VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos, 1,29-39:
Cristo viene a curarnos de toda dolencia, y darnos el sentido de la vida como servicio a los demás

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

 

Del libro del Levítico 13,1-2. 44-46: El Señor dijo a Moisés y a Aarón: Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel y se le produzca la lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón o cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un hombre con lepra, y es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza. El que haya sido declarado enfermo de lepra, andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: «¡Impuro, impuro!» Mientras le dure la lepra, seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.

Salmo 31,1-2. 5.11: R/. Tú eres mi refugio; / me rodeas de cantos de liberación.

 Dichoso el que está absuelto de su culpa, / a quien le han sepultado su pecado; / dichoso el hombre a quien el Señor / no le apunta el delito.

Había pecado, lo reconocí, / no te encubrí mi delito; / propuse: «confesaré al Señor mi culpa», / y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

Alegraos, justos, con el Señor, / aclamadlo, los de corazón sincero.

De la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 10,31-11,1. Hermanos: Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo a los judíos, ni a los griegos, ni a la Iglesia de Dios. Por mi parte, yo procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propio bien, sino el de ellos, para que todos se salven. Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo.           

Del santo Evangelio según San Marcos 1,40-45. En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: -Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: -Quiero: queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. El lo despidió, encargándole severamente: -No se lo digas. a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

Comentario: El puritanismo, como intento de recuperar la pureza original, de tratar de ser mejores, tiene el peligro de compararse con los demás y, menospreciarlos como peores, como pecadores. De ahí se cae frecuentemente en una crispación moralista o doctrinaria. El fenómeno puritano no es exclusivo del ámbito religioso, sino que, ha invadido todo el espacio social: hoy se sustituye lo moral por lo legal, no importa si matar a un niño no nacido sea pecado, no se plantea el tema (“no me pagan para pensar estas cosas”, pueden decir los gobernantes). Y así en nuestros días subsisten formas de puritanismo bajo las formas más insospechadas y ridículas: racismos, elitismos, integrismos, tradicionalismos, radicalismos... también –como no- laicistas. Todo (la raza, la sangre, los apellidos, las costumbres, la educación, la clase social, el color de la piel, el sexo, la religión...) o casi todo sirve de pretexto para distanciarse de los demás. O tal vez para distanciar a los otros. Diríase que a los "puros" el mundo les viene grande y necesitan cobijarse en "mundillos", hechos a su medida. Aunque también podría ocurrir que, eso nunca se sabe, el mundo les parezca pequeño y se vean empujados a arrojar de su mundo a los otros, para poder campar más a sus anchas. Lo que sí parece cierto es que este afán de pureza es inexorablemente un elemento de marginación social: buenos y malos, puros e impuros, educados y vulgares, ricos y pobres, obedientes y disidentes, fieles y herejes, blancos y negros, pura sangre o mestizos. Este puritanismo, aquejado de maniqueísmo, no es más que una inversión de la pureza, que debe ser pureza de corazón, o sea, autenticidad y fidelidad consigo mismo –al proyecto divino que hay en nosotros-. Tratar de ser fiel a la propia conciencia no es algo que esté de moda... pero sólo esto puede mejorarnos a todos, sin excluir a nadie ni tener que juzgar malos a los demás (“Eucaristía 1982”).

