse guiar y conducir, que sea la luz para la vida, transformar los propios criterios, establecer un estilo de vida según ella... Esto nos pide delicadeza espiritual y valentía para romper con las cosas que creemos de valor y en realidad no lo tienen.

Hay momentos que reclaman la presencia de la Palabra, pero en realidad cada día necesitamos vivir el proyecto que el Señor tiene sobre nosotros, y nunca se realiza mejor que cuando somos verdaderos oyentes de la Palabra, cuando abrimos nuestro corazón a las Escrituras y a la Eucaristía (Juan Guiteras).

Durante tres domingos leemos el cap. 13 de Mt, el habla del crecimiento y del futuro del Reino que Jesús anuncia, avanza, es profundamente valioso, el futuro es del Reino.

1. Is 55, 10-11: "Como la lluvia y la nieve bajan desde el cielo". Esta lectura debemos leerla a la luz de Is. 40-55, el magno poema del consuelo y de la esperanza. En las horas bajas y tristes del destierro, Is. II levanta los ánimos de sus paisanos con esta profecía del retorno; anticipándose al futuro, el poeta canta la liberación de Israel. El pueblo ya no será la esposa repudiada (54, 1-10), ni la ciudad desconsolada (54, 11-47) porque el Señor, en persona, es el que dirige su vida, su historia. Y a pesar de la esperanza prometida, muchas veces el hombre no sabe o no quiere captar los designios divinos, ya que estos planes y trayectos no suelen coincidir con los de los mortales (55, 9). Y ante la incredulidad del pueblo, el profeta apela a la palabra divina (vs. 10-11). Los vs. de hoy son el broche de oro a este gran poema de la esperanza. Ninguna palabra profética, jamás, habló mejor de la palabra divina y de su eficacia. -La imagen pertenece al mundo agrícola, y es muy fácil de captar. La palabra divina se compara a la lluvia que, cayendo de lo alto, fecunda la tierra proporcionando así "pan al que come y semilla al sembrador" (v. 10; cfr. Sal. 104, 13-16); es garantía de eficacia, realiza lo que dice (40, 8), siempre se cumple (55, 11), es irrevocable (45, 23). Por el contrario, la palabra humana, como el mismo ser del hombre, es casi siempre ineficaz, efímera como la hierba. -Toda la historia de Israel es fruto de esta eficacia divina. Serán sobre todo los profetas, los hombres de la palabra, quienes afirmen que la palabra de Dios es la gran fuerza creadora e impulsora de toda la historia humana. Todo depende de esta palabra, no sólo hace germinar las semillas, sino que también es la misma semilla, el alimento: "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor", afirma el Dt.

-Tan seguro se siente el profeta de la eficacia de estas palabras que termina este gran poema preconizando la gozosa salida del pueblo del poder de Babilonia (55, 12ss). El hombre no tiene derecho a temer; en él debe renacer la luz de la esperanza.

- Nuestra sociedad occidental se empeña en vivir sólo de pan, no ya la legítima adquisición de los bienes indispensables para vivir, sino a la búsqueda afanosa por el bienestar, confort, mejora de vida... Y esta ansiedad... se convierte muchas veces en nuestra más sutil esclavitud. Siempre será necesario el recordar las palabras del Deuteronomio: "No sólo de pan vive el hombre...".

-La palabra divina sale amorosa al encuentro del hombre para operar su liberación, pero es absolutamente necesario que el ser humano se abra a la palabra. Es preciso oír, escuchar, alargar las orejas..., y buscar a la Palabra, al Señor (55, 1. 2. 3. 6). Si su palabra cala en nosotros, el fruto será abundante (II Cor. 9, 10).

-Según Juan (cap. 1), Jesús es la palabra personificada que habita en medio de nosotros. Todo cristiano deberá acoger esta palabra... para que el fruto sea abundantísimo (A. Gil Modrego).

