XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 13,24-43:
Dios bueno y clemente se sirve hasta del pecado para sacar –con su misericordia- un bien, por el arrepentimiento. Hay que dejar crecer juntos trigo y cizaña, el mal se vence con el bien.

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Primera Lectura: Sabiduría 12,13.16-19: Fuera de ti, no hay otro dios al cuidado de todo, ante quien tengas que justificar tu sentencia. Tu poder es el principio de la justicia, y tu soberanía universal te hace perdonar a todos. Tú demuestras tu fuerza a los que dudan de tu poder total, y reprimes la audacia de los que no lo conocen. Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con gran indulgencia, porque puedes hacer cuanto quieres. Obrando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento. 

Salmo Responsorial: 85: Tú, Señor, eres bueno y clemente, / rico en misericordia con los que te invocan. / Señor, escucha mi oración, / atiende a la voz de mi súplica. R.

Todos los pueblos vendrán / a postrarse en tu presencia, Señor; / bendecirán tu nombre: / "Grande eres tú, y haces maravillas; / tú eres el único Dios." R.

Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, / lento a la cólera, rico en piedad y leal, / mírame, ten compasión de mí. R.  

Segunda Lectura: Romanos 8,26-27: Hermanos: El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios. 

Evangelio: Mateo 13,24-43: En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: "El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: "Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?" Él les dijo: "Un enemigo lo ha hecho." Los criados le preguntaron: "¿Quieres que vayamos a arrancarla?" Pero él les respondió: "No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: 'Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero.'""

[Les propuso esta otra parábola: "El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas."

Les dijo otra parábola: "El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente."

Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: "Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo." Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: "Acláranos la parábola de la cizaña en el campo." Él les contestó: "El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga."]  

Comentario: 1. Sb 12. 13/16-19: vemos a Dios rico en misericordia. D. Quijote dice a Sancho cuando va a gobernar la Ínsula Barataria: "Si acaso doblares la vara de la justicia, que no sea con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia" (M. Cervantes). -"El justo debe ser humano". Dios es humano, más humano que nosotros, y perdona a todos. Y no solamente "porque puede hacer cuanto quiere", sino porque nos ha creado, nos conoce y nos ama: "nos amó primero' (1 Jn 4,10). El contacto con Dios sólo nos puede humanizar: "amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Jn 4. 7-8; cf. J. Totosaus). Dios es todopoderoso (Dt 32,29), pero mientras entre los hombres suele reinar la ley del más fuerte (Sant 2,11), no así en Dios, el único fuerte de verdad. Aun entre los hombres, los auténticamente fuertes se muestran más justos y equitativos. Son los que obran por miedo, aunque exteriormente alardeen de lo contrario, los que cometen mayores injusticias. La garantía de la justicia de Dios es precisamente su fuerza y su poder. Más aún, precisamente porque es todopoderoso es también misericordioso. "No ejecutaré el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraim, porque soy Dios, no hombre... y no me gusta destruir" (Os 11, 9): "¡Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia...!" (26 domingo ordinario; cf. Edic Marova).

2. Sl 85. "¿Quién" es este hombre que suplica y alaba? Se presenta él mismo mediante dos características. Es ante todo un "Hassid", un "fiel", un "servidor de Dios", es alguien que se siente de Dios, totalmente "orientado hacia" Dios, mediante la fe y la confianza. Es igualmente un "Anawim" un "pobre", un "desgraciado", que ora desde su situación: angustia, opresión por parte de los orgullosos y los poderosos. Alguien que pide ser liberado del mal, de todo mal, es decir de sus "enemigos", pero también del "sheol" (abismo de los muertos), y del pecado (todo lo que se opone a Dios).

¿A qué Dios se dirige? Al Dios "lleno de HESSED", el Dios lleno de "AMOR" (expresión que se repite dos veces). Las dos palabras "hessed" y "hassid" son correspondientes: todo se resume así: hay un Dios que es "amor", y un hombre que está "enamorado"...

En el "Padrenuestro", Jesús tomó varias peticiones de esta oración. "Santificado sea tu nombre... Todas las naciones glorificarán tu nombre...". "Perdona nuestras ofensas... Tú, que eres bueno y perdonas...". Los padres de la Iglesia, y los místicos de todos los tiempos, recitaron gustosos los salmos "con Jesús", y "en nombre de Jesús".

