XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 22,34-40:
El mandamiento del amor, luz para una vida con sentido

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del libro del Éxodo 22,21-27. Esto dice el Señor: No oprimirás ni vejarás al forastero,

porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque si los explotas y ellos gritan a mí yo los escucharé. Se encenderá mi ira y os haré morir a espada, dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí yo lo escucharé, porque yo soy compasivo.  

Salmo 17,2-3a.3bc-4.47.51ab: R/. Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.

Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, / Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.

Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, / mi fuerza salvadora, mi baluarte. / Invoco al Señor de mi alabanza / y quedo libre de mis enemigos.

Viva el Señor, bendita sea mi Roca, / sea ensalzado mi Dios y Salvador. / Tú diste gran victoria a tu rey, / tuviste misericordia de tu ungido. 

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1,5c-10. Hermanos: Sabéis cual fue nuestra actuación entre vosotros para vuestro bien. Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la Palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo. Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. Desde vuestra comunidad, la Palabra del Señor ha resonado no sólo en Macedonia y en Acaya, sino en todas partes; vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles de la visita que os hicimos: cómo, abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los muertos y que os libra del castigo futuro. 

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 22,34-40: En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se acercaron a Jesús, y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?» Él dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los Profetas». 

Comenario: 1. Ex 22,21-27. En el Sinaí ha tenido lugar el encuentro de Dios con el pueblo. Por iniciativa divina, una Alianza realiza y ratifica la unión del Señor con Israel. De ella dimanan una serie de compromisos que el pueblo debe cumplir (cf. Ex 19-20,22-24). Se dan aquí una serie de disposiciones legales para proteger a los desvalidos, a cuantos se hallan en una situación de inferioridad cívica, social, económica. Esta preocupación por los forasteros, los huérfanos y las viudas, los pobres, la vemos constantemente en los profetas y también en los libros de la Ley. Esta preocupación social la encontramos también en la literatura jurídica y en los códigos de la cultura babilónica, egipcia y fenicia. Independiente de si son leyes más perfectas que otros pueblos (pues también ellos están llamados a ser hijos de Dios y participan de la luz que Dios ha puesto en su razón), en el pueblo de Dios vemos un motivo más profundo y peculiar para cumplir lo justo: el amor que viene de Dios.

Habrá que actualizar las leyes: El forastero es hoy para nosotros el turista y el emigrante. La explotación del forastero, en formas diversas como el emigrante español en Alemania o el emigrante marroquí en España, es un crimen contra toda moral humana y cristiana y una ofensa al Dios que libera a los hombres y a los pueblos. Ya nadie se plantea condenar la usura entendida como cobro de cualquier tipo de interés por el dinero prestado, pero a aquello le llamamos interés, y en cambio usura es ahora –sigue vigente lo que dice la lectura que comentamos- cobrar intereses a los pobres, que no piden dinero para hacer negocio sino para vivir. El problema del manto para pasar la noche (que se cita en v. 27) se ha convertido en el problema del techo. Especular con el suelo es lo mismo que retener el manto del pobre, es dejar a la intemperie a los que no pueden pagar un piso (“Eucaristía 1987”; cf. Mt 25,31-46).

Estas leyes sociales son también expresión de Dios: el pobre es el lugar cercano en donde el Dios Todopoderoso se revela y la ocasión real en que el hombre y el pueblo tienen que responder al mandato de la alianza. La presencia de los necesitados de todo orden, social, jurídico, económico y universal humano, es una reclamación que se levanta y acusa; mientras los haya en el mundo, el mundo está bajo juicio. El pueblo de Dios está retado por ellos, pues la ley que los protege tiene la misma exigencia que el precepto capital; éste se cumple precisamente al cumplir con aquélla, como aclara el "tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber" (Mt 25. 31-46; Com. a la Biblia litúrgica, Edic. Marova). El domingo pasado fue el día mundial de las misiones, con la colecta correspondiente, y esto enlaza bastante con estos textos de hoy. Recuerdo la admirable Irena Sendler, madre de los niños del holocausto: ¿Quién fue la heroína que salvó a 2.500 niños? Hija de un médico que murió cuando ella tenía 7 años, pero del que recuerda esas palabras: "Aunque no sepas nadar, si ves a alguien ahogándose, lánzate a salvarlo". Y ella se lanzó. 450.000 judíos fueron encerrados en el gueto de Varsovia,  para luego ser enviados a los campos de exterminio. El gueto ya era la tumba para miles y miles de personas, que morían diariamente por inanición o enfermedades. Irena decidió actuar como trabajadora social: sacar al menos a los niños más pequeños para que tuviesen la oportunidad de sobrevivir. Fue así como comenzó a evacuarlos de todas las formas imaginables: en ambulancias como contagiosos…, en ataúdes, cajas de herramientas, a través de una iglesia con dos accesos, uno al gueto y otro secreto al exterior (los niños entraban como judíos y salían al otro lado con nueva identidad). Al final, la interrogaron… Soportó la tortura (tendría que ir en silla de ruedas, pues en los interrogatorios le rompieron los pies y las piernas), pero no lograron que les revelase el paradero de los niños que había escondido ni la identidad de sus colaboradores. Sentenciada a muerte, mientras esperaba la ejecución, un soldado alemán se la llevó para un "interrogatorio adicional". Al salir, le gritó en polaco "¡Corra!". Al día siguiente halló su nombre en la lista de los polacos ejecutados. La resistencia habían sobornando a los soldados, y continuó trabajando con una identidad falsa. En 1965 una organización judía le otorgó el título de Justa entre las Naciones y en el año 2007 era candidata para el Premio Nobel para la Paz: «No hice todo lo que pude, podría haber hecho más, mucho más y haber salvado así a más niños», dice en su sencillez, y recuerda los momentos duros al separar a los hijos de sus padres: «ella también era madre y sentía ese dolor tan profundo como si fuese suyo, de hecho todavía lo siente y sufre con esos recuerdos», afirma Anna, una de sus 2 hijas.

Pero, ¿por qué lo hacía? «Se lo he preguntado cientos de veces. Ella simplemente lo hacía porque tiene un corazón inmenso, no hay nada más», explica su biógrafa Anna Mieszkwoska. Elaboraba documentos falsos para los niños, ayudada de monasterios y conventos. Escribía también las verdaderas identidades de los pequeños, y luego enterró las notas en frascos en el jardín de su vecino hasta que los nazis se marcharon. Cuando en 1999 unos estudiantes de Kansas hicieron un estudio se toparon con la maravillosa historia de una auténtica heroína prácticamente desconocida, hicieron una obra de teatro sobre ella, y fueron a verla a Varsovia y agradecerle lo que había hecho por la Humanidad: «Yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía, nada más», les decía Irena. En su habitación ya nunca faltan ramos de flores y tarjetas de agradecimiento procedentes del mundo: los niños sólo la conocían por su nombre clave: Jolanta, pero cuando su historia apareció en un periódico con fotos suyas de la época, varias personas empezaron a llamarla para decirle: “Recuerdo tu cara…soy uno de esos niños, te debo mi vida, mi futuro y quisiera verte…” Recientemente fallecida a los 98 años, llevarán su vida al cine. Tenía una estampita vieja de Jesús Misericordioso con unas palabras que resumían lo que le mantuvo en vida en los peores momentos: “Jesús, en vos confío” (en 1979 se la obsequió a Juan Pablo II). Ella decía: “No se plantan semillas de comida. Se plantan semillas de bondades. Traten de hacer un círculo de bondades, éstas los rodearán y los harán crecer más y más”.

El fragmento del llamado Código de la Alianza que leemos hoy enuncia con una encantadora sencillez el espíritu de respeto que se debe al hombre: en el corazón mismo de la alianza entre Dios y el pueblo, este código viene a ser una demostración clara de hasta qué punto es posible vivir el decálogo, en una vida de relación normal con los hombres concretos. El fragmento que leemos hoy nos habla de cómo se debe tratar a los pobres (J. M. Aragonés). Se intuye ya que amar a los demás es ver en cada persona la imagen de Dios, al mismo Dios… esto da el sentido pleno de la dignidad del mandamiento del amor.

2. Salmo 17. La respuesta al salmo de hoy concentra en pocas palabras lo que las lecturas (primera y evangelio) anuncian como propuesta y nosotros vivimos y celebramos: el amor a Dios "con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser", y el amor "al prójimo" . Es una oportunidad muy buena para gozar de la oración, que no siempre ha de ser de petición o de acción de gracias. Sencillamente decirle al Señor que le amamos. Y decirlo una y otra vez. Puede ser una oración que no termine en la recitación del salmo en la Misa, y cada uno puede llevarse a su casa una idea, jaculatoria, para irla repitiendo en el corazón a lo largo de la jornada, en medio de la tarea cotidiana. Así nos daremos más cuenta de que "con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser" quiere decir que el amor de Dios invade todos lo ámbitos de nuestra vida: todos los lugares, todos los momentos, todo el pensamiento, todas las palabras, todas las acciones, todas las relaciones... y nuestra respuesta amorosa también hemos de darla en todas las ocasiones (J. Romaguera).

El salmo sitúa el amor en el contexto de la adoración a Dios. Como indica la “Veritatis splendor”, encíclica moral de Juan Pablo II, “la Iglesia iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser "alabanza de la gloria" de Dios (cf. Ef 1,12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor. "Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios —escribe san Ambrosio—. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Cor 11,7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí (Sal 138,6), es decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete a ti mismo, hombre lo grande que eres y vigila sobre ti…".

            Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20, 2—3). En las "diez palabras" de la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como Aquel que "solo es bueno"; como Aquel que, a pesar del pecado del hombre, continua siendo el "modelo" del obrar moral, según su misma llamada: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo" (Lev 19, 2); como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9—24; 20,18—21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: "Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo" (Lev 26, 12).

            La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio: "Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te dicho hoy. Se los repetirás a tus hijos" (Dt 6, 4—7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria: "Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad".

La afirmación (del joven rico) de que "uno solo es el Bueno" nos remite así a la "primera tabla" de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a El porque es infinitamente santo (cf. Ex 20 2—11). El bien es pertenecer a Dios obedecerle, caminar humildemente con El practicando la justicia y amando la piedad (cf. Miq 6, 8). Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque Dios solo es Aquel que es bueno. Este es el testimonio de la Sagrada Escritura cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: "Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos" (Is 6, 3).

            Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra "cumplir" la Ley es decir reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración qué a El soló es debida (cf. Mt 4, 10). El "cumplimiento" puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la Bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquél que el joven rico llama con las palabras "Maestro bueno" (Mc 10 17; Lc 18,18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación "ven, y sígueme" (Mt 19, 21)”.

Así el salmista –y cada uno de nosotros- proclama las grandezas de Dios, y corresponde a ese don: "Te amo, Señor... Mi fuerza... Mi peña... Mi fortaleza... Mi liberador... Mi Dios... Mi roca... Mi escudo... Mi armadura de salvación... Mi ciudadela...". ¡Palabras ardientes de amor! Letanía amorosa de nombres que se dan cuando se ama. No suavicemos la fuerza de estos "posesivos" admirables: "mi roca, mi escudo...". Todo el poder de Dios puesto al servicio de los pequeños y los pobres. "Tú salvas el pueblo de los humildes y humillas los ojos altivos". Parece escucharse anticipadamente "el Magnificat de María": "Baja de sus tronos a los poderosos, y exalta a los humildes':. Y las palabras de Jesús: "Bienaventurados los pobres, el Reino de los cielos es vuestro. .. Bendito seas, oh Padre, que has ocultado estas cosas a los ricos y a los sabios, y las has revelado a los pequeñuelos". "Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros": Ahí culmina esta Alianza que Dios fue haciendo con su pueblo, y en el Sinaí entregó su ley como pacto. La "ley" de Dios es en primer lugar don maravilloso, medio de comunión con la voluntad Divina, un "camino" para transitar y que es el camino de Dios: "Yo soy el camino, la verdad".

Quizá se ha perdido mucho la costumbre de utilizar el salterio como "libro de oración"; habría que fomentarlo más, superar las dificultades de lenguaje de una cultura diferente a la nuestra, para ir al fondo de la cuestión: expresan de modo sublime los movimientos interiores del hombre y su relación con Dios, como vemos aquí y en otros sitios: "Te amo, Señor, mi fortaleza, mi liberador”... "En mi angustia, llamé, grité, y él escuchó mi voz”... "Tú salvas al pueblo de los humildes y abates los ojos altivos”... "Te alabaré entre los pueblos, Señor, celebraré tu nombre”... Pero algunas imágenes quedan dificilmente comprensibles: "De su boca, un fuego devorador... De un querubín hace su cabalgadura”... (¡qué Dios tan raro!). "Lanza flechas en todo sentido, lanza rayos”... (las alusiones a antiguas mitologías de dioses con rayos en sus manos son evidentes). "Persigo a mis enemigos, los abato, caen a mis pies... Piden un salvador; nada viene. Los barro como la basura de las calles... Dios me da el desquite”... (¿qué Dios es este?). La vida es un gran combate, Dios es nuestro aliado y seremos victoriosos. Ya hemos dicho que los judíos cantaban este salmo pensando en los combates escatológicos del "descendiente de David" que debía venir. En hebreo, la palabra "extranjeros" es lo mismo que decir "falsos dioses". No traicionamos absolutamente el texto, cuando detrás de las palabras "enemigos", "agresores", ponemos "todas las potencias del mal". ¿Quién de entre nosotros no está oprimido por la enfermedad, el pecado, la muerte, la perversidad y el egoísmo, duras limitaciones, injusticias personales y colectivas? No dudemos un momento, recitemos este salmo: "persigo a mis enemigos en retirada, extermino a mis rivales... Se rinden...". No nos contentemos con exclamar esta oración en el fondo del corazón: combatamos con Jesús, hasta el día en que "no habrá más lágrimas, ni duelo, ni sufrimiento, ni pecado...". "Te amo, Señor, mi fortaleza. Sí, te amo. ¡Sé Tú mi única fortaleza!" (Noel Quesson).

Más tarde dirá el salmo: “y me coloca en las alturas” (v. 34). Tenemos una nueva definición de Dios que poner junto a las que hemos ido encontrando en los demás salmos. Dios, por tanto, es el que «me coloca en las alturas». Se traza una nueva vocación del hombre: permanecer en las alturas. El hombre es el «animal» destinado a permanecer en las alturas. Una definición de san Basilio constituye un comentario muy claro a este versículo: «El hombre es la criatura que ha recibido la orden de convertirse en Dios». Notemos para deshacer equívocos: ha recibido la orden... Señor, tú que me conoces, tú que conoces mis dudas, mis miedos, mis cálculos mezquinos, has hecho bien en no andar con titubeos. Me has colocado ante los hechos consumados. Has alargado tu mano desde el cielo, me has agarrado (v. 17) y me has colocado en las alturas. Con la orden de permanecer allí. Ahora comprendo en qué consiste mi victoria: en la capacidad de resistir allí arriba, a pesar del furor de la tentación que me quisiera empujar hacia abajo, hacia metas «más de acuerdo con mis posibilidades».Si soy capaz de mantenerme en las alturas, incluso clavando las uñas entre las grietas de «mi roca», entonces podré gritar. Pero esta vez será el grito de júbilo del rey victorioso: «¡Viva el Señor!» (Alessandro Pronzato).

3. 1 Ts 1,5c-10: Pablo insistía antes en la acción de Dios suscitando la fe en los tesalonicenses por la acción de su Espíritu. Ahora, en cambio, se fija más bien en la respuesta de ellos a la iniciativa divina. Ya hemos dicho que van unidas la acción de Dios a la respuesta humana en el acto concreto. Llamada y respuesta. Dios nos quiere aunque nosotros no le queramos, pero no se impone a quien no se abre a Él, nos deja en libertad de abrir nuestro corazón (aquel “¡no tengáis miedo… abrid vuestro corazón a Cristo!” de Juan Pablo II). Naturalmente, la sola apertura no suscita la fe. Ni siquiera el buen deseo es suficiente. Pero sin la respuesta libre humana tampoco se lleva a cabo el proceso salvador porque el Señor no nos quiere marionetas o irresponsables, sino libres. Todo esto es un misterio, la cosa está en que somos libres en el actuar aquí y ahora, pero Dios también está implicado, con nosotros, si le dejamos sitio… Uno ha de poner de su parte cuanto puede y está en su mano.

Hay también la tensión hacia el futuro. La esperanza en la vuelta de Jesús aparece ya en este comienzo (v. 10), elemento muy principal en este escrito y que habrá de ser matizado posteriormente. Sin embargo, hay algo válido siempre, para los destinatarios y para nosotros: la fe no es sólo mirada hacia atrás, a los hechos y personas fundantes, sino hacia adelante. El Señor va a volver y hay que esperarle como merece… cambiarían muchas cosas si nos diéramos cuenta de que el Señor va a llegar, para cada uno y para todos en conjunto. Hay muchas parábolas en esta dirección (cf. Mt 24,45-51; 25,1-13...). Quien espera algo que desea, está atento, vigilante, tenso pero tranquilo, vivir en presencia de un Dios que siempre llega, aquí y ahora, y luego al fin del timepo (F. Pastor).

En cuanto a abandonar los ídolos para servir a Dios es motivo de agradecimiento para Pablo: "Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la Palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo". El apóstol parece desarrollar una cierta paternidad de aquel que engendra hijos a la luz de la fe. Dios da la vida, y el hombre colabora en ella con su vida sexual; Dios da también la vida comunicando su palabra. Hay un evidente paralelismo entre el ministerio y la iniciativa divina en el don de la salvación, como hay un paralelismo fisiológico en la transmisión de la vida. Pero Pablo da gracias porque la Palabra fue acogida, porque la reputación de la fe de los Tesalonicenses se ha difundido, habiendo sido la visita del Apóstol el punto de partida de la conversión de los Tesalonicenses. Una conversión, es decir, literalmente un abandonar los ídolos para volverse al Dios verdadero, aguardando la vuelta de su Hijo, que nos ha liberado del castigo futuro. Nuestra época necesita también abandonar los nuevos ídolos: el lujo bajo todas sus formas, la sexualidad desbordada y los conceptos vagos de libertad y de liberación del hombre (Adrien Nocent).

4. Mt 22,34-40 (par: Mc 12,28-34: ahí el que pregunta a Jesús es un hombre que busca la verdad y "no está lejos del Reino de Dios”, mientras que aquí, lo mismo que en Lc 10,25, los que interrogan lo hacen con ánimo de tentarle). Los fariseos entran a la carga después del fracaso de los saduceos. Era una cuestión muy debatida en las escuelas rabínicas (los maestros de la Ley distinguían entre preceptos y prohibiciones, éstas eran 365 en total y aquéllos 248. Por tanto, era urgente reducir todo ese fárrago legal a una sola fórmula breve y comprensible, a un mandamiento principal de la Ley). Pero esto no era nada fácil. Respondiendo a la misma cuestión el rabino Hillel (hacia el año 20 a. C.) había pronunciado esta famosa sentencia: "No hagas a otro lo que no quieras para ti: esto es toda la Ley. Lo demás es simplemente su explicación". Pero esto no es todo, en la regla de oro falta la perspectiva de la motivación. La originalidad de la respuesta de Jesús no está en subrayar como precepto fundamental y primero el amor a Dios, pues todos los judíos reconocían la absoluta prioridad de este precepto que recitaban dos veces al día (cf. Dt 6,4-5). La novedad está en que Jesús coloca a un mismo nivel el precepto del amor al prójimo; más exactamente, en la declaración de que ambos preceptos son inseparables y constituyen un mismo centro y punto de apoyo de toda la Ley y los profetas. Pretender separar en la vida cristiana el mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo sería tan absurdo como intentar separar en Cristo lo humano y lo divino. En ambos casos cabe una distinción, pero nunca una separación (“Eucaristía 1990”).

Jesús cita en primer lugar dos textos del AT. Un pasaje del Deuteronomio (6,4-8): "Escucha, Israel… Ama a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón". Y un texto del Levítico (19,18): "No odiarás en tu corazón a tu hermano, antes bien lo corregirás para no gravarte con un nuevo pecado. No tomarás venganza ni guardarás rencor hacia tus connacionales. Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Los dos pasajes ocupaban el centro de la espiritualidad de Israel, sobre todo el primero, que se recitaba por la mañana y por la noche, se lo bordaba en las mangas de los vestidos y se lo escribía en los dinteles de las puertas. Pero, aunque en su respuesta cita textos conocidos y ya existentes, Jesús los relaciona, toma de la tradición lo mejor, y lo proclama como lo esencial, el resumen de todo: es el centro del cual deriva todo y que todo lo informa y lo impregna; cualquiera otra ley que quiera presentarse como voluntad divina debe ser expresión de este doble amor. Con ello Jesús se distancia del legalismo.

En segundo lugar, Jesús universaliza el concepto del prójimo. El judaísmo, especialmente en tiempo de Jesús, se debatía en el particularismo, si bien no faltaban intentos de universalismo; el prójimo era el correligionario o a lo más el simpatizante; pero de ningún modo el extranjero y el pagano. En cambio, para Jesús, prójimo es todo el mundo, incluido el extranjero y hasta el desconocido. Prójimo es cualquiera que es objeto del amor de Dios; es decir, todos. En cambio, es permanente la tentación de delimitar el concepto de prójimo o, en cualquier caso, de hacer una clasificación, como si algunos hombres contasen y otros no. Mas la novedad de Jesús estriba ante todo en haber unido los dos mandamientos. En la capacidad de mantenerlos unidos es como se mide la verdadera fe. Hay como dos tendencias en el espíritu humano, y ellas se disputan también el alma cristiana: la tendencia que acentúa el primado de Dios (por tanto, la oración, la relación con él, la conversión interior y personal) y la tendencia que, en nombre de Dios, llama la atención hacia el hombre (por tanto, la justicia, la lucha por un mundo más justo, la toma de posición frente a las estructuras de nuestra sociedad). La primera se diría más religiosa; la segunda, más política. No obstante, semejante juicio es por lo menos superficial y expeditivo; lo religioso, como lo político, tienen significados más complejos. El evangelio quiere que se unan las dos tendencias. Jesús ha mandado amar al prójimo como a sí mismo; por lo tanto, hay que comprometerse en la liberación del hombre. Pero en la lucha generosa por el hombre es preciso afirmar el primado de Dios, al que hay que amar con todas las fuerzas y que debe ocupar el primer puesto en nuestro corazón. Tan es así, que el amor de Dios se inculca sin medida ("con todo el corazón"), pero no el amor del prójimo ("como a sí mismo") (Bruno Maggioni).

Así proclamaba esta doctrina Benedicto XVI en su primera encíclica: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.

En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás”. Quedan así delineados los dos grandes aspectos del amor: el amor que Dios, de manera misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez, la relación intrínseca de dicho amor con la realidad del amor humano; y cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo.

Pero, ¿se puede mandar el amor?, se pregunta Benedicto XVI. Sí, el amor puede ser un imperativo divino, porque Dios nos da la capacidad de amar, haciéndonos parecidos a Él. El mandamiento, por tanto, no es un imperativo externo o coactivo, sino la expresión de una capacidad que Dios ha puesto en nuestro corazón y que, cuando se ejercita, hace al hombre feliz. El hombre está hecho para amar, no puede vivir sin amor, «su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Juan Pablo II). Cuando Dios nos manda amar, nos está diciendo cuál es la capacidad del hombre, su vocación más profunda, la meta a la que debe aspirar continuamente. Este amor tiene un solo origen, Dios, que es amor. Y se bifurca en doble dirección: amor a Dios y amor al prójimo, pero brotando del mismo corazón. Jesucristo revalida en su Evangelio los mandamientos de la Antigua Alianza, haciendo consistir la Ley entera y los profetas precisamente en el mandamiento del amor, que Él ha llevado a plenitud. Al mandamiento principal y primero, el del amor a Dios, se une el segundo que es semejante a él, el del amor al prójimo. Es imposible amar, como ha amado Jesús, si ese amor no brota de Dios. Y si no amas a tu prójimo a quien ves, es mentira que ames a Dios a quien no ves. La autenticidad del amor a Dios se verifica continuamente en el amor al prójimo en sus múltiples necesidades, espirituales y corporales (Demetrio Fernández).

Dios está presente en el hombre. No se puede amar a Dios si no se ama al hombre. Y aquí será útil hacer examen concreto: ¿cómo podemos comulgar con el Cuerpo de Jesucristo si no sabemos comulgar con las preocupaciones, necesidades, dolores y alegría de los hombres?; ¿cómo podemos pedir el perdón de Dios si no sabemos perdonar a los hermanos?; ¿cómo nos atrevemos a decir que amamos totalmente a Dios si somos tan raquíticos, tan egoístas y mezquinos en nuestra estimación hacia los que nos rodean? Pero también habrá que decir que -para los cristianos- separar el amor al hombre del amor a Dios lleva a quedarnos en la pequeña medida de nuestro amor. Jesús nos pide no un amor "humanista" -sensato, correcto, te doy lo que me das- sino que nos invita a un salto: amar sin condiciones, sin cálculos de respuestas, hasta dar la vida, como Él lo hizo. Creer que amando al hombre es como amamos a Dios no significa que no amemos a X o Z por sí mismos, pero sí significa que queremos ir más lejos y descubrir en cada hombre y en cada mujer -en cada niño, en cada viejo- el misterio de un Dios allí presente y que pide más de lo que espontáneamente -sentimentalmente, ideológicamente- nos saldría (J. Gomis).

Señor, tú me complicas seriamente la vida. / Tu mandamiento hubiera sido fácil de seguir con rezos, / sin tener que dar cuenta a nadie, sino a ti. / Pero lo has unido al amar al prójimo, / amar al otro, a todos los otros, /  amarlos siempre / y amarlos como a nosotros mismos. / Y eso no es fácil, Señor. / Comprometerme… con ellos y por ellos, / luchar contra las injusticias, / empeñarme en la misericordia. / Hubiera sido más fácil dar algo, /  lo que me sobra, / prescindir de ciertas cosas superfluas, / repartir aguinaldos, / hacer beneficencia. / Pero nos mandas amar. / Y pones por medida amar como a nosotros mismos. / Y eso ya es demasiado para mi egoísmo. / ¿Cómo cobrar todos los mismo o parecido? / ¿Cómo disponer de viviendas dignas para todos? / ¿Cómo acabar con las clases y las desigualdades? / Pero quiero seguirte, Señor, / y estoy dispuesto al amor, / dispuesto a amar a los demás como a mí mismo, / dispuesto a luchar por la igualdad, / dispuesto, al menos, a luchar contra las desigualdades. / Todos iguales, Señor, todos iguales, / porque todos somos hermanos, / porque todos somos tus hijos, / porque todos hemos recibido de ti lo mismo.