Para explicar de qué manera la palabra de Dios es eficaz, se utiliza una hermosa comparación: Cuando llueve después de una larga sequía, la tierra responde dando su fruto. Así es la palabra de Dios: no cae en vano sobre la tierra y no vuelve vacía. La palabra de Dios sucede entre personas y es un acontecimiento dialógico, no una realidad mágica o un hecho mecánico. Con todo, la palabra de Dios anuncia lo que sucede en la historia de la salvación, aunque no siempre se cumpla como nosotros nos figuramos. Recordemos que los pensamientos de Dios y sus caminos no son nuestros pensamientos y nuestros caminos. Dios es siempre sorprendente, incluso cuando cumple lo que nos había prometido (“Eucaristía 1990”).

La palabra es fuente de vida y no un simple sonido para comunicar "ideas" y traspasar "información". Hay palabras que han trastornado vidas enteras con su mensaje. Un libro puede abrir horizontes insospechados y posibilitar nuevos caminos. Para los antiguos, el discípulo era como un recipiente que recogía y retenía ávidamente todas las palabras del maestro, sin que dejara escapar ninguna, como un liquido precioso del cual no se puede perder ni una sola gota. Entre nosotros, las palabras pierden sentido, al irse multiplicando, y terminan en nada. Recuperemos, pues, el valor de la palabra: es como la semilla que el sembrador esparce; es como la lluvia y la nieve que empapan la tierra y la fecundan. Sobre todo la palabra del Señor, la predicación del Reino (J. Totosaus). Cuando la lluvia cae sobre la tierra, ésta responde y hace saltar la semilla hasta alcanzar su fruto. La lluvia no cae en vano. Así es la Palabra de Dios, como la lluvia. Por eso dice el Señor: "La palabra que sale de mi boca no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo". Cuando Dios habla, comienza una verdadera historia en la que no se vuelve nunca al principio como si no hubiera sucedido nada. Dios no habla por hablar, Dios habla para salvar a los hombres. Y los salva. La Palabra de Dios es eficaz, tiene un sentido y va dirigida al hombre, comprometiendo al hombre: una promesa que avanza hacia su cumplimiento y que enrola en su dinamismo la voluntad del creyente, que la recibe para llevarla a la práctica. La Palabra de Dios está cargada de tensión escatológica; es la palabra del Espíritu que gime en nosotros: ésa es su fuerza... (“Eucaristía 1975”).

2. SALMO 64: "Asiduo en adivinar a través de una fe viva la presencia activa de Dios en la naturaleza y en la historia, Israel tenía el alma siempre dispuesta a bendecir a Yawé por medio de la alabanza y la acción de gracias. Con esa misma naturalidad, el Señor retomaría este himno de acción de gracias de su pueblo, elevando los ojos al cielo, hacia su Padre, pero -eso sí- introduciendo sentimientos mucho más ricos, que se justifican por la ciencia de visión que poseía acerca de los beneficios divinos" (P. Guichou). Sólo lejanamente podemos imaginar el espíritu y la devoción con que la Humanidad de Jesús recitaría y meditaría los salmos. Pero cuando los empleó, tuvo que imprimirles, sin duda, una carga intencional absolutamente nueva. Él sabe que su Padre escucha siempre sus súplicas y ve cómo perdona los delitos a los que están abrumados por el peso de sus pecados. Casiodoro paragonava "la misericordia del Padre con un río que se desborda: de él será posible beber siempre, pues jamás se secará: «Será una fuente que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).'' Pero el Señor no ha pensado sólo en saciar nuestra sed, sino que ha preparado también los trigales con un alimento del que el alma se nutrirá con avidez: el Pan del Cielo, el Pan de los Ángeles (Ps 77,24). "Es el alimento -dice s. Hilario- mediante el cual nos preparamos para la unión con Dios, ya que, mediante la Comunión eucarística de su santo Cuerpo, tendremos, más adelante, acceso a la unión con su Cuerpo Santo. Se trata, pues, de un alimento que nos salva y nos dispone además para la eternidad. Así pues, el río y el pan simbolizan la Eucaristía, en la que bebemos la Sangre del Señor y comemos su Carne. Y por si alguien opinara que esto se haya dicho al azar, el salmista añade: ‘Tú así lo has dispuesto’ (Ps 64,10b)".

De un modo semejante a como para los judíos este salmo era un canto de primavera -llovizna, brotes, valles que se visten de mieses, ...- así también para la Iglesia se trata de un himno pascual: por medio de él celebramos esa otra maravillosa primavera suscitada en el mundo, que dormitaba en el pecado, y que es la gloriosa Resurrección de Cristo. Coronas el año con tus bienes: nos sugiere los beneficios que Dios otorga a su Iglesia a lo largo de los días del año litúrgico. Celebrar litúrgicamente un determinado misterio de Cristo en una fecha precisa del año quiere decir que aquellas acciones salvíficas del Señor -también en su individualidad numérica ya pasada y no reproducible- se hacen de nuevo presentes, misteriosa pero realmente, en la acción litúrgica. El día en el que Cristo realizó la acción que hoy celebra la Liturgia no pasó de modo que haya pasado también la fuerza íntima de la acción que realizó en aquel tiempo el Señor. Esa re-presencia se lleva a cabo gracias a la virtud divina que obra en los actos del Hijo de Dios, que no están sujetos al límite del espacio y del tiempo. Precisamente esa virtud divina, de la que fue y sigue siendo instrumento la Humanidad Santísima del Señor, es la que se hace presente en todos los tiempos y lugares. La moción de la Divinidad confería a los actos transitorios y localizados de Jesús un influjo instrumental capaz de alcanzar toda la sucesión de los tiempos y toda la amplitud del espacio. Cuando se celebra la acción litúrgica, el fiel se pone en contacto con el único misterio de salvación en Cristo. Las fiestas y tiempos litúrgicos no son 'aniversarios' de los hechos de la vida histórica de Jesús, sino 'presencia in mysterio', es decir, en la acción ritual y en los signos litúrgicos (B. Neunheuser). En cada fiesta se pone de relieve un aspecto del misterio total y se nos comunica una gracia que le es propia; unas veces se pone en primer plano la Persona del Salvador, en sentido estático, y otras el hecho mismo de la salvación, en sentido dinámico (F. Arocena).

- "Tú cuidas de la tierra y la riegas". Jesús debió saborear esta admirable descripción de la primavera por el salmo, El que veía a su Padre como un jardinero que riega el prado, que hace salir el sol, o como el viñador que cuida de su viña (Mt 5,45; Jn 15,1).

La alabanza, la acción de gracias, la oración de admiración. Tal es la tonalidad de este salmo. "¡Qué hermoso es alabarte! ... Bienaventurado aquel a quien eliges para que viva cerca de Ti..." La Catequesis, la educación de la fe de los niños, debe ser alegre. Nuestras "Eucaristías" dominicales son celebraciones (fiestas) en que decimos "gracias" a Dios. Toda oración debería llevar la alegría de un gracias. La primavera, la vida. El final de este salmo es un poema en honor de Dios que hace la primavera. En Oriente el agua es la vida. La primavera de Palestina es particularmente exultante. El campo canta desde sus surcos, desde sus colinas: la hierba verde, las flores, los arroyos, los rebaños... Todo "grita de alegría". El hombre moderno, aun el que vive en ciudades de hormigón, no puede ser insensible a este lenguaje: las plazas de nuestras ciudades ya no son las mismas, las vitrinas de los supermercados se adornan con flores, las vitrinas de las tiendas de alimentos abundan en legumbres frescas, y cada "fin de semana", en primavera, es testigo de un formidable afluir de gente hacia campo en ambiente de fiesta. Este himno a la vida se puede quedar en un nivel simplemente "naturalista". ¿Por qué no vemos en esto, los creyentes, a nuestro Dios? Nosotros no hacemos la naturaleza; a veces desgraciadamente la destruimos. La ecología nos enseña a "respetar" los equilibrios naturales. ¿No habrá una prodigiosa Inteligencia detrás de la primavera? ¿Por qué no nos maravillamos ante una pradera o un bosque, ante un manojo de flores, ante la imponencia de altas montañas, ante una llanura de hermosos cultivos, ante un atardecer junto al mar? El pan y el vino frutos del trabajo del hombre y de la tierra. En el momento del Ofertorio esta fórmula admirable expresa la simbiosis necesaria de "Dios" y del "hombre" para tener el pan y el vino. Dios proporciona el trigo y el racimo de uvas. Dios no hace ni el pan ni el vino. Dios "da" la vida, pero ha encargado al hombre de desarrollarla, de "dominarla" de mantenerla, de perfeccionarla. Cada Misa debería ser un ofertorio de nuestro trabajo. Es maravilloso pensar que Dios ha decidido no "acabar su creación", sino darnos la oportunidad de embellecerla (Noel Quesson).

En la parte final del salmo, señala Juan Pablo II cómo entran en juevo las aguas “de la vida y de la fecundidad, que en primavera riegan  la  tierra e idealmente representan la vida nueva del fiel perdonado. Los versículos finales del Salmo (cf. Sal 64,10-14), como decíamos, son de gran belleza y significado. Dios colma la sed de la tierra agrietada por la aridez y el hielo invernal, regándola con la lluvia. El Señor es como un agricultor (cf. Jn 15, 1), que hace crecer el grano y hace brotar la hierba con su trabajo. Prepara el terreno, riega los surcos, iguala los terrones, ablanda todo su campo con el agua. El Salmista usa diez verbos para describir esta acción amorosa del Creador con respecto a la tierra, que se transfigura en una especie de criatura viva. En efecto, todo "grita y canta de alegría" (cf. Sal 64,14). A este propósito son sugestivos también los tres verbos vinculados al símbolo del vestido:  "las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren  de rebaños, y  los  valles se visten de mieses que aclaman y cantan" (vv. 13-14). Es la imagen de una pradera salpicada con la blancura de las ovejas; las colinas se orlan tal vez con las viñas,  signo de júbilo por su producto,  el vino, que "alegra el corazón del hombre" (Sal 103,15); los valles se visten con el manto dorado de las mieses. El versículo 12 evoca también la corona, que podría inducir a pensar en las guirnaldas de los banquetes festivos, puestas en la cabeza de los convidados (cf. Is 28,1.5). Todas las criaturas juntas, casi como en una procesión, se dirigen a su Creador y soberano, danzando y cantando, alabando y orando. Una vez más la naturaleza se transforma en un signo elocuente de la acción divina; es una página abierta a todos, dispuesta a manifestar el mensaje inscrito en ella por el Creador, porque "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5; cf. Rm 1,20). Contemplación teológica e inspiración poética se funden en esta lírica y se convierten en adoración y alabanza.

3. Rom 8,18-23: "Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá..." (Rom 8,18). Pablo es consciente de lo que pesa el trabajo del hombre sobre la tierra, puesto que él vive una existencia dura de sacrificios y esfuerzos continuos. Aparte de la predicación del Evangelio y de atender a los cristianos recién bautizados, el Apóstol trabaja con sus manos para mantenerse sin ser gravoso a nadie. Sus circunstancias personales le llevan a actuar de este modo peculiar, distinto del modo de hacer de los otros apóstoles, que prácticamente abandonan su profesión para entregarse de lleno a la misión que el Señor les había encomendado. Y Pablo que sabe de fatigas y penalidades nos dice de forma categórica que todo eso es nada en comparación con la gloria que nos espera. Sí, vale la pena vivir esta gozosa aventura de entregarse en cuerpo y alma al Señor, llevar a cabo esta sublime tarea de divinizar todo lo humano que cada día hacemos. Por mucho que nos cueste ser fieles al Señor, nunca llegaremos a dar más de lo que Él nos entrega ya ahora, de lo que Él nos entregará en el más allá.