Es ésta una plegaria de Cristo perseguido (la tradición cristiana lo ha interpretado como un anticipo de los proyectos de Dios con su siervo Jesús, humillado hasta la muerte de Cruz), que el siervo pobre pero fiel dirige a su Padre. Jesús reza con confianza porque conoce su bondad y su amor: “Inclina tu oído, Señor, Padre mío, y escúchame”. Y este amor de Jesús a su Padre fue un amor sacerdotal, esto es, un amor que glorifica y un amor que se inmola; un amor que redime y salva; un amor que tuvo su coronamiento en el Calvario y que se perpetúa en el Santo Sacrificio del Altar.

"Desde que el Cuerpo (místico) de Cristo gime en la angustia hasta el fin del mundo, en el cual dejarán de existir esas torturas, el hombre gime y clama a Dios... Tú clamaste en tus días, que ya pasaron; tras de ti viene otro y también clama en sus días; tú en los tuyos, éste en los suyos y aquél en los de él. El Cuerpo de Cristo clama en todo tiempo, ya en los miembros que van pasando, ya en los que nos sucederán. Un sólo Hombre se extiende hasta el final de los tiempos: Cristo, nuestra Cabeza que, estando ya a la derecha del Padre, intercede por nosotros" (S. Agustín). Y sigue el santo explicando que nos unimos a Jesús en la oración que profetiza este salmo: “uniéndolos a Él como miembros suyos, de forma que Él es, a la vez, el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, Dios uno con el Padre y Hombre con el hombre; y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el Cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su Cabeza, y el mismo salvador del Cuerpo es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como Sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra Cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en Él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros" (F. Arozena).

"Escucha, responde, mira, oye". Es una oración familiar, de diálogo confiado, estamos ante "alguien" que nos ama, nos mira, nos escucha. "Soy pobre, te llamo el día de mi angustia". Cada uno de nosotros tenemos pobrezas y angustias personales... Desde allí debemos orar. No debemos ser altivos ante Dios, ni poner nuestras pruebas entre paréntesis. Dios mismo nos invita a transformarlas en oraciones.

"Todas las naciones se postrarán ante Ti". La oración más íntima, la oración más individual (aquí domina el "yo" y el "mí") nunca debe excluir una dimensión de solidaridad más amplia. Aun cuando me encuentro solo, en mi habitación, "todas las naciones" del planeta están allí, conmigo, ante Ti.

"Unifica mi corazón...". La oración más original de este salmo. Dejemos resonar esta petición en el fondo del corazón. "¡Unifica mi corazón!". Que mi corazón todo entero sea para Ti. Que Dios haga en mí la unidad. Una de las causas de desequilibrio en nuestro mundo moderno es la dispersión, la tensión en todo sentido. ¡Qué apacible es la vida de quien ha encontrado la unidad en su ser! (Noel Quesson).

Juan Pablo II señalaba que “el Salmo comienza con una intensa invocación, que el orante dirige al Señor confiando en su amor (cf. vv. 1-7). Al final expresa nuevamente la certeza de que el Señor es un "Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal" (v. 15; cf. Ex 34, 6). Estos reiterados y convencidos testimonios de confianza manifiestan una fe intacta y pura, que se abandona al "Señor (...) bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan" (v. 5).

En el centro del Salmo se eleva un himno, en el que se mezclan sentimientos de gratitud con una profesión de fe en las obras de salvación que Dios realiza delante de los pueblos (cf. vv. 8-13). Contra toda tentación de idolatría, el orante proclama la unicidad absoluta de Dios (cf. v. 8). Luego se expresa la audaz esperanza de que un día "todos los pueblos" adorarán al Dios de Israel (v. 9). Esta perspectiva maravillosa encuentra su realización en la Iglesia de Cristo, porque él envió a sus apóstoles a enseñar a "todas las gentes" (Mt 28, 19). Nadie puede ofrecer una liberación plena, salvo el Señor, del que todos dependen como criaturas y al que debemos dirigirnos en actitud de adoración (cf. Sal 85, v. 9). En efecto, él manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras admirables, que testimonian su señorío absoluto (cf. v. 10).

En este contexto el salmista se presenta ante Dios con una petición intensa y pura: "Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre" (v. 11). Es hermosa esta petición de poder conocer la voluntad de Dios, así como esta invocación para obtener el don de un "corazón entero", como el de un niño, que sin doblez ni cálculos se abandona plenamente al Padre para avanzar por el camino de la vida.

En este momento aflora a los labios del fiel la alabanza a Dios misericordioso, que no permite que caiga en la desesperación y en la muerte, en el mal y en el pecado (cf. vv. 12-13; Sal 15, 10-11).

El salmo 85 es un texto muy apreciado por el judaísmo, que lo ha incluido en la liturgia de una de las solemnidades más importantes, el Yôm Kippur o día de la expiación. El libro del Apocalipsis, a su vez, tomó un versículo (cf. v. 9) para colocarlo en la gloriosa liturgia celeste dentro de "el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero": "todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti"; y el Apocalipsis añade: "porque tus juicios se hicieron manifiestos" (Ap 15, 4)…

El cristiano santo se abre a la universalidad de la Iglesia y ora con el salmista: "Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor" (Sal 85, 9). Y san Agustín comenta: "Todos los pueblos en el único Señor son un solo pueblo y forman una unidad. Del mismo modo que existen la Iglesia y las Iglesias, y las Iglesias son la Iglesia, así ese "pueblo" es lo mismo que los pueblos. Antes eran pueblos varios, gentes numerosas; ahora forman un solo pueblo. ¿Por qué un solo pueblo? Porque hay una sola fe, una sola esperanza, una sola caridad, una sola espera. En definitiva, ¿por qué no debería haber un solo pueblo, si es una sola la patria? La patria es el cielo; la patria es Jerusalén. Y este pueblo se extiende de oriente a occidente, desde el norte hasta el sur, en las cuatro partes del mundo" (ib., p. 1269).

Desde esta perspectiva universal, nuestra oración litúrgica se transforma en un himno de alabanza y un canto de gloria al Señor en nombre de todas las criaturas.

3. Rm 8. 26-27: No sólo la creación entera padece dolores de parto y suspira por la manifestación de los hijos de Dios, no sólo nosotros mismos, sino también el Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones (5. 5). El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, es decir, en ayuda de nuestra incapacidad de orar, pues normalmente somos insensibles a la necesidad que padece el mundo y ciegos para descubrir nuestras miserias, de manera que no sabemos pedir a Dios la salvación con toda nuestra alma y con todas las fuerzas. Cuando nuestra oración anda por los suelos, viene el Espíritu a levantarla hasta el cielo. El Espíritu no necesita orar con palabras articuladas; puede orar y ora en nosotros de un modo inefable, y nos une al Padre que nos lo ha enviado. Es posible también que Pablo esté refiriéndose a la oración carismática de los que hablan "en lenguas" en medio de la comunidad, una oración en la que ni siquiera los que la hacen la comprenden y resulta ininteligible para los que la escuchan, pero que tiene un sentido que Dios revela por medio de sus profetas. El que escudriña los corazones, Dios, reconoce en estos gemidos inefables la oración del Espíritu por nuestra redención. Incluso en nuestros días, en los que no tenemos experiencia de la oración en lenguas o "glosolalia" o la juzgamos de muy distinta manera que los primeros cristianos, podemos barruntar algo de lo que intenta decirnos Pablo: detrás de todos nuestros pensamientos y palabras hay Otro que suspira, y no somos nosotros los que oramos únicamente en nuestra oración. Así, pues, Pablo es consciente de que hay como un suspiro universal por la redención del hombre y la liberación, con el hombre, de todas las criaturas. En este suspiro, promovido por el Espíritu, reconoce la garantía de que vendrá sin falta la redención total. La esperanza no puede defraudarnos (“Eucaristía 1987”).

Como el domingo anterior, la segunda lectura es un buen complemento a las parábolas del Reino. Dentro de la vida en el Espíritu un tema particularmente importante es el de la oración. La condición cristiana no supone una total transformación del hombre, sino que continúa con aspecto de debilidad. Sobre todo cuando se trata de la comunidad con Dios. Es punto donde se hace más sensible la importancia del hombre que ha de ser suplida por el propio Espíritu. A menudo se da por supuesto que prácticamente podemos saber y podemos establecer nuestra oración. Que es cuestión de adecuada preparación y buena voluntad. Sin duda es importante tenerlo, pero no puede bastar cuando se trata de ponerse en comunicación con el Señor. Esos "gemidos inefables" (sentimientos, vivencias internas…), del Espíritu en nosotros no deja de tener misterio. El segundo y último versículo subraya la concisión del Espíritu, su modo de ser en nosotros. Seguramente no nos cuesta trabajo aceptar ese modo de ser para el Espíritu en sí, pero no resulta tan sencillo cuando hemos de pensar que ese Espíritu es el que está presente en nosotros y nos impulsa a actuar de modo determinado. Muchas veces ni nos damos cuenta de El. Pero Dios se está comunicando con nosotros. Algo así como si fuésemos una especie de espejo del propio Dios cuando el Espíritu actúa (F. Pastor).

La humanidad va tras la vida, la felicidad, la libertad. A esto van encaminados todos sus trabajos y esfuerzos, que, como veíamos el domingo pasado, son equiparables a un parto (cf Rm 8,22). La humanidad vive un continuo parto, ilusionada con dar a luz una criatura perfecta. Pero su debilidad radical (el egoísmo, el vivir para sí) puede más que su ilusión y por eso su parto es trabajoso y decepcionante. Como parte integrante de la humanidad, los cristianos comparten la grandeza y la miseria de esa misma humanidad. También ellos experimentan la debilidad (v. 26), es decir, el egoísmo paralizante, que encierra en uno mismo borrando todo horizonte e imposibilitando toda colaboración en la tarea de creación de una nueva criatura. La persona egoísta está además incapacitada para saber pedir. Función del Espíritu es ayudar a los cristianos a salir del egoísmo abriéndoles la perspectiva del nuevo estado de felicidad y libertad, al que ya pertenecen por su condición de hijos. Esta acción del Espíritu es callada (la traducción "inefable" es inexacta) y del agrado de Dios Padre, que conoce la intimidad de las personas y es poco amigo de triunfalismos (Dabar 1981). Es el fruto más admirable de la presencia del Espíritu en nosotros: nuestra posibilidad de acceder a Dios. Ya nos lo recordaba el final de la lectura del domingo pasado: tenemos en nosotros las primicias del Espíritu. Con todo, nuestra salvación es objeto de esperanza... Esperar lo que no vemos, es saber aguardar con constancia (Adrien Nocent).

Y dice S. Agustín: “El gemido es propio de las palomas, como todos sabéis, y el suyo es un gemido de amor. Oíd lo que dice el Apóstol y no os extrañe que el Espíritu Santo haya querido mostrarse en forma de paloma. No sabemos -dice- orar como conviene, mas el Espíritu pide por nosotros con gemidos inefables (Rom 8,26). ¿Cómo se puede decir, hermanos míos, que el Espíritu gime, siendo así que goza con el Padre y el Hijo de una felicidad perfecta y eterna? Porque el Espíritu Santo es Dios como es Dios el Padre y es Dios el Hijo. He mencionado tres veces a Dios, pero no he hablado de tres dioses. Mejor es decir tres veces Dios que tres dioses, ya que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son un único Dios como es sabido por vosotros. El Espíritu Santo no gime, pues, en sí mismo ni dentro de si mismo en aquella Trinidad, en aquella felicidad, en aquella eternidad de sustancias; gime en nosotros, porque nos hace gemir. No es pequeña cosa la que nos enseña el Espíritu Santo. Nos insinúa que somos peregrinos y nos enseña a suspirar por la patria, y los gemidos son esos mismos suspiros. Al que le va bien en este mundo, mejor dicho, al que cree que le va bien y se goza en la alegría de la carne, en la abundancia de las cosas temporales y en la vana felicidad, ése tiene voz de cuervo. La voz del cuervo es clamorosa, no gimebunda. El que se da cuenta de la opresión de su mortalidad, y de que está alejado del Señor, y de que todavía no posee aquella felicidad prometida ahora en esperanza y luego en realidad, cuando el mismo Señor venga lleno de gloria, quien primero vino oculto por la humildad, el que se da cuenta de esto, -repito-, gime. Y mientras sus gemidos sean por esto, sus gemidos son santos. El Espíritu Santo es quien le enseña a gemir así. Es gemido que aprende de la paloma. Muchos son los que gimen por su desdicha en la tierra, o por las desgracias que los torturan, o por las enfermedades corporales que los oprimen, o por estar encarcelados o combatidos por las olas del mar o cercados en derredor por las asechanzas de los enemigos. Pero éstos no gimen como la paloma, no gimen como hace gemir el amor de Dios, como hace gemir el Espíritu. Por lo cual, esos tales, tan pronto como se ven libres de las desdichas, muestran su alegría con grandes alaridos. Eso muestra que son cuervos, no palomas. ¡Qué bien está cuando se dice que del arca salió el cuervo y no volvió, y que salió la paloma y volvió! Son las dos aves que soltó Noé. Allí había un cuervo y una paloma; ambas especies de aves estaban encerradas en aquella arca, y si el arca es figura de la Iglesia, ya veis por qué es necesario que en este diluvio del mundo encierre la Iglesia ambas especies: el cuervo y la paloma. ¿Quiénes son los cuervos? Los que buscan sus cosas. ¿Quiénes las palomas? Los que buscan las de Jesucristo”.