1. Lv 13,1-02.44-46: Estos versículos del Levítico debemos leerlos siempre a la luz del Evangelio –como salió en misa, esta semana pasada- cuando nos dice que no es lo que viene de fuera lo que contamina al hombre, sino lo que sale de la boca y del corazón (Mt. 15, 10-20): "...porque del corazón salen las malas ideas: los homicidios, los adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias. Eso es lo que mancha al hombre; comer sin lavarse las manos, no" (Dabar 1988). Los profetas hablarían de la pureza de corazón aludiendo a un comportamiento moral por encima del simple comportamiento ritual, pues lo que desea Yavé no son sacrificios y holocaustos, sino que corra la justicia como un río (Am 5,21-24; Is 1,11-20; Jer 7,21-23, etc). Jesús llevó con su doctrina del amor la plenitud de la ley, criticaría duramente el comportamiento de sacerdotes y levitas, más atentos a la pureza cultual que a las necesidades del prójimo (recuérdese, por ejemplo, la parábola del buen samaritano). La lepra de la que habla el Levítico comprende muchas más enfermedades aparte de la que hoy denominados con esta palabra. No sólo es lepra en sentido bíblico cualquier enfermedad de la piel, sino incluso el deterioro que padecen los vestidos y hasta los muros de las casas. Y en principio, cualquier enfermedad que se manifestaba ostensiblemente en el cuerpo constituía una impureza que incapacitaba legalmente a los pacientes para tomar parte legalmente en el culto. Los sacerdotes no trataban terapéuticamente la lepra y se limitaban a declarar impuros a los leprosos, así como a purificarlos ritualmente en el caso de una supuesta curación (14,31). Los leprosos tenían que habitar fuera de las ciudades y vivir al margen de la comunidad, llevaban barba tapada y se vestían de andrajos, avisaban de su presencia a cuantos sanos y "puros" se les acercaban... Estas medidas eran necesarias para evitar que la comunidad santa o "pura" se contaminase de impureza y se hiciera inhábil para el culto. La marginación de los leprosos y su reintegración, una vez curados, a la comunidad, constituía un proceso semejante al que ya en Israel, más tarde en la iglesia, se sometía a los penitentes. Aunque una cosa es la enfermedad y la impureza cultual y otra distinta el pecado y la impureza del corazón, se veía entre ambas realidades una cierta conexión. No sólo se creía que las enfermedades eran con frecuencia una secuela del pecado, sino que la misma enfermedad se interpretaba como un mal objetivo en tanto se oponía al poder vivificante del Dios de Israel. Por eso se anunciaba como una de las grandes señales mesiánicas la curación de los leprosos, que debía ser la señal de una purificación del corazón (“Eucaristía 1988”).

2. Salmo 31: salmo que se atribuye a David, es la acción de gracias de un pecador, con audacia maravillosa: lejos de ocultar, en forma individualista, en lo secreto de su conciencia personal, este hombre culpable confiesa en público que es pecador, se apoya en su propia experiencia de hombre reconciliado para sacar lecciones de sabiduría que pueden ser útiles a todos: al final del salmo, invita a todo el mundo a festejar en la alegría y el júbilo, este perdón de que ha sido objeto. Observemos la pureza de esta actitud religiosa: todo el drama del pecado se sitúa en el interior de la "relación con Dios". No se trata aquí del simple fenómeno psicológico del remordimiento, de la vergüenza... Se trata de la ruptura de la Alianza, de la reanudación del diálogo de amor, entre dos seres que se aman, y que se han hecho mal, pero que se perdonan. "Dichoso el hombre a quien el Señor no acusa de falta alguna. Te he confesado mi falta. Y Tú has perdonado la ofensa de mi falta. Tú eres mi refugio. El Señor rodea con su gracia (con su "Hessed", "amor fiel") a aquellos que "confían en El". Aquí está la palabra clave de la Alianza, la palabra "amor". ¡Este largo diálogo en tuteo, es conmovedor!

Necesariamente, pensamos en las parábolas de la misericordia, que terminan lo mismo que este salmo por el estribillo: "alegraos conmigo... Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte..." (Lucas 15,6-10.32). También para Jesús, el perdón del pecado es una manifestación de amor. Al fariseo Simón, que se escudaba en su integridad moral altiva, Jesús presenta el ejemplo de la pobre pecadora que vino públicamente a llorar sus pecados. "Por esto te digo que sus muchos pecados son perdonados, porque amó mucho; pero la persona a quien poco se le perdona, poco amor muestra" (Lc 7,44-50).

La relación –equivocada al hacerlo de modo absoluto- de confundir lepra con pecado tiene también hoy un sentido simbólico: interferencias del espíritu y del cuerpo. Los estudios de la biología y de la psique han puesto en evidencia la profunda unidad del compuesto humano: lo mental influye sobre lo corporal y lo corporal sobre lo espiritual. La mentalidad semítica iba aún más lejos al afirmar que el pecado podría ser la causa de la enfermedad: "mientras callé mi pecado, mi cuerpo se agotaba y gemía todo el día. Tu mano pesaba sobre mí, día y noche, me desecaba como la hierba en estío". Jesús reaccionó contra esta concepción demasiado rigurosa que establece relación entre el pecado y el castigo corporal: "Ni él ni sus padres han pecado, para que él sea ciego de nacimiento" (Jn 9,3). Pero sigue siendo cierto que el pecado no es bueno para la salud y una buena medida terapéutica es la "toma de conciencia y confesión" de aquello que se oculta en las cavernas inconscientes de la psicología profunda (la secularización ha sustituido la confesión -por medio del sacerdote- a ir al psiquiatra, y en muchos casos, si hubiera aquella no haría falta tanto psiquiatra…). En un contexto muy diferente por cierto, estamos cerca de la afirmación del salmista. La confesión es fuente de liberación: "Me has rodeado de cantos de liberación", dice el pecador que ha confesado su pecado. E insiste en la libertad profunda del paso: "no imites la testarudez de las mulas o de los caballos que se doman mediante el freno y la rienda". Efectivamente el hombre que reconoce su pecado se convierte en un hombre libre, que no necesita "ni freno ni rienda". Marcha solo. Es responsable de sus actos. Paul Claudel traduce en esta forma: "Oh alma mía, no seas como la bestia. Deja eso al caballo y a la mula... No seas como el caballo y la mula que no tienen inteligencia. Con el freno y la rienda se domina su quijada...".

La confesión es un acto de veracidad. La Fontaine, en este sentido, aconsejaba llamar: "gato al gato, y Rollet al bribón". La mayor degradación del hombre, consiste en justificar el mal que ha hecho, llamando "blanco" a lo que es "negro". Confesar el pecado cometido no es degradante, es por el contrario hacer un acto de veracidad: ¡esto es admirable! Interceder por la irresponsabilidad de un malhechor puede ser cosa muy hábil, y si es verdad hay que decir sin más: "este hombre es irresponsable"... ¿Pero somos conscientes de que la dignidad esencial de este hombre ha sido degradada? La peor mentira que puede hacerse uno mismo es maquillar de bien el mal que se ha cometido. "Dichoso el hombre cuyo espíritu no es tramposo", dice el salmo. "Quien vive de acuerdo a la verdad, se acerca a la luz", decía Jesús. "La verdad os hará libres". (Jn 3,21; 8,32).

Es el sacramento de reconciliación algo festivo. Si el pecado con el cual se "trampea", se oculta en el interior de uno mismo, se descompone y envenena literalmente la conciencia igual que un cadáver... Por el contrario el "perdón" es hoy una celebración festiva. "¡Qué el Señor sea vuestra alegría! cantad vuestro júbilo" (Noel Quesoson).

Estos versos son una radiografía sorprendente y magnífica, que revela toda la interioridad del alma humana que llega a sus más hondos recovecos y que los manifiesta de una manera sincerísima. Y siempre lo hace en unas coordenadas de fe en Dios y de confianza en El: la experiencia de la necesidad imperiosa del perdón: cómo el alma humana aspira al perdón y cómo se siente aliviada y feliz cuando se obtiene. En la débil estructura del corazón del hombre hay fuerzas y realidades que lo aprisionan, que lo angustian, que lo hacen infeliz. Son fuerzas que lo agobian y lo determinan. Díganse pecado, injusticia, egoísmo, hay algo que deja en nosotros un poso de inquietud, de vacío, de miedo, de depresión, de soledad. Algo que la conciencia detecta y vive, y que la convierte, como dice el poeta, en "delator, juez y verdugo". Así de pobre es el hombre, así de débil. Y esto lo sufre el corazón humano. Y es esto lo que estupendamente ha analizado el salmista.