"... para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom 8,21). Es una realidad comprobable el hecho de que una cierta esclavitud encadena, de un modo o de otro, a todos los hombres. Incluso aquellos que parecen más libres, están en cierta forma mediatizados en el uso de su libertad. A veces lo que les tiraniza les llega de fuera, otras veces son fuerzas internas, pasiones difíciles de controlar. Y sin embargo, Dios nos quiere libres. Él nos ha traído la única y verdadera liberación que un hombre puede poseer y gozar, no sólo aquí en la tierra sino también allá en el Cielo. Es la gloriosa libertad de los hijos de Dios, la libertad del amor. En la medida en que amemos a lo divino, en esa misma medida seremos libres y comenzaremos a disfrutar de esa maravillosa liberación cristiana, tan distinta de cualquier otra liberación terrena. Amar a los demás por el amor de Dios, querer a todos por Cristo. Sólo así seremos realmente libres y dichosos. Así explica S. Agustín señalando a Pablo, precisamente cuando ahora celebramos el año paulino en el bimilenario de su nacimiento: “Preguntemos al Apóstol cómo cayo el hombre en la cautividad. En efecto, él más que ningún otro gime en ella y suspira por la Jerusalén eterna, y nos enseñó a gemir por obra del mismo Espíritu que le llenaba y le hacía gemir a él. Así escribe: ‘Toda la creación gime y sufre hasta el presente’. Y también: ‘La creación está sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió en esperanza’ (Rom 8,20). Toda la creación -ha dicho- gime en medio de fatigas en los hombres que aún no creen, pero que han de creer. ¿Acaso gime sólo en los que aún no han creído? ¿Ya no gime ni sufre la criatura entre los dolores de parto en los que han creído? ‘No sólo ellos -dice-, sino también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, es decir, nosotros que ya servimos a Dios en el Espíritu, que ya hemos creído en Dios con nuestra mente y en la misma fe hemos entregado ciertas primicias, para seguir luego esas mismas primicias. Pues también nosotros gemimos en nuestro interior esperando la adopción y la redención de nuestro cuerpo’ (Rom 8,23).

Así, pues, gemía también él y gimen los restantes fieles esperando la adopción y redención del propio cuerpo. ¿Dónde gimen? En esta mortalidad. ¿Qué redención esperan? La de su cuerpo, anticipada en la persona del Señor que resucitó de entre los muertos y subió al cielo. Antes de que se nos conceda esto, es preciso que gimamos, a pesar de ser creyentes y hombres de esperanza. Es lo que afirma, a continuación, el texto de Pablo.

De hecho, después de las palabras: También nosotros gemimos en nuestro interior esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo, como si le preguntasen: «¿De qué te sirvió Cristo, si aún gimes?; ¿cómo es que te ha salvado el Salvador? Quien gime, aún está enfermo», añadió: ‘Hemos sido salvados en esperanza’. La esperanza que se ve no es esperanza; lo que uno ve, ¿cómo lo espera? ‘Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos’ (Rom 8,24-25). He aquí por qué gemimos y cómo gemimos: porque esperamos el objeto de nuestra esperanza que aún no poseemos. Hasta que lo poseamos, suspiramos en el tiempo, porque deseamos lo que aún no tenemos. ¿Por qué? Porque hemos sido salvados en esperanza. Es cierto que la carne que el Señor tomó de nosotros fue salvada en realidad, no sólo en esperanza. Nuestra carne ya salvada resucitó y subió al cielo en nuestra Cabeza, aunque en los miembros deba ser salvada aún. Alégrense confiados los miembros, puesto que no fueron abandonados por la Cabeza. Ella dijo a los miembros afligidos: ‘Ved que yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo’ (Mi 28,20). Así aconteció para que nos convirtiésemos a Dios. En efecto, no teníamos otra esperanza que la esperanza en el mundo, razón por la que éramos siervos miserables, doblemente miserables, porque no sólo habíamos puesto nuestra esperanza en esta vida, sino también porque habiendo vuelto el rostro al mundo, dimos la espalda a Dios. Mas cuando el Señor nos dio media vuelta, de modo que comenzamos a dar la cara a Dios y la espalda al mundo, aunque aún estamos en el camino, miramos sin embargo a la patria.

Y cuando quizá sufrimos alguna tribulación, nos mantenemos en el camino y nos trasporta el madero (de la cruz). El viento es ciertamente desapacible, pero próspero; requiere esfuerzo, pero nos lleva y nos hace llegar con rapidez. Como gemíamos a causa de nuestra esclavitud, gimen también los que ya han creído. Habíamos olvidado el origen de nuestra esclavitud, pero nos lo recuerda la Escritura. Preguntemos al mismo apóstol Pablo. Él dice: ‘Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido el pecado’ (Rom 7,14). Ved el origen de nuestra cautividad: el haber sido vendidos al pecado. ¿Quién nos vendió? Nosotros mismos, al dar consentimiento al seductor. Pudimos vendernos, pero no rescatarnos. Nos vendimos consintiendo al pecado, nos rescatamos por la fe de la justicia. Sangre inocente fue entregada por nosotros para rescatarnos. ¿Qué sangre derramó el seductor al perseguir a los justos? Ciertamente derramó sangre de hombres justos; derramó la sangre de los profetas, de nuestros padres, de los justos y de los mártires: pero todos éstos provenían de la estirpe del pecado. Derramó la sangre de la única persona que no fue justificada porque había nacido justa y, al derramar esa sangre, perdió a todos los que tenía prisioneros. Aquellos por quienes fue entregada esa sangre inocente, fueron rescatados. Al regresar del cautiverio cantan este himno”.

4. Mt 13. 1-2 (Paralelos: Mc 4, 1-20; Lc 8, 4-15). "Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago..." (Mt 13,1). La gente se arremolina en torno a Jesús, sus palabras tienen el sabor de lo nuevo, su mirada es limpia y frontal, su gesto sereno y atrayente, su conducta valiente y franca... Por otra parte aparece sencillo, amigo de los niños, inclinado a curar a los enfermos, aficionado a estar con los despreciados por la sociedad de su tiempo, amigo de publicanos y pecadores. Y, sin embargo, su manera de enseñar tenía una especial autoridad, tan distinta de la de los escribas y los fariseos. La muchedumbre se siente atraída, le sigue por doquier, le gusta verle y escucharle. Por eso en alguna ocasión, como en este pasaje, Jesús se sube a una barca y se separa un poco de la orilla. Era aquella barca una curiosa cátedra, y la ribera del lago una insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el agua. El silencio de la tarde se acentúa con la atención de todos los que escuchan las enseñanzas del Rabbí de Nazaret. Su palabra brota serena e ilusionada, es una siembra abundante, desplegada en redondo abanico por la diestra mano del sembrador. Es una simiente inmejorable, la más buena que hay en los graneros de Dios. Su palabra misma, esa palabra viva, tajante como espada de doble filo. Una luz que viene de lo alto y desciende a raudales, iluminando los más oscuros rincones del alma, una lluvia suave y penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber producido su fruto. Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda tan buena sementera. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia. Que no seamos camino pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar lo sembrado, ni permitan crecer el tallo ni granar la espiga. Vamos a roturar nuestra vida mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador que tan excelente siembra no se quede baldía. Dios es el que da el crecimiento, Él puede hacer posible lo imposible: que esta nuestra tierra muerta dé frutos de vida eterna.

 "Aunque a los ojos de los hombres gran parte de su trabajo parece inútil y vano, aunque los fracasos parezcan sumarse a los fracasos, Jesús está rebosante de alegría y de certeza; la hora de Dios llega y, con ella, una cosecha abundante superior a toda súplica e imaginación. A despecho de los fracasos y las resistencias, Dios hace que de comienzos desesperados brote el espléndido final que ha prometido" (J. ·Jeremías-JQ). De todas formas, éxito o fracaso, derroche o no derroche, el trabajo de la siembra no ha de ser calculado, cauto, precavido; sobre todo, no hay que escoger el terreno o echar las semillas en unos sí y en otros no. El sembrador arroja la simiente a voleo y sin distinguir. ¿Cómo saber en el momento de la siembra qué terrenos van a fructificar y cuáles no? Por eso, dirá Jesús, más adelante, nadie debe anticipar el juicio de Dios; ni siquiera el sembrador tiene derecho a hacerlo (Bruno Maggioni). Esta parábola, al igual que muchas otras parábolas de Mateo, tiene algo de doloroso, de dramático incluso: ¡tanta semilla perdida, tanta palabra rechazada! Pero no percibir los sonidos alegres con que resuena, sería entenderla mal. Aunque no esté permitido permanecer insensibles a esa tragedia que constituye la evangelización y a sus "fracasos", cuyos perdedores son los hombres, ¿sería lícito no dejar resonar nunca en nosotros -acogidas con una profunda humildad- estas palabras de esperanza. "¡Ah, sí, dichosos vosotros!; dichosos vuestro ojos porque han sabido ver y vuestros oídos porque han sabido oír"? ¿Sería lícito permanecer insensibles ante la promesa, implícitamente contenida en la última frase del Evangelio, y de la que encontramos una formulación más clara en el apóstol Pablo, cuando habla de la "Gloria de los hijos de Dios"? Nosotros sabemos de esa Gloria no sólo que está "preparada" para nosotros, sino además que, con la transmisión de la Palabra, nos está ya comunicada; y que, semejante a una semilla, crece en nosotros. ¡Cómo, entonces, negarse uno a llamarse "dichoso"! (Louis Monlobou).

La presente parábola es la primera de una serie que recoge Mateo en el capítulo 13. Jesús la pronunció sin duda en un momento crítico y culminante de su vida pública, cuando comenzaba a concentrar su atención en los discípulos ante la creciente incredulidad del pueblo y el rechazo de los fariseos. El sentido de la parábola de Jesús es que, a pesar de las dificultades de la siembra, la cosecha está asegurada; es decir, que el Reino de Dios, iniciado en la persona de Jesús y proclamado por Jesús, es una fuerza viva que avanza irresistiblemente hacia su plenitud y gloriosa manifestación, hacia la cosecha final. La Palabra de Dios es como una semilla, pequeña en apariencia, pero llena de vida. No todos la escuchan y la albergan en su corazón; pero quienes la reciben con fe darán fruto. Jesús no habla en parábolas para que no le entiendan; nadie habla en verdad para que no le entiendan. Esta sentencia (cf. 1,15) significa que la parábola esconde siempre un sentido profundo y sugiere la conveniencia de una seria meditación. Sobre todo, es una manera de provocar y de estimular la atención (“Eucaristía 1993”).

Mi 13,1-23: “Si hubiera temido la tierra mala, no hubiera llegado tampoco a la buena”. Así comenta S. Agustín la parábola: “De aquí recibió Pablo la semilla. Es enviado a la gentilidad y no lo calla, al recordar la gracia recibida de modo principal y especial para esta función. Dice en sus escritos que fue enviado a predicar el evangelio allí donde Cristo aún no había sido anunciado. Pero como aquella otra siega ya tuvo lugar y los judíos que quedaron eran paja, prestemos atención a la mies que somos nosotros. Sembraron los apóstoles y los profetas. Sembró el mismo Señor; él estaba, en efecto en los apóstoles, pues también él cosechó; nada hicieron ellos sin él; él sin ellos es perfecto, y a ellos les dice: Sin mí nada podéis hacer (Jn 15,5). ¿Qué dice Cristo, sembrando entre los gentiles? Ved que salió el sembrador a sembrar (Mt 13,3). Allí se envían segadores a cosechar; aquí sale a sembrar el sembrador no perezoso.

Pero ¿qué tuvo que ver con esto el que parte cayera en el camino, parte en tierra pedregosa, parte entre las zarzas? Si hubiera temido a esas tierras malas, no hubiera venido tampoco a la tierra buena. Por lo que toca a nosotros, ¿qué nos importa? ¿Qué nos interesa hablar ya de los judíos, de la paja? Lo único que nos atañe es no ser camino, no ser piedras, no ser espinos, sino tierra buena -¡Oh Dios!, mi corazón esta preparado (Sal 56,8) para dar el treinta, el sesenta, el ciento, el mil por uno. Sea más, sea menos, siempre es trigo. No sea camino donde el enemigo, cual ave, arrebate la semilla pisada por los transeúntes; ni pedregal donde la escasez de la tierra haga germinar pronto lo que luego no pueda soportar el calor del sol; ni zarzas que son las ambiciones terrenas y los cuidados de una vida viciosa y disoluta. ¿Y qué cosa peor que el que la preocupación por la vida no permita llegar a la vida? ¿Qué cosa más miserable que perder la vida por preocuparse de la vida? ¿Hay algo más desdichado que, por temor a la muerte, caer en la misma muerte? Estírpense las espinas, prepárese el campo, siémbrese la semilla, llegue la hora de la recolección, suspírese por llegar al granero y desaparezca el temor al fuego”.

San Atanasio de Alejandría hace también su Homilía [atribuida] sobre la sementera (Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el crecimiento): “Pasaba el Señor por unos sembrados: el grano de trigo por entre las mieses; aquel grano de trigo espiritual, que cayó en un lugar concreto y resucitó fecundo en el mundo entero. Él dijo de sí mismo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.

Pasaba, pues, Jesús por unos sembrados: el que un día habría de ser grano de trigo por su virtud nutritiva, de momento es un sembrador, conforme se dice en los evangelios: Salió el sembrador a sembrar. Jesús, es verdad, esparce generosamente la semilla, pero la cuantía del fruto depende de la calidad del terreno. Pues en terreno pedregoso fácilmente se seca la semilla, y no por impotencia de la simiente, sino por culpa de la tierra, pues mientras la semilla está llena de vitalidad, la tierra es estéril por falta de profundidad. Cuando la tierra no mantiene la humedad, los rayos solares penetrando con más fuerza resecan la simiente: no ciertamente por defectuosidad en la semilla, sino por culpa del suelo.

Si la semilla cae en una tierra llena de zarzas, la vitalidad de la semilla acaba siendo ahogada por las zarzas, que no permiten que la virtualidad interior se desarrolle, debido a un condicionante exterior. En cambio, si la semilla cae en tierra buena no siempre produce idéntico fruto; sino unas veces el treinta, otras el sesenta y otras el ciento por uno. La semilla es la misma, los frutos diversos, como diversos son también los resultados espirituales en los que son instruidos.

Salió, pues, el sembrador a sembrar: en parte lo hizo personalmente y en parte a través de sus discípulos. Leemos en los Hechos de los apóstoles que, después de la lapidación de Esteban, todos -menos los apóstoles- se dispersaron, no que se disolvieran a causa de su debilidad; no se separaron por razones de fe, sino que se dispersaron. Convertidos en trigo por virtud del sembrador y transformados en pan celestial por la doctrina de vida, esparcieron por doquier su eficacia.

Así pues, el sembrador de la doctrina, Jesús, Hijo unigénito de Dios, pasaba por unos sembrados. Él no es únicamente sembrador de semillas, sino también de enseñanzas densas de admirable doctrina, en connivencia con el Padre. Éste es el mismo que pasaba por unos sembrados. Aquellas semillas eran ciertamente portadores de grandes milagros.

Veamos ahora lo concerniente a la semilla en el momento de la sementera, y hablemos de los brotes que la tierra produce en primavera, no para abordar técnicamente el tema, sino para adorar al autor de tales maravillas. Van los hombres y, según su leal saber y entender, uncen los bueyes al arado, aran la tierra, ahuecan las capas superiores para que no se escurran las lluvias, sino que empapando profundamente la tierra hagan germinar un fruto copioso. La semilla, arrojada a una tierra bien mullida, goza de una doble ventaja: primero, la profundidad y la frialdad de la tierra; segundo, permanece oculta, a resguardo de la voracidad de las aves. El hombre hace ciertamente todo lo que está en su mano; pero no está a su alcance el hacer fructificar. Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el crecimiento. Cuando la semilla comienza a brotar y crece, de la espiga se desprende y el fruto lo indica si se trata de trigo o de cizaña.

Habéis comprendido lo que acabo de decir; ahora debo dar un paso más y apuntar a realidades más espirituales. Por medio de los apóstoles, sembró Jesús la palabra del reino de los cielos por toda la tierra. El oído que ha escuchado la predicación la retiene en su interior; y echa hojas en tanto en cuanto frecuente asiduamente la Iglesia. Y nos reunimos en un mismo local tanto los productores de trigo como de cizaña; así el infiel como el hipócrita, para manifestar con mayor verismo lo que se predica. Nosotros, los agricultores de la Iglesia, vamos metiendo por los sembrados el azadón de las palabras, para cultivar el campo de modo que dé fruto. Desconocemos aún las condiciones del terreno: la semejanza de las hojas puede con frecuencia inducir a error a los que presiden. Pero cuando la doctrina se traduce en obras y adquiere solidez el fruto de las fatigas, entonces aparece quién es fiel y quién es hipócrita”.