4. El Evangelio nos habla del trigo y cizaña que conviven en el mundo. Los mass media de hoy pintan todo con tintes alarmistas; en nuestro mundo hay agresividad, intolerancia (improperios, descalificaciones, insultos, rechazo a la diversidad…). Con mucha frecuencia, con excesiva ligereza y precipitación, juzgamos a los otros por lo que fueron o hicieron en otro tiempo, sin tener en cuenta ni valorar lo que son y hacen ahora. Descalificamos su presente por su pasado, negándoles el derecho a la vida y al futuro. Les ponemos una etiqueta y los ejecutamos simbólica y aún realmente. Esta malsana manía de etiquetar al otro no es sino fruto de nuestros prejuicios, de la precipitación y, en definitiva, de la intolerancia. Pues tan intolerante es el intolerante, como el que lo etiqueta de intolerante. Poner etiquetas a la gente es encasillarla, encarcelarla en la prisión de nuestros prejuicios, privarla de la libertad que tiene para cambiar y poder ser de otra manera. Es, en última instancia, liquidarla; pues en adelante no se cuenta con ella, ni se le escucha, ni se le tiene en cuenta. La intransigencia conduce inexorablemente a diversas formas de violencia. Por eso necesitamos calma. La precipitación sólo puede llevar a cometer errores y horrores lamentables e irreparables. Por eso, no es momento de renunciar a la razón y a la calma, pues caeremos en manos de la pasión. No se puede prescindir que se haga la justicia en los juicios, dedicándose cada cual a linchar a los demás por meros prejuicios. Y es grave y alarmante la facilidad y la ligereza con que se juzga antes de tiempo los hechos y las personas. Es alarmante el coro de los que apelan a la restauración de la pena de muerte como procedimiento expeditivo para limpiar la sociedad de indeseables. Es alarmante el ruido con que se orquesta el recurso a medidas represivas para controlar la situación y restablecer el orden. Matando no se acaba con la violencia y, por supuesto, el mejor medio de proteger la libertad no es precisamente el de recortarla (“Eucaristía 1981”, Luís G. Betes).

“Cuando vas al campo, a veces se ven extensiones inmensas de trigo dorado, toda una colina del mismo color... Pero, en ocasiones, descubres que, en medio de esa uniformidad, hay como unas manchas negras. Esas manchas es la cizaña que crece en medio del trigo… el mal crece en medio del bien… La cizaña crece por el descuido de los trabajadores. Los colaboradores de Dios, primero se quedan dormidos y, luego, quieren resolver el problema drásticamente: proponen arrancar la cizaña de cuajo.

El dueño del campo les hace esperar para que no se corra el riesgo de arrancar el trigo. Así somos a veces: primero nos dejamos llevar por la pereza, nos dormimos y dejamos de vigilar. Y, después, nos entra la ira y la impaciencia: nos enfadamos porque descubrimos la cizaña, y, además queremos arrancarla inmediatamente y de cualquier manera… Dios, ante el mal y los defectos de los demás actúa de otra forma: su arma secreta siempre es la misericordia. Es nuestro auxilio, sostiene nuestra vida. Actúa con suavidad, sin sobresaltos (cf. Antífona de entrada), –porque, Señor, Tú eres bueno y clemente (Sal 85: responsorial). «Fuera de Ti no hay otro dios al cuidado de todo (…) Tú nos gobiernas con gran indulgencia» (Sb 12,13.16–19: 1ª lectura). Esa manera de ser se la enseña a sus amigos, a la gente sencilla (Cfr. Aleluya de la Misa: Mt 11, 25).

