Solemnidad de Todos los Santos
San Mateo 5, 1-12a: Todos estamos llamados a ser santos, es decir a ser plenamente hijos de Dios, por el amor

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Libro del Apocalipsis 7,2-4,9-14: Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello de Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: No dañéis a la tierra ni al mar, ni a los árboles hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios.

Oí también el número de los marcados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!

Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes, cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios , por los siglos de los siglos. Amén.

Y uno de los ancianos me dijo: Esos que están vestidos con vestiduras blancas quiénes son y de dónde han venido?

Yo le respondí: Señor mío, tú lo sabrás.

Él me respondió:

Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero.  

Salmo 23, 1-2, 3-4ab, 5-6: R. Éstos son los que buscan al Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena / el orbe y todos sus habitantes: / Él la fundó sobre los mares, / Él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? / ¿Quién puede estar en el recinto sacro? / El hombre de manos inocentes / y puro corazón. / Ése recibirá la bendición del Señor, / le hará justicia el Dios de salvación 

Primera carta del apóstol san Juan 3, 1-3: Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él, se hace puro como puro es Él.  

Evangelio según san Mateo 5, 1-12a: En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se pudo a hablar enseñándolos:

Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra.

Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Dichosos los que trabajan por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. 

Comentario: 1. Ap 7. 2-4. 9-14. Juan escribe hacia los años 94-96, en unas circunstancias particularmente adversas para las comunidades cristianas. La persecución de Nerón, iniciada con el incendio de Roma hacia el año 64, se había extendido por todas partes en tiempos de Domiciano. El Apocalipsis es, por la tanto, un libro de la clandestinidad, lo que explica en parte la dificultad de su interpretación. Es también un libro en el que el autor exhorta a los cristianos y levanta el ánimo de las iglesias, un libro de la resistencia cristiana o de la "paciencia", que es algo muy distinto de la simple resignación. La paciencia vive de la esperanza, de una esperanza invencible. El Vidente de Patmos ve los acontecimientos e interpreta los signos o señales de los tiempos a la luz del Día del Señor, revelando así el verdadero sentido de las persecuciones de la iglesia en el decurso de la historia. De ahí que la exhortación del Apocalipsis tenga todavía para nosotros vigente actualidad.

Los 4 ángeles (4 puntos cardinales) reciben órdenes precisas de un quinto ángel, que surge por el Oriente (de donde viene la luz y se suponía que procede la vida y la salvación de la vida), para que no suelten los malos vientos hasta que sean marcados con un sello todos los siervos de Dios. Sabemos que los hombres, desde antiguo, acostumbran a marcar con su nombre o con una señal personal aquello que es de su pertenencia; así se hacía antes con los esclavos y con los soldados. El sello de Dios en la frente de los que le sirven es como una promesa: Dios protegerá a los suyos en medio de la tribulación. Todo esto lo ha visto el Vidente como si estuviera fuera del mundo y pudiera abarcarlo con una mirada. Desde su punto de vista puede oír también el número de los marcados con el sello del Dios vivo. Desde una situación concreta de opresión y de constante amenaza, este creyente supera la anécdota del momento para abrirse, movido por la esperanza, al profundo misterio de la historia y escuchar la palabra de Dios que lo interpreta. Para ver y oír de esta manera hace falta esperar contra toda esperanza humana, superarlo todo en alas de la esperanza cristiana. Se trata de un número simbólico. El número 12 significaba tanto como "totalidad", y el número 1.000 "muchedumbre". Israel es el pueblo de Dios. Suponiendo que cada tribu fuera una "muchedumbre" (=1.000), la "totalidad (=12) de cada tribu sería 12.000 miembros y la "totalidad" de Israel (con sus 12 tribus) sería 144.000 miembros. De ahí que este número signifique simplemente la totalidad de los elegidos y no una cantidad numérica bien determinada y conocida por nosotros. El autor quiere decirnos que Dios protege a todos y a cada uno de sus elegidos. Y ahora el Vidente, situado más allá de la historia, ve lo que será al fin y al cabo. En su visión ha dado un salto, dejando atrás todas las luchas y persecuciones, para mostrarnos el triunfo del pueblo de Dios. Una muchedumbre incontable, de todas las razas, lenguas y naciones, con palmas en las manos celebra la victoria. Esta hermosa utopía nos muestra que el ideal de la humanidad es la superación de todas las fronteras y de todas las discriminaciones, una comunidad festiva en el reino de la paz y de la libertad. En este sentido podemos afirmar que una sociedad sin clases es también el sueño de todos los cristianos auténticos. La victoria y la salvación que se celebra se debe al Cordero (Jesucristo) y a Dios, a quienes la muchedumbre incontable y los ángeles tributan "todo honor y toda gloria". Es como una gran doxología y una liturgia celestial que la iglesia militante, todavía en la tierra de la historia, anticipa en sus celebraciones eucarísticas. Aunque todos han sido salvados por Dios y por la sangre del Cordero, Dios no ha ahorrado a ninguno de sus elegidos el pasar por la lucha y las tribulaciones de la historia. Y esto es lo que hace mayor el gozo de la victoria final (“Eucaristía 1976”).

