San Mateo 17,10-13:
La figura de San Juan Bautista. «Elías vino ya, pero no le reconocieron, sino que hicieron con él cuanto quisieron»Autor: Padre Llucià Pou Sabaté
1.- Eclesiástico
(Si) 48,
1-4.9-11: 1 Después surgió el profeta Elías
como fuego, su palabra abrasaba como antorcha. 2 El atrajo sobre ellos el
hambre, y con su celo los diezmó. 3 Por la palabra del Señor cerró los cielos, e
hizo también caer fuego tres veces. 4 ¡Qué glorioso fuiste, Elías, en tus
portentos! ¿quién puede jactarse de ser igual que tú? 9 en torbellino de fuego
fuiste arrebatado en carro de caballos ígneos; 10
fuiste designado en los reproches futuros, para
calmar la ira antes que estallara, para hacer volver el corazón de los padres a
los hijos, y restablecer las tribus de Jacob. 11 Felices aquellos que te vieron
y que se durmieron en el amor, que nosotros también viviremos sin duda.
Salmo
80,2-3,15-16,18-19:
2 Pastor de
Israel, escucha, tú que guías a José como un rebaño; tú que estás sentado entre
querubes, resplandece
/ 3 ante Efraím, Benjamín y Manasés; ¡despierta
tu poderío, y ven en nuestro auxilio!
/ 15 ¡Oh Dios Sebaot, vuélvete ya, desde los
cielos mira y ve, visita a esta viña,
/ 16 cuídala, a ella, la que plantó tu diestra!
/ 18 Esté tu mano sobre el hombre de tu diestra, sobre el hijo de Adán que para
ti fortaleciste. / 19 Ya no volveremos a apartarnos de ti; nos darás vida y tu
nombre invocaremos.
Texto del
Evangelio (Mt 17,10-13):
Bajando Jesús del monte con ellos, sus discípulos
le preguntaron: «¿Por qué, pues, dicen los escribas que Elías debe venir
primero?». Respondió Él: «Ciertamente, Elías ha de venir a restaurarlo todo. Os
digo, sin embargo: Elías vino ya, pero no le reconocieron sino que hicieron con
él cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre tendrá que padecer de parte
de ellos». Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el
Bautista.
Comentario:
1. Ese pasaje ha sido escogido hoy, para corresponder con la lectura del
Evangelio: los escribas esperaban el retorno de Elías... Jesús dice que Elías ya
ha venido... ¡es El, Jesús, el nuevo Elías!... Excelente ocasión de aprender de
los labios de Jesús, que no se deben interpretar todos los pasajes de la
Escritura, de un modo demasiado simple, liberal o infantil. El verdadero sentido
de la Biblia no se obtiene interpretándolo materialmente.
-El profeta Elías
surgió como fuego, su palabra ardía como una antorcha. El fuego es una imagen
constante en la Biblia, para simbolizar a Dios. En el Sinaí, Dios se manifestó
en el fuego de la tormenta. Es natural que el portador de la voluntad divina
tenga un rostro de fuego. El fuego será el instrumento de la purificación última
de los últimos tiempos. Esa imagen sugestiva proviene seguramente del hecho que,
en los sacrificios primitivos, el fuego era el elemento que unía el hombre a
Dios. Se comía luego la víctima para consumar la comunión con Dios.
-Elías, por tres
veces, hizo caer fuego del cielo. Juan Bautista dirá: "El que viene detrás de
mi, os bautizará en el Espíritu Santo y el fuego..." (Mateo 3,11). Y Jesús dirá:
«He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que estuviera ya
encendido...!» (Lc 12, 49). Y, en Pentecostés, "vieron aparecer unas lenguas,
como de fuego..." (Hch 2,3). ¡Dios. Ven a abrasarnos, a purificarnos! ¡Ven a
alumbrarnos, a guiarnos!
-Elías, tú que
fuiste arrebatado en torbellino de fuego, en carro de caballos de fuego. Escucho
la revelación. Acepto esas palabras como unas imágenes: a su muerte, el profeta
es «arrebatado en Dios»...
-Fuiste designado
para el fin de los tiempos. Es el anuncio del famoso «retorno de Elías» del que
los escribas hablaban en tiempo de Jesús, al preguntarse si no sería Juan
Bautista, o Jesús. Esto debe interpretarse, pues, espiritualmente. Para calmar
la ira antes que estalle... Para reconducir el corazón de los padres a los
hijos... y restablecer las tribus de Jacob... Dichosos los que te verán,
dichosos los que se durmieron en el amor del Señor, porque también nosotros
poseeremos la verdadera vida. Jesús dijo que había venido a asumir la función de
Elías, el profeta. Sí, vino a «calmar la ira antes que estalle», y a «conducir
de nuevo los corazones de los padres a los hijos»... Esa es la función confiada
a la Iglesia y a los cristianos: ser signos de la venida de Dios en el mundo.
Para eso recibimos, en Pentecostés, el fuego del Espíritu Santo. En ese tiempo
de Adviento que nos encamina hacia Navidad, analizo la situación: ¿dónde estoy,
en cuanto a los esfuerzos espirituales decididos? ¿en cuanto mi participación a
la venida de Dios en el mundo? ¿Participo del celo y ansia de Jesús cuando dijo:
«cuánto quisiera que el fuego de Dios encendiera la tierra»? ¿o bien lo espero
pasivamente? (Noel Quesson).
Jesús Ben Sirac, personaje importante de Jerusalén en la
época helenista, hacia el año 180 antes de Cristo canta aquí a los
antepasados gloriosos en la historia de Israel (cc
44-50), haciendo recuento de “hombres de bien” a los que el Altísimo repartió
“gran gloria”. Entre ellos se encuentran reyes, consejeros, videntes, sabios,
poetas...(44, 1 ss), pero hay uno muy insigne, que se alzó contra los escándalos
de su tiempo: Elías, un hombre de Dios cuya actitud debe imitarse. Es el profeta
que –según la tradición de Israel- está llamado a aparecer en los grandes
acontecimientos de la historia salvífica, por ejemplo, en la presentación del
Mesías, y, además, al final de los tiempos. Le corresponde, por tanto, preparar
los caminos al advenimiento de Jesús y de Yhavé, prendiendo el fuego sagrado
e inflamando a las gentes con la llama de la
Verdad.
Aquel que está
lleno del Espíritu Santo tiene la fuerza del fuego que devora la hierba seca y
que purifica los metales para que sean preciosos y puros. Elías es comparado a
un profeta de fuego, con palabras de fuego; arrebatado por el fuego pero que
volverá para poner las cosas en orden preparando el camino al Señor. Quienes
hemos recibido el Don del Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones como
en un templo, no podemos permanecer indiferentes ante el la maldad que ha
dominado a muchos e impide que el Señor sea reconocido como Señor en sus vidas.
No podemos sólo proclamar el Nombre del Señor por costumbre; lo hemos de hacer
siendo instrumentos del Espíritu del Señor que prepara los corazones para que en
ellos habite el Señor y le dé un nuevo sentido a sus vidas. No podemos quedarnos
sólo en preparaciones externas para la venida del Señor; hemos de estar con un
corazón dispuesto a recibirlo y para que, teniéndolo en nosotros, lo
manifestemos ante los demás con todo su poder salvador.
2. Sal. 79. Que
Dios tenga piedad de nosotros y nos bendiga; que haga resplandecer su Rostro
sobre nosotros y nos conceda su protección y su paz. Dios no puede olvidarse de
la obra de sus manos. Muchas veces nosotros hemos vivido lejos del Señor, pero
Él, como un Padre amoroso y compasivo, siempre está dispuesto a perdonarnos si
volvemos a Él con un corazón sincero. Dios, por medio de su Hijo Encarnado, ha
salido al encuentro del hombre pecador. Nosotros hemos sido objeto del amor
misericordioso del Señor; no cerremos nuestro corazón al Redentor que se acerca
a nosotros no sólo para protegernos sino para renovarnos como criaturas nuevas,
como hijos de Dios.
3. Mt. 17, 10-13.
2.- Mt 17, 10-13. Juan Bautista estuvo encarcelado y fue decapitado. Sus
discípulos interrogaron a Jesús sobre la venida de Elías, que debe preceder a la
del Mesías. La respuesta de Jesús es clara: Elías ya ha venido, es Juan
Bautista. Cumplió el encargo de Elías: ser el profeta de la última hora y
preparar al pueblo para el reino de Dios. Tenían que haberlo reconocido en sus
palabras y en sus acciones. Al no aceptar el pueblo su invitación y llamada a la
penitencia, no pudo realizar la misión que se esperaba de Elías. Sin embargo, el
plan de Dios se cumple, incluso en el fracaso del Bautista… San Juan Crisóstomo
alaba así la tarea de San Juan Bautista: «Es deber del buen servidor no sólo el
de no defraudar a su dueño la gloria que se le debe, sino también el de rechazar
los honores que quiera tributarle la multitud... San Juan dijo “quien viene
detrás de mí, en realidad me precede”, y “no soy digno de desatar la correa de
sus sandalias”, y “Él os bautizará con el Espíritu Santo y el fuego”, y que
había visto al Espíritu Santo descender en forma de paloma y posarse sobre Él.
Por último atestiguó que era el Hijo de Dios y añadió “he ahí al Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo”...
«Como solo se
preocupaba de conducirlos a Cristo y hacerlos discípulos suyos, no lanzó un
largo discurso. San Juan sabía que, una vez que hubieran acogido sus palabras y
se hubieran convencido, no tendrían ya necesidad de su testimonio a favor de
Aquél... Cristo no habló; todo lo dijo San Juan... Juan, haciendo oficio de
amigo, tomó la diestra de la esposa, al conciliarle con sus palabras las almas
de los hombres. Y Él, tras haberles acogido, los ligó tan estrechamente a sí
mismo que ya no regresaron a aquél que se los había confiado... Todos los demás
profetas y apóstoles anunciaron a Cristo cuando estaba ausente. Unos, antes de
su Encarnación; otros, después de su Ascensión. Sólo él lo anunció estando
presente. Por eso también lo llamó “amigo del esposo”, pues sólo él asistió a su
boda».
Pero no lo
reconocieron, igual que no reconocerán en Jesús al Mesías que va a padecer. El
libro del Eclesiástico preveía la vuelta de Elías al final de los tiempos,
volviendo otra vez a un tema del que ya había escrito antes. A Elías se le
reserva para "reconciliar a padres con hijos y restablecer las tribus de
Israel". Un papel de reunificador. Esta venida no reconocida es una dura lección
para nosotros. Mucho más frecuentemente de lo que pensamos, a través de los
seres y de los acontecimientos, hay venidas de Dios para restaurar el mundo.
Aceptar, reconocer a estos "profetas" no es sencillo, ¡y hay tantos falsos
profetas en nuestros días! Sin embargo, se les puede reconocer por sus frutos:
Aunque no hablen sólo de unidad y amor, si lejos de rechazar a los que no
piensen como ellos, demuestran que les aman; si todas sus actividades, y no sólo
sus palabras son portadoras de unidad, bien podrían ser apariciones de Dios a
los hombres, aun cuando no provoquen en nosotros simpatías humanas. Quizá en la
Iglesia de hoy, por prudencia justificada, se desconfíe de los carismas. Se
comprende que haya que verificarlos. La prueba decisiva será siempre, y hasta el
fin, el amor de Dios y de los otros en lo concreto de la vida, no el amor de
pequeños grupos, que mantienen un ideal a menudo demasiado humano y defendido
con uñas y dientes, sino un amor universal signo del cristiano. Los que son
suficientemente puros como para haber recibido este don de Dios, ¿no podrían
ser, hoy y entre nosotros, Elías reconciliadores? (Adien Nocent).
"Y no lo
reconocieron, sino que lo trataron a su antojo". En lugar de reconocerle, han
hecho con él todo lo que han querido. Este es el drama de todos los tiempos.
Juzgamos siempre muy superficialmente. No acertamos a reconocer los signos que
Dios nos da como precursores de su presencia. Hoy, como siempre, Dios está junto
a nosotros, en nuestra vidas y en las vidas de los que nos rodean. Y pasa
desapercibido. "Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos".
La suerte de Jesús, el Mesías, está ligada a la suerte del Bautista, el
precursor. La ignorancia del precursor es ignorancia de Cristo. La muerte del
Bautista anuncia y predice la muerte de Cristo. Estamos en Adviento y debemos
desear con fuerza la venida de Dios a nosotros y a nuestro mundo, pero ojo: hay
que estar alertas para descubrir los signos que Dios nos envía como precursores
de su venida… La vida verdadera nace de la muerte. Una vida que surge entre
constantes dolores de parto (Rom 8,22). Sólo es posible transformarse y
transformar el mundo si tenemos presente la meta a la que queremos llegar y si
no perdemos nunca la esperanza en que ese futuro mejor, esa meta que nos
aguarda, es posible (Francisco Bartolome Gonzalez).
Está terminando la
segunda semana de este Adviento… hemos de preparar seriamente la venida del
Señor a nuestras vidas, que es la gracia de la Navidad, y no sabemos darnos
cuenta de los signos de esta venida en las personas y los acontecimientos, y no
nos hemos sentido interpelados para «renovarlo todo» en nuestra existencia,
entonces el Adviento son sólo hojas del calendario que van pasando, y no la
gracia sacramental que Dios habla pensado. Tenemos que decir desde lo profundo
de nuestro ser: «Oh Dios, restáuranos», «que amanezca en nuestros corazones tu
Unigénito, y su venida ahuyente las tinieblas del pecado y nos transforme en
hijos de la luz» (oración). Y decirlo con voluntad sincera de dejar que Dios
cambie algo en nuestra vida. Más aún, los cristianos somos invitados a ser Elías
y Bautista para los otros: a ser voz que anuncia y testimonio que contagia, y
contribuir a que otros también. en nuestra familia, en nuestra comunidad, se
preparen a la venida del Señor, y se renueve algo en nuestro mundo, y suceda de
veras esa señal que anunciaba el profeta, que «se reconcilien padres e hijos»
(J. Aldazábal).
A veces nuestra
vida espiritual se reduce a lo que “yo” creo. Me rijo por el “yo necesito”, “yo
rezo”, y convertimos la fe en un “producto” que yo me preparo a mi medida y
gusto. Sin embargo, no podemos aplicar esta regla para descubrir las cosas de
Dios. S. Juan de la Cruz fue un fraile carmelita que supo escuchar a Dios, que
supo encontrarle. Lo hizo sobre todo en los momentos de mayor prueba en su vida.
Recluído nueve meses en una estrecha y oscura prisión, fue allí, entre
sufrimientos y privaciones donde vieron la luz sus más profundos y bellos poemas
espirituales. Porque Dios vive, actúa y está presente en los hombres y en todas
las creaturas de la naturaleza. Todo esto es posible cuando el presupuesto de
nuestra oración dejo de ser “yo”, y se convierte en el “Tu”. Cuando dejo de
“oírme” y comienzo a escuchar. Porque orar es, sobre todo, escuchar a Dios. Se
requiere silencio y apertura de corazón. Presentarse uno mismo, como es, con
sinceridad ante el espejo del alma. Hace falta la valentía de aceptarse, con
todos nuestros límites y virtudes, pero además, hace falta meter a Dios en esa
aceptación, en ese diálogo. Es necesario conectarse a Dios desde la sinceridad
de uno mismo. Aquellos judíos no reconocieron a Juan, y no reconocerán a
Jesucristo. Nosotros estamos en mejores condiciones. Las dificultades siempre
las tendremos, pero podemos vencerlas si somos sinceros y si tenemos la firme
convicción que nuestra “conexión” con Dios es la cosa más importante que tenemos
y que nuestro “yo” está subordinado al Tú de Dios, que es AMOR.
A cada uno de
nosotros el Señor nos manda ser precursores. Y como precursores, nos toca
hablar, nos toca manifestar y nos toca proclamar con nuestro testimonio lo que
es Dios en la vida del hombre. Podemos ser acogidos y comprendidos y tener
grandes éxitos; o por el contrario, podemos no ser recibidos y encontrar,
aparentemente, esterilidad. Sin embargo, como dice Jesús en la última frase de
este Evangelio: "La sabiduría de Dios se justifica a sí misma por sus obras”. Es
decir, yo no necesito que otro me diga que estoy actuando bien, que está de
acuerdo conmigo, o que el camino que llevo es el correcto; el precursor es
fecundo por el simple hecho de proclamar el mensaje de aquel de quien es
precursor. Cometeríamos un error si pensáramos que porque no vemos los frutos,
estamos siendo infructuosos. Cometeríamos un error si nosotros pensamos que por
el simple hecho de que la gente no nos reciba, no estamos siendo fecundos. Si
nosotros queremos ser verdaderos precursores de Cristo es necesario que nunca
dejemos de entregarnos, que siempre mantengamos con la misma frescura la
donación de nosotros mismos, independientemente de los frutos que veamos. A lo
mejor nos moriremos y no veremos los frutos que queríamos obtener. Sin embargo,
nosotros no sembramos para esta vida, sembramos para la vida eterna: "Dichoso
aquel que no se guía por mundanos criterios [...]. Es como un árbol plantado
junto al río, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita”. Los frutos de Dios
—nunca lo olvidemos— con mucha frecuencia son frutos interiores, son frutos que
nacen del corazón y que a veces se quedan en él. Cada uno de nosotros tiene que
pedirle a Dios que nuestras palabras nunca queden sin fruto. No le pidamos ver
los frutos; sólo pidámosle que no seamos obstáculo para que los frutos que, a
través de nosotros tengan que darse, se puedan dar, porque si así lo hacemos, en
nosotros se está cumpliendo lo que dice la Escritura: "La sabiduría de Dios se
justifica a sí misma por sus obras”. No busquemos que la sabiduría de Dios se
justifique por nuestras obras. Permitamos que sea el Señor, que viene en esta
Navidad, el que justifique las obras. Hagamos de este Adviento, días de una
especial e intensa purificación interior. Y para lograrlo, hagamos un serio
examen para revisar dónde nuestra vida no está sabiendo ser precursora, y
roguemos al Señor para que nunca seamos una puerta que cierra el paso a los
frutos que Él quiere obtener de los demás, por nuestra mediación.
“El bautismo es el
punto final del Antiguo Testamento y el punto de partida del Nuevo. Tenía como
promotor a Juan, el Bautista, “porque entre los hijos de mujer no ha habido uno
mayor que Juan el Bautista” (Mt 11,11) Juan era el último de una serie de
profetas, porque “todos los profetas y la ley anunciaron esto hasta que vino
Juan.” (Mt 11,13) El inaugura la era mesiánica, tal como está escrito: “Comienza
la buena noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios...Apareció Juan el Bautista en
el desierto...Juan bautizaba.” (cf Mc 1,1.4). ¿Opondrías a Juan Elías, el
Tesbita, que fue arrebatado al cielo? De todos modos, no es superior a Juan el
Bautista. Enoc fue transportado al cielo, y sin embargo, no es superior a Juan
el Bautista. Moisés fue el mayor legislador en Israel. Todos los profetas eran
admirables, pero ninguno es mayor que Juan el Bautista. No es cuestión de
comparar unos profetas con otros, sino que su Maestro, nuestro Maestro, el Señor
Jesús en persona ha declarado: “...no ha habido uno mayor que Juan el Bautista.”
(Mt 11,11) Hay ciertamente comparación entre el gran servidor y sus compañeros
de servicio, pero la superioridad y la gracia del Hijo de la Virgen no tiene
comparación con sus siervos. ¿Te das cuenta qué clase de hombre escogió Dios
como primer beneficiado de la gracia del Hijo? Un pobre, un amigo del desierto,
no por esto enemigo de los hombres, Juan el Bautista, el nuevo Elías. Comiendo
langostas, daba alas a su alma. Alimentado con miel silvestre, pronunciaba
palabras de dulzura. Vestido de pieles de camello mostraba en su persona un
ejemplo de esfuerzo y vigor. Desde el seno de la madre había sido consagrado por
el Espíritu Santo. Jeremías había sido consagrado, pero no había profetizado en
el seno de la madre. Sólo Juan Bautista, en el claustro del seno materno saltó
de gozo. Sin ver con los ojos de la carne, bajo la acción del Espíritu Santo,
reconoció al Maestro. La grandeza del bautismo pedía un guía grande en el inicio
de la nueva era” (San Cirilo de Jerusalén, 313-350).
Quienes viven de espaldas a la Verdad, aun cuando resucite
un muerto no creerán realmente en Dios, porque no quieren convertirse ni
salvarse. De muchas maneras habló Dios en el pasado a su Pueblo; pero muchos no
quisieron ir por los caminos de Dios. Llegada la salvación prefirieron las
tinieblas a la luz porque sus obras eran malas. Apagar la voz del profeta
significa despreciar no sólo al enviado sino a Aquel que lo envió. Pero cuando
el que envió vino a nosotros, los suyos no lo recibieron; y no sólo lo
rechazaron sino que también lo persiguieron como si en lugar de llegar Aquel que
los hizo pueblo suyo y ovejas de su rebaño, hubiese llegado un enemigo o un
extraño. Ojalá y nosotros no cerremos nuestro corazón al Señor que, amándonos,
quiere hacer su morada en nuestros corazones y quiere impulsar nuestra vida por
el camino del bien. En esta Eucaristía el Señor nos comunica cada vez en mayor
medida, el fuego de su amor, que ha de transformarnos para que, unidos a Él,
seamos luz que ilumine el camino de todos los pueblos de la tierra. El Señor no
sólo nos instruye con su Palabra, sino que nos llena de su misma Vida para que
seamos portadores de su amor y de su Gracia. Quien vive en comunión de vida con
Cristo no puede sólo confesar su fe con los labios, pues sus mismas obras
estarán dando testimonio de que en verdad es hijo de Dios. La Iglesia de Cristo
ha de actuar siempre guiada por el Espíritu Santo, fuego que arde en su interior
y la hace ser testigo valiente del Señor, esforzándose en trabajar
incansablemente para que haya un mejor orden en la vida social, y no se nos
pierda de vista nuestra meta final: llegar juntos a participar de la vida que
Dios nos ofrece mediante su Hijo Jesús. Si queremos que nuestro mundo viva un
poco más en paz y armonía, en amor fraterno y en solidaridad con los
necesitados, no nos quedemos con una fe que pierda su inserción en el mundo. No
podemos sustraernos de las realidades temporales; pero no podemos dejarnos
deslumbrar por ellas de tal forma que llegáramos a pensar que nuestra plena
realización se lleva a cabo sólo en esta vida, o en la posesión de las cosas
temporales. Ciertamente no podemos descuidar nuestras tareas en que nos
esforzamos por construir la ciudad terrena; pero en ella debemos esforzarnos
para que se vivan los valores que proclama la Iglesia. Hemos de ser los primeros
responsables en aquellas tareas que se nos han encomendado, o que hemos aceptado
en la vida, sabiendo que con ellas, aún de un modo indirecto, estamos prestando
un servicio a nuestros hermanos. Hemos de ser los primeros en trabajar por la
paz, de tal forma que no seamos generadores de guerras, ni de persecuciones, ni
de asesinatos, ni de injusticias. Hemos de ser los primeros en tratar de
remediar el hambre de los desprotegidos, no sólo despojándonos de lo nuestro en
favor de ellos, sino trabajando para que haya una mayor justicia social que abra
más oportunidades a quienes, en razón de su cultura, raza o edad, han sido
desplazados o marginados. Sólo poseyendo el Fuego del Espíritu de Dios en
nosotros no nos quedaremos en estos proyectos temporales, sino que daremos el
paso hacia la construcción del Reino de Dios entre nosotros, de tal forma que el
Señor nos lleve no sólo a buscar proteger a los débiles, sino a buscar la
salvación de quienes viven lejos de Él y han destruido su propia vida o han
generado injusticias que destruyen la vida de los demás. Que Dios nos conceda,
por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la Gracia de
prepararle el camino al Señor con un corazón libre de maldades, injusticias y
odios, y lleno del Amor que venido de Dios, nos haga ser una digna morada para
Él y un signo del amor fraterno para cuantos nos traten (www.homiliacatolica.com).
En el canto de
entrada expresamos nuestros anhelos por la venida del Señor: «Despierta tu
poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos» (Sal
79,4.2). En la comunión tenemos la respuesta: «Mira, llego en seguida, dice el
Señor, y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo» (Ap
22, 12). En la oración colecta (Rótulus de Rávena), pedimos al Señor que
amanezca en nuestros corazones su Unigénito, resplandor de su gloria, para que
su venida ahuyente las tinieblas del pecado y nos transforme en hijos de la luz.
Jesús viene a
traer la salvación, a vencer los males del mundo: injusticia, violencia,
tristeza, crueldad. En su seguimiento, el primero fue su precursor, Juan
Bautista, fue como Elías, luminoso como el fuego (primera lectura), preparó los
caminos del Señor. Pide hoy la Iglesia en la Colecta: “haz brillar, Dios
todopoderoso, en nuestros corazones el resplandor de tu gloria, para que una vez
ahuyentadas las tinieblas de la noche, aparezcamos, con la llegada de tu
Unigénito, como hijos de la luz”. San Agustín tuvo la experiencia de su
conversión, de ese itinerario largo hasta acabar rendido ante la Verdad: "¡Tarde
te amé, hermosura soberana, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por fuera te buscaba; y me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú
creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de Ti
aquellas cosas que sin Ti no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste
mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera, exhalaste tu
perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed
de Ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de Ti" (San Agustín,
Confesiones).
Al acabar esta
semana vemos el sendero que nos marca el Señor, que nos señala Juan Bautista con
su vida: ir a la luz, dejarse querer por Jesús (el buen pastor): "Como un pastor
apacentará su rebaño, recogerá con su brazo los corderillos, los tomará en su
seno, y conducirá él mismo las ovejas recién nacidas" (Is 40, 41).
Y, una vez
convertidos, todos de señalar esos caminos del Señor: "Cristo espera mucho de tu
labor. Pero has de ir a buscar las almas, como el Buen Pastor salió tras la
oveja centésima: sin aguardar a que te llamen. Luego, sírvete de tus amigos para
hacer bien a otros: nadie puede sentirse tranquilo —díselo a cada uno— con una
vida espiritual que después de llenarle, no rebose hacia afuera con celo
apostólico." (San Josemaría Escrivá, Surco 223).
Juan no se
echará atrás cuando el viento, el ambiente frívolo, le azote, y más adelante
dará su cabeza al verdugo de Herodes, para que la Verdad siga viviendo.
En aquel valle de
Jericó, junto al Jordán, predicaba el Bautista, cerca del camino de caravanas
que de Perea van hacia Jerusalén. Tiene cuerpo robusto, la piel curtida por el
sol; cabellos largos. Resistente, parco en comer y hablar. Mirada profunda,
exigente. Voz poderosa, que llega. Valiente, cumple su misión: "voz del que
clama en el desierto."
Siguiendo el hilo de esta exigente llamada del Maestro,
podemos revisar cómo nos va el examen de conciencia, ese repaso al corazón, cada
día. "Y estas páginas blancas que empezamos a garabatear cada día, a mí me gusta
encabezarlas con una sola palabra: ¡Serviam!, ¡serviré!, que es un deseo y una
esperanza.... Y digo al Señor que vuelvo a empezar, Nunc coepi!, que vuelvo a
empezar con la voluntad recta de servicio y de dedicarle mi vida, momento por
momento, minuto por minuto" (S. CANALS,
Ascética meditada).
Su finalidad es un conocimiento más profundo del estado de nuestra alma, y del
conocimiento de la voluntad de Dios y de cómo vamos en cumplirla. Ahí nos
preguntamos: “¿Dónde está mi corazón?” Ahí reconocemos detalles de vanidad, el
buscar aplausos; quizás resentimientos y antipatías; sensualidad o rutina… pero
todo ello no importa, si acaba con un acto de amor, de no dejarse llevar por el
desánimo sino “arreglar” las faltas de amor con un acto de amor, recomenzar,
volver a empezar… y por eso va bien terminar con un propósito. El examen nos
predispone a tener un corazón nuevo, para preparar esos caminos del Señor como
San Juan, del que decían: “¿Quién pensáis ha de ser este niño? Porque la mano
del Señor estaba con él" (Lc 1, 57-66). Nuestra consideración de hoy sobre la
figura de Juan el Bautista, que señala la presencia de Jesús y proclama: “ése es
el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”, nos indica que entre los
hombres anda siempre esa misión, de ayudar al Señor preparando sus caminos… La
misión y la razón de su elección se propaga también en nuestra vida; hemos
recibido de algún modo también esta llamada, y todos, cada uno, hemos sido
elegidos por Dios para señalar su presencia en el mundo de hoy –en
la familia, en el trabajo, en nuestro ambiente-
para preparar las almas, en los corazones de tanta gente.
Por tanto, la santidad no está en "el egoísmo de ser perfectos" sin ocuparse de los demás, sino la perfección en el amor, ser –en expresión de san Josemaría Escrivá- Cristo que pasa entre los hombres; eso hizo san Juan con fidelidad, humildad, fortaleza... Virtudes que necesitamos también nosotros. Fidelidad a ese parentesco (san Juan era su primo, y para nosotros es nuestro hermano mayor). Humildad de no querer brillo propio sino mostrar la luz del Señor. Fortaleza de dar la vida, de quitar lo que nos aparta de Dios, pues la debilidad se transforma en fortaleza cuando se aparta la ocasión. Apartar significa con frecuencia huir de las ocasiones de enfriamiento, con pequeños sacrificios en el cumplimiento del deber, ofrecer esos actos de entregamiento por las intenciones que llevamos en el corazón.