–Haz que seamos también nosotros misericordiosos, pacientes con los errores y los defectos. Los santos han sido así, por eso son más humanos. No regañan sino que mueven al arrepentimiento…” El siervo de Dios Álvaro del Portillo, ante la travesura de su hermano pequeño que le rompió sus valiosos dibujos (la madre al avisar al pequeño hizo que éste temiera una fuerte reprimenda), al enterarse le explicó al pequeño lo mucho que le había costado hacerlos, para que tomara experiencia.

“San Pablo lo expresa muy bien la manera de actuar de Dios, al decir que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad (…) intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26–27: 2ª lectura). No se enfada cuando fallamos. No solo eso sino que nos perdona siempre que queramos. No quiere conseguir el bien a base de palos, aunque tiene en cuenta los efectos colaterales. Su táctica no consiste en desarraigar el mal sin más, sino que tiene muy en cuenta el modo. Como han dicho los santos: todo por amor, nada por la fuerza. Porque Dios, que es puro Amor, no busca un enfrentamiento, sino la conversión (cfr. Sb 12,13.16-19).

–Señor que aprovechemos tus llamadas. Que te abramos la puerta para que entres y estés con nosotros. San Josemaría decía que los cristianos hemos de ahogar el mal en abundancia de bien. Contaba una niña de 6 de Primaria, de familia numerosa, como le impresionaba mucho ver a su hermana mayor ponerse a fregar cuando nadie quería, o sacar la basura cuando las demás estaban viendo la tele. El Señor actúa facilitándonos el ambiente y provocar la conversión. Esto es lo que hizo María de forma discreta. Porque las madres son especialistas en corregir, evitando los efectos colaterales: saben amar” (Ignacio Fornés). El mal no puede vencerse con el mal, sino con el bien. El bien vence al mal. Ante las impaciencias de los hombres está la paciencia de Dios, que nos redime en Jesús, al que hemos visto como el que pide confiadamente la misericordia para nosotros (cf. Salmo).

El Reino de Dios se parece a una red que se echa en el mar y recoge de toda clase de peces y cuando está llena la sacan a la orilla... El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y por la alegría que le da, va y vende todo lo que tiene... Se parece a un grano de mostaza que un hombre recogió y sembró en un campo... Se parece a la levadura que una mujer cogió y amasó con tres medidas de harina... El Reino de Dios es un acontecimiento, es algo que sucede en cualquier parte dentro de este mundo. Para entrar en él no es necesario cambiar de profesión, ni salirse de un lugar, ni abandonar el mundo. Lo único que hace falta es cambiar la vida, porque el Reino de Dios es una vida nueva. El principio de esta vida está en Dios. Él tiene la iniciativa.

Fijaos en las parábolas. Ningún sembrador puede sembrar sin simiente. Ninguna mujer puede amasar sin levadura. En todas las parábolas se aprecia ese carácter de acontecimiento del Reino de Dios y la necesidad de que este acontecimiento esté provocado en el mundo por la gracia de Dios. La simiente es la palabra de Dios, ¿y qué otra cosa es la levadura que el mismo Hijo de Dios hecho carne que habita entre nosotros? Cristo es el pan vivo bajado del cielo. Cristo es el grano de trigo que se pudre y resucita para dar mucho fruto. Cristo es el principio y el origen de ese acontecimiento que llamamos Reino de Dios. A partir de Cristo, algo pasa en el mundo, aunque nadie lo note, porque el Reino de Dios acontece en el silencio. En el silencio de la cruz, en el silencio de la semilla que se pudre, en el silencio de la levadura que fermenta la masa.

La Iglesia es la señal visible del Reino de Dios y la encargada de su proclamación en el mundo. Muchas cosas de la vida humana no son únicamente cosas de la vida humana, sino cosas del Reino de Dios: donde hay un hombre que vive para los demás, donde hay un hombre que defiende la justicia, donde hay una mujer sacrificada, un enfermo que sufre con esperanza, un joven que busca la verdad, que busca un camino, un anciano que mira con serenidad el futuro, un gobernante que reconoce sus yerros... allí no pasan solamente cosas de la vida; allí acontece el Reino de Dios. Y no sólo para estas personas, sino para todos los hombres, porque este suceso que llamamos Reino de Dios es una fuerza expansiva, es una vida que contagia (“Eucaristía 1987”).