Experiencia del agobio… No de una manera abstracta, sino basándose en la propia experiencia, en la vivencia de un tormento interior, el autor nos ha analizado su situación interna. Vive en desasosiego, en el agobio. Un remordimiento profundo o una insatisfacción constante lo invaden y no le dejan en paz: "sus huesos se consumen, ruge todo el día". Algo que le roba la paz y la serenidad, algo que le hace infeliz. Y en la raíz de todo descubre el pecado: "Había pecado, lo reconocí". En sus múltiples formas el pecado sabe tiranizar al hombre, a veces de una manera tan sutil que solamente él lo siente y los demás no se percatan. Pero allí está su obra y sus consecuencias. Causa de insatisfacción, de complejos, de desesperación y de infelicidad, su peso se hace a veces insoportable. Se siente la necesidad de liberarse de él, de salir, de gritar, de confesar... Y esto es lo que nos dice magistralmente el salmista. Su sufrimiento era indecible, sus fuerzas habían flaqueado, su vigor, "su savia" convertida en sequedad, en "fruto seco". Pero es capaz de controlar su situación, de considerarla, de ponderarla, de ver sus causas y sus raíces. Y entonces con gran sinceridad reconoce ante Dios su pecado, no oculta su culpabilidad: pide perdón, se humilla, baja sus ojos. Y ahora experimenta la alegría y la felicidad de un corazón en paz, reconciliado. Puede exclamar con toda verdad, con todo asentimiento: "Dichoso el que está absuelto de su culpa a quien le han sepultado su pecado, dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.

Uno de los atractivos mayores del evangelio es que con mucha frecuencia nos presenta casos de perdón. Casos en los cuales nosotros, a veces de manera inconsciente, nos vemos representados, y por esto nos llegan tan adentro. Vemos el caso de un Zaqueo, de una pecadora arrepentida, de una mujer adúltera, de un buen ladrón... almas que pasaban por el mismo tormento del salmista y que recobraron la paz y la alegría. Cristo supo siempre perdonar, devolver la felicidad del alma. El llevó a su culmen de perfección la experiencia del perdón y de la alegría tras la inquietud del pecado. Pero esta realidad consoladora ya la había enseñado unos siglos antes estupendamente un salmo de la Biblia, el salmo que hoy consideramos.

Por cierto, que todo este proceso, más que un puro mecanismo psicológico, más que una ascesis, es en el fondo una gracia del Señor, una llamada de Dios a volver a él, para entrar de nuevo en su intimidad y en su amistad, donde se encuentra la verdadera paz y alegría. Asi nos lo dice el mismo salmista: "Tú eres mi refugio, me libras del peligro, / me rodeas de cantos de liberación".

El ser indómito podrá parecer feliz y libre, pero su libertad se convertirá en libertinaje y el vacío de su vida será irreparable. En cambio el que teme al Señor, el que confía en él, "la misericordia lo rodea", vive en una atmósfera en la que todo le es favorable, en la que todo tiene sentido, incluso lo que aparentemente es negativo. Nos dirá san Pablo que "todas las cosas contribuyen en bien de los que aman a Dios" (Rm 8,28). El justo, el temeroso de Dios, no tendrá sino motivos de alabar a Dios y de gozarse en él, y de ver su vida llena de bienes con los cuales habrá podido llegar a sus hermanos y sembrar bendición y concordia.

Es el salmo de la vida, siempre actual, enraizado en la misma entraña del ser humano. Todo hombre sufre en su vida y en su ser el efecto de su debilidad y de su pobreza espiritual, necesitada de todo, necesitada sobre todo de la gracia. La realidad del pecado acecha siempre. Y apenas la razón asoma a nuestras vidas esta realidad fatídica nos domina. "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos" (1 Jn 1,8). David, Pedro, Agustín, Charles de Foncault, nos han dado un ejemplo manifiesto en esta realidad: sucumbieron al pecado, pero lloraron y se arrepintieron y no sólo recobraron su vida verdadera y su paz, sino que fueron ejemplos estupendos de conversión que han animado a innumerables almas a seguir su camino, el camino que tan sinceramente, tan bellamente, había seguido el autor del salmo 31. Puerta abierta a la confianza, camino ya marcado para nuestras vidas en algo que incide profundamente en nuestro ser. Ojalá el salmo que hemos visto sea una voz de invitación que nos conduzca hacia Dios, que es donde se encuentra la paz y la alegría (J. M. Vernet).

«Dichoso el que está absuelto de su culpa». Juan Pablo II comentaba: “Esta bienaventuranza, con la que comienza el Salmo 31 que se acaba de proclamar, nos permite comprender inmediatamente el motivo por el que ha sido introducido por la tradición cristiana en la serie de los siete salmos penitenciales. Tras la doble bienaventuranza del inicio (vv 1-2), no nos encontramos ante una reflexión genérica sobre el pecado y el perdón, sino ante el testimonio personal de un convertido. La composición del Salmo es más bien compleja: tras el testimonio personal (3-5), se presentan dos versículos que hablan de peligro, de oración y de salvación (6-7, no tocan hoy), después viene una promesa divina de consejo (8) y una advertencia (9). Por último, se enuncia un dicho sapiencial antitético (10, tampoco tocan esos) y una invitación a alegrarse en el Señor (11)…

Ante todo, el que ora describe la penosa situación de conciencia en que se encontraba cuando callaba (3): habiendo cometido graves culpas, no tenía el valor de confesar a Dios sus pecados. Era un tormento interior terrible, descrito con imágenes impresionantes. Se le consumían los huesos bajo la fiebre desecante, el calor asfixiante atenazaba su vigor disolviéndolo, su gemido era constante. El pecador sentía sobre él el peso de la mano de Dios, consciente de que Dios no es indiferente ante el mal perpetrado por la criatura, pues él es el guardián de la justicia y de la verdad. Al no poder resistir más, el pecador decide confesar su culpa con una declaración valiente, que parece una anticipación de la del hijo pródigo en la parábola de Jesús (Cf. Lc 15,18). Dice con corazón sincero: «confesaré al Señor mi culpa». Son pocas palabras, pero nacen de la conciencia; Dios responde inmediatamente con un perdón generoso (v. 5)… San Cirilo de Jerusalén (siglo IV) utilizará el Salmo 31 para mostrar a los catecúmenos la profunda renovación del Bautismo, purificación radical de todo pecado. También él exaltará con las palabras del salmista la misericordia divina. Concluimos nuestra catequesis con sus palabras: «Dios es misericordioso y no escatima su perdón... El cúmulo de tus pecados no será más grande que la misericordia de Dios, la gravedad de tus heridas no superará las capacidades del sumo Médico, con tal de que te abandones en él con confianza. Manifiesta al médico tu enfermedad, y dirígele las palabras que pronunció David: "Confesaré mi culpa al Señor, tengo siempre presente mi pecado". De este modo, lograrás que se haga realidad: "Has perdonado la maldad de mi corazón"»”.

3. 1Co 10,31-11,1: vemos ahí las repercusiones de la Eucaristía en el "Cuerpo" de Cristo, constituido por la asamblea y la Iglesia. Una de las ideas fundamentales de Pablo es la unidad de cada uno con Cristo realizada por la Eucaristía. La sangre es la alianza, es decir, la vida común entre Dios y el hombre (1 Cor 11,25; cf. Ex 24,3-8). Por tanto, el pan y el vino son comunión (Koinónía: puesta en común) con Dios (v. 16) y esta palabra "comunión", entendida en este sentido, sustituye a la palabra "alianza" del Antiguo Testamento (cf. v. 18) y se opone a la pretendida unión que el pagano cree poder realizar con las seudodivinidades mediante los sacrificios idolátricos (cf. v. 20). Y esa unidad de cada uno con Cristo realiza la comunión de cada uno y de todos. Esta comunión no es ni mucho menos una simple yuxtaposición de individualidades; es, por el contrario, orgánica: constituye un "cuerpo" (v. 17; cf. 1 Cor. 11,29) que es la Iglesia. La Eucaristía se nos presenta, pues, como el sacramento que edifica a la Iglesia en virtud de la bendición pronunciada sobre el pan y el vino de la alianza. Unidad con Dios, comunión con los hermanos, la Eucaristía es igualmente invitación a los no creyentes (vv. 31-33). Es un signo de la gloria de Dios frente al mundo; por eso es importante que se haga todo lo posible para que el signo aparezca claro, gracias a la unidad de los cristianos con Dios y entre sí, y también para que se muestre acogedor para con los demás y, consiguientemente, "todos para todos" (v. 33; cf. 1 Cor 9,22; Maertens-Frisque).

La atención y amor a los demás está inseparablemente unida a la gloria de Dios, que es el hombre vivo (San Ireneo). Es la forma de no equivocarse en esta búsqueda, vg., pensar en la norma como tal, o creerse que uno es bueno, que le aporta algo a Dios "porque le da gloria" (F. Pastor).

Responsabilidad, que para Pablo es el bien de los demás: Que nadie busque su propio interés, sino el ajeno (1 Cor. 10, 24). Sobre todo, cuando este bien ajeno roza el campo de su conciencia. El cristiano maduro no puede imponer a nadie su propia libertad; el precio de esta imposición sería demasiado elevado porque pondría en peligro a su hermano (cfr 1 Cor 8,13). "Libertad, sí, pero responsable”… Se pregunta Pablo: ¿por qué motivo mi libertad va a tener por juez la conciencia de otro? (1 Cor 10,29b). La respuesta (lectura de hoy) viene a reafirmar que la libertad no puede considerarse un valor aislado e independiente de otros valores de la persona, tales como la relación con Dios y con los demás, valores ambos que deben constituir una finalidad a cuyo servicio está la libertad. En esta línea de solución, Pablo ofrece a la comunidad de Corinto el ejemplo de su vida, a imitación de la de Cristo. Dos existencias vividas en total libertad y en total entrega a los demás (Dabar 1976). Es preciso no escandalizar a nadie, ni a los judíos ni a los gentiles, ni a los de fuera ni a los hermanos en la fe. Esto significa para los fuertes que no deben herir la susceptibilidad de los débiles, aunque no deben renunciar tampoco a confesar la libertad de los hijos de Dios ante los gentiles. Tendrán que actuar, por tanto, teniendo en cuenta la situación. El ejemplo de Pablo puede evitar hoy muchas tensiones inútiles dentro de la iglesia, aunque ciertamente no todas (“Eucaristía 1988”). Disponible está Pablo en todo, a ejemplo de Jesucristo: es El quien piensa en todos y en cada uno. Por eso el apóstol no es el centro de su propia existencia. Por eso busca constantemente lo que conviene a los demás (P. Tena). Para hacerse todo a todos, hay que hacerse verdaderamente libre. Esta liberación no se refiere sólo a las preocupaciones materiales o incluso al apego a una criatura humana, es una liberación más a la continua y más fundamental que sólo encuentra su realización en la gloria de Dios (Adrien Nocent).

4. Mc 1,40-45 (par: Mt 8,2-4;  Lc 5,12-16): Los tres sinópticos cuentan esta curación de un leproso. Parecen estar de acuerdo en hacer de él uno de los primeros milagros del Señor, haciéndole en cierto modo el encargado de poner de manifiesto la autoridad del joven rabino sobre el mal. También están de acuerdo en situar este milagro en Galilea. Lucas precisa incluso que "en una ciudad" (Lc 5,12 ), lo que es bastante improbable, dada la severa legislación de los judíos (Lev 13,45-46), que alejaba a los leprosos de los centros habitados. Por eso, Mt. 8, 5 corrige este detalle, situando el milagro a las puertas de la ciudad. El milagro va ligado a la "emoción" y "compasión", Jesús tiene conciencia de que el amor a sus hermanos es el canal del amor de Dios hacia los hombres.

La lepra era una enfermedad espantosa, porque excluía de la comunión con el pueblo, o sea, segregaba a un hombre de sus relaciones con el pueblo de Dios. "¡Impuro, impuro!", gritaba el leproso desde lejos, de manera que todos se pudieran parar y evitar así acercarse a él (Lev 13,45). Éste, en vez de gritar "¡impuro, impuro!", le suplica: "Si quieres, puedes limpiarme". Con este gesto, con estas palabras, demuestra "lo que significa creer, esto es, osar en humildad" (G. Dehn)… Los rabinos lo consideraban como si estuviera muerto y pensaban que su curación era tan improbable como una resurrección. En este caso es curioso observar que el leproso no duda en acercarse a Jesús. Un viejo documento cristiano, el papiro Egerton, inserta en este texto una insistente oración del leproso cuando descubre a Jesús: "Maestro Jesús, tú que andas con los leprosos y comes con ellos en su mansión: yo también me he puesto leproso; si tú quieres, me volveré a poner puro". Algunos códices muy autorizados, en vez de decir "tuvo compasión", dicen que "se había indignado". Evidentemente, Jesús rechazaba enérgicamente la segregación de la que eran víctimas aquellos pobres leprosos. Algunos detalles en el modo en que se realiza la curación subrayan su indignación por la segregación de los leprosos. Jesús "toca" al enfermo para demostrar así su desprecio por las inhumanas leyes vigentes. Estamos en un tema que se repetirá como un "leitmotiv" a lo largo del segundo evangelio, como igualmente en el epistolario paulino: las leyes no son soberanas en sí; sólo obligan en cuanto están a favor del hombre. Y el juicio sobre esta condición humana de la ley lo tiene que hacer el súbdito. Por eso, el considerar la ley -civil o eclesial- como un absoluto va contra la enseñanza más elemental del Nuevo Testamento. Habrá momentos en que el cristiano, llevado de su conciencia humanizadora, deberá rechazar una ley y poner contra ella una válida "objeción de conciencia". La ley de segregación de los leprosos era, al mismo tiempo, civil y religiosa. Jesús no solamente pone objeción de conciencia, sino que la infringe claramente, "tocando" al leproso (Edic. Marova).

¿Por qué le dice que no pregone su curación? Jesús tiene que llevar el mensaje "a todas partes", a todos, pero sin ser prisionero de nadie. Ha venido a anunciar el Reino, no a hacer esos milagros tan cómodos que les gustarían a los hombres. Por eso Jesús huye de la gente que busca milagros. ¿Por qué? Los milagros no tienen ante todo un valor apologético, sino un valor de revelación. Están al servicio de la fe y por consiguiente no eliminan la lógica de la fe, no dan una certeza distinta de la fe y no revelan un Dios distinto. Están al servicio de Jesús, de un Dios que se revela en la cruz; por tanto, no eliminan la cruz, sino que -a un nivel más profundo- revelan que en ella está presente la victoria de Dios (Bruno Maggioni). Marcos nos dejaba el domingo pasado con la noticia de un Jesús yendo de sinagoga en sinagoga. El relato de hoy, sin indicación alguna de lugar y tiempo, encaja perfectamente en esa forma de vida itinerante. Los sentimientos de Jesús se traslucen: "Sintiendo lástima". ("Compadecido de él...". Algunos códices antiguos usan un verbo muy distinto "airado", y es probable que sea el término original, precisamente porque es el más difícil de entender. Verosímilmente, algunos copistas, que tropezaban con un Cristo "airado" y no logrando conciliar la ira con la postura de misericordia expresada en el milagro, han tenido la feliz idea de corregirlo por "compadecido", y sería inimaginable un proceso inverso. Sin embargo, la irritación, el enojo no están fuera de lugar. Cristo se encuentra ante algo escandaloso, que contradice el plan original de Dios, su voluntad benéfica. Es la creación presa de la corrupción y del mal, devastada por el pecado. Es lo contrario de lo "bello", de lo "bueno" salido de las manos del creador. Sea como sea, airado o compadecido -y quizá las dos cosas a la vez- toca lo intocable. Esta vez no es ya sólo la palabra. Tenemos también el gesto. Algo que recuerda el sacramento. Tocar, además de dar la curación, expresa el contacto humano restablecido con quien debía ser echado fuera. "En vez de ser contaminado por él, le comunica su propia santidad": Radermakers. "Al instante, le desapareció la lepra": Alessandro Pronzato). Escueto como siempre, Marcos no nos dice el porqué. Este es solamente presumible: las condiciones especialmente duras de marginación social de este tipo de enfermos (cfr. Lev 13,45-46). Casi sin dar tiempo al sentimiento resuena la palabra de Jesús: "Quiero, queda limpio".Probablemente Jesús no ha transgredido la ley, pero según la ley ha incurrido en impureza. Ahora bien, para un judío, y Jesús lo era por nacimiento y por educación, "la ley es santa y el mandamiento es santo, justo y bueno" (Rom. 7, 12). "No se lo digas a nadie, sino ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés". ¡Por favor, vete a Jerusalén y cumple todo lo que prescribe la ley! (cfr. Lev. 14. 1-7: examen médico, ofrecimiento de dos aves, rito y alta médica). ¡Vete a Jerusalén para que te declaren sano! De mí no digas nada. No soy el importante para ti. Pero el ex leproso empezó a hablar de Jesús, de su capacidad curativa, de su persona. Esta fama, puntualiza Marcos en el v. 45, fue contraproducente desde el punto de vista del orden establecido. Esta fama supuso una confrontación con ese orden. Una confrontación inevitable, a pesar de los esfuerzos de Jesús por evitarlo y pasar desapercibido (Dabar 1985). Se me ocurre –como posible motivo de ese “no decirlo”- que Jesús, sin ser rebelde, está en contra de las leyes injustas, y no quiere innecesariamente adelantar su nueva ley que supera la anterior. Aunque no sea aún su hora, no acepta la injusticia, piensa en las personas aún a costa de quedar mal por incumplimiento de las leyes… también es señal de discreción en ese momento: según la concepción judía la curación de la lepra estaba al mismo nivel que la resurrección de un muerto. Sólo Dios podía realizarla (cfr. 2 R 5,7). En el texto de hoy hay un dato importante: se une el poder de curar con el querer hacerlo. Basta la voluntad de Jesús. Es el rasgo cristiano que se introduce en la narración.

Jesús rompe uno de los grandes tabúes: el tabú de la lepra, lo que hemos leído en la primera lectura. Jesús no rechaza a un leproso que se le acerca, en contra de lo que la Ley decía. Pero, además de esto, vale la pena notar dos cosas aún más sorprendentes: una, que nadie del entorno de Jesús haga ninguna observación sobre los peligros que esto comportaba; la otra, aún más importante, que un leproso tenga suficiente valor como para romper las obligaciones de marginación a que estaba sometido y se acerque a Jesús. Con todo esto, Marcos quiere mostrar que desde el inicio Jesús viene dispuesto a romper todos los tabúes que sea necesario, y que todo el mundo sabe que Jesús está constantemente dispuesto a esta ruptura.

¡Eres bueno, Señor! ¡Líbranos de todo mal! ¿Cuál será el día en que todo mal habrá desaparecido? Señor, desde ahora, quiero trabajar en ello, contigo. Cada vez que puedo ayudar a alguien a salir de la desgracia o del pecado... tú estás allí en mí para continuar tu obra de salvación… (Noel Quesson).

En nuestra sociedad los marginados ya no son, mayoritariamente, los enfermos de lepra, pero la lista de situación, enfermedades, costumbres, pertenencias..., que marginan es muy larga. Se habla del SIDA como lepra actual (por enfermedad también contagiosa -aunque menos de lo que suele pensarse- y también considerada culpa), pero según los ambientes vemos algunos tipos de persona marginados: drogadictos, gitanos, prostitutas, homosexuales, personas en situaciones irregulares, negros y moros.., llegando si se quiere hasta los "punks... Y los que son simplemente "diferentes". Todos creamos nuestros "marginados". La supuesta relación de la lepra con el ser pecador configuraba la imagen del leproso como impuro en todos los sentidos. También hoy la mayoría de marginados son considerados no sólo pecadores -culpables- sino de algún modo impuros en todos los sentidos. No se trata de idealizar afirmando que en ningún sentido estos o aquellos marginados tienen su parte de responsabilidad (de pecado). Se trata de recordar que todos somos pecadores e incapacitados para juzgar o condenar. Y, especialmente, de afirmar que ningún real o supuesto "pecado" debe marginar (el ejemplo de la manzana podrida es totalmente anticristiano, cosa diferente es proteger los niños o indefensos de determinados ambientes o personas). El aspecto central del texto evangélico de hoy es la afirmación de que Jesús, como anunciador/realizador de la Buena Noticia, no sólo predica y cura enfermos sino que libera a los marginados devolviéndoles a la comunidad. Aunque ello deba hacerlo infrigiendo la Ley que lo prohibía y le cause marginación a él: "ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo" (si en la 1. lectura se dice que los leprosos debían vivir "fuera del campamento" el fragmento evangélico termina diciendo que Jesús debía quedarse "en descampado").También hoy, fácilmente, acoger a los marginados implica que la sociedad/comunidad margine a quien lo hace. La autentificación evangélica de nuestras comunidades cristianas -y de nuestras celebraciones eucarísticas- está en su capacidad de acoger a los marginados. No tenemos el poder de limpiar de la "lepra", pero tenemos el poder de que un marginado deje de serlo. Porque, para ello, basta con "extender la mano" y acogerle. Esta es la suprema ley cristiana (J. Gomis).