Solemnidad: Anunciación del Señor
San Lucas 1,26-38:
Jesús viene al mundo gracias a la fe entregada de María Virgen, modelo de fidelidad

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

 

1ª Lectura: Is 7,10-14: 10 El Señor se dirigió otra vez a Acaz y le dijo: 11 «Pide al Señor tu Dios una señal, aunque sea en las profundidades del abismo o en las alturas del cielo». 12 Acaz respondió: «No la pediré, no quiero tentar al Señor». 13 Isaías dijo: Escuchad, pues, casa de David: ¿os parece poco cansar a los hombres, para que queráis también cansar a mi Dios? 14 El Señor mismo os dará una señal. Mirad: la virgen encinta da a luz un hijo, a quien ella pondrá el nombre de Emmanuel (cf. Is 8,10: Haced planes: serán desbaratados; dad órdenes: inútiles serán, porque Dios está con nosotros). 

Salmo Responsorial, Sal 40,7-11: 7 Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, no pides holocaustos ni sacrificios por el pecado; en cambio, me has abierto el oído, 8 por lo que entonces dije: «Aquí estoy, en el libro está escrito de mí: 9 Dios mío, yo quiero hacer tu voluntad, tu ley está en el fondo de mi alma». 10 Pregoné tu justicia a la gran asamblea, no he cerrado mis labios; tú lo sabes, Señor. 11 No he dejado de hablar de tu justicia, he proclamado tu lealtad y tu salvación, no he ocultado tu amor y tu fidelidad ante la gran asamblea. 

2ª Lectura, Heb 10,4-10: 4 Porque es imposible que la sangre de toros y machos cabríos quite los pecados. 5 Por eso, al entrar en este mundo, Cristo dijo: No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo. 6 No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. 7 Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí. 8 Primero dice que no ha querido sacrificios ni ofrendas y que no le han agradado los holocaustos y los sacrificios por el pecado; 9 y luego añade: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, con lo que deroga el primer régimen para fundar el segundo.  10 Y en virtud de esta voluntad nosotros somos santificados, de una vez para siempre, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo.  

Evangelio, Lc 1,26-38: 26 A los seis meses envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, 27 a una joven virgen, prometida de un hombre descendiente de David, llamado José. La virgen se llamaba María. 28 Entró donde ella estaba, y le dijo: «Alégrate, llena de gracia; el Señor está contigo». 29 Ante estas palabras, María se turbó y se preguntaba qué significaría tal saludo. 30 El ángel le dijo: «No tengas miedo, María, porque has encontrado gracia ante Dios. 31 Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. 32 Será grande y se le llamará Hijo del altísimo; el Señor le dará el trono de David, su padre; 33 reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin». 34 María dijo al ángel: «¿Cómo será esto, pues no tengo relaciones?». 35 El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño que nazca será santo y se le llamará Hijo de Dios. 36 Mira, tu parienta Isabel ha concebