San Lucas 2,22-40:
Dios inaugura en Jesús una familia, no hecha de la biología sino del Espíritu: la Sagrada Familia es la cuna de la Iglesia, y a esta familia pertenecemos.Autor: Padre Llucià Pou Sabaté
Lectura del libro del
Eclesiástico 3,3-7. 14-17a.:
Dios hace al padre
más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre la prole.
El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula
tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos, y cuando rece, será
escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre
el Señor le escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo
abandones, mientras viva; aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo
abochornes, mientras seas fuerte. La piedad para con tu padre no se olvidará,
será tenida en cuenta para pagar tus pecados; el día del peligro se te recordará
y se desharán tus pecadoscomo la escarcha bajo el calor.
Salmo 127,1-2.3,4-5:
R/.
¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!
¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos! / Comerás del fruto de tu
trabajo, serás dichoso, te irá bien. / Tu mujer, como parra fecunda, / en medio
de tu casa; / tus hijos, como renuevos de olivo, / alrededor de tu mesa. / Esta
es la bendición del hombre / que teme al Señor: / Que el Señor te bendiga desde
Sión, / que veas la prosperidad de Jerusalén / todos los días de tu vida.
Lectura de la carta
del Apóstol San Pablo a los Colosenses 3,12-21.
Hermanos:
Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la
misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión.
Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad
consumada. Que la paz de Cristo
actúe de árbitro en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados, en un solo
cuerpo. Y sed agradecidos: la
Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a
otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente.
Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos
inspirados. Y todo lo que de palabra
o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de
Gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el
Señor. Maridos, amad a vuestras
mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor.
Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Lectura del santo
Evangelio según San Lucas 2,22-40
(el texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). Cuando llegó el
tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a
Jerusalén para presentarlo al Señor [(de acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la
oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»).
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso,
que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había
recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al
Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando
entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la
ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu
promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu
Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las
naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.
José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: —Mira: Este está puesto para que
muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así
quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el
alma.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una
mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba
ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a
Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y
hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.] Y cuando
cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su
ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de
sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Comentario:
Es una fiesta (domingo dentro de la octava de
navidad) relativamente joven (celebración opcional en 1893, muy popular en el
siglo XIX, sobre todo en Canadá. El papa León XIII lo promovió muchísimo). Hoy
tiene un papel especial, en tiempos en que las fuerzas secularizantes son una
amenaza clara para la familia. Pablo VI llama resalta un aspecto de la
encarnación, en relación con la vida familiar de Cristo en Nazaret: "Sobre todo
aquí se hace patente la importancia de tener en cuenta la pintura general de su
vida entre nosotros, con su concreto entorno de lugar, tiempo, costumbres,
lengua, práctica religiosa". Dios se hizo hombre, trabajador, carpintero e hijo
de carpintero, nazareno, cuyos padres eran conocidos en aquel lugar. Le
reconocemos como verdadero hombre, pero no perdemos de vista jamás su naturaleza
divina. Efectivamente, "adoramos al hijo del Dios vivo que se hizo Hijo en una
familia humana". Navidad es un tiempo hogareño, familiar. Y esto tiene una
importancia religiosa y psicológica: necesitamos volver a los orígenes, a las
raíces, a la familia de cuando en cuando. En el plano espiritual hacemos esto en
nuestras celebraciones litúrgicas, renovando nuestros "orígenes sagrados" cuando
celebramos el nacimiento de nuestro Señor. La cueva, el pesebre..., allí comenzó
todo. Pero el hogar fue el entorno en el que aprendimos la fe por primera vez.
Para los judíos de otros tiempos era una obligación sagrada la de volver al
hogar y a la familia. Toda la noción del Año Jubilar da testimonio de esto:
"Cada uno de vosotros recobrará su propiedad, cada uno de vosotros se
reintegrará a su clan" (Lev 25,10). De esta manera, la navidad es una especie de
celebración de familia en el plano humano y en el espiritual. El Antiguo
Testamento da testimonio de un elevadísimo ideal de vida familiar en el pueblo
judío. Aparece claramente esto en la primera lectura de la misma, tomada del
Levítico (3,2-14), que destaca la virtud del amor y de la obediencia filiales.
Indudablemente, san Pablo se inspiró en este y en otros textos similares cuando
escribió de comunidad y de vida familiar en el Señor. En el Oficio de lecturas
tenemos su tratado del capítulo 5 de Efesios, donde habla del amor y de la
fidelidad conyugales, de la obediencia mutua, del deber de los hijos para con
los padres y de éstos para con aquéllos. La segunda lectura de la misa, tomada
del capítulo 3 de la carta a los de Colosas, ofrece un bello ideal no sólo de
vida familiar, sino de vida comunitaria en general. La vida familiar es un valor
importantísimo, pero no absoluto. Jesús buscó ante todo la voluntad de su Padre.
Los lazos familiares estaban subordinados a la misión que él había recibido del
Padre. Las lecturas evangélicas para el ciclo trienal aluden de una forma un
tanto inquietante a lo que espera a Jesús y a sus padres: él será mal
interpretado y perseguido, será "signo de contradicción", y una espada de dolor
atravesará el corazón de su madre. "¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas
de mi Padre?" Y llegará el momento en que Jesús abandone el hogar y a sus padres
para adoptar la vida incómoda de un predicador itinerante, sin hogar y sin un
lugar donde reclinar su cabeza. No deja de amar a sus padres ni rompe todos los
lazos y relaciones con el hogar, pero tiene que distanciarse de la vida segura
circunscrita a Nazaret, a fin de entregarse por completo a su misión. Había que
establecer nuevas relaciones que trascendieran el parentesco puramente humano.
Jesús mismo llegaría a declarar que sus padres y sus hermanos eran los que
hacían la voluntad de su Padre. Los seguidores de Jesús están llamados también a
dejar la seguridad del hogar y de la familia, a sacrificar todo aquello que es
lo más deseable desde una perspectiva humana. Ese es el contenido de toda
vocación religiosa o de una vocación que encierra una llamada concreta a seguir
a Cristo y a servir a sus hermanos. Es necesario que nos perdamos a nosotros
mismos para encontrarnos. Hay que ampliar el horizonte de nuestra familia para
abrazar a todos los hombres y mujeres. Esto no significa un frío distanciamiento
de nuestra propia parentela, sino la no esclavización en el apego a ellos. Jesús
no se distanció de su madre, pues ella le acompañó hasta el final. Nosotros no
dejamos o abandonamos a nuestros padres o familiares, sino que establecemos una
relación nueva y más profunda con ellos. Porque el Señor, complacido en nuestro
sacrificio, nos devolverá, en una forma más profunda y bella, a nuestros padres,
hermanos, hermanas y amigos (Vincent Ryan).
1. Si 3,3-7.14-17a. Unos dos
siglos antes de Cristo comenzó en Palestina la helenización de las ideas y las
costumbres, proceso favorecido por la moda de la clase dirigente, más tarde
impuesto por la política de Antíoco Epífanes (175-173). Ben Sirá, el autor del
Eclesiástico, se preocupa por todo esto, especialmente de la educación de la
juventud y la familia, que siempre ha sido el baluarte de las tradiciones de un
pueblo: la
obediencia, el respeto a los mayores, la solicitud por los padres que se
encuentran en necesidad y confiere a dichas virtudes un valor religioso; hay que
aplicar el plan divino a cada momento, hoy vemos necesario acentuar también el
respeto que merecen los hijos a los padres y la igualdad de la mujer frente a su
marido. Por otra parte, los cristianos debemos acordarnos de la relativización
que hizo Jesús de los vínculos familiares en atención a la mayor estima de la
nueva solidaridad de los hombres creada por el Evangelio. La familia de Dios
está por encima de toda familia meramente humana (“Eucaristía 1986”). El cuarto
de los diez mandamientos era muy remarcado en el judaísmo tardío (Prov 19, 26;
Rut 1, 16; Tob 4, 3-4), tal como está en la Ley: "Honra a tu padre y a tu madre,
para que se prolonguen tus días sobre la tierra, que Yahveh tu Dios te va a dar"
(Ex 20, 12). El anciano Tobías se dirige a su hijo en estos términos: "honra a
tu madre y no le des un disgusto en todos los días de tu vida; haz lo que le
agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que ella
pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno" (Tb 4,3-4). Según el
Eclesiástico, existen varias maneras de borrar los efectos del pecado. Por
supuesto, los sacrificios del templo, pero también la limosna (3,30), perdonar a
los demás (28,2), ayunar (34,26), evitar el mal (35,3) y la piedad hacia los
padres: El que respeta a su madre, acumula tesoros. Tanto aquí como en 1 Tim 6,
19, el verbo "atesorar" se emplea en sentido metafórico, para designar ese
cúmulo de buenas obras y de méritos que son fuentes de recompensas (Comentarios,
Edic. Marova). En alguna visión judía las tablas de la Ley se dividen en 5
mandamientos dirigidos a Dios y 5 últimos para otros bienes; entre los que se
refieren a Dios está el amor a los padres, y es lógico que veamos en ellos
especialmente lo que es propio de la persona, ser imagen de Dios. Existen muchas
razones humanas para honrar a los padres ya que su vida se perpetúa en la de los
hijos, pero el texto insiste más en las razones religiosas: nos transmiten la
vida que es don divino, siendo ellos los continuadores de su obra creadora y
salvadora. Además el honrar a los padres es fruto del temor a Dios (v. 8),
principio y raíz, corona y plenitud de toda sabiduría. Sólo el que teme a Dios,
es decir el que se entrega a Dios con un amor real e incondicional, es capaz de
valorar, en toda su profundidad, el papel insustituible de los padres. Con su
haber, los padres reflejan la paternidad divina. Otros muchos textos bíblicos
hablan de los padres: "corona de los ancianos son los nietos, honra de los hijos
son los padres" (Pr 17,6), "escucha al padre que te engendró, no desprecies la
vejez de tu madre" (Pr 23,22), "hijo mío, no abandones a tu padre mientras viva;
aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras viva" (Si,3,12s),
"honra a tu padre... y no olvides los dolores de tu madre, recuerda que ellos te
engendraron, ¿qué les darás por lo que te dieron?" (Si 7,27s).
Nuestra
sociedad occidental progresa en conocimientos, pero no practica la sabiduría
oriental: cariño a los mayores, hospitalidad, escucha atenta de su
experiencia... Las palabras de los mayores son, como diría Pr 18,4 "... agua
profunda, arroyo que fluye, manantial de sensatez" (A. Gil Modrego).
Nuestro cuarto mandamiento (el quinto del decálogo) reza así: "Honra a tu padre
y a tu madre". El maestro, asumiendo el papel de padre, instruye al discípulo
sobre sus obligaciones con los padres. Aquí, padre y madre son intercambiables
(lo que se afirma puede decirse del uno y del otro). Ambos nos transmiten la
vida, que es don de Dios. Gracias a esta vida, la historia del pueblo de Dios
puede seguir su curso (de ahí la importancia de las genealogías en la biblia).
Dios es la fuente de esta vida que transmiten los padres. No darles el honor
debido es una ofensa grave contra el Creador. Honra y respeto, los dos términos
repetidos, son el mandato que trata de inculcar el maestro al discípulo:
conceder a los padres toda la importancia que ellos tienen, sobre todo en los
días aciagos de la vejez. Y no sólo de palabras, sino también de obra. Honrar a
los padres es fruto del temor de Dios, principio y raíz, corona y plenitud de
toda sabiduría. El temor a Dios es ese sentido religioso que impulsa al hombre a
guardar los mandamientos y rechazar el pecado. Por eso los que honran a sus
padres expían sus pecados y obtienen toda clase de bendiciones. Por
transmitirnos la vida, los padres son la imagen de un Dios padre (“Eucaristía
1992”).
2.
Salmo 127,1-2.3.4-5: Este salmo hace parte de los "salmos graduales" que los
peregrinos cantaban caminando hacia Jerusalén. Desde los 12, cada año, Jesús
"subió" a Jerusalén con motivo de las fiestas, y entonó este canto. La fórmula
final es una "bendición" que los sacerdotes pronunciaban sobre los peregrinos, a
su llegada: "Que el Señor te bendiga desde Sión, todos los días de tu vida..."
Tenemos en este salmo un idilio encantador de sencillez y frescura. Es el cuadro
de la "felicidad en familia", de una familia modesta: allí se practica la piedad
(la adoración religiosa... La observancia de las leyes...), el trabajo manual
(aun para el intelectual, constituía una dicha, el trabajo de sus manos), y el
amor familiar y conyugal... En Israel, era clásico pensar que el hombre
"virtuoso" y "justo" tenía que ser feliz, y ser recompensado ya aquí abajo con
el éxito humano. Pensamos a veces que esta clase de dichas son materiales y
vulgares. Fuimos formados quizá en un espiritualismo desencarnado. El
pensamiento bíblico es más realista: afirma que Dios nos hizo para la felicidad,
desde aquí abajo... ¿Por qué acomplejarnos si estamos felices? ¿Por qué más
bien, "no dar gracias", y desear para todos los hombres la misma felicidad? No
se trata tampoco de caer en el exceso contrario, el de los "amigos de Job" que
establecían una ecuación casi matemática: ¡Sé piadoso, y serás feliz! ¡Sé
malvado, y serás desgraciado! Sabemos, por desgracia, que los justos pueden
fracasar y sufrir, y los impíos por el contrario, prosperar. El sufrimiento no
es un castigo. Es un hecho. Y el éxito humano, no es necesariamente señal de
virtud. Sigue siendo verdad en el fondo, que el justo es el más feliz de los
hombres, al menos espiritualmente, en el fondo de su conciencia: "¡feliz, tú que
adoras al Señor!" "¡Feliz tú, que honras al Señor y le eres obediente!" Con
frecuencia dijo Jesús: "felices... felices... felices...". Son las
Bienaventuranzas. Jesús también prometió la felicidad: "Felices aquellos que
escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".
"Tu mujer... Tus hijos..." Un ideal para la pareja. "Que el hombre no separe lo
que ha unido Dios". (Mc 10,2-16...). Conocemos el amor de Jesús hacia los niños.
Alusiones místicas: Jesús tiene una esposa, la Iglesia (Ap 19,7; 21,2; Mt 9,15;
25,1; Jn 3,29; 2 Cor 1,2), de la cual tiene hijos que alimenta "junto a la mesa"
eucarística... Mediante el "trabajo de sus manos", su pasión dolorosa, los
alimentó e hizo felices. La "viña", es también la imagen de la Iglesia, imagen
de unión del amor entre Jesús y la humanidad "Yo soy la viña, vosotros los
sarmientos.. Dad fruto..." (Jn 15). "Mi hijo, va a trabajar en mi viña". (Mt
21,28).
"Veras el bienestar de Jerusalén..." Jesús lloró ante las desgracias de
Jerusalén, y le deseó bienestar (Lc 19,41). San Juan anuncia el cielo como "una
nueva Jerusalén" que desciende del cielo como una novia feliz (Ap 21,2-27).
3.
Col 3. 12-21. En Cristo, Dios convoca a su pueblo y a su familia. Es un pueblo
en el que ya no hay diferencias entre esclavos y libres, gentiles y judíos,
mujeres y hombres..., pues todos somos hermanos en JC que es el Primogénito del
Padre. Somos un pueblo "santo", es decir, separado por Dios y para Dios. Pero
esta santidad objetiva que todos recibimos en el bautismo al ser constituidos en
hijos de Dios, exige la santificación de cada uno de nosotros y la edificación
de la comunidad. La comunidad, esto es, la convivencia de los creyentes, se
construye si todos ellos procuran tener los mismos sentimientos que Cristo y se
revisten de misericordia entrañable, de bondad, de humildad... Pablo señala
cinco virtudes fundamentales para la convivencia y las contrapone a otros tantos
vicios que la impiden y de los que es preciso despojarse (cf. v. 8). Pero el
Apóstol sabe muy bien que siempre habrá pegas y pecados en la vida comunitaria.
Por eso será siempre necesario el perdón. También en esto debemos ser imitadores
de Cristo, el Señor, que a todos nos ha perdonado. El perdón de Cristo es el
fundamento y el motivo del perdón que nos debemos los unos a los otros. El amor
es lo que da coherencia y perfección a todas las virtudes. Es también lo que
mantiene a todos en la unidad, y la culminación de la vida comunitaria. Sólo
cabe desear ahora que los fieles, bien trabados como un solo hombre, reciban la
paz a la que han sido convocados. Cristo es "nuestra paz" (Ef 2. 14). Él habita
por la fe en el corazón de cada creyente y, por lo tanto, en el corazón de la
comunidad. Es aquí donde ejerce su arbitraje, donde engendra y defiende la buena
convivencia. Pero Cristo es "aquella paz que el mundo no puede dar", la paz que
Dios nos concede graciosamente. Por eso la deseamos y la pedimos, por eso damos
gracias a Dios cuando la recibimos. En la eucaristía se expresa toda la riqueza
de la convivencia cristiana animada por la presencia de Cristo. Es la fiesta en
la que se anticipa el gozo del reino de Dios, que es paz, amor y fraternidad.
Pero en esta fiesta no puede faltar la enseñanza mutua y la exhortación, pues la
asamblea que la celebra está todavía en camino, y el Señor, que está con
nosotros, todavía ha de venir con poder y majestad a reunirnos a todos en la
mesa del Reino. Mientras tanto es justo y necesario que lo hagamos todo en
nombre de Jesús y dando gracias al Padre por medio de él. En la medida en que
cada cristiano habla y actúa en nombre de Jesús, permanece unido a sus hermanos
y la comunidad sigue su acción de gracias en asamblea permanente. No hay
separación aquí entre el culto y la vida, entre lo sagrado y lo profano. Todo
es, todo debe ser, acción de gracias. Con gran facilidad se pasa de la vida en
la comunidad a la vida en la familia. También la familia humana es familia de
Dios, es Iglesia. También en la familia humana se construye la iglesia y se
continúa la acción de gracias al Padre por medio de Cristo. Pablo se dirige a
las mujeres y a los maridos, a los padres y a los hijos, y les anima a vivir
según conviene "en el Señor". Aunque en el pensamiento de Pablo subyace el
esquema de la familia patriarcal, alienta aquí el nuevo espíritu de la
fraternidad cristiana. Es interesante ver cómo Pablo señala también los deberes
del marido respecto a su mujer y de los padres respecto a sus hijos (“Eucaristía
1986”).
La
sección Col 3,5-17 parece ser una instrucción ética impartida en el bautismo,
mientras que a partir de 3,18 nos encontramos con resonancias de las
exhortaciones domésticas usuales en el mundo grecorromano. En los dos casos se
trata de exhortar a la vida cristiana práctica y cotidiana. Hay que acomodar la
forma de esos mandatos a la cultura de nuestro tiempo. Hablar hoy de autoridad
de maridos no es válido para familias del siglo XXI… Es preciso tomar el núcleo
de la exhortación y aplicarlo a relaciones humanas, matrimoniales, propias de
nuestro momento histórico. Porque no podemos pretender que para ser cristiano
haya que prescindir de las legítimas maneras de ser que ha ido produciendo la
evolución humana, también querida por Dios. Naturalmente, ello es un poco más
difícil que la aplicación fácil y grosera de los textos. Pide una mayor
formación y asumir riesgos de interpretar y aplicar. Pero así es la revelación
(F. Pastor), sobre todo recojamos su invitación al perdón: "perdonaos, cuando
uno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo
mismo". Solamente si nos reconocemos perdonados por el Padre de todos y por el
Señor Jesús sabremos perdonarnos.
Vivir "en Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos expresiones
características de esta lectura, no consiste en vivir aislados, lejos de los
demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al hombre a sí mismo,
y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de Dios y al ejemplo de
la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al máximo la vocación de la
humanidad y adoptar los medios indispensables -y que provienen de Cristo tan
sólo- para llevar adelante ese proyecto (Maertens-Frisque). No se pueden aislar
estas cualidades o virtudes que cita el apóstol Pablo: caracterizan en bloque el
actuar del hombre nuevo, de modo que estas virtudes básicas de convivencia
adquieren todo su realismo cuando se aplican a la comunidad familiar. El amor es
aquí, como en 1 Cor 13, el don por excelencia. La comunidad cristiana, así como
la familia, no tiene otra salida posible que la de un amor realista, traducido
en respeto, ánimo, comprensión y colaboración entre todos. El amor es la
perfección de todas las virtudes, que las reúne como el vencejo a las espigas
para formar un solo fajo. La "acción de gracias" tiene en esta carta un lugar
importante: 1, 12; 2, 7; 3, 15-17; 4, 2. Parece apuntar, más que al sacramento
de la eucaristía, a esa situación interna del que cree, por la que va creciendo
en una actitud comunitaria cordial y fraterna en el grupo en que vive. De ahí
que esta "gratitud" haya que aplicarla a todo aquel grupo o persona que, de una
manera u otra, nos acercan más al núcleo del Evangelio. Esta es la verdadera
fraternidad y la auténtica familia de creyentes (“Eucaristía 1992”).
Así lo comentaba S. Agustín: “Tú educas a tu hijo. Y lo primero que haces, si te
es posible, es instruirle en el respeto y en la bondad, para que se avergüence
de ofender al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante hijo te causa
alegría. Si llegara a despreciar esta educación, le castigarías, le azotarías,
le causarías dolor, pero buscando su salvación. Muchos se corrigieron por el
amor; otros muchos por el temor, pero por el pavor del temor llegaron al amor.
Instruíos los que juzgáis la tierra (Sal 2,10). Amad y juzgad. No se busca la
inocencia haciendo desaparecer la disciplina. Está escrito: Desgraciado aquel
que se despreocupa de la disciplina (Sab 3,11). Bien pudiéramos añadir a esta
sentencia: así como es desgraciado el que se despreocupa de la disciplina, aquel
que la rechaza es cruel. Me he atrevido a deciros algo que, por la dificultad de
la materia, me veo obligado a exponerlo con más claridad. Repito lo dicho: el
que desprecia o no se preocupa de la disciplina es un desgraciado. Esto es
evidente. El que la rechaza es cruel. Mantengo y defiendo que un hombre puede
ser piadoso castigando y puede ser cruel perdonando. Os presento un ejemplo.
¿Dónde puedo encontrar a un hombre que muestre su piedad al castigar? No iré a
los extraños, iré directamente al padre y al hijo. El padre ama aun cuando
castiga. Y el hijo no quiere ser castigado. El padre desprecia la voluntad del
hijo, pero atiende a lo que le es útil. ¿Por qué? Porque es padre, porque le
prepara la herencia, porque alimenta a su sucesor. En este caso, el padre
castigando es piadoso; hiriendo es misericordioso. Preséntame un hombre que
perdonando sea cruel. No me alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante
los ojos. ¿Acaso no es cruel perdonando aquel padre que tiene un hijo
indisciplinado y, sin embargo, disimula y teme ofender con la aspereza de la
corrección al hijo perdido?”
4.
Lc 2, 22-40: La figura de un niño
indefenso e inconsciente, abandonado en manos de sus padres, que lo traen y lo
llevan presentándolo a Dios
(2,22.27) y sometiéndolo al cumplimiento de la ley (2,23.24) nos muestra a Jesús
humano, que se hace a las cosas de los hombres: crecimiento, formas sociales… en
total condescendencia… Vemos hoy el primer anuncio del
universalismo de la misión de Jesús. A ese ancho marco que es el mundo y
la vida toda supeditará Jesús toda
institución, aun la más querida: la familia. Sin embargo, es en ella
donde él fue encontrando el camino de su encarnación concreta. Jesús será
un signo de contradicción (cf Is 65,2). Jesús es un salvador para todos. Pero
por un desconocido misterio del mal y del duro corazón del hombre, lo que
estaba destinado a la salvación se
ha convertido para algunos en mensaje de muerte. Este será el trasfondo de toda
la tragedia de Jesús. Esto es lo que a él mismo le costaba
entender (Lc 4,16s). Cuando el creyente vive su mensaje en una intensidad
fuerte, puede hacer surgir la
contradicción hasta en el seno de su propia familia. En esos momentos de
incertidumbre es donde se calibra y mide la actitud que uno tiene ante el
reino. Es preciso optar con
decisión. Jesús comienza un ofrecimiento a Dios que ya no se extinguirá hasta la
consumación de la resurrección. Este crecer de Jesús es la obra del Padre
en el amor del Hijo. Nuestro
esfuerzo, cualquier trabajo pequeño o grande de nuestra vida, debe
encaminarse a la construcción en nosotros de esta vida de cara a Dios.
Jesús fue haciendo este camino,
como primera etapa, en el seno de una sencilla familia de pueblo (“Eucaristía
1978”).
La
profecía de Simeón encuentra eco en otros lugares del NT referentes a Jesús como
signo de división. Pedro aplica a Cristo lo que decía Is 8,14: "Él (el Señor de
los ejércitos) será una piedra de tropiezo, una roca de escándalo para
las dos casas de Israel, un lazo y
una trampa para los habitantes de Jerusalén" (cf 1 Pe 2,6-8; cf 1 Cor
1,23-24). Mateo pone estas palabras en labios de Jesús: "No penséis que
vine a traer paz sobre la tierra;
no vine a traer paz, sino espada. Porque vine a separar al hombre de su padre, a
la hija de su madre, a la nuera de
su suegra. Enemigos del hombre, los de su casa" (Mt 10,34-36). La predicación de
Cristo —señala Juan en tres ocasiones (Jn 7,43; 9,16; 10,19)— era
motivo de cisma entre la gente, ya que daba lugar a pareceres discordes
sobre su persona. El mismo Jesús
(según Jn 9,39) lo reconoce sin medias tintas, cuando afirma: "Yo vine a
este mundo para un juicio: para que los que no ven vean y los que ven se
queden ciegos". El elemento
discriminante de este juicio es Cristo-luz, es su palabra que revela al Padre
(Jn 12,44-50). Esa palabra escudriña los corazones: "En efecto, quien obra mal
odia la luz y no va a la luz, para
que no se descubran sus obras. Pero el que obra la verdad va a la luz, para
que se vean sus obras, que están hechas en Dios" (Jn 3,20-21). El autor
de la carta a los Hebreos (12,3) define la muerte de Jesús como una
contradicción que los pecadores arrojaron contra él. Israel —comenta
Pablo citando a Is 65,2— fue "un
pueblo desobediente y rebelde" ( Rom 10,21: antilégonta).
Jesús está destinado a ser
causa de "caída y resurgimiento". Con este binomio antitético, Simeón profetiza
cuál será el éxito en conjunto de
la misión de Jesús. Para quienes lo rechacen, es decir, para los que
crean que están en pie fiándose de sus propias seguridades (cf Lc 14,9),
él será piedra de tropiezo;
pensemos, por ejemplo, en los escribas y fariseos, orgullosos de su ciencia (Lc
11,52-54); en el fariseo de la parábola (Lc 14,9-13.14b), en los
invitados a la boda que declinan la
invitación por tener otros intereses (Lc 14,16-21ab.24)... Por el contrario,
Cristo será ocasión de salvación
para cuantos se encuentran en un estado de miseria, de pecado,
pero acogen su palabra; pensemos en el publicano (Lc 14,13-14), en Zaqueo
(Lc 19,2-10), en los pobres, los cojos, los ciegos y los lisiados que sustituyen
a los que fueron invitados primero
a la boda (Lc 14,21-23)... Así pues, además de la acogida, Jesús conocerá la
amargura y la tragedia del rechazo, será un "signo de contradicción",
dice el anciano profeta. Signo, en
primer lugar: en efecto, en su persona Dios se hace manifiesto y cercano a su
pueblo (cf Lc 1,68; 7,16), especialmente en la gran revelación pascual:
"Como Jonás fue un signo para los
ninivitas, así el Hijo del hombre lo será para esta generación" (Lc 11,30).
Pero de contradicción; es decir, objeto de repulsa por parte de Jerusalén
y del judaísmo oficial, que no
reconoció los tiempos de la visita de Dios (cf Lc 19,44b-47; 29,9-18...). Se
trata, por consiguiente, de un sendero lleno de espinas el que se perfila
para Jesús. "Para que sean
descubiertos los pensamientos de muchos corazones", añade Simeón (v.
35).
También se refiere el anciano al alma de María traspasada por una espada.
Recorriendo la literatura judeo-bíblica,
se ve que la espada es uno de los símbolos más frecuentes para designar
la palabra de Dios. En el AT
tenemos dos casos (Is 49,2 y Sab 18,15) Este mismo tipo de simbolismo
aparece con frecuencia en los comentarios judíos a los textos bíblicos.
También el NT, en siete ocasiones,
recurre a este lenguaje: la palabra de Dios, que se identifica ahora con la
palabra de Jesús, es comparada con una espada cortante de doble filo. Las
referencias más abundantes nos las
ofrece el Apocalipsis (1,16: "De su boca salía una espada aguda de dos
filos": 2,12.16 19,15.21). Está asimismo la carta a los Efesios (Ef 6,17:
"Tomad también... Ia espada del
Espíritu, que es la palabra de Dios"). Hay que dedicar una especial atención a
la carta a los Hebreos (Hb 4,12): "La palabra de Dios es viva y eficaz;
ella penetra hasta la división del
alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y es capaz de
distinguir los sentimientos y
pensamientos del corazón". Hay analogía entre Lc 2,35 y Heb 4,12. En ambos
trozos se habla de espada que
"penetra en el alma" y "revela-escudriña los pensamientos del
corazón". Esta relación no se le escapó, por ejemplo, a san Ambrosio.
Una vez asentada esta ecuación simbólica espada = palabra de Dios, se
asoma la hipótesis de que la espada
a la que alude Simeón es figura de la palabra de Dios, tal como
se expresa en la enseñanza de Jesús. Efectivamente, esta descodificación
del símbolo espada se armoniza muy bien con el
contexto anterior. Poco antes, Simeón había celebrado a Jesús como luz de
las gentes y gloria de Israel (v.
32). Sus palabras hacen eco a los poemas del Siervo de Yavé (Is 42,6;
49,6). Pues bien, precisamente uno de esos poemas (49,2) presenta al
Siervo de Yavé como un profeta de
cuya boca Dios ha hecho una espada afilada. La imagen, como hemos
visto, fue recogida varias veces en relación con Cristo en el Apocalipsis
( I,16; 2,12.16; 19, 15.21). Pero
también Simeón, al preconizar en Jesús al Siervo de Yavé por excelencia,
parece decir que su palabra es semejante a una espada. Escogiendo esta
orientación exegética (que, lejos de excluir a las demás, puede
perfectamente integrarlas), la imagen de María seria la de una creyente
que, lo mismo que todo Israel, su
pueblo, tendrá que enfrentarse con la palabra del Hijo, simbolizada
místicamente en la espada. Su alma se verá profundamente penetrada por
ella. Efectivamente, siempre en el
tercer evangelio vemos que ella acogía y guardaba los
acontecimientos y las palabras de Jesús (Lc 2,19.51b; cf 8,19-21 y
11.27-28). Con una actitud
sapiencial se esforzaba en sondear su alcance, incluso cuando le procuraban
sufrimientos y no llegaba a comprender todo su sentido (Lc 2,48-51b). Así
pues, María hizo que sus pensamientos se aclarasen y se juzgasen a la luz de
aquella palabra y se conformó a ella con un crecimiento constante. Esto
suponía para ella gozo y dolor.
(gozo, al ver los frutos copiosos que la semilla de la palabra evangélica
producía en ella misma y en cuantos la acogían con un corazón "bueno y
perfecto" (cf Lc 8,15). Dolor,
cuando buscaba angustiada a Jesús en Jerusalén y no comprendió su
respuesta: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que estar en la
casa de mi Padre? Y ellos no
comprendieron sus palabras" (Lc 2,49-50). Conservando en su corazón el
enigma de esa frase, ella "avanzó en la peregrinación de la fe" (LG 58),
no sin pruebas ni oscuridades. Pero
el colmo de la aflicción inundó su espíritu cuando vio a su Hijo rechazado
y crucificado. Obedecer a la voluntad del Padre (¡ella, la madre del
ajusticiado!), permanecer fiel a
las palabras del Hijo sobre todo en aquel momento de tiniebla (cf
Redemptoris Mater 18): he aquí el punto crucial de la transfixión que
esta palabra produjo en las fibras
de María. Según esta exégesis, no seria lógico restringir solamente a la
compasión de la Virgen al pie de la
cruz la profecía de Simeón. Abarca más bien todo el arco de su misión de madre
del Redentor y especialmente el drama del Calvario. ¿No decía acaso
Jesús: "Si alguno quiere venir en
pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz de cada día y sigan" (Lc
9,23)? Abrahán, nuestro padre en la fe, "obedeciendo la llamada
divina, partió para un país que recibiría en posesión, y partió sin saber
a dónde iba" (Hb 11,8). María, madre de los creyentes (cf Jn 19,2627a), aceptó
que su vida se plantease según la
palabra del Señor que le había sido revelada por el ángel (Lc 1,38). Con
su fiat se dispuso a salir de si misma para seguir los caminos de Dios,
que "es más grande que nuestra
conciencia y lo sabe todo" (1Jn 3,20). La Virgen llevaba a su Hijo en los
brazos, pero no se negaba a dejarse
conducir por el Hijo por un camino incierto y difícil; también
para ella se hizo realmente ejemplar la frase de Jesús: "El que pierda su
propia vida por mi, la salvará" (Lc
9,24; cf Mc 8,35; Mt 16,25; Jn 12,25). Contemplada en esta dimensión,
María, además de madre, es hermana nuestra a la hora de compartir la
gozosa fatiga de creer (A. Serra).
El
ejemplo de la Sagrada Familia fue tratado magistralmente por Pablo VI en su
visita al Lugar santo: “Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida
de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí
aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo
y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de
Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi
insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará
descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el
ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario
que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje,
las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se
sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en
esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos
seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo
quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de
Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a
la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!
Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en
esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no
partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de
la lección de Nazaret.
Su
primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera
en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del
espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido,
tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida
moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad,
enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la
doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una
conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior
intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.
Se
nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el
significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza,
su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía
y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del
hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero
redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la
conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí,
bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su
dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos
económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin
más noble”.
María quedó también admirada de la ejemplaridad de Ana, y fue meditando en su
corazón estas cosas, para ser buen instrumento de Dios. Generalmente los padres
pretenden que sus hijos sean su copia y calco fiel: que sus hijos piensen como
ellos, se comporten como ellos, y hasta elijan la misma profesión y modo de
vida. Se corta el cordón umbilical fisiológico, pero se ata al hijo con fuertes
cadenas afectivas, llevando el amor a una excesiva superprotección, cuya
consecuencia inmediata es la inmadurez de los hijos o su franca rebeldía. María
cortó el cordón psicológico y afectivo, pero hizo algo más: creció con su hijo.
Supo callar, supo esperar y, en especial -y esto es algo que le cuesta a todo
padre o madre- supo aprender de su hijo. Amó como nadie a su hijo y,
precisamente por eso, lo respetó como hijo; le dio la oportunidad para que no
fuera «el hijo de María», sino para que fuera Jesús, el Salvador, con una misión
especial y con una forma especial de llevarla a cabo. Sabemos que hoy existe en
nuestras modernas familias un serio problema de relación y de diálogo entre
padres e hijos. Psicológicamente lo explicamos como una falta de desasimiento
por parte de los padres, un apego excesivo -aparentemente a los hijos-, pero que
en el fondo es a sí mismos. Los padres no pueden engendrar hijos para usarlos
como una forma de prolongación... Engendrar un hijo es darle la oportunidad de
ser alguien, un ser libre y un ser distinto a los padres. Si en una primera
etapa el amor de los padres necesita ser amor protector, en una segunda etapa
debe ser amor «promotor». Se trata de una manera distinta de amar; no se ama al
hijo para tenerlo y sentirlo como «mi hijo», sino que se lo ama para que sea
distinto de uno. También los hijos deben aprender a amar a sus padres siendo
distintos de ellos. Generalmente se busca la distinción pero a través de la
rebeldía y de la oposición sistemática. De aquí que madurar en el amor
paterno-filial es una tarea ardua, que exige una gran dosis de renuncia. Es éste
el camino del auténtico amor, entrega de sí mismo, don de sí mismo para el otro,
para su crecimiento y felicidad. Debajo de muchas formas de amar a los hijos se
puede esconder un profundo amor a uno mismo; y generalmente cuando esto sucede,
es fácil descubrir que estos padres no han sabido desprenderse de sus propios
padres. Por no haber resuelto su propia relación filial, no pueden ahora asumir
una actitud madura con sus propios hijos. Leyendo el Evangelio, nadie duda de
que Jesús tuvo una auténtica personalidad y una cabal madurez de hombre. Y justo
es decir que si llegó a ese grado fue por esa presencia discreta de su madre,
que supo estar a su lado, sin hacerse sentir; que lo siguió aun sin comprenderlo
totalmente. Jesús supo sentirse libre ante su madre. Se sabía amado por ella,
pero también respetado en su forma de pensar y de actuar. De la madurez de María
surgió un hijo maduro.
Y
otro elemento más nos aporta Lucas. En este clima de fidelidad a la voluntad de
Dios y de mutuo amor y respeto, "el niño crecía y se robustecía, y se llenaba de
sabiduría”. En aquella familia el niño Jesús encontró la oportunidad para crecer
y desarrollarse. Y no sólo en el aspecto físico sino especialmente en sabiduría,
expresión que podemos traducir: crecía como persona, acumulando criterios y
experiencia de madurez. Su familia fue escuela de sabiduría, esa que es saber
encontrar el camino, que nos señala la voluntad de Dios; tener criterios rectos
de acción; equilibrar sentimientos y actos; tener una meta y un objetivo y saber
aplicar todas las energías en un proyecto digno de ser vivido. Lucas nos da una
fórmula que vale para las familias de todas las épocas: la gran tarea de los
padres es permitir y promocionar la madurez de sus hijos. Esta concepción deja
muy atrás los conceptos del Eclesiástico (primera lectura), con un esquema de
familia patriarcal y de régimen severo y verticalista. En el capitulo 7, 23ss,
el autor del Eclesiástico así se explaya: «¿Tienes hijos? Adoctrínalos, doblega
su cerviz desde su juventud. ¿Tienes hijas? Cuídate de ellas, y no les pongas
cara risueña. Casa a tu hija y habrás hecho gran cosa, pero dásela a un hombre
prudente. ¿Tienes una mujer que te gusta? No la despidas, pero si la aborreces
no te fíes de ella.» La primera lectura de hoy orienta a los hijos hacia el
amor, respeto y ayuda a los padres. El Evangelio avanza un poco más: exige a los
padres una actitud de madurez, de respeto y de libertad a los hijos. Sabemos que
este ideal es difícil, y que cuesta vencer un esquema tradicional de familia, en
la que los padres dominan sobre los hijos, y en la que el padre, por ser varón,
se siente dueño de todos. La fe cristiana, llamada a la libertad y a la
responsabilidad, hoy nos exige que revisemos a fondo nuestro sistema familiar,
primera escuela en la que los hombres deben aprender el camino de la liberación
y del compromiso responsable (Santos Benetti).
La
Eucaristía semanal es un gran medio para vivir el amor en familia. Por eso hemos
escuchado cómo Pablo invitaba a la oración en común: "celebrad la acción de
gracias, que la Palabra de Cristo habite entre vosotros, y todo lo que hagáis
hacedlo en nombre de Jesús". ¿No es ahí, en la oración familiar, en la
Eucaristía celebrada en común, donde mejor pueden las familias alimentar su fe,
su unión, su compromiso diario de amor (J. Aldazábal).
Hoy vemos a Jesús, un Dios inmediato, niño y miembro de una familia. Así puede
ser tratado por todos. Jesús empezó por ser niño, para que no nos asustásemos de
su grandeza y de su misión terrible de la Cruz. Así siente y dice Carlos de
Foucauld. Y esto nos hace meditar. Jesús nos ha traído la seriedad en la vida
concreta, porque es a su través como hemos de caminar hacia el misterio. La vida
inmediata, prosaica, se ha cargado de seriedad porque nos conduce a lo último, a
lo definitivo. No se trata de grandezas "grandes", sino de "pequeñas cosas" que
se hacen grandes. Y este caminar entre cosas inmediatas y pequeñas es el sendero
que conduce a la intimidad con Dios. Es a través de lo inmediato, de la cruz de
cada día, como ha querido que le encontremos. Y esto nos contradice y nos cansa,
porque nos arranca de nuestras veleidades de grandeza. El cumplimiento, el
respeto, la constancia, la comprensión que exige la familia, el círculo
inmediato de nuestras obligaciones diarias, es el banco donde se templa y
troquela nuestra capacidad de acceder a Dios (Carlos Castro). La Palabra hecha
carne se hace familia y vive en familia, inaugura una familia que es la Sagrada
Familia y luego se va extendiendo a otras personas… es la Iglesia, cuando se
acepta el Espíritu y la vida en el amor. «En el abrazo más amoroso, escribe
magistralmente R. Garaudy, se abraza a un ser libre. El amor comienza cuando se
prefiere al otro y no a sí mismo, y cuando se reconoce su diferencia y su
imprescindible libertad... Nada hay más grande que ese saber compartir la
personalidad de cada uno... Un amor que no es la creación continuada de uno por
otro, hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del
verdadero amor". El amor es siempre hijo de la libertad, nunca del dominio. Así
es el amor de Dios. Así fue el amor entre José y María, y de ambos hacia el
Hijo. A veces no lo entendían, pero lo respetaban y se esforzaban por
entenderlo, pues los ojos del corazón penetran en el secreto de la persona.
Nunca se puede llegar al secreto último. Toda persona tiene algo de misterio,
incluso para ella misma, y ahí está su encanto. Si se pudiera analizar fría y
totalmente en el laboratorio, si se pudiera dominar por medio de técnicas
psicológicas, dejaría de ser persona. «Sólo un ser dotado de misterio es, a la
larga, digno de amor... Si un amante tuviera la conciencia de haber conocido o
traspasado con su mirada el objeto de su amor, tal conciencia sería un signo
infalible de que el amor ha llegado a su fin» (H. Urs von Balthasar). Es verdad.
Pero el amor intuye algo de este secreto. Comprende mejor que nadie las
motivaciones últimas, los fines verdaderos, las circunstancias objetivas, todo
lo que hay mucho más adentro de cualquier superficie y muy por debajo de
cualquier apariencia. Sabe distinguir el tono, interpretar el gesto, leer la
mirada, descubrir la intención, adivinar el deseo. ¡Qué lúcido y comprensivo es
el amor! Los clásicos lo pintaban con los ojos vendados; pero ése era el «eros»,
el amor-deseo. Sin embargo, nada tan clarividente y penetrante como el
amor-agape, el amor de caridad. No hay nada tan gratificante como cuando dos
personas se encuentran en profundidad y se sienten incondicionalmente aceptadas
y valoradas. Es como encontrar el tesoro escondido, la dicha que nadie te puede
quitar. Entonces es cuando cada uno tiene derecho a pronunciar el nombre del
otro, un nombre que se pronuncia en verdad y significa conocimiento, porque sólo
se conoce bien lo que se ama. Este encuentro amoroso es el secreto de la
felicidad. El gran engaño, la ofuscación perversa de nuestro tiempo, es poner la
felicidad en el tener, la seducción del dinero, en vez de la seducción del amor
y de la gracia. No hay dinero que pueda comprar la dicha del amor, ni pueda
llenar el vacío de la soledad. Se lo podíamos preguntar a Adán, cuando estaba
solo en el paraíso: suyos eran los tesoros del mundo y era dueño de todas las
cosas, pero su corazón se moría de tristeza y su alma padecía insatisfacciones
angustiosas. Sólo al contemplar a la mujer dio un grito de entusiasmo. Así todo
Adán enamorado podía repetir con el salmo: "Más estimo yo las palabras de tu
boca, que miles de monedas de oro y plata" (Sal. 118, 72); más estimo yo una
sonrisa, una caricia, una presencia, un gesto de amor, que todos los tesoros de
la tierra. No se trata naturalmente de un amor cualquiera, de un amor erótico,
interesado, pasajero. Se trata de un amor auténtico, que llega al fondo de la
persona, que es incondicional y tiende a ser definitivo. Ya decía S. Jerónimo:
"Amistad que puede perderse nunca fue verdadera". Cuando el amor es verdadero,
cuando llega al centro de la persona, ese amor desafía el futuro como la casa
cimentada sobre la roca. En cada familia reverbera la dichosa comunidad divina
donde se hace posible el encuentro, la acogida, el diálogo, la amistad, la
interrelación mutua, el amor más grande, la unión más íntima. En la familia,
cada miembro es amado más de lo que merece, se vive continuamente la gratuidad.
El
amor es comprensivo, da una apertura magnífica para conocer al otro y acercarse
al misterio de la persona, que suele ser mejor de lo que pensamos. Si
conociéramos y comprendiéramos de verdad a las personas, no seríamos tan fáciles
para odiar y condenar. Y la comprensión se da la mano con el perdón. Por muy
grande que sea el amor siempre hay algo que perdonar. Todos los días tendremos
algo que perdonarnos, por los olvidos, por los cansancios, por las
insatisfacciones, por las preocupaciones, por los prejuicios, por las dudas, por
los nervios, por los roces, por los inevitables egoísmos, por las
incomprensiones, por todo tipo de fallos y limitaciones. En la familia, o se
aprende a perdonar o se rompe al día siguiente. Nadie como los padres para
comprender a sus hijos. Y nadie debe conocerse y comprenderse mejor que los
esposos. La comprensión y el perdón son la base para la estabilidad y la armonía
de la familia y de toda comunidad. Se necesita el diálogo valiente, la paciencia
constante, la caridad creciente. Se manifiesta en los pequeños detalles de cada
día, que son los que tejen la trama de la vida. No hay que esperar sólo a las
grandes infidelidades o violentas discusiones. Lo grande se hace a base de
repetir lo pequeño. La comprensión y el perdón no están reñidos con la exigencia
mutua y el esfuerzo de todos: no deben abrir la puerta a la indiferencia, la
dejación, el capricho o la falta de respeto. El sentirme comprendido y perdonado
debe ser para mí la mayor disciplina y el mejor estímulo. La familia es,
efectivamente, un semillero de exigencia y tolerancia, de perdón y
agradecimiento.
Nada hay tan gozoso como el amor, pero nada tan exigente y tan fuerte como el
amor. El es la fuerza que crea la vida, que aglutina familias y comunidades, que
sostiene el mundo. A veces nos asustamos de los desastres originados por las
fuerzas del odio y la violencia. Pero siempre es más fácil destruir que
construir. La no-violencia y el amor son mas fuertes, porque construyen la
sociedad, porque aglutinan a los pueblos. «La no-violencia, escribía Gandhi, es
la fuerza más grande que la humanidad tiene a su disposición. Es más poderosa
que el arma más destructiva inventada por el hombre». La familia se forja para
la creatividad y el crecimiento. El amor es creativo y hace crecer; no es tarta
que se consume, sino tarea que se consuma; no es tesoro que se guarda, sino
semilla que se cultiva: no es nirvana, sino creación continua; no es mirarse el
uno al otro, sino conjuntar miradas y esfuerzos en metas superiores. El amor hay
que conquistarlo en la lucha de cada día. Hay que purificar las actitudes cada
día, hay que cultivar el detalle cada día, hay que limpiar el polvo de la rutina
cada día, hay que ejercitar la paciencia cada día, hay que ofrecer el perdón
cada día.
El
amor hace crecer a las personas. "Un amor que no es la creación continuada de
uno por otro hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo
contrario del verdadero amor" (R. Garaudy). El amor no es dominante ni
absorbente, sino que respeta sumamente al otro y le ayuda a ser él mismo y a
crecer en su propia personalidad. No se puede querer tanto a las personas que
las asfixiemos. El amor hace crecer la vida. A través de los padres, Dios sigue
creando, cultivando la vida, desarrollando el ser. Pero los hijos también hacen
crecer a los padres: no sólo reciben, también dan estímulos vitales
enriquecedores. La familia es así verdadero seminario de humanidad. Benditos los
agricultores todos de la vida.
Todo amor humano es un reflejo del amor divino. Toda familia humana es una
participación de la familia divina. Dondequiera que se cultive el amor y la
vida, allí está Dios. Dios está ahí, ayudando a los esposos a quererse, ayudando
a los padres a prolongarse, ayudando a los hijos a desarrollarse, ayudando a
todos a integrarse desde el respeto, el diálogo y la solidaridad. También la
familia es un templo donde todo puede convertirse en oración. Si santa Teresa
encontraba a Dios entre los pucheros, lo mismo se le puede encontrar entre los
libros, en la cama o en la mesa de trabajo, junto a la lumbre o en el sofá. Y
Dios se hará presente en los besos y abrazos multiplicados, en las lágrimas
compartidas, en los esfuerzos conjuntados, en las esperanzas cultivadas, en los
ideales soñados. Y su presencia será especialmente viva e intensa cuando nace un
niño, cuando triunfa o cuando enferma un hermano, cuando muere un padre. Y una
presencia especialísima cada vez que se reúnen para hacer oración, para escuchar
su palabra e interpretar los acontecimientos. Otro modo de presencia es cuando
las puertas de la casa se abren al amigo o al peregrino, cuando se comparte con
el vecino, cuando se participa en la vida social o se trabaja de cualquier modo
por los demás. Porque la familia siempre ha de estar abierta a los demás y
lanzada hacia el futuro. Contando con esta presencia de Dios en la familia,
todas las dificultades se pueden superar; las gratificaciones prevalecerán sobre
las discusiones, la creatividad sobre las rutinas, la libertad sobre la
costumbre, las satisfacciones sobre los vacíos, la presencia y valores sobre los
problemas, las alegrías sobre las penas, la presencia y amistad sobre la
soledad.
Cristo aporta, pues, a la familia la medicina y el dinamismo necesarios para que
pueda convertirse en un verdadero sacramento. Cristo salva a la familia de las
limitaciones de la carne, de la tiranía del sexo, del aislamiento familiarista,
de la insolidaridad egoísta, de la falta de compromiso, del tradicionalismo a
ultranza, del autoritarismo patriarcal, del sentido posesivo del amor.
Recordemos las palabras de Jesús referentes a los lazos familiares (Mt 10,37;Mt
19,29). O las que utiliza cuando le hablan de su madre (Mc. 3, 33- 35; Lc. Il.
27-28). Cristo cambia el agua insípida del amor humano en el vino generoso y
abundante del amor del Espíritu. La transformación del agua en vino durante unas
bodas es un bello símbolo de la acción de Cristo sobre el matrimonio y la
familia. Cristo purifica, eleva, trasciende el amor de los esposos, de manera
que llegue a ser una imagen del amor de Cristo a la Iglesia. Un amor que sea,
como el suyo, limpio, gratuito, generoso, incondicional, ilimitado, entregado.
No niega nada, sino que lo potencia todo. Aquello de que «la gracia no destruye
la naturaleza, sino que la perfecciona».
Dicho esto, con toda la belleza y la profundidad que encierra, debemos reconocer
que Cristo también cuestiona y relatividad a la familia. Es como si quisiera
romper las paredes de la casa, que la familia sea siempre algo abierto y
dinámico que no se limitará a las relaciones basadas en la carne y la sangre. El
quiere hacer familias más libres y más grandes, enlazadas por los lazos del
Espíritu. El quiere que todos lleguemos a formar una sola familia; ha venido
para eso, para crear la fraternidad y la solidaridad. Dicho de otro modo, si por
una parte Cristo convierte la familia en una Iglesia, convierte, por otra, Ia
Iglesia en una familia para todos. Es la familia de los hijos nacidos, "no de
sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre. sino de Dios" (Jn. 1. 13).
Es la familia de Dios, en la que ya no hay distinción «entre judío y griego;
bárbaro y escita: esclavo y libre: hombre y mujer, ya que todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús» (Gal. 3. 28: Col. 3, 11). Es la familia en la que ya no hay
puertas cerradas ni muros divisorios ni murallas defensivas ni pasos fronterizos
ni bloques cerrados ni pactos beligerantes ni alianzas defensivas ni economías
opresoras. Es la familia en la que todos hablarán la misma lengua, o se
entenderán aunque hablen lenguas distintas, en que la colaboración sustituirá a
la competencia y la solidaridad a la rivalidad y la confianza al miedo y la
ayuda a la explotación. Es la familia del amor.
La
superficialidad, la banalización de las relaciones familiares, la familia ligth,
son un peligro para el amor en la familia de nuestro tiempo. Hoy todo es ligero,
frívolo, efímero, inconsistente, permisivo. Hoy todo es rápido y cambiable:
productos para usar y tirar. Acostumbrados a tantas noticias, tantos sucesos,
tantas emociones, pasamos por ellos alegremente o pasan por nosotros
epidérmicamente. La familia también se ve afectada por esta ola de ligereza. Es
el caso de la metáfora evangélica: la casa cimentada sobre arena, que sucumbe
ante cualquier viento o dificultad. Ligeras y volubles son en tantos casos las
relaciones entre los esposos y entre los padres y los hijos. Se dialoga poco, se
discute mucho, se vive con los nervios desatados, a golpe de gusto. Se vive a
veces con más intensidad fuera que dentro. Hay casas que se convierten en fondas
o en lugar de descanso y esparcimiento. Hay veces que las relaciones son tan
flojas y tan poco consistentes, que a los pocos años ya se han roto y no queda
nada, si acaso traumas y recuerdos. Los folletines o folletones televisivos
ofrecen mil y un ejemplos de este tipo de relaciones.
El
consumismo es la nueva religión del “progreso”: el piso, el chalet, el garaje,
el coche, la moto para los niños, el vídeo, el ordenador, los cuadros, el aire
acondicionado, toda la complicada y variada gama de electrodomésticos...: es
forzoso consumir. Naturalmente, para eso hay que trabajar mucho y trabajar
todos: hay que vivir deprisa y vivir «stressados», a no ser que toque algún tipo
de juego o lotería o «precio justo». Se convive, pues, no para la común-unióm
sino para el común-consumo y disfrute de las cosas. La idolatría del tener.
El
intimismo, la familia como refugio, la idolatría del sofá, la falta de
solidaridad y de compromiso social. Se quiere vivir cómodamente, casi
narcisísticamente, y no se quieren complicaciones de ningún tipo. Es verdad que
la familia está llamada a ser en medio de la sociedad dura, fría, competitiva,
un oasis afectivo y emocional en el que se cultiven las relaciones
individualizadas, personalizantes; en el que la persona no sea tratada como un
número; en el que la intimidad prevalezca sobre la eficacia; en el que cada uno
se sienta gratuitamente aceptado y amado. Pero esta vivencia de intimidad, lejos
de aislar a la familia, la capacita para el trabajo y el compromiso en la
sociedad… hay mucho que hacer en la vida social para proteger la familia.
Aunque la vida se pueda crear en el laboratorio, no se pueden hacer personas en
el laboratorio. La persona es una realidad maravillosa que no se puede
programar. A ver, ¿qué cantidad de besos y caricias necesita un niño para que
llegue a ser persona?; ¿cuántas veces hay que cogerle en brazos o dejarle en la
cuna?; ¿cuántas veces hay que hablarle y sonreírle?; ¿cuántos piropos hay que
decirle?; ¿qué gestos y palabras debe aprender?... El hombre, cuando nace, es el
ser más desvalido. Otros animalitos se valen enseguida por sí mismos. El hombre
necesita mucho tiempo de las atenciones y cariño de los padres. El niño sólo
puede crecer adecuadamente en una «comunidad de vida y amor», y eso es lo que
llamamos familia. Aquí, en este entrañable laboratorio de vida, el ser más
desvalido irá creciendo y desarrollando todas sus potencialidades, hasta llegar
a ser la criatura más admirable del universo: inteligente, libre, creadora. La
familia ofrece los cauces y los medios para el crecimiento. Es en la familia,
donde el niño empieza a conocer su nombre y su identidad; donde se siente
llamado, lo que quiere decir que alguien lo estima y se fija en él; donde se
sabe distinto, con unos valores propios que ha de desarrollar; donde aprende a
soñar y a llenarse de ideales. Aquí empieza a conocer su primera vocación. Cada
hijo, se ha dicho, es «portador de un misterio», con una vocación personal,
única e irrepetible. Es también en la familia donde empieza a enraizarse con los
problemas de los demás, a sentir como suyas las aspiraciones y las luchas de sus
padres, a ser consciente de que quedan mucha casa y mucho mundo por construir.
No le faltarán tareas y compromisos.
Es, por fin, en la familia donde el hombre aprende a vivir la comunión. El vino
a la existencia, porque fue llamado por el amor de dos personas: «Soy amado,
luego existo». Empezó a encontrar una acogida y un cariño que no merecía: la
experiencia de la gratuidad. Aprendió enseguida la necesidad de relacionarse y
de compartir. Y fue aprendiendo poco a poco lo que era el verdadero amor.
«La familia es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo,
por lo que es y no por lo que tiene... El otro no es querido por la utilidad o
el placer que pueda procurar; es querido por sí mismo y en sí mismo. La norma
fundamental es, pues, la norma personalista: toda persona... es afirmada en su
dignidad en cuanto tal, es querida por sí misma… En la familia aprende qué
quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto
ser una persona... El don recíproco de sí por parte del hombre y la mujer crea
un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus
potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su
destino único e irrepetible» (Juan Pablo II). No sabemos hasta qué punto el
hombre necesita de los hombres para todo. Los necesita hasta para conocer su
nombre. ¿Qué sabría el hombre de sí, de sus cualidades y sus capacidades, si
nunca fuera llamado? La primera llamada la tiene en la familia, y la primera
interpelación y la primera oportunidad y la primera exigencia y, sobre todo, el
primer amor. Y ya sabemos que siempre el amor y sólo el amor es personalizante;
la persona sólo se realiza en la red del amor. Y la familia es la más hermosa
red de amor, fina y fuertemente entrelazada. No hay laboratorios ni comunas que
la sustituyan.
Acabamos con una oración: “Hoy, Señor, te damos gracias por nuestra familia. Gracias, Señor, por nuestros padres: siendo jóvenes quisieron complicarse la vida y me trajeron al mundo. Me han colmado de amor y me han enseñado a amar. Han llenado mi vida de besos, de caricias, de cuidados, de regalos... Y me acompañan dando seguridad a mis años. Gracias, Señor, por los padres de mis padres, mis abuelos. Su cariño, su ternura y su paciencia, sus consejos y relatos son la mejor reserva de felicidad. Gracias, Señor, por nuestros hijos, que son tuyos, pues son tu bendición a nuestro amor. Haz que crezcan sanos, que aprendan y que jueguen y sean felices. Ellos son la ilusión de nuestra vida, nuestro gozo. Gracias por los tíos y primos y parientes: todos nos hacen sentir unidos, acompañados, arraigados y seguros. Ayúdanos, Señor, a crecer en el amor y repartirlo, a crecer en experiencia y compartirla. Conserva nuestra familias unidas en el amor, para que entre todasconstruyamos el mundo sobre la solidaridad”.