Nuestro esfuerzo debe estar en confiar y trabajar por el crecimiento de la buena semilla, de la levadura. Aquel cristiano tan evangélico que fue Juan XXIII captó perfectamente esta enseñanza cuando decía: "Me dicen que en el mundo hay mucho mal y que yo soy un ingenuo al valorar lo que hay de bueno. Es que, como he aprendido del Señor, prefiero insistir en el sí más que en el no”.

La intolerancia, que siempre suele ejercerse frente y contra los demás, no es sino la otra cara de la tolerancia con nosotros mismos y con los nuestros. La intolerancia viene a ser un mecanismo de defensa psicológico frente al otro, y sociológico contra los otros. En cambio, la tolerancia frente a los otros nace de la intransigencia para con nosotros mismos y con los nuestros. Porque sólo la convicción de nuestros propios yerros y deficiencias -y de las de los nuestros- puede situarnos en condiciones de valorar las deficiencias ajenas, apreciar sus esfuerzos y respetar sus aportaciones. La tolerancia es en primer lugar paciencia, es decir, capacidad para encajar las dificultades que me ocasionan los otros (que no son mayores de las que yo y los míos les ocasionamos a ellos). La tolerancia es, además, valoración (de lo de los demás, de lo propio, de que nadie posee la verdad en exclusiva). La tolerancia es, en tercer lugar, respeto; respeto a los demás y a sus diferencias, que son las que ponen en juego las nuestras, para construir entre todos el único sistema posible de convivencia, que nada tiene que ver con la coexistencia de pueblos; pero respeto también y sobre todo a Dios, cuyo es el juicio. La intolerancia es siempre síntoma de endiosamiento; sobre todo, cuando el intolerante pretende usurpar el puesto de Dios, para defender a Dios en nombre de Dios. ¿Qué "dios" es ése que necesita que los hombres le defiendan? (“Eucaristía 1975). "Llegado el momento, los hombres realmente malos son tan escasos como los hombres realmente buenos" (Bernard Shaw).

Hoy continuamos la lectura de las parábolas que incluye el capítulo 13 de san Mateo. En el presente domingo hallamos la del trigo y la cizaña, la del grano de mostaza y la de la levadura en la masa. De las tres, la primera es la que más atención pide, no sólo por ser la más larga y aparecer en primer lugar, sino también porque -como ya sucedió con la del sembrador- Jesús explica su significado a los discípulos al final del fragmento que hoy leemos. El acento de estas parábolas de hoy radica en el crecimiento del Reino: "Dejadlos crecer juntos". A diferencia del domingo pasado, no aparece alusión alguna a las respuestas diferentes que la "tierra" puede dar a la palabra "sembrada". El Reino crece, sea como sea. Nada lo puede frenar. Incluso crece en el mismo lugar donde el Maligno ha sembrado mala semilla. Es decir, crece en todas partes: "los del Reino" viven en los mismos lugares donde viven "los del Maligno". La parábola del trigo y la cizaña añade a todo esto una dimensión más, que queda reforzada por la primera lectura. Dios "da lugar al arrepentimiento". La cizaña no es arrancada a la primera. Dios tiene la paciencia de esperar a que crezca el trigo. Sólo al final todo quedará definido, quedará claro quién es cada uno. De momento, todo está en camino, nada es totalmente claro. Por tanto, los perfeccionistas y puritanos no son los consejeros que Dios quiere: "¿Quieres que vayamos a arrancarla? Pero él les respondió: No". Otro aspecto que aparece en las tres parábolas es el de la plenitud del Reino: "Entonces los justos brillarán como el sol"; "se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas"; "...y basta para que todo fermente". Se mezclan, continuamente, el bien y el mal, el evangelio y el pecado: injusticias, explotaciones, envidias, etc. se mezclan con actos de generosidad, de amor, de justicia etc. Una realidad ambigua y mediocre, normalmente, pero en ella crece el Reino (Josep M. Romaguera). Al final, con el tiempo, Dios pone las cosas en su sitio…, como dice Qohelet (3, 2), "un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar".