Solemnidad. Natividad del Señor, Ciclo B
Misa de medianoche

San Lucas, 2, 1-14:
Dejar nacer a Jesús en nuestro corazón

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del Profeta Isaías 9,2-7: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián. Porque la bota que pisa con estrépitoy la túnica empapada de sangreserán combustible, pasto del fuego. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principadocon una paz sin límites, sobre el trono de Davidy sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlocon la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre. El celo del Señor lo realizará.

Salmo 95,1-2a. 2b-3, 11-12. 13: R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

Cantad al Señor un cántico nuevo, / cantad al Señor, toda la tierra; / cantad al Señor, bendecid su nombre. // Proclamad día tras día su victoria. / Contad a los pueblos su gloria, / sus maravillas a todas las naciones. // Alégrese el cielo, goce la tierra, / retumbe el mar y cuanto lo llena; / vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, / aclamen los árboles del bosque. // Delante del Señor, que ya llega, / ya llega a regir la tierra.  

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a Tito 2,11-14: Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar, ya desde ahora, una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo. 

Evangelio de San Lucas, 2, 1-14: “En aquellos días, se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho cuando Quirino era gobernador de Siria, y todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba en cinta. Y sucedió que estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada.

En la misma región había pastores que estaban en el campo, cuidando sus rebaños durante las vigilias de la noche.  Y un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el ángel les dijo: No temáis, porque he aquí, os traigo buenas nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo; porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. 

Y esto os servirá de señal: hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.   

Y de repente apareció con el ángel una multitud de los ejércitos celestiales, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace.  

Y aconteció que cuando los ángeles se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos, pues, hasta Belén y veamos esto que ha sucedido, que el Señor nos ha dado a saber.  Fueron a toda prisa, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Y cuando lo vieron, dieron a saber lo que se les había dicho acerca de este niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron de las cosas que les fueron dichas por los pastores.

Pero María atesoraba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón. 

Y los pastores se volvieron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho. 

Comentario: El Pregón de Navidad reza así: “Os anunciamos, hermanos, una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo; escuchadla con corazón gozoso: Habían pasado miles y miles de años desde que, al principio, Dios creó el cielo y la tierra y, asignándoles un progreso continuo a través de los tiempos, quiso que las aguas produjeran un pulular de vivientes y pájaros que volaran sobre la tierra. Miles y miles de años, desde el momento en que Dios quiso que apareciera en la tierra el hombre, hecho a su imagen y semejanza, para que dominara las maravillas del mundo y, al contemplar la grandeza de la creación, alabara en todo momento al Creador. Miles y miles de años, durante los cuales los pensamientos del hombre, inclinados siempre al mal, llenaron el mundo de pecado hasta tal punto que Dios decidió purificarlo, con las aguas torrenciales del diluvio. Hacía unos 2.000 años que Abraham, el padre de nuestra fe, obediente a la voz de Dios, se dirigió hacia una tierra desconocida para dar origen al pueblo elegido. Hacía unos 1.250 años que Moisés hizo pasar a pie enjuto por el Mar Rojo a los hijos de Abraham, para que aquel pueblo, liberado de la esclavitud del Faraón, fuera imagen de la familia de los bautizados. Hacía unos 1.000 años que David, un sencillo pastor que guardaba los rebaños de su padre Jesé, fue ungido por el profeta Samuel, como el gran rey de Israel. Hacía unos 700 años que Israel, que había reincidido continuamente en las infidelidades de sus padres y por no hacer caso de los mensajeros que Dios le enviaba, fue deportado por los caldeos a Babilonia; fue entonces, en medio de los sufrimientos del destierro, cuando aprendió a esperar un Salvador que lo librara de su esclavitud, y a desear aquel Mesías que los profetas le habían anunciado, y que había de instaurar un nuevo orden de paz y de justicia, de amor y de libertad. Finalmente, durante la olimpíada 94, el año 752 de la fundación de Roma, el año 14 del reinado del emperador Augusto, cuando en el mundo entero reinaba una paz universal, hace 2000 años, en Belén de Judá, pueblo humilde de Israel, ocupado entonces por los romanos, en un pesebre, porque no tenía sitio en la posada, de María virgen, esposa de José, de la casa y familia de David, nació Jesús, Dios eterno, Hijo del Eterno Padre, y hombre verdadero, llamado Mesías y Cristo, que es el Salvador que los hombres esperaban. El es la Palabra que ilumina a todo hombre; por él fueron creadas al principio todas las cosas; él, que es el camino, la verdad y la vida, ha acampado, pues, entre nosotros. Nosotros, los que creemos en él, nos hemos reunido hoy, o mejor dicho, Dios nos ha reunido, para celebrar con alegría la solemnidad de Navidad, y proclamar nuestra fe en Cristo, Salvador del mundo. Hermanos, alegraos, haced fiesta y celebrad la mejor NOTICIA de toda la historia de la humanidad.

"De mis entrañas te engendré antes  que el lucero de la mañana" (Sal 109,3, Ant. entrada). Antes que el lucero de la mañana, lo cual quiere  decir en la eternidad, antes de que existiese el mundo y el tiempo. Antes que el lucero de la  mañana, o sea, en esta noche, del seno de la Virgen. Antes que el lucero de la mañana, es  decir, en la noche de Pascua, del seno de la tumba. ¡Lenguaje divino de la Sagrada  Escritura! Con sólo dos palabras pone de manifiesto todo el misterio de Cristo, y la liturgia,  que lo comprende y lo pregona, lo hace realidad y vida en el sacrificio del altar, desde la  noche del nacimiento, que hoy celebramos, hasta la noche de la Pascua y de la  resurrección. El salmo profético (que también se puede leer en la ant. de entrada): "Tú eres mi hijo, yo te  engendré hoy" se hace realidad; Al celebrar  el primer nacimiento de Cristo, de la Virgen, se evoca también la mística presencia de su  segundo nacimiento de la tumba. Detrás de la imagen del Niño, la Iglesia ve resplandecer la  gloria del Hombre y del Vencedor, y al tiempo que escucha la palabras de los pastores:  "Vamos a Belén", oye también la palabra del Señor: "Mirad, subimos a Jerusalén" (Lc 18, 31). Este es, pues, el "hoy vendrá y nos salvará". Viene a salvarnos. Por eso, en la solemnidad de esta noche debemos tan sólo pasar  por Belén y subir hasta Jerusalén. En Belén nace el Niño, contemplamos al que viene; más  en Jerusalén vemos al que sufre, al que obra nuestra salvación y al resucitado que lleva a  su perfección la gloria del hombre nuevo. El Niño del pesebre no nos fascinaría con una tal  seguridad de redención si no viésemos en El la belleza glorificada del resucitado (Emiliana Löhr).

El árbol de la vida. Hablaba Ratzinger del árbol de navidad probablemente más antiguo que se haya conservado en todo el mundo. “Este árbol viene a ser algo así como la imagen del altar mayor de la iglesia del Christkindl (del Niño Jesús), situada en las ameras de la ciudad de Steyr, en el norte de Austria. La historia del árbol se remonta hasta el año 1694. En ese entonces, Steyr había recibido un nuevo campanero y director de coro que sufría de epilepsia, la «enfermedad de las caídas», como lo consigna con candidez la crónica. El hombre había aprendido en Melk, de donde era oriundo, la veneración del Niño Jesús. Así pues, colocó en la cavidad de un abeto de mediana altura una imagen de la Sagrada Familia y cultivó frente a esa imagen sus prácticas de piedad, que le proporcionaban fortaleza y consuelo. Después, se enteró de la existencia de una imagen del Niño Jesús que había traído la curación a una monja paralítica. Finalmente, recibió una reproducción exacta de esa imagen: un Niño Jesús de cera que sostiene en una mano la cruz y en la otra la corona de espinas. El hombre llevó esa imagen al árbol, rezó frente a ella su devoción y sintió que de ella emanaba una fuerza sanadora.

Poco a poco, los hombres déla zona fueron enterándose y comenzaron a peregrinar al Niño Jesús del árbol. Imponiéndose a los titubeos de las autoridades eclesiásticas de Passau lograron que se construyera en torno al árbol una pequeña iglesia. Así, en 1708 se colocó la piedra fundamental de la iglesia del Christkindl, que fue erigida por los arquitectos más célebres de esa época en Austria siguiendo el modelo de Santa Maria Rotonda de Roma. La iglesia se ha convertido de alguna manera en una preciosa envoltura del árbol, del cual surgen el altar y el sagrario: el árbol sigue conteniendo el pequeño Niño Jesús de cera, que, con corona y rodeado de rayos dorados, entraña promesa y esperanza para los hombres.

El árbol de la vida reencontrado. Ese encuentro no se convirtió para mí solamente en una interpretación de una de nuestras hermosas costumbres navideñas, sino también, a partir de ella, en un acceso al centro mismo del misterio de la Navidad. Ese árbol se levanta como el árbol de la vida del paraíso, que ha sido reencontrado: «el querubín no está ya vedando la entrada». Ese árbol es María con el fruto bendito de su vientre, Jesús. Pero Jesús está allí como niño, inerme, en ademán de invitación, como «Emanuel», un Dios al alcance de la mano, un Dios para tratar de «tú». El nos invita a su casa, a nosotros, que en un sentido muy profundo sufrimos todos de la «enfermedad de las caídas». Una y otra vez somos incapaces de andar y de estar interiormente erguidos. Una y otra vez caemos, no tenemos el dominio de nosotros mismos, estamos alienados y carecemos de libertad. La iglesia rotonda subraya esa misma afirmación. El octógono circular es la forma clásica de la iglesia bautismal, que retoma a su vez antiquísimas tradiciones religiosas: la cueva y la construcción redonda que sugieren el seno materno, el misterio del nacimiento.

Así, la construcción remite de nuevo a María, a la Iglesia, a nuestro bautismo y nuevo nacimiento. Interpreta para nosotros lo que significa que Dios se haya hecho niño. Interpreta lo que significa la frase de Jesús a Nicodemo: «Si no naces del agua y del Espíritu no puedes entrar en el reino de Dios». Y en este contexto tiene también su lugar la otra frase de Jesús: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos».

Parafraseando lo que Karl Marx dijo en una ocasión: no serás independiente mientras te debas a la gracia de otro. Mientras no seas independiente, no serás libre sino dependiente. ¡Qué raciocinio tan obvio! Pero si se lo analiza más de cerca, viene a significar que se declara el amor como falta de libertad, puesto que el amor implica que necesito del otro y de su gracia.

Esa idea de libertad entiende el amor como una esclavitud y tiene como presupuesto la destrucción del amor. En ello es un ataque a la verdad de la condición humana, que vive del amor. Y también es un ataque a Dios, cuya imagen es el hombre justamente por el hecho de que necesita amor. En efecto, Dios tampoco quiso ser independiente del amor: el Hijo existe sólo desde el Padre, el Espíritu sólo desde ambos y el Padre sólo hacia ambos: él es Dios sólo en esa dependencia mutua, como Trinidad. No puede ser de otro modo si Dios es amor.

El fruto del árbol de la vida. A esa verdad primordial de la condición humana nos remite el Niño Jesús: tenemos que nacer de nuevo. Debemos ser aceptados y dejarnos aceptar. Hemos de dejar transformar nuestra dependencia en amor y, así, llegar a ser libres. Tenemos que nacer de nuevo, deponer el orgullo, llegar a ser niños: reconocer y recibir en el Niño Jesús al fruto de la vida. A ello quiere conducirnos la Navidad: ésa es la verdad del niño, la verdad del fruto del árbol de la vida. El árbol de Christkindl, que nos dice esto, es al mismo tiempo una custodia: la manifestación de Aquel que es el pan de la vida, la aparición visible de la salvación. Y ese árbol es cruz y, por eso, pudo convertirse en altar. El niño sostiene la cruz y la corona de espinas en las manos, los signos del amor que convierte el árbol en cruz, pero también la cruz en mesa de la vida eterna.

El verdadero árbol de la vida no está lejos de nosotros, en algún paraje de un mundo perdido. Ha sido erigido en medio de nosotros, no sólo como imagen y signo, sino en la realidad. Jesús, que es el fruto del árbol de la vida, la vida misma, se ha hecho tan pequeño que nuestras manos pueden contenerlo. Se hace dependiente de nosotros para hacernos libres, para recuperarnos de nuestra «enfermedad de las caídas». No defraudemos su confianza. Depositémonos en sus manos tal como él se ha depositado en las nuestras”.

La Misa navideña de medianoche celebra el alumbramiento de María, que da a luz al Niño. Pero, en un sentido más profundo, esta noche festeja ese otro alumbramiento más universal por el cual Dios, a. través de Jesús, hace que surja la luz de en medio de las tinieblas.

Las tinieblas son la oscuridad que hay en el mundo a causa de la injusticia, el hambre, la pobreza; a causa de la opresión de unos hermanos sobre otros; a causa del orgullo del hombre, de su avidez de poder y de dominio. Todo ello constituye como una oquedad tenebrosa, como un seno estéril, como una tumba. Hasta aquí desciende María y el fruto de su vientre, cuando tienen que refugiarse en la gruta abandonada, cuando tienen que someterse a las órdenes de un gobernador impuesto por potencias extranjeras y abandonar la propia casa. Hasta aquí ha descendido Israel, país pequeño, su patria chica, ocupado durante siglos por países más poderosos. En medio de esa noche oscura nace Jesús, como niño inefable que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Dios ha suscitado del corazón de la noche la aparición luminosa y real de un hombre, hijo del hombre e hijo de Dios. Ha resonado la Buena Noticia, la alegría, la claridad de la aurora. Dentro de unos años, pocos, volverá a brillar de nuevo la gloria, el esplendor de Dios, también a través de Jesús, cuando le resucita el Padre por haber sabido descender hasta la muerte en cruz y hasta la tumba ignominiosa de los ajusticiados, en favor de los hermanos. El alumbramiento de la noche, no el oscurecimiento del día, es la palabra definitiva de Dios. En la Eucaristía -que los cristianos repetimos sobre todo el domingo, el día del Señor- se  nos hace presente de un modo sacramental y se nos da como alimento el mismo Jesús que  nació en Belén hace veinte siglos, y el mismo Jesús que vendrá al final de los tiempos como  Señor Glorioso y Juez de la historia. En cada Eucaristía entramos en comunión con Él. Cada Eucaristía es como la Navidad, la  Pascua y la Venida final, condensadas para nosotros, con toda la gracia y la salvación que  el Hijo de Dios ha querido traer a nuestras vidas. A veces nosotros estamos tan llenos de cosas, de problemas y de valores  intrascendentes, que no tenemos sitio para Dios en nuestra vida. Y celebrar Navidad  debería significar hacer sitio al amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo Jesús. Con todas las consecuencias. Tenemos delante ejemplos estimulantes: María y José, que acogen a su hijo. Los  pastores, que corren a adorar al recién nacido, le reconocen como el Mesías, y cuentan sus  alabanzas. En concreto María, que "conservaba todas estas cosas, meditándolas en su  corazón": la mejor Maestra, también de la Navidad. Entonces sí: "a los que le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios", que es el fruto  de una Navidad bien celebrada: nacer con Cristo y ser hijos con él  (J. Aldazábal).

Navidad es algo más que un estado de ánimo consolador. En este día, en esta santa  noche, se trata del Niño, del único Niño. Del Hijo de Dios que se hizo hombre, de su  nacimiento. Todo lo demás o vive de ello o bien muere y se convierte en ilusión. Navidad  quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche. Ha hecho de la noche de nuestra  oscuridad, de nuestra ignorancia, de la noche de nuestra angustia y desesperación una noche de Dios, una santa noche. Eso quiere decir Navidad. El momento en que esto  sucedió, realmente y por todos los tiempos, debe seguir siendo realidad, a través de esta  fiesta, en nuestro corazón y en nuestro espíritu (Karl Rahner). Recordemos las palabras del poeta místico: "Aunque Cristo nazca mil veces en Belén,  mientras no nazca en tu corazón, estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano" (Angelus Silesius).

El hecho histórico de esta lectura es la conversión del norte oriental de Palestina en provincia asiria. En este contexto histórico el oráculo es un canto de esperanza. Dios no abandona para siempre a su pueblo y a su territorio al capricho de los enemigos. La contraposición entre luz y tinieblas, entendidas como símbolos de la salvación y condenación, tienen una referencia al lenguaje típico de la creación en la que Dios, creador de la luz, vence al caos y a las tinieblas. El motivo de la paz y el hecho de la liberación es el nacimiento del nuevo rey. Así como en Egipto, el día de la entronización, se daban al soberano nombres nuevos así se le imponen al niño que ha nacido. Entre estos nombres no aparece el de Yavhé pero tienen un significado teológico. El poder y la plenitud que expresan superan todo lo que se puede decir del rey teocrático de Jerusalén. Las imágenes usuales se presentan en clave escatológica. Desde esta clave interpretativa se refieren al príncipe con quien se cerrará la historia, en el que se realizarán todas las promesas hechas a la casa de David desde Natán. Celebramos su venida, pero su obra no ha llegado a plenitud. El reino de paz se está haciendo realidad pero todavía no es "la realidad" (P. Franquesa).

-"El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande": Las tinieblas, signo del caos y de la muerte, nos indican la situación de opresión y también de infidelidad del pueblo. La luz, signo de nueva creación y de vida, nos indica la liberación y la restauración. Este paso es motivo del gozo, comparable al de una buena cosecha o al de una victoria sobre los enemigos. La posesión de la tierra y su fecundidad están siempre en el centro de atención del pueblo de Israel.

-"... los quebrantaste como el día de Madián": La liberación y la iluminación es una acción de Dios, que se compara a la victoria de Gedeón sobre los madianitas (Jc 7, 16-23): en medio de la noche, los israelitas con antorchas encendidas y tocando los cuernos ahuyentan a los enemigos. La luz y la palabra liberan en medio de la noche.

-"Porque un niño nos ha nacido...": ¿En qué consiste esta acción de Dios? Aparentemente las palabras del profeta se mueven a nivel de una historia concreta: la continuidad de la dinastía de David. Pero los mismos términos de la profecía se abren en un sentido que va más allá de la historia menuda. Cuatro nombres de uso cortesano definen, en principio, al niño: consejero, guerrero, padre, príncipe. Pero cada uno de ellos va acompañado de un calificativo que lo sitúa en un ámbito y en una amplitud que va más allá de las realidades humanas: "Maravilla de Consejero, Dios guerrero. Padre perpetuo, Príncipe de la paz".

-"... con una paz sin límites sobre el trono de David...": la profecía de Isaías reasume la profecía de Natán, con una insistencia en su perpetuidad que desborda las posibilidades históricas: "por siempre". Su fundamento es el mismo Dios: el celo de Dios, que se puede manifestar en el castigo, se manifestará "desde ahora y por siempre" en el amor por su pueblo a través del Mesías (J. Naspleda).

2. Este salmo de la misa de medianoche en la fiesta de Navidad nos invita con insistencia a "cantar". La palabra se repite tres veces al comienzo de las tres primeras líneas. Más adelante, por tres veces, vuelve la insistencia: "Dad gloria al Señor"... "Dad gloria al Señor"... "¡Dad pues gloria al Señor!". Quién es el invitado a la fiesta? Primero el pueblo de Dios, Israel. Y el nuevo Israel. Observemos ya, que los creyentes no tienen derecho a guardar para ellos solos la "Buena Nueva de la salvación". La Navidad hay que celebrarla "con todo el mundo". "Contad a los pueblos su gloria, y sus maravillas a todas las naciones". ¡La Iglesia, pueblo de alabanza a Dios, debe ser misionera, es decir, encargada de convocar a todos los hombres a la fiesta de Dios, fiesta universal, verdaderamente católica! Pero no es solamente Israel quien debe alabar. "Todas las familias de los pueblos"... están convocadas al Templo: "¡Vosotros todos, traed vuestra ofrenda, entrad en sus atrios!" El santuario de Dios está abierto para todos; no está reservado a los puros, a los creyentes. ¡Ya no hay privilegios! ¡Dios "viene" para todos! En su exaltación, el autor inspirado, habiendo convocado a Israel, y toda la humanidad, convoca igualmente a la naturaleza y al cosmos. El cielo, la tierra, el mar, el campo, los árboles. ¿Por qué Navidad no sería celebrada por los "árboles de Navidad" y por las "estrellas de Navidad?" ¿Y por toda la creación que Dios hizo para que acogiera un día en su interior a su Dios? ¿Para quién todo este despliegue? Para Dios. Y el autor deja que su pluma escriba una pequeña "teodicea", una especie de letanía amorosa de "atributos" de Dios: ¡El es "grande", "único" (los otros dioses no son nada), "creador", "espléndido", "majestuoso", "poderoso", "bello", "glorioso", "santo", "rey", "justo", "verdadero"!

Hay que recitar este salmo con los "ángeles de Navidad" que "cantaron aquella noche": "Gloria a Dios, paz a los hombres". Nosotros junto con ellos cantemos también "alegría en el cielo, fiesta en la tierra"... "¡El cielo se alegra, la tierra exulta!" "¡Gloria a Dios!" "¡Adorad a Dios!" "¡El Señor es rey! Que nuestra oración jamás olvide esta actitud. La adoración, el sentimiento de anonadamiento, es el fundamento de todo primer descubrimiento de Dios. Dios es el "totalmente Otro", el trascendente, aquel que supera toda imaginación. Y la revelación de la proximidad de Dios que se hizo "uno de nosotros", que se hizo "niño" en Navidad "no disminuye en nada este sentimiento de adoración: paradójicamente la infinidad de Dios brilla hasta en el exceso de amor que lo hizo nacer en un pesebre de animales" (Noel Quesson).

Juan Pablo II comenta este salmo que habla de Dios, rey y juez del universo (se sitúa entre los "salmos del Señor rey", que abarcan los salmos 95-98, así como el 46 y el 92): “el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad… "gobernar" expresa la certeza de que no nos hallamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que desde siempre estamos en las manos de un Soberano justo y misericordioso… comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal:  "cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1). Se invita a los fieles a "contar la gloria" de Dios "a los pueblos" y, luego, "a todas las naciones" para proclamar "sus maravillas" (v. 3). Es más, el salmista interpela directamente a las "familias de los pueblos" (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor. Por último, pide a los fieles que digan "a los pueblos:  el Señor es rey" (v. 10), y precisa que el Señor "gobierna a las naciones" (v. 10), "a los pueblos" (v. 13). Es muy significativa esta apertura universal de parte de un pequeño pueblo aplastado entre grandes imperios… La primera parte (cf. vv. 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor "en su santuario" (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina:  "Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3, 7-9). Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal…

Pero pasemos al segundo cuadro, el que se abre con la proclamación de la realeza del Señor (cf. vv. 10-13). Quien canta aquí es el universo, incluso en sus elementos más misteriosos y oscuros, como el mar, según la antigua concepción bíblica:  "Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra" (vv. 11-13). Como dirá san Pablo, también la naturaleza, juntamente con el hombre, "espera vivamente (...) ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 19. 21). Aquí quisiéramos dejar espacio a la relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia, los cuales vieron en él una prefiguración de la Encarnación y de la crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo. Así, san Gregorio Nacianceno…:  "Cristo nace:  glorificadlo. Cristo baja del cielo:  salid a su encuentro. Cristo está en la tierra:  levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre"”… ya la Carta a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la cruz" y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó desde el árbol de la cruz"”.

3. Tito 2,11-14: -"Ha aparecido la gracia de Dios...": La gracia de Dios se ha manifestado ya en JC, pero se manifestará en plenitud cuando vuelva glorioso al fin del mundo. Esta revelación histórica del plan de Dios en la persona de Jesús tiene siempre en el pensamiento de Pablo una finalidad: la salvación de todos los hombres. Por eso congrega a un pueblo que renuncia "a la impiedad y a los deseos mundanos" y vive en la expectativa del cumplimiento de esta salvación universal.

-"Él se entregó por nosotros para rescatarnos...": Dios realiza su plan salvador en la persona de JC, "gran Dios y Salvador nuestro". Así como en la antigua alianza, Dios congregó a un pueblo suyo, ahora Cristo con su muerte sacrificial reúne un nuevo pueblo, liberado del pecado y "dedicado a las buenas obras (J. Naspleda).

Para Pablo, la moral cristiana se sitúa entre dos "manifestaciones divinas" (Tt 2. 11 y 2. 13; cf. 3. 4). Es decir, que la moral cristiana se deja "enseñar" a través de esas manifestaciones de bondad y de gloria, siendo ella misma manifestación de la salvación en el mundo. Depende, pues, del comportamiento cristiano que el mundo crea en la salvación y espere la revelación final de Dios. En la medida en que la vida cristiana sea pura pondrá de manifiesto, en efecto, que está liberada del pecado por la Sangre de Cristo y que pertenece realmente a la soberanía de Cristo (Tt 2,14; Maertens-Frisque). El "aparuit" de la antigua liturgia latina es la palabra clave para esta noche. Toda la vida cristiana tiene su comienzo en esta aparición del Señor y Salvador que celebramos ahora. La "gracia de Dios" de que habla la lectura, ¿qué mejor interpretación puede recibir que la de la persona de Jesús? Esta primera aparición prepara la definitiva, para la que es preciso irse disponiendo con un modo de vida acorde con el de Jesús. No mirar simplemente hacia el pasado, hasta con cierta nostalgia, sino hacia adelante, aunque apoyados en lo que ya ha sucedido. Y sacando las consecuencias cotidianas. El otro matiz está dado por las últimas palabras de la lectura. Aun en la noche de Navidad, no es lícito entregarse a un romanticismo fácil o sentimental, sino el autor de la carta a Tito nos recuerda el destino de este Niño: su entrega a la muerte. El destino de Jesús es humanamente duro. Y comienza con su aparición en el mundo el camino que emprende hasta la Cruz. Todo esto nos compromete (“Dabar 1980”).

“Apareció la gracia de Dios”. Apareció Dios hecho gracia. ¿Puede haber algo en Dios que no sea gracia? ¡Anda que si aparece la justicia de Dios o el poder de Dios, o la gloria de Dios! Pero todo eso es gracia. La justicia, no la que castiga, es la que nos hace justos, "un pueblo purificado". El poder, no el que humilla, sino el que libera: "renunciar a la vida de los deseos mundanos". La gloria, no la que apabulla, sino la que salva: "salvación para todos los hombres". Dicho de otro modo: toda la justicia, todo el poder y toda la gloria de Dios son manifestaciones de su amor, porque Dios es amor, Dios es gracia. ¿Hay que seguir "aguardando la dicha que esperamos"? Si la dicha es Jesús, hay que esperar y no hay que esperar: porque Él está con nosotros, pero Él tiene que venir; mientras no hayamos renunciado del todo a una vida sin religión y a una religión sin vida, hay que seguir esperando (“Caritas”).

La acción-vida del hombre es una respuesta a la acción salvífica de Dios. La "epifanía", aparición, de la gracia de Dios puesta al principio de esta lectura orienta el sentido de todas las demás afirmaciones. En la tradición bíblica las "epifanías" eran signos de la intervención de Dios. La Iglesia primitiva ha asumido este concepto para anunciar a Cristo que se manifiesta en la carne para la salvación del mundo. El texto proclama la actividad terrena de Jesús como revelación de la gracia de Dios... El hombre no se libera a sí mismo sino que debe acoger la salvación que viene de Dios. Este texto es como la recapitulación de la fe de la Iglesia primitiva. El autor describe la acción maravillosa que Dios ha realizado en Cristo. Se anuncia el misterio de la encarnación pero se recuerda el sacrificio expiatorio y la gloria que recibe en la resurrección (P. Franquesa).

4. Lc 2. 1-14. “Et verbum caro factum est": el Verbo de Dios se hizo carne. Es el gran día de Navidad, este modo, el más conveniente para realizar nuestra Redención, que hizo Dios, que es hacerse uno de nosotros. De Nazaret a Belén anduvieron mucho, quizá 4 ó 5 días fueron los que María y José estuvieron en camino. Queremos acompañarles, como el asno que serviría de cabalgadura a  la Virgen, entrar en ese pequeño pueblo de pastores y campesinos de quizá mil habitantes, y pues el albergue está lleno y con el mesonero ve José que no es lugar para María en su estado, les dejan un cobertizo en una cueva, y ahí sucede el gran portento de la Humanidad. Así lo cuenta San Josemaría Escrivá: “Se ha promulgado un edicto de César Augusto, y manda empadronar a todo el mundo. Cada cual ha de ir, para esto, al pueblo de donde arranca su estirpe. —Como es José de la casa y familia de David, va con la Virgen María desde Nazaret a la ciudad llamada Belén, en Judea (Lc 2,1-5). Y en Belén nace nuestro Dios: ¡Jesucristo! —No hay lugar en la posada: en un establo. —Y su Madre le envuelve en pañales y le recuesta en el pesebre. (Lc 2,7). / Frío. —Pobreza. —Soy un esclavito de José. —¡Qué bueno es José! —Me trata como un padre a su hijo. —¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!...Y le beso —bésale tú—, y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Unico, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño...! (…) Los diversos hechos y circunstancias que rodearon el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazareth. María, José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro corazón. ¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida a la vez sencilla y admirable de esa Sagrada Familia? / Entre las muchas consideraciones que podríamos hacer, una sobre todo quiero comentar ahora. El nacimiento de Jesús significa, como refiere la Escritura, la inauguración de la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo. Esa voluntad divina se cumple en medio de las circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La Omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano, se unen a lo humano. Desde entonces los cristianos sabemos que, con la gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las realidades limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos”.

 Jesús ha nacido para mi la noche de Navidad, y queremos acercarnos a este misterio, queremos participar de esta Vida, queremos emprender el camino justo que es la Humanidad Santísima de Cristo. Queremos entender el sentido de nuestra vida en Cristo. Queremos mirar, abrir los ojos, tener los ojos abiertos y dejar que el Señor haga, realice este milagro en nuestra poquedad. La tierra, la tierra estéril, la tierra agreste, se transformaba en tierra esponjosa, en tierra amorosa: -"Ya no serás la desolada, serás la amada", porque el Señor cultiva nuestro campo, nuestra alma, como su jardín, donde va realizando su obra. Vamos a abrir las verjas de nuestro jardín, para que el Señor entre, vamos a contemplarlo, para saber mirar a Cristo, dejarle hacer en nuestra alma, dejarle entrar en nuestro jardín y colaborar con Él, en tener sus mismos sentimientos, en participar en sus afanes, en participar en el amor a su Madre -que es nuestra Madre Santa Maria-, y participar de nuestra nueva creación, en esta transformación –como en Caná- de lo humano, lo terreno, en divino, el agua en vino, el pobre corazón que tenemos en un corazón que sepa amar a la medida del corazón de Cristo. "Este es el día que ha hecho el Señor”, la Pascua de Navidad, el día más grande, aunque nos podemos plantear que si Navidad es el día más popular, los teólogos dirán que es mayor la Pascua de Resurrección. Pero también es cierto que si Jesús no hubiera nacido, no hubiera podido resucitar. El Nacimiento es el momento más grande de la historia, al menos en palabras de San Pablo: "Llegada la plenitud de los tiempos, entonces, hijo de una mujer, vino Dios al mundo". Así pues, "éste es el día que ha hecho el Señor", en este día las cosas humanas, la tierra agreste, las cosas que todavía no son, quedan transformadas en divinas, como dirá el prefacio de Navidad dirigiéndose a Dios Padre: “gracias al misterio del Verbo hecho carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que conociendo a Dios visiblemente, Él nos lleve al amor de lo invisible”. Por Jesús, unidos a él, las cosas humanas se convierten en divinas, es una nueva creación. Jesús, ha venido a traer el sentido de nuestra Filiación Divina. Nunca más estaremos solos, la tierra nunca más estará desolada. Ésta es la gran verdad que hemos de extender, a la gente que nos rodea, a todo el mundo.

San Josemaría Escrivá se metía en el Portal como un personaje más, escondido porque no se atrevía a molestar. Pero se fijaba en todo, con ánimo de aprovechar y de descubrir hasta el último detalle de esa Familia a la que pertenecemos. Podemos aprender mucho mirando el pesebre. Nosotros, queremos responder, con esta respuesta de amor: “¡Quiero ir directamente a Ti, Señor!, quiero encontrarte en las cosas de cada día!” Estas cosas ordinarias ya tienen un sentido nuevo, un sentido especial, ya no son solitarias, agrestes; son amadas. Vamos a disfrutar de estos momentos de cada día con los ojos del amor, las pupilas dilatadas con este Amor de Dios, nos hace descubrir que la vida es bella, que la gente es imagen de Dios. Aunque haya momentos duros de esfuerzo que requieren nuestro sacrificio, en la vida hay muchos momentos mágicos que disfrutamos de estas delicias, este sentido de paladear lo que es el amor, la amistad, lo que es el ambiente de familia, de la oración, lo que es el sentido estético, de disfrutar, de sentir los rayos de sol cuando paseamos, y después de haber hecho una buena comida... Aquella película: "El festín de Babette”, habla un poco de cómo después de una buena comida todo un pueblo encuentra la reconciliación, un pueblo que se había encerrado en si mismo, en sus cosas; y aquella mujer que derrocha -porque es artista y no sabe de someterse a unas reglas-, y derrocha todo su entusiasmo y su ciencia, y disfruta, hace disfrutar a los demás... es el sentido de fiesta, de la vida como fiesta, como dice el salmo: "Se han encontrado, se han besado la Justicia y la Paz ", se han vuelto a encontrar, en este sentido de Amor. Aquel paraíso perdido, soñado y añorado en nuestro interior, aparece en el mundo con la venida del Señor.

Qué bonito, sentirnos siempre con Jesús, hijos de Dios, y si en algún momento nos despistamos, recuperar la pista, recuperar el camino, como el coche que se sale del camino y vuelve a él, así volver a este encuentro, a esta compañía, a esta presencia de Jesús, a esta presencia de Dios Padre, a este sentirnos Hijos de Dios. Por eso en la oración, queremos pedirle, que nos ayude a tratarle: "¡Jesús!, ayúdame a tratarte, a tratar tu Humanidad Santísima, pon en mi alma esta hambre insaciable, deseo disparatado, de verte, o de comprender tu faz. Ayúdame a leer en el Evangelio, en la misa, en la lectura, en la oración, abriendo los ojos a este sentido nuevo, de que, ya no seré más la tierra desolada, mi huerto no será nunca estéril, sino que estoy siempre contigo y tú conmigo”.

Y esta es la fuerza más potente que tenemos para hacer la voluntad de Dios, y no la fuerza de la obligación o el miedo al pecado, sino el contemplar el amor que Dios ha tenido con nosotros, en Cristo. Este es el Evangelio que debemos llevar en el corazón que, pase lo que pase, estamos con el Señor; y, aún cayendo, también encontramos las manos de Dios que nos sujetan.

En una lectura del breviario se dicen unas cosas muy bonitas: es un comentario a como el Señor nunca deja de pagar lo que hemos hecho por Él, y si nosotros estamos ayudando a los demás, estamos ayudando a Cristo; y Él, que es muy agradecido, estará contentísimo, está contento de nosotros y todo lo que hacemos por los demás, lo hacemos por Él, y Él, no nos dejará nunca solos. Aunque tengamos muchas miserias, por esa caridad vivida Él asegurará nuestra fidelidad, nuestro camino, también conmovido por lo que de generosidad ha habido en nuestra vida. Él, que es pan que simboliza “darse”, Él, que es comida -don de si-, se nos mete dentro cuando nosotros nos damos. Él nos enseña esta ciencia del Amor, que la mejor inversión es darse, y por tanto, nunca hemos como de tener una la sensación de inseguridad, de miedo por tener o no tener éxito y poder... Cuando pasa el tiempo también viene aquella tentación por la que se piensa: “estoy perdiendo la vida, estoy malgastando mis años”. No, no,  nunca tendremos esta sensación. La vida sólo se pierde lo que se guarda uno para sí. En la vida sólo tenemos -en el sentido de plenitud-, sólo tenemos lo que hemos dado, y cuanto más nos damos más se nos da; cuanto más nos damos más tenemos. Y sin nervios, con paz, queremos pedirle al Señor: “Ayúdame a darme del todo, para que Tú también te puedas dar del todo, para encontrar esta plenitud de Amor, de Vida”.

Junto al Amor, el Señor nos da la Esperanza, nos da la Fe, y esto es lo que nos mueve a cumplir el deber, abandonarnos en su Misericordia, a velar por los pobres y por los ricos; hacer como Jesús, un espacio amplio donde caben todos, y esto será la unidad de los cristianos que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia. Fruto de nuestra unión con Cristo, como decía san Pablo: "Para mi, la vida es Cristo", fruto de este "meterme en la piel de Cristo", entonces tendré esta Paz de Cristo y podré darla en primer lugar en casa, y con los demás, con afecto, con la labor dar paz. Dar paz es una tarea muy importante en un mundo competitivo, egoísta, y con una agresividad contenida, con un estrés preocupante..., la gente necesita paz.

Como fruto de esta misa del nacimiento del Señor, de la Navidad, queremos tratar a Jesús con sencillez, con una intimidad que no disminuya, con cariño, una presencia especial, con mucho cariño en los detalles pequeños, sabiendo que allí, nos acompaña el Señor. Y queremos tener una conversación íntima con Él, tener una presencia de Jesús constante, queremos que sea nuestro Rey, que ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios.  Decirle a una persona: "eres mi Rey", significa decirle que: "estoy a tus órdenes", significa que “tus deseos son órdenes”; significa, que “quiero hacer lo que Tú quieras”...., eso es lo que decimos hoy a Jesús, en su cátedra de Belén, donde es también nuestro médico y se nos muestra en la Eucaristía. Belén significa “casa de pan” y sin duda es una imagen eucarística, que ahí Jesús nace cada vez que viene sobre el altar y a nuestro corazón. Vamos al médico divino, maestro y amigo, y mostrarnos sin escondernos en el anonimato, y abrir nuestro corazón sin esconder los síntomas, mostrando nuestras debilidades, y mostrándonos sin esta especie de querer escondernos, y dejarle hacer, dejarle que como médico actúe en nuestra alma: “¡Señor!, que me pasa esto”...

Este encuentro sincero, de reconocer nuestras limitaciones, es la oración. Es la oración de esa desnudez espiritual, este ir directamente al Señor; este no tener miedo a sabernos como somos, porque en el fondo se identifica con mostrarnos a nosotros mismos. Decirle: “¡Señor, me pasa esto!”, significa decir: no tengo miedo a reconocerme como soy, porque tenemos esta plenitud de aceptación, saber que el Señor nos quiere como somos, y así nos encontramos muy bien, muy a gusto; por eso, queremos mostrarnos como somos. Es nuestro Maestro, una ciencia que sólo Él posee; dar un amor sin límites a Dios, todos los días.

“Cuando se nos leyó el evangelio, escuchamos las palabras mediante las cuales los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento, de una virgen, de Jesucristo el Señor: Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14). Palabras de fiesta y de congratulación, no sólo para la mujer cuyo seno había dado a luz al niño, sino también para el género humano, en cuyo beneficio la virgen había alumbrado al Salvador. En verdad era digno y de todo punto conveniente que la que había procreado al Señor de cielo y tierra y había permanecido virgen después de dar a luz, viera celebrado su alumbramiento no con festejos humanos de algunas mujercillas, sino con los divinos cánticos de alabanza de un ángel. Digámoslo, pues, también nosotros, y digámoslo con el mayor gozo que nos sea posible; nosotros que no anunciamos su nacimiento a pastores de ovejas, sino que lo celebramos en compañía de sus ovejas; digamos también nosotros, vuelvo a repetirlo, con un corazón lleno de fe y con devota voz: Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Meditemos con fe, esperanza y caridad estas palabras divinas, este cántico de alabanza a Dios, este gozo angélico, considerado con toda la atención de que seamos capaces. Tal como creemos, esperamos y deseamos, también nosotros seremos «gloria a Dios en las alturas» cuando, una vez resucitado el cuerpo espiritual, seamos llevados al encuentro en las nubes con Cristo, a condición de que ahora, mientras nos hallamos en la tierra, busquemos la paz con buena voluntad. Vida en las alturas ciertamente, porque allí está la región de los vivos; días buenos también allí donde el Señor es siempre el mismo y sus años no pasan. Pero quien ame la vida y desee ver días buenos, cohíba su lengua del mal y no hablen mentira sus labios; apártese del mal y obre el bien, y conviértase así en hombre de buena voluntad. Busque la paz y persígala, pues paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (S. Agustín).

Los pastores y el canto de los ángeles. Los pastores nos abren el camino de la sencillez, el universo de Belén es el de los pequeños, que no tienen ninguna pretensión, que tienen la "clave del conocimiento". En aquellos tiempos los judíos incluían a los pastores entre los "pecadores y publicanos" debido a que, por la ignorancia religiosa, inflingían continuamente las prescripciones de la ley de Moisés. Por ello se les consideraba también como testigos no validos en los juicios. Sin embargo, fueron los escogidos por Dios para ser testigos del mayor acontecimiento de la historia. También nosotros somos invitados a ser pregoneros de la verdad, y para ello hemos de hacernos pequeños.

El canto de los ángeles tiene dos lecturas: “Gloria a Dios en las alturas, y, en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad”, pero también “a los hombres que gozan de la benevolencia divina”, que es también la que sigue el texto castellano del gloria: “paz a los hombres que ama el Señor”. Esto nos consuela, pues si tuviéramos que tener “buena voluntad” podríamos pensar que no estamos preparados o no somos dignos de la paz prometida. De la misma forma, si traducimos a S. Pablo “todo es para bien para los que aman a Dios” el sentido de la traducción queda pobre, y quedamos desnudos pues depende de que vaya todo bien de nuestro amor a Dios. Pero la traducción se expresa mejor diciendo “todo es para bien para los que Dios ama”, “para los que Dios guarda o cuida con su beneplácito…”, pues cuando sabemos que Dios nos ama siempre, entonces estamos contentos, pues podemos tener paz porque nos sabemos destinatarios de ese amor benevolente de Dios, y llevar la paz a los demás, ser sembradores de paz.