2. Así lo comenta Juan Pablo II: “El antiguo canto del pueblo de Dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén. Para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. El primero atañe a la verdad de la creación:  Dios creó el mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas:  debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras. El tercero es el misterio de la venida de Dios:  viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión. Un comentarista moderno ha escrito:  "Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios" (G. Ebeling, Sobre los Salmos, Brescia 1973, p. 97). A estos tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico poético y orante. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv. 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica:  Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.

Desde el horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, "el monte del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv. 3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso:  "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes -como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los estudiosos "liturgias de ingreso" (cf. Sal 14; Is 33, 14-16; Mi 6, 6-8)- responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica. Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo:  "No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.

Así llegamos al tercer cuadro, que describe indirectamente el ingreso festivo de los fieles en el templo para encontrarse con el Señor” (vv. 7-10), que no comentamos porque ya no entra en el fragmento que hoy leemos, aunque viene bien una historia para este final; es una escena en Diálogo de carmelitas de Bernanos. La protagonista en una procesión lleva la cruz que es llamada «el pequeño rey  de la gloria». Desde lejos oye las notas de la carmañola. Tiene un momento de confusión, y  aterrorizada deja caer la estatua del «pequeño rey de la gloria», que se hace pedazos;  Entonces una religiosa exclama:

-¡Qué débil y qué pequeño!

-Pero otra replica:

-¡No, no... qué grande y qué fuerte!

Una tercera añade:  -Ahora ya no tenemos «rey de la gloria», sólo nos queda el cordero de Dios. Ser cristianos es aceptar a este rey de la gloria que desaparece, que se hace  pequeño, que se convierte en rey de burla para diversión de los soldados, que se deja  crucificar como un delincuente, no será poniéndonos de puntillas como veremos a Dios, sino abajándonos.  La grandeza para un cristiano se mide precisamente en su capacidad de hacerse  pequeño, y en el amor que de ahí viene: La iglesia ortodoxa venera a san Cosme, un mendigo infatigable que recorría a pie o a  lomos de mula todas las regiones de Grecia. Tenía un modo original para pesar el amor de  los cristianos. Cuando llegaba a la plaza de un pueblo, plantaba una gran cruz y allí  entablaba un diálogo con la gente que había acudido a escucharle.

-Si hay alguien en esta asamblea que ame a sus hermanos, que se levante y me lo diga,  porque quiero darle mi bendición y pedir a todos los cristianos que le absuelvan.

-Yo, hombre de Dios, amo a Dios y a mis hermanos.

-Muy bien, hijo mío. Te doy mi bendición. ¿Cómo te llamas?

-Constantino.

-Qué oficio tienes?

-Pastor.

-Cuando vendes el queso, ¿lo pesas?

-Claro, lo peso.

-Pues bien, hijo, tú has aprendido a pesar el queso y yo el amor. Por eso quiero pesar  tu amor... ¿Cómo puedo saber si amas a los hermanos? Recorriendo los pueblos para  predicar yo no ceso de repetir que amo a Constantino como a mis propios ojos. Pero tú para  creerme, exiges pruebas. Fíjate, yo tengo pan y tú no lo tienes. Si lo divido contigo, esto  significa que te amo. Pero si me como todo mi pan, mientras tu pasas hambre, esto quiere  decir que mi amor es falso... Tú, por ejemplo, ¿amas a aquel muchacho pobre?

-Sí, le amo.

-Si le amases le habrías comprado una camisa, ya que no tiene ninguna. Tu amor es  falso. Si quieres que tu amor sea auténtico viste a los muchachos pobres...

Si a las puertas del templo hubiese un guardián encargado de «pesar» nuestro amor,  ¿cuántos de nosotros obtendrían el permiso de entrada? (Alessandro Pronzato).

La Liturgia percibe en este salmo un anuncio profético del misterio de la Encarnación y  se sirve de sus estrofas para celebrar el ingreso de Cristo en este mundo. La tradición patrística interpretó también este salmo como una profecía del misterio  de la Ascensión de Cristo a los cielos: "Los mismos Ángeles -dice san Ambrosio-, se maravillaron de este misterio. Cristo Hombre, al que vieron poco antes  retenido en una estrecha tumba, ascendía, desde la morada de los muertos, hasta lo más  alto del Cielo. El Señor regresaba vencedor. Entraba en su templo, cargado de una presa  desconocida. Ángeles y Arcángeles le precedían, admirando el botín conquistado a la  muerte. Y, aunque sabedores de que nada corpóreo puede acceder a Dios, contemplaban,  sin embargo, a sus espaldas, el trofeo de la Cruz: era como si las puertas del Cielo, que le  habían visto salir, no fueran lo suficientemente anchas para acogerlo de nuevo. Jamás  habían estado a la altura de su nobleza, pero, después de su entrada triunfal, se precisaba  un acceso todavía más grandioso. Ciertamente, a pesar de su anonadamiento, nada había  perdido. No es un hombre el que entra, sino el mundo entero, en la Persona del Redentor  de todos. Y puesto que sube al Cielo, sube tú también con Él, uniéndote a los Ángeles que le  acompañan y le acogen. Y a aquellos Espíritus que dudan porque aprecian en su Cuerpo  los estigmas de la Pasión -de los que carecía cuando salió del Cielo- y preguntan: «¿Quién  es este Rey de la gloria?», tú les responderás: Es el Señor, héroe valeroso, héroe de la  guerra (v. 8). Y si te preguntan, como en el diálogo del Profeta Isaías: «¿Quién es éste que  viene de Edom, es decir, de la tierra?, ¿cómo es que está rojo su vestido y sus ropas como  las del que pisa un lagar?» entonces tú les mostrarás la veste de su Cuerpo, embellecida  por los ornamentos de su Pasión y de su Divinidad, como nunca brillaron de tanto amor y de  tanta belleza” (Felix Arocena).

Todos los Santos. Este salmo se canta en la Fiesta de todos los Santos. ¿Quién puede  entrar en el lugar santo de Dios, el cielo? Respuesta: Todos aquellos que han vivido bajo el  signo de la conciencia, del amor verdadero. ¡Señor, haznos dignos de tu Santidad, Tú que  eres el amor! (Noel Quesson).

Juan Pablo II formuló la pregunta que plantea todo hombre que busca a Dios evocando las palabras de la Biblia: "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?": el Salmo responde haciendo "la lista de condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto", explicó el Papa. "No se trata de normas meramente rituales y exteriores que hay que observar, sino más bien de compromisos morales y existenciales que hay que practicar". Tres exigencias: Ante todo hay que tener "manos inocentes y puro corazón". "Manos" y "corazón" "evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre que debe ser radicalmente orientado hacia Dios y su ley... La segunda exigencia es la de "no decir mentiras", que en el lenguaje bíblico no sólo hace referencia a la sinceridad, sino también a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Se confirma así el mandamiento del Decálogo: la pureza de la religión y del culto". Por último, para encontrar a Dios, el Salmo exige "no jurar contra el prójimo en falso": "La palabra, como es sabido, en una civilización oral, como la del antiguo Israel, no podía ser instrumento de engaño, sino que más bien era símbolo de las relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud". Con estas condiciones, el corazón del hombre se prepara para el encuentro con Dios, quien como muestra el Salmo 23, siendo "infinito, omnipotente y eterno", "se adapta a la criatura humana, se acerca a ella para salirle al encuentro, para escucharla y entrar en comunión con ella". "Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en el diálogo y en el amor”.

Cuando nos encontramos en la montaña de nuestra experiencia cristiana, podemos ver nuestro futuro claro, nuestra visión se expande, tenemos confianza y paz; sin embargo, cuando nos encontramos en uno de los valles de nuestra vida, nuestra visión se limita, nuestro futuro no se ve claramente, y nuestros sueños sufren. Pero debemos saber que los valles son los lugares más fructíferos de la tierra. “Los valles producen frutos”. Puedes esperar una cosecha valiosa en el valle donde te encuentres, porque Dios te acompaña. Y si Dios está contigo, Dios te sacará de allí con una gran victoria. Si el enemigo te ha atacado y estas dudando del amor libertador de Dios, recuerda, que aun siendo pecadores, Cristo murió por nosotros, y también sabemos, que "a los que aman a Dios todas las cosas le ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados" (Rom 8,28). Pasaremos por la dificultad, pero no nos quedaremos en ella, porque sabemos que Dios es Dios en todas partes, y Él nos levantará para ir, de monte en monte y de victoria en victoria, alimentados por los frutos adquiridos en el valle de la aflicción. Olvidaremos las dificultades pasadas y recordaremos la fidelidad y la lealtad de Dios, la cual nos ha libertado.

3. 1 Jn 3, 1-3: "hijos de Dios". No se trata simplemente de un título honorífico, sino de un hecho de salvación. Dios, que dijo "hágase la luz", y la luz fue hecha, dijo también que somos sus hijos, ¡y lo somos! Engendrados por Dios en el bautismo, el hombre renace para una vida divina (Jn 1,12s;3,5). Este hombre participa en cierto sentido analógico, pero realmente, del modo de ser o naturaleza de Dios. El mundo del que Juan habla aquí no es el que Dios ama y salva, sino el que rechaza la salvación de Dios. Este mundo no conoce a Dios y a su Hijo, Jesucristo. Mal podría conocer entonces y amar a los hijos de Dios (cfr. 16.2s), a los que viven la vida divina que trae Jesús para los que creen en él. Aunque esta filiación divina de los creyentes es ya una realidad, todavía es una realidad escondida e incipiente. Ni los mismos hijos de Dios saben ahora y tienen clara experiencia de lo que realmente son. Cuando se manifieste plenamente y llegue a pleno desarrollo lo que son, los hijos de Dios se sorprenderán y verán que son semejantes a Dios. Entonces los hijos de Dios serán alzados a la altura de los ojos del Padre, y le verán como él mismo les ve. Esta esperanza de encontrarnos cara a cara con el Padre y de ser semejantes al Padre es la verdadera motivación cristiana de la santidad (Mt 5. 48; Hb 12. 14). Es la esperanza que nos anima a seguir el ejemplo del "Primogénito entre muchos hermanos", o sea, de Jesús (cfr 2. 6), y a entrar por el camino de las bienaventuranzas (“Eucaristía 1983”).

El amor del Padre es el motivo y realidad de esta filiación. El que Dios nos ame ya nos convierte en sus hijos. No es que nos dé otra cosa; su mismo amor nos transforma en algo diferente de lo que seríamos sin ello. Se trata de comunicación interpersonal que cambia a quien la tiene. En el v.2 se expresa esta comunicación transformante con el "veremos tal cual es" que nos hará ser semejantes a Él. Efectivamente, si la relación aun humana, cambia a quien la tiene, ¡cuánto más cuando se trata de la relación con Dios! ¡Y relación tan global como la del amor! Esta relación de filiación la tenemos en el Hijo y por el Hijo. Como decían los Padres somos "hijos en el Hijo". El amor del Padre al Hijo es el mismo con que nos ama (Federico Pastor).

¿Nos damos cuenta de la necesidad que tiene cada uno de nosotros, de ser reconocido? ¡Y menos mal que tenemos a Alguien que nos reconozca! Tan pronto nacimos, los padres nos reconocieron como hijos: desde entonces nos aman, nos valoran en lo que somos, por nosotros mismos; establecieron con nosotros -con cada uno- unas relaciones definitivas, que no son de tipo comercial o interesado. También Dios nos ha reconocido como hijos. ¿Qué importa si el mundo no nos reconoce? Tampoco le ha reconocido a él. Este "mundo" no es, naturalmente, el de los padres, los amigos, las relaciones que vamos estableciendo...; es el "mundo" constituido por aquel tejido de valores contrarios a los valores de Dios; el "mundo que no reconoció a Jesús", sino que lo clavó en una cruz. Pero este "mundo" es inconsistente -aunque parezca tan sólido- y su "reconocimiento" se deshace como una pompa de jabón y nos deja vacíos y solos. Dios, en cambio, nos reconoce como hijos suyos ahora y siempre: por eso "seremos semejantes a Él". Y nuestra alegría nadie nos la podrá quitar (cfr. Jn 16. 22; J. Totosaus).

4. Cf. también el Domingo 4º (A) y 6º (C): Las Bienaventuranzas son el texto del acto constitucional del nuevo pueblo, y su es un canto a las personas que sufren por intentar hacer posible el Reino de Dios. Es un canto fantástico por su sencillez y que ciertamente gustan en toda su hondura las personas que saben de sufrimiento por construir algo mejor (Dabar 1980). No son propiamente una enseñanza sino una declaración. Jesús declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en las siguientes situaciones: pobreza voluntaria, no violencia, llanto, ansia de justicia, ayuda a los demás, limpieza de miras, búsqueda de la paz y, por último, persecución por causa de la justicia o por seguir a Jesús. Las personas que Jesús declara dichosas son todas ellas activas y comprometidas en la consecución de un orden de cosas diferente al habitual. A todas ellas Jesús les abre un futuro y una esperanza: el futuro y la esperanza que tienen su origen en el orden de cosas en el que Dios en persona está comprometido (Alberto Benito). Las bienaventuranzas no son una compensación fantaseada para hacer que las masas se resignen más fácilmente ante las frustraciones que ofrece la realidad; no son un consuelo por las privaciones que impone la vida, no son un estímulo para encajar situaciones injustas; no son un freno al cambio activo de la realidad: son más bien la voluntad inconformista y decidida de transformar la realidad. Jesús en esta catequesis habla de hombres y mujeres activos que, frente a situaciones concretas injustas, adoptan actitudes justas. Y por el solo hecho de adoptarlas, son bienaventurados, no desgraciados o ilusos según criterios de muchísimos humanos. Porque en realidad sólo Dios es capaz de hacer justicia, y es él quien los llama dichosos (“Eucaristía 1988”).

Llamando bienaventurados a los pobres, Jesús no expresa simplemente un buen deseo para que todo les vaya bien, sino que proclama un hecho: que "de ellos es el Reino de los Cielos" (esto es, el Reino de Dios; los judíos hablaban de los "Cielos" refiriéndose a Dios, no a un lugar). Aunque este Reino está por venir, vendrá ciertamente para los pobres y no para los que no lo son. A partir de la cautividad de Babilonia se llamaba "pobres" a los fieles o "justos" y a la inversa, pues eran precisamente los pobres los que mantenían la esperanza y conservaban la fe de Israel. Jesús llama "pobres" a quienes, no teniendo nada (sentido social de la pobreza) ponen su confianza en Dios (sentido religioso de la pobreza). A partir de ahí Mateo acentuaría más el sentido religioso y Lucas el sentido o significado social de la pobreza. La especial atención que presentó Jesús a los desposeídos, a los enfermos y marginados de su tiempo, demuestra que puso en primer plano la pobreza real sin la que no es posible la pobreza espiritual. Sólo cuando nos olvidamos de que Jesús exigió la pobreza real como condición para seguirle, podemos utilizar ideológicamente lo que en la versión de Mateo se dice de "los pobres de espíritu". La pobreza espiritual no es otra cosa que la radicalización e interiorización de la pobreza real y, de ningún modo, un pretexto para hacer más confortable el cristianismo a los que siguen siendo ricos a costa de los pobres. Mientras Lucas se refiere al hambre corporal, Mateo nos habla del hambre y sed de Justicia. Ciertamente que la "justicia" es aquí el cumplimiento de la voluntad de Dios o de la palabra de Dios, que es el alimento de la verdadera vida; pero los que sienten hambre de esta justicia no pueden estar satisfechos con las injusticias sociales. Por otra parte, cuando se manifiesta toda la justicia de Dios no quedará sin cumplir cualquier otra justicia (“Eucaristía 1985”).

S. Agustín comenta que son los modos de llegar a la vida feliz: “Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu. ¿Quieres que sea tuyo el reino de los cielos más tarde? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11). Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra. ¡Cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone: el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino. No te engañe el pensamiento. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste el ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él, desagradándote a ti mismo, pues agradándote a ti le desagradarías a él. Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa la tarea; la consolación, la recompensa. En efecto, ¿qué consuelos reciben los que lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar. A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes lloran ahora por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados. Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, tarea y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansías saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere -dijo Jesús- de este agua, volverá a sentir sed (Jn 4,13). El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no produce dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados con aquello de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy -dijo Jesús- el pan que ha bajado del cielo (Jn 6,41). He aquí el pan adecuado al que tiene hambre. Desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida (Sal 35,10). Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se te haga contigo, pues abundas y escaseas. Oyes que un mendigo, hombre también, te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden a ti y pides tú también. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios. Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Éste es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento se acaba porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su tejedura. Una y otra cosa se acaban, pero un fin es de consunción, otro de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguemos a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? O ¿qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verlo y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Qué cosas producen esa felicidad? ¿Cuáles son las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ninguna bienaventuranza se ha dicho porque ellos verán a Dios... Hemos llegado a los limpios de corazón: a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de ellos dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón (Ef 1,18). Al presente, motivo a la debilidad, esos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma”.

San Bernardo, abad se pregunta: “¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo. El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires; con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención. Despertémonos, por fin, hermanos: resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria. El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria”.

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La fiesta de todos los santos nos recuerda la multitud de los que han conseguido de un modo definitivo la santidad, y viven eternamente con Dios en cielo, con un amor que sacia sin saciar. Es también la fiesta de todos os que estamos llamados a unirnos a los que forman la Iglesia triunfante: nos anima a desear esa felicidad eterna, que solo en Dios podemos encontrar. Vivimos en esperanza, somos varones de deseos (como el profeta Daniel), de que Dios saciará todo el afán de felicidad que anida en nuestro corazón, como decía San Agustín: “nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. San Pablo dice que nadie puede imaginar las maravillas que Dios nos tiene reservadas. Saciarán sin saciar, y este pensamiento de plenitud nos ha de ayudar a llevar la cruz de cada día sin caer en conformarnos con premios de consolación, con pequeñas compensaciones efímeras, que a la hora de la verdad son engaños, cartones repintados que defraudan las ansias de cosas grandes de nuestro corazón.

San Juan Apóstol, que en sus años mozos siguió al Señor, nos dice ya en su madurez que vale la pena: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros  estamos en comunión con el Padre y con su hijo Jesucristo. Esto os lo escribimos para que vuestra alegría sea completa” (1 Juan, 1). Estamos llamados a pertenecer a la familia de Cristo, desde toda la eternidad hemos sido pensados, amados, para este fin, y para ello hemos sido creados: predestinados como hijos queridísimos, por puro amor (como comienza diciendo la carta a los Efesios. Esta gratuidad de la llamada a la amistad con Dios está desarrollada en muchos otros lugares como 1Tes. 4,3).

"La meta que os propongo -mejor, la que nos señala Dios a todos- no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa ‘quasi in occulto’ por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y de anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción...: estas crisis mundiales son crisis de santos” (San J. Escrivá).

Para ello tenemos los medios de siempre, que hay que adaptar a las circunstancias de cada vida: oración y sacramentos, que son medios y no fines, el fin es al que se va avanzando como el que va hacia una luz, paso a paso: con la gracia de Dios, y la lucha alegre, vamos hacia Jesús, a corresponder a su amor con nuestra correspondencia que se manifiesta en la sensibilidad para hacer la voluntad de Dios. Con estos medios tenemos experiencia de Dios, como la tuvo Moisés en el Monte Sinaí ante la zarza ardiendo sin consumirse, cuando se le manifestó el Señor diciéndole: “descálzate porque este lugar es santo”, y cuando bajó del monte, cuando su faz reflejaba la luz divina. Es también la experiencia de San Pablo camino de Damasco: ciego ante   la luz, para penetrar en la luz interior. Eso es la santidad: sentir a Dios en nosotros, sentirse mirados por Dios que tira de nosotros con suavidad y fuerza hacia arriba, si le tomamos la mano que nos ofrece para que allá donde está Él también vayamos nosotros. Esa determinación de seguir a Cristo se va desplegando en una serie de virtudes que al procurar vivir con alegría y constancia, se va haciendo heroísmo.

Ha dicho Jesús: “Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. Este es el secreto de la alegría, la buena nueva para el mundo, la siembra de paz que necesita la sociedad. La gran solución para todo, es la santidad: ese encuentro personal con Dios, que ponemos –ante el ofrecimiento de su gracia- buena voluntad, es decir correspondencia: lucha, esfuerzo personal por ser mejores y hacer el bien, pues la fe, si no va unida a las obras, está muerta.

En esta vocación que es la vida, escucha y correspondencia, diálogo abierto del hombre con Dios, parece que lo más importante es lo que hacemos nosotros sin embargo luego vemos que en realidad lo fundamental es lo que hace Dios, de ahí la vida como “dejar hacer” a Dios, como ofrenda agradecida, de acción de gracias. Decía P. Urbano que “un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí... un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza… un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle... El quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el ‘yo hago’, como el ‘hágase en mí’... El santo ni ama, ni cree, ni espera a solas: él siempre cuenta con el Otro. Por eso el santo confía... uno de esos que se fía de Dios. Pero hay que decir que, antes, Dios se ha fiado de él”. Y la meta es inabarcable, siempre en construcción: “¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios”.

Hoy festejamos a esa incontable multitud que ha alcanzado el cielo (incluso muchos que no se veneran en los altares) después de pasar por el mundo sembrando amor, paz y alegría. Son personas corrientes, como nosotros, estudiantes, profesionales, obreros, madres de familia; ancianos y jóvenes; hombre y mujeres; cultos e iletrados, que hicieron su trabajo y recorrieron su vida en la tierra, quizá sin ningún brillo humano, pero que alcanzaron la gloria eterna y ahora están gozando de la gloria celestial e intercediendo por nosotros.

Una voz de esperanza para todos nosotros: si somos fieles, alcanzaremos, como ellos, la gloria eterna. Es seguro que estos santos tuvieron en su vida dificultades parecidas a las nuestras y que debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer. Por supuesto que tuvieron derrotas en sus luchas de la vida interior y muchas veces tuvieron que pedir perdón al Señor y pedir su ayuda. Sin embargo, lograron la victoria y ahora gozan para siempre.

«Haec est voluntas Dei, santificatio vestra». Dios lo quiere. Basta que secundemos este querer de Dios para que lo logremos. Todos llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas. Estos que hoy celebramos no fueron santos sino al final de su vida, después de luchar y sentirse pecadores. Como tú y yo.

Es muy consolador pensar que, en el cielo contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que hemos tratado hace algún tiempo aquí en la tierra y con las que seguimos unidas por medio de lazos entrañables. Por ejemplo, los padres, abuelos, hermanos, tíos, conocidos, parientes, etc.

Decía S. Pablo: «ni ojo vio, ni oído oyó, ni ha pasado por mente alguna lo que Dios tiene reservado para los que le aman». Vale la pena entregar la vida para obtener ese premio. Debemos atesorar para el cielo y no actuar neciamente. La vida del hombre en la tierra pasa como un soplo, y «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo, si al fin pierde su alma?». El cielo es para siempre, para siempre y allí estaremos gozando de todo lo que puede aspirar el hombre.

La Comunión de los santos es un misterio relacionado con la fiesta de hoy, todos estamos interconexionados: la Iglesia triunfante, la purgante y la militante constituyen la única Iglesia de Cristo. Los lazos que nos vinculan con la triunfante son muy fuertes. Allí están todos los santos pidiendo al Señor por nosotros: acudamos a su intercesión, especialmente los que sentimos que son intercesores más cercanos a nosotros, porque nos conocen y nos quieren de modo especial, por parentesco o porque nos sentimos sus hijos espirituales.