II Domingo despues de Navidad, Ciclo B
San Juan 1,1-18: Celebramos que Jesús es la sabiduría de Dios que viene a llenar de sentido nuestra vida

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del libro del Eclesiástico 24,14.12-16: La sabiduría hace su propio elogio, se gloría en medio de su pueblo. Abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus Potestades. En medio de su pueblo será ensalzada y admirada en la congregación plena de los santos: recibirá alabanzas de la muchedumbre de los escogidos y será bendita entre los benditos. Entonces el Creador del Universo me ordenó, el Creador estableció mi morada: —Habita en Jacob, sea Israel tu heredad. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. En la santa morada, en su presencia ofrecí culto y en Sión me estableció; en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder. Eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad. 

Sal 147,12-13.14-15.19-20: R/. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

Glorifica al Señor, Jerusalén, / alaba a tu Dios Sión: / que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, / y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.

Ha puesto paz en tus fronteras, / te sacia con flor de harina; / él envía su mensaje a la tierra, / y su palabra corre veloz.

Anuncia su palabra a Jacob, / sus decretos y mandatos a Israel; / con ninguna nación obró así, / ni les dio a conocer sus mandatos.  

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1,3-6. 15-18: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales, en el cielo. Ya que en El nos eligió, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia, por amor. Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo, conforme a su agrado; para alabanza de la gloria de su gracia, de la que nos colmó en el Amado. Por lo que yo, que he oído hablar de vuestra fe en Cristo, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos. 

Lectura del santo Evangelio según San Juan 1,1-18 (El texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad):

En el principio ya existía la Palabra, / y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe No era él la luz, sino testigo de la luz.]

La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

[Juan da testimonio de él y grita diciendo: —Este es de quien dije: «El que viene detrás de mi, pasa delante de mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.] 

Comentario: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos”, dice la Antífona de Entrada, y la oración colecta pide al Señor “que la tierra se llene de tu gloria y que te reconozcan los pueblos por el resplendor de tu luz”, "Para que conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve el amor de lo invisible" (prefacio I de Navidad). Las lecturas de este domingo constituyen un repaso a la historia de la salvación: El designio de salvación contenido en Dios Padre se actualiza en Jesús, el Hijo encarnado. Por medio de él, que entra a formar parte de la realidad creada, el mundo entero se llena de la salvación de Dios. La entrada de Cristo en el mundo es la revelación de Dios, una revelación que los hombres podemos conocer y acoger personalmente. Hoy como siempre algunos piensan que "Dios no sirve para nada", y le rechazan…

1. Si 24,1-4.12-16: La sabiduría es una manifestación de Dios: es perfume de espliego y aroma exquisito, es terebinto de ramaje frondoso y acogedor bajo cuya sombra caben todos los hombres sin distinción, sus frutos son dulces como la miel, y sus flores, abundantes… estamos en la parte central del libro del Eclesiástico, "Sabiduría de Jesús Ben-Sirac". Se trata de una personificación poética semejante a la usual en nuestros autos sacramentales. Sin embargo, esta función literaria ha dado pie para interpretar el texto refiriéndolo al Verbo o Sabiduría del Padre. La sabiduría de Dios estuvo presente en la obra de la creación: en lo alto del cielo y en el abismo del mar, y anduvo dispersa entre todos los pueblos de la tierra (vv. 7-11 de la Vulgata). Salió de la boca del Altísimo (v. 5 de la Vulgata); se manifestó en el principio de todas las cosas cuando el Espíritu de Dios "cubría las aguas" y daba orden, hermosura y concierto al caos; se manifestó también al principio de la historia de la salvación cuando Israel echó a caminar por el desierto y hacia el futuro de Dios ("mi trono -dice la Sabiduría- era una columna de nube", v.7 de la Vulgata, cfr. Ex 13, 21 ss), y, por fin, plantó su tienda en medio de Jacob. Este descenso y corrección de la Sabiduría de Dios hasta plantar su tienda en medio del pueblo elegido es ciertamente como un preludio de la encarnación del Verbo. Para el autor, el culto en el Templo de Jerusalén es obra de la Sabiduría porque es, al igual que el orden en el cosmos, la manifestación de Dios sapientísimo. Además, el culto se hallaba codificado en la Ley, que en 24, 23 s., se identifica con la Sabiduría. Con la venida de Cristo al mundo, que es toda la Sabiduría de Dios en persona y hecha carne, la Sabiduría está plantada en medio de la Iglesia entendida como comunidad de creyentes y nuevo Israel (“Eucaristía 1987”).

Cuando la persona de Jesús aparezca entre los hombres, la certeza de la presencia de lo divino entre nosotros será absoluta. Esta certeza supera incluso el orden de lo moral para dar también valor a lo personal, a la propia sabiduría ante Dios. Este es un paso dentro de la línea sapiencial del A.T.: identificar la sabiduría con la ley. Además el contexto en que esta identificación se realiza no es ya a nivel personal sino especialmente a nivel de "asamblea del Señor" (cf. Eclo 15, 5). Esta permanencia de la sabiduría, según el pensar unánime de la tradición, empalma con la realidad de Jesús, con su misión para siempre. Así como la ley es alabada y honrada, recibe los elogios y la admiración de sus seguidores; así Jesús: por la identificación entre la predicación de su reino y su propia persona, por la fidelidad y la autenticidad de su vida y mensaje, merecerá el elogio de la perpetuidad. La sabiduría se atribuye funciones sacerdotales, primero en el santuario del desierto (Ex 25-28), después en el templo de Jerusalén. Ben Sirá está muy unido al sacerdocio (45, 6-25) y al culto, que presenta como sabiduría divina, porque este culto está codificado por la ley. Además el lugar único e ideal del culto es Jerusalén, lugar donde se manifestará la gloria de la ley, y posteriormente la gloria de Jesús. El pueblo, como elemento que corrobora la ley, es imprescindible en el A.T.: en último término, es Israel quien está dentro de la ley. El pueblo es el que va a aceptar la nueva configuración de la sabiduría. Israel tiene conciencia de su elección colectiva, de su personalidad como pueblo. El pueblo, como tal, acepta o rechaza la ley; el pueblo, como tal, se aparta o se acerca a la ley. En Jesús, sin olvidar este aspecto comunitario, entrará a contar también el aspecto de lucha personal (“Eucaristía 1986”).

El cap. 24 del libro del Eclesiástico constituye el núcleo doctrinalmente más importante de la obra. Precedido y seguido de proverbios de estilo tradicional, nos ofrece, en el centro del libro, un discurso de gran belleza literaria y de excepcional importancia teológica. Parecería que su lugar propio sería más bien el principio, como prólogo, o el final, como conclusión. El cuarto evangelio, efectivamente, aprovecha este tema para su prólogo (que hoy leemos). La Palabra o Sabiduría se gloría de tener como lugar de estancia el cielo (v. 4), pero también de tener como obra y posesión el mar, la tierra y todos los pueblos (vv. 5-6). El prólogo del cuarto evangelio lo resume, sin imágenes poéticas, diciendo que la Palabra "en el principio estaba junto a Dios", y que por medio de ella "se hizo todo".

Dios había establecido con Israel una relación más íntima que con el resto de la creación. El autor del Eclesiástico lo expresa diciendo que el Creador ordenó a su Palabra que plantase su tienda en Israel (v.8). La Tienda, y la columna de nube que más arriba también ha citado (v.4) eran como sacramentos de la presencia de Yahvé en medio de su pueblo, cuando después de sacarlo con mano poderosa de Egipto lo acompañó durante cuarenta años por el desierto, hasta introducirlo en la tierra prometida. Entonces la antigua Tienda del desierto desapareció, siendo reemplazada por el Templo Santo (v.10). La Palabra está al propio tiempo íntimamente unida a Dios y distinta de él: le da culto desde el Templo, en Sión (v.10). Por esta presencia y esta liturgia Israel se convierte en "un pueblo glorioso", "la porción del Señor, su heredad" (v. 12). Todo ello, evidentemente, no son abstracciones metafísicas, sino teología de la historia, historia de la salvación: éxodo, la marcha por el desierto, la Ley dada en el Sinaí, la conquista de la tierra, la elección de David (implícita en la mención de Sión y Jerusalén, vv. 10-11) y el Templo de Salomón. No nos debe extrañar, pues, que para el evangelista, que veía en el misterio de Cristo la culminación de toda la historia salvífica, estos versículos se convirtieran en "...la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria" (Jn 1,14), y que, anticipándose al orden de los sinópticos, tenga prisa para contarnos la subida de Jesús al Templo para purificarlo (Jn 2,13-22). Concluido el discursos de la Sabiduría de Eclo 22, el autor nos advierte que todo lo que lleva dicho se encuentra en el libro de la Ley de Moisés (Eclo 24,23). Análogamente, el autor del cuarto evangelio, al terminar su prólogo proclama que si Dios dio la Ley por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo (v.17). "Gracia y verdad" citadas ya en el v.14, el de la encarnación, y de nuevo ahora, en el v.17, eran atributos con que se había revelado Dios a Moisés en el Sinaí, como un Dios fiel en el amor. La Ley quería solo custodiar ese amor, esperando la venida del Hijo único (v.18: Hilari Raguer).

2. El Salmo 147 es una alabanza a Cristo, que sacia con pan -flor de harina-, que nos nutre de Sí, como grano caído en tierra, "y si, ya aquí abajo, Jesús nos conforta dándonos a comer su propia Carne, ¿cómo saciará en el Cielo a quienes les desborde con la luz de su Divinidad?" (Casiodoro). La Iglesia es la nueva  Jerusalén a quien Cristo exhorta a alabar al Padre por los bienes espirituales que le  concede, entre los cuales el supremo es la Santísima Eucaristía. San Agustín,  glosando la generosidad de Dios, decía: 'Plus dare nescivit, plus dare non potuit, plus dare  non habuit' (No supo dar más, no pudo dar más, no tuvo más que dar). Por medio de ella, el  Señor nos comunica una vida nueva para nuestra prosperidad espiritual y recibimos, a la  vez, el sacramento de la unidad y la caridad fraterna.

Es un himno de alabanza a Dios Señor de todo y cuya bondad se  manifiesta en toda clase de beneficios. Para los pueblos rurales de otros tiempos, la "ciudad", rodeada de murallas y protegida por sólidas puertas, era el símbolo de la seguridad. Para los pueblos flagelados por el hambre, el "pan" en abundancia es símbolo  de la felicidad y de la vida. La interpretación tipológica que la Liturgia hace de este salmo, por medio de las  antífonas, y los comentarios de Agustín, constituyen el cauce por donde podría  discurrir este momento meditativo de la salmodia: Dios Padre envía su mensaje, su  Palabra, a la tierra. Es su Hijo que ha sido puesto para caída y resurrección de muchos (Lc  2,32). S. Gregorio de Nisa comenta que "el hombre, paralizado por el frío del paganismo y penetrado por  el calor del Espíritu Santo, se funde bajo los rayos del Verbo para transfigurarse en fuente  que salta hasta la vida eterna" (Jn 4: 14).

Dios "envía su palabra a la tierra... y su Verbo la recorre...".  Se trata de una "palabra" casi personificada, que tiende a ser distinta de quien la profiere.  El autor del salmo no podía pensar en una tal perspectiva, pero nosotros no podemos  olvidar las palabras de San Juan: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Juan  1,14). Sí, Jesús fue la mejor "expresión" de Dios. Sus hechos, sus gestos, sus palabras,  nos hablan mejor de Dios que todos los estudios que se han hecho sobre El. El es "verdaderamente la Palabra" de Dios en el mundo. "Gracias, Señor, por habernos revelado tu Palabra, por habernos dado tu Ley. ¡No  hizo tal con pueblo alguno! Ningún otro conoció sus voluntades". He ahí una alegría plena,  desconocida para los que tienen lleno el vientre y realizan prósperos negocios. Hacer la voluntad de Dios: íntima satisfacción que cualquier hombre, aun el más pobre, puede  disfrutar. Los hombres ahítos nunca sabrán las alegrías de que se privan, cerrándose a las  perspectivas de lo invisible. El hombre no vive solamente de pan. La promoción del hombre  no es asunto de aumento de salario o de poder de compra, sino también de mayor  participación en la "cultura", en el "arte"... Y también la posibilidad de oración y relación con  Dios. "El aspecto más sublime de la dignidad humana, es esta vocación del hombre para  entrar en comunión con Dios" (Concilio Vaticano II. Gaudium et spes, 19). El hombre tiene hambre de Dios. Cuando el hombre se hace las preguntas más  radicales, las fundamentales, sólo las puede resolver en Dios. ¿Qué es el hombre? ¿Qué  significan el sufrimiento, el mal, la muerte, que subsisten a pesar de tantos progresos? ¿De  qué sirven estas victorias pagadas a tan alto precio? ¿Qué sucederá después de esta  vida? ¿Por qué el hombre es ilimitado en sus deseos, conociendo muy bien sus límites? A  todas estas preguntas, no hay respuesta en el sistema cerrado sobre el hombre. Pero, ¿por  qué el hombre se encierra en sí mismo? En ciertos momentos, especialmente en los  grandes acontecimientos de la vida, nadie puede evitar este género de interrogantes.  Solamente Dios los puede responder plenamente. "¡Glorifica al Señor, Jerusalén! ¡Alaba a  tu Dios, oh Sión! ¡Qué alegría es la tuya, comparada con aquellos que la ignoran!" (Noel Quesson).

Juan Pablo II comentó este cántico en honor de la creación y de la redención así: “El Lauda Ierusalem, que acabamos de proclamar, es frecuente en la liturgia cristiana. A menudo se entona el salmo 147 refiriéndolo a la palabra de Dios, que "corre veloz" sobre la faz de la tierra, pero también a la Eucaristía, verdadera "flor de harina" otorgada por Dios para "saciar" el hambre del hombre (cf. vv. 14-15). Orígenes, en una de sus homilías, traducidas y difundidas en Occidente por san Jerónimo, comentando este salmo, relacionaba precisamente la palabra de Dios y la Eucaristía:  "Leemos las sagradas Escrituras. Pienso que el evangelio es el cuerpo de Cristo; pienso que las sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando dice:  el que no coma mi carne y no beba mi sangre (Jn 6, 53), aunque estas palabras se puedan entender como referidas también al Misterio (eucarístico), sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es verdaderamente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio (eucarístico), si se nos cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando escuchamos la palabra de Dios, y se derrama en nuestros oídos la palabra de Dios, la carne de Cristo y su sangre, y nosotros pensamos en otra cosa, ¿no caemos en un gran peligro?" Los estudiosos ponen de relieve que este salmo está vinculado al anterior, constituyendo una única composición, como sucede precisamente en el original hebreo. En efecto, se trata de un único cántico, coherente, en honor de la creación y de la redención realizadas por el Señor. Comienza con una alegre invitación a la alabanza:  "Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa" (Sal 146, 1).

En el primer momento (cf. vv. 13-14) entra en escena la acción histórica de Dios. Se describe mediante una serie de símbolos que representan la obra de protección y ayuda realizada por el Señor con respecto a la ciudad de Sión y a sus hijos. Ante todo se hace referencia a los "cerrojos" que refuerzan y hacen inviolables las puertas de Jerusalén. Tal vez el salmista se refiere a Nehemías, que fortificó la ciudad santa, reconstruida después  de la experiencia amarga del destierro en Babilonia. La puerta, por lo demás, es un signo para indicar toda la ciudad con su solidez y tranquilidad. En su interior, representado como un seno seguro, los hijos de Sión, o sea los ciudadanos, gozan de paz y serenidad, envueltos en el manto protector de la bendición divina. La imagen de la ciudad alegre y tranquila queda destacada por el don altísimo y precioso de la paz, que hace seguros sus confines. Pero precisamente porque para la Biblia la paz (shalôm) no es un concepto negativo, es decir, la ausencia de guerra, sino un dato positivo de bienestar y prosperidad, el salmista introduce la saciedad con la "flor de harina", o sea, con el trigo excelente, con las espigas colmadas de granos. Así pues, el Señor ha reforzado las defensas de Jerusalén (cf. Sal 87, 2); ha derramado sobre ella su bendición (cf. Sal 128, 5; 134, 3), extendiéndola a todo el país; ha dado la paz (cf. Sal 122, 6-8); y ha saciado a sus hijos (cf. Sal 132, 15)”, y, después de anunciar la Palabra que viene a la tierra, “se vuelve al Señor de la historia, del que se había partido. La Palabra divina trae a Israel un don aún más elevado y valioso, el de la Ley, la Revelación. Se trata de un don específico:  "Con ninguna nación obró así ni les dio a conocer sus mandatos" (v. 20). Por consiguiente, la Biblia es el tesoro del pueblo elegido, al que debe acudir con amor y adhesión fiel. Es lo que dice Moisés a los judíos  en el Deuteronomio:  "¿Cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4, 8).

Del mismo modo que hay dos acciones gloriosas de Dios, la creación y la historia, así existen dos revelaciones:  una inscrita en la naturaleza misma y abierta a todos; y la otra dada al pueblo elegido, que la deberá testimoniar y comunicar a la humanidad entera, y que se halla contenida en la sagrada Escritura. Aunque son dos revelaciones distintas, Dios es único, como es única su Palabra. Todo ha sido hecho por medio de la Palabra -dirá el Prólogo del evangelio de san Juan- y sin ella no se ha hecho nada de cuanto existe. Sin embargo, la Palabra también se hizo "carne", es decir, entró en la historia y puso su morada entre nosotros (cf. Jn 1, 3. 14)”.

3. La carta a los Efesios, al igual que el Evangelio de Juan, habla de una re-creación del mundo, por eso los vv. 3-6, nos invitan a valorar la bendición “en Cristo” y la elección para “que fuéramos santos e irreprochables en su presencia”. El autor de la carta agradece (v. 16) y suplica a Dios (v. 17) para que a los efesios se les “conceda un espíritu de sabiduría y de revelación” y, con el “corazón” iluminado “puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados” (v. 18). En suma: Dios nos ha elegido, nos bendice e ilumina para que valoremos la esperanza a la que fuimos llamados. Dios comparte su vida, su plan de salvación y, lejos de una mirada negativa, confía en el ser humano para llevarlo a cabo: saber valorar esto es lo esencial.

En la catequesis, Juan Pablo II comentó el espléndido himno de "bendición", con el que inicia la carta a los Efesios: “Se comienza con un "antes" que precede al tiempo y a la creación: es la eternidad divina, en la que ya se pone en marcha un proyecto que nos supera, una "pre-destinación", es decir, el plan amoroso y gratuito de un destino de salvación y de gloria. En este proyecto trascendente, que abarca la creación y la redención, el cosmos y la historia humana, Dios se propuso de antemano, "según el beneplácito de su voluntad", "recapitular en Cristo todas las cosas", es decir, restablecer en él el orden y el sentido profundo de todas las realidades, tanto las del cielo como las de la tierra (cf. Ef 1,10). Ciertamente, él es "cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo" (Ef 1,22-23), pero también es el principio vital de referencia del universo. Por tanto, el señorío de Cristo se extiende tanto al cosmos como al horizonte más específico que es la Iglesia. Cristo desempeña una función de "plenitud", de forma que en él se revela el "misterio" (Ef 1,9) oculto desde los siglos y toda la realidad realiza -en su orden específico y en su grado- el plan concebido por el Padre desde toda la eternidad… san Juan Crisóstomo… reflexiona con gratitud en la "bendición" con que hemos sido bendecidos "en Cristo": "¿Qué te falta? Eres inmortal, eres libre, eres hijo, eres justo, eres hermano, eres coheredero, con él reinas, con él eres glorificado. Te ha sido dado todo y, como está escrito, "¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm 8,32). Tu primicia (cf. 1 Co 15,20.23) es adorada por los ángeles, por los querubines y por los serafines. Entonces, ¿qué te falta?". Dios hizo todo esto por nosotros -prosigue el Crisóstomo- "según el beneplácito de su voluntad". ¿Qué significa esto? Significa que Dios desea apasionadamente y anhela ardientemente nuestra salvación. "Y ¿por qué nos ama de este modo? ¿Por qué motivo nos quiere tanto? Únicamente por bondad, pues la "gracia" es propia de la bondad" (ib., 13). Precisamente por esto -concluye el antiguo Padre de la Iglesia-, san Pablo afirma que todo se realizó "para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido hijo, redunde en alabanza suya". En efecto, Dios "no sólo nos ha liberado de nuestros pecados, sino que también nos ha hecho amables...: ha adornado nuestra alma y la ha vuelto bella, deseable y amable". Y cuando san Pablo declara que Dios lo ha hecho por la sangre de su Hijo, san Juan Crisóstomo exclama: "No hay nada más grande que todo esto: que la sangre de Dios haya sido derramada por nosotros. Más grande que la filiación adoptiva y que los demás dones es que no haya perdonado ni a su propio Hijo (cf. Rm 8,32). En efecto, es grande que nos hayan sido perdonados nuestros pecados, pero más grande aún es que eso se haya realizado por la sangre del Señor" (ib., 14)”.

Todo esto es “de gran densidad teológica y espiritual, expresión admirable de la fe y quizá de la liturgia de la Iglesia de los tiempos apostólicos… Ella inicia en el eterno proyecto divino, que Cristo está llamado a realizar. En este designio brilla ante todo nuestra elección para ser "santos e irreprochables", no tanto en el ámbito ritual -como parecerían sugerir estos adjetivos utilizados en el Antiguo Testamento para el culto sacrificial-, cuanto "por el amor" (cf. v. 4). Por tanto, se trata de una santidad y de una pureza moral, existencial, interior. Sin embargo, el Padre tiene en la mente una meta ulterior para nosotros: a través de Cristo nos destina a acoger el don de la dignidad filial, convirtiéndonos en hijos en el Hijo y en hermanos de Jesús (cf. Rm 8, 15.23; 9, 4; Ga 4, 5). Este don de la gracia se infunde por medio de "su querido Hijo", el Unigénito por excelencia (cf. vv. 5-6)... Ahora la mirada es más amplia y cósmica, además de incluir la dimensión eclesial más específica de la obra de Cristo. Él ha reconciliado "en sí todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1,20). Concluyamos… con las palabras de un texto conservado en un antiguo papiro del siglo IV: "Nosotros te invocamos, Señor Dios. Tú lo sabes todo, nada se te escapa, Maestro de verdad. Has creado el universo y velas sobre cada ser. Tú guías por el camino de la verdad a aquellos que estaban en tinieblas y en sombras de muerte. Tú quieres salvar a todos los hombres y darles a conocer la verdad. Todos juntos te ofrecemos alabanzas e himnos de acción de gracias". El orante prosigue: "Nos has redimido, con la sangre preciosa e inmaculada de tu único Hijo, de todo extravío y de la esclavitud. Nos has liberado del demonio y nos has concedido gloria y libertad. Estábamos muertos y nos has hecho renacer, alma y cuerpo, en el Espíritu. Estábamos manchados y nos has purificado. Te pedimos, pues, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo: confírmanos en nuestra vocación, en la adoración y en la fidelidad". La oración concluye con la invocación: "Oh Señor benévolo, fortalécenos con tu fuerza. Ilumina nuestra alma con tu consuelo... Concédenos mirar, buscar y contemplar los bienes del cielo y no los de la tierra. Así, por la fuerza de tu gracia, se dará gloria a la potestad omnipotente, santísima y digna de toda alabanza, en Cristo Jesús, el Hijo predilecto, con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén"”.

Comentaba san Josemaría Escrivá: “No me gusta hablar de elegidos ni de privilegiados. Pero es Cristo quien habla, quien elige. Es el lenguaje de la Escritura: ‘elegit nos in ipso ante mundi constitutionem -dice San Pablo- ut essemus sancti’. Nos ha escogido, desde antes de la constitución del mundo, para que seamos santos. Yo sé que esto no te llena de orgullo, ni contribuye a que te consideres superior a los demás hombres. Esa elección, raíz de la llamada, debe ser la base de tu humildad. ¿Se levanta acaso un monumento a los pinceles de un gran pintor? Sirvieron para plasmar obras maestras, pero el mérito es del artista. Nosotros -los cristianos- somos sólo instrumentos del Creador del mundo, del Redentor de todos los hombres”.

4. Jn 1. 1-18: El prólogo del evangelio de Jn es un himno solemne -en siete estrofas de estructura semita- al Logos, al Verbo, revelación del Padre en Cristo. En este prólogo están ya presentes los grandes temas del evangelio: el Verbo, la vida, la luz, la gloria, la verdad. Y las fuertes contraposiciones: Luz-tinieblas; Dios-mundo; fe-incredulidad. Dos veces resuena la voz del testigo: Juan Bautista. La idea de fondo es la plenitud de la revelación que nos ha traído el Verbo. Ha salido del Padre y se ha hecho hombre. También de la Sabiduría se dice que estaba en Dios (Pr 8. 30), pero la sabiduría era una personificación literaria. La Palabra en cambio, es una persona, es Dios, es la última palabra que Dios ha pronunciado (Hb 1. 3). En la Palabra hay vida y la vida era luz. Luz que brilla en las tinieblas. La llegada de Jesús divide la historia en dos partes. Tinieblas antes de Jesús, luz después de él y nos coloca en una alternativa: ser hijos de la luz o hijos de las tinieblas. Jesús es la luz verdadera no tanto en contraste con Juan sino con el A.T. Es la luz verdadera porque en él se cumplen las promesas. La Palabra se hizo carne. Así clarifica que la revelación definitiva de Dios no es una sombra, un sueño, una ilusión sino una realidad tangible. Juan lo reafirma en el prólogo de su primera carta. Ha venido para acampar entre nosotros. Este ha sido siempre el modo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Desde la revelación en el Sinaí, Dios ha estado en medio de su pueblo. La tienda primero, el templo después, fueron los modos de presencia. Ahora esta presencia se ha hecho real y viva con la vida del hombre. La encarnación es el primer momento de esta morada de Dios entre los hombres y tendrá su realización plena en la resurrección (P. Franquesa). Dios se acerca a los hombres hasta el punto de hacerse uno de ellos: "carne". Esta fórmula de Juan, "la palabra se hizo carne", es una afirmación del misterio de la encarnación del Hijo; del paso de la existencia eterna de la palabra de Dios, al comienzo de su existencia histórica y de su aparición en el mundo. Pero no es ésa la intención principal del evangelista. Juan intenta, sobre todo, destacar que Jesús de Nazaret, palabra de Dios hecha carne, no es una apariencia, una sombra o un fantasma. La revelación definitiva de Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto su tienda entre nosotros. Desde el momento de la venida del Hijo al mundo en la debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios entre los hombres. El cuerpo de Jesús se convierte, por su muerte y su resurreción, en el templo de la presencia de Dios. El es la verdad y la vida de Dios hecha carne (“Eucaristía 1988”).

“Y la palabra se hizo carne”. Repite “el Evangelio de la tercera misa de Navidad (Jn 1,1-18), lo amable y familiar del nacimiento de Jesucristo en el establo de Belén parece ser arrebatado hacia la extraña magnitud del misterio –comentaba Ratzinger-. No se habla aquí del Niño y de su madre, como tampoco de los pastores y de sus ovejas ni del cántico de los ángeles que anuncia a los hombres la paz que proviene de la gloria de Dios. / Y sin embargo, hay cosas en común con los otros relatos: también este Evangelio habla de la luz que brilla en las tinieblas; habla de la gloria de Dios, que podemos contemplar en la Palabra hecha carne como gracia, y habla del Señor que no fue recibido por los suyos. / Así, a través de esas palabras misteriosamente magnas se hace visible de pronto el establo en el que debía nacer el Hijo de David porque no había lugar para él en la ciudad. / Del mismo modo, una escucha más atenta y honda puede reconocer por cierto que el Evangelio del día no dice otra cosa que el de la Nochebuena, y que todos los evangelistas no anuncian sino un único evangelio. Sólo que parten desde distintas perspectivas. / Lucas y, de forma semejante, Mateo narran la historia terrena y abren a partir de ella el camino hacia el actuar oculto de Dios/Juan, el águila, mira desde el misterio de Dios y muestra cómo ese misterio llega hasta el establo, hasta la carne y la sangre del ser humano. ¿Cuál es, propiamente, su intención? ¿Qué quiere decirnos la Iglesia para el día de Navidad y, a partir de él, para el año entero, para nuestra vida en general, cuando nos presenta este texto de solemne austeridad, cuando en realidad esperaríamos que se nos anuncien las cálidas palabras de la historia de la Natividad?

Sí: mi vida tiene sentido. ¿Puede ser así? Este Evangelio forma parte de la liturgia de Navidad desde remotísimos tiempos porque contiene la frase que indica el motivo de nuestra alegría, el contenido propio de la fiesta: «la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (1,14). / En Navidad no celebramos el día del nacimiento de un gran hombre cualquiera como los hay tantos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia. / Cierto, la condición lozana, pura y abierta de un niño es fuente de esperanzas. Nos da ánimos para contar con nuevas posibilidades del ser humano. Pero si nos aferramos demasiado a esto solo, al nuevo comienzo de la vida en el niño, al final podría quedarnos sólo tristeza: también esto nuevo perderá su lozanía. También el niño deberá entrar en la pugna de la competencia de la vida y participar de sus componendas y humillaciones, y al final será botín de la muerte al igual que todos nosotros. / Si no tuviéramos otra cosa que celebrar más que el idilio del nacimiento y del ser niño, al final no nos quedaría idilio alguno. Al final sólo nos queda el eterno morir y devenir, y se puede preguntar si el nacer no es propiamente algo triste, puesto que, al fin y al cabo, no conduce sino a la muerte. Por eso es tan importante que, aquí, haya sucedido algo más: la Palabra se hizo carne. / «Este niño es Hijo de Dios», nos dice uno de nuestros antiguos y hermosos cánticos navideños. Aquí ha sucedido lo tremendo, lo inimaginable y, sin embargo, al mismo tiempo lo siempre esperado, y hasta lo necesario: Dios ha venido a nosotros. Se ha unido al hombre de forma tan indisoluble que ese hombre es verdaderamente Dios de Dios, Luz de Luz, y sigue siendo verdadero hombre. / El eterno Sentido del mundo ha llegado a nosotros de forma tan real y verdadera que se lo puede tocar y mirar (véase 1 Jn 1,1). Pues lo que Juan llama «la Palabra» significa en griego al mismo tiempo tanto como «el sentido». Por eso podríamos traducir, con toda justeza: «el Sentido se hizo carne». / Pero este Sentido no es simplemente una idea general que se encuentra escondida dentro del mismo mundo. El Sentido se vuelve hacia nosotros. El Sentido es una palabra, una interpelación que se nos dirige. El Sentido nos conoce, nos llama, nos conduce. El Sentido no es una ley general en la que desempeñamos algún tipo de papel. Ese Sentido está pensado de forma totalmente personal para cada uno. El mismo es persona: es el Hijo del Dios vivo, que nació en el establo de Belén. / A muchas personas -de alguna manera a todos nosotros-, esto nos parece demasiado bello para que sea verdad. Se nos dice, en efecto: hay un sentido detrás de todo ello. Y ese sentido no es una rebelión impotente contra el sinsentido. El Sentido tiene poder. El Sentido es Dios. Y Dios es bueno. Dios no es cierto ser supremo que se encuentra lejos y al que nunca es posible acercarse. El está muy cerca, al alcance de nuestra voz, siempre accesible. Dios tiene tiempo para mí, tanto tiempo que estuvo acostado como hombre en el pesebre y mantiene eternamente su condición humana. / Nos preguntamos, una y otra vez: ¿es posible esto? ¿Guarda correspondencia con Dios el que sea un niño? No queremos creer que la verdad sea hermosa. Según nuestra experiencia, la verdad es a fin de cuentas casi siempre cruel y sucia: y cuando alguna vez parece no serlo, cavilamos tanto y le damos tantas vueltas que, al final, seguimos teniendo razón con nuestro recelo. / Del arte se afirmó una vez que sirve a lo bello y que lo bello, a su vez, es splendor veritatis, el esplendor de la verdad, su luminosidad interior. Hoy en día, sin embargo, en la mayoría de los casos el arte ve su tarea suprema en desenmascarar al hombre como un ser sucio y asqueroso. / Si pensamos en los dramas de Bertolt Brecht, encontramos que, también en su caso, toda la genialidad del poeta está dirigida al desvelamiento de la verdad, pero no ya para mostrar su esplendor sino para indicar que la verdad es sucia, que la suciedad es la verdad. El encuentro con la verdad ya no ennoblece sino que denigra. De ahí la burla contra la Navidad, la ridiculización de nuestra alegría. / Y así es: si Dios no existe, no queda luz alguna sino sólo la sucia tierra. En ello estriba la verdad realmente trágica de este tipo de «poesía».

Dios quería y quiere nuestro amor. «Los suyos no la recibieron» (1,11), dice el prólogo de san Juan sobre la Palabra encarnada. Al final, preferimos nuestra empecinada desesperación a la bondad de Dios que quisiera tocar nuestro corazón desde Belén. Al final, somos demasiado orgullosos como para dejarnos redimir. / «Los suyos no la recibieron»: el abismo de esta frase no se agota en la historia de la búsqueda de albergue que solemos representar una y otra vez con tanto amor en nuestro teatro popular navideño. Tampoco se agota con el llamamiento moral a pensar en los sin techo que pueblan el mundo entero y nuestras propias ciudades, por importante que sea tal llamamiento. Esa frase toca algo más profundo en nosotros, toca el motivo más íntimo y hondo por el cual la tierra no ofrece techo a tantos seres humanos: el hecho de que nuestra soberbia cierra las puertas a Dios y, con ello, también a los hombres. / Somos demasiado soberbios para ver a Dios. Nos pasa como a Herodes y a sus especialistas en teología: en ese nivel ya no se oye cantar a los ángeles. En ese nivel uno se siente amenazado por Dios o bien se aburre de él. En ese nivel no se quiere ser ya de «los suyos», ser «de Dios», propiedad de Dios, sino pertenecerse sólo a uno mismo. Por eso tampoco podemos recibir entonces a Aquel que viene a los suyos, a su propiedad: para hacerlo, deberíamos cambiar, reconocerlo como dueño. / Él vino como niño para quebrar nuestra soberbia. Quizá hasta hubiésemos capitulado ante el poder, ante la sabiduría. Pero él no quiere nuestra capitulación sino nuestro amor. Quiere liberarnos de nuestro orgullo y, de ese modo, hacernos verdaderamente libres. / Por eso, dejemos que la alegría de este día penetre en nuestra alma. No es una ilusión. Es la verdad. Pues la verdad —la última, la verdadera— es hermosa. Y es buena. Encontrarla hace bueno al hombre. Ella nos habla desde el Niño que es el propio Hijo de Dios.

Su gloria en medio de este mundo. Nuestro Evangelio desemboca en la frase «Nosotros vimos su gloria...» (1,14). Podría ser la expresión de los pastores que regresan del establo y resumen así su vivencia. Podría ser también la expresión con la cual María y José describen su recuerdo de la noche de Belén. Pero aquí se trata de la mirada retrospectiva del discípulo, que afirma lo que le sucedió en el encuentro con Jesús. / Y, en realidad, todos los cristianos deberíamos poder decir la frase: nosotros vimos su gloria. Más aún, hasta se podría declarar, a partir de allí, en qué consiste creer: ver su gloria en medio del mundo. / El que cree, ve. Pero ¿hemos visto nosotros? ¿No nos habremos quedado ciegos? ¿No estamos mirándonos siempre a nosotros mismos y a nuestra propia imagen? Cada cual puede ver fuera de sí mismo sólo aquello con lo que su interior guarda correspondencia. / Dejemos que el misterio de este día nos abra los ojos y nos torne videntes. Entonces viviremos por iniciativa propia como quienes ven, como hombres que no piensan sólo en sí mismos ni se conocen sólo a sí mismos. La colecta de Adveniat podría ser una pequeña respuesta a la llamada de la Navidad, un signo de que escuchamos y hemos aprendido a ver, de que reconocemos a Dios como el verdadero propietario también de nuestro patrimonio. Así podríamos convertirnos nosotros mismos en portadores de la luz que proviene de Belén y, después, rezar, llenos de confianza: Adveniat regnum tuum. Venga a nosotros tu reino. Venga a nosotros tu luz. Venga a nosotros tu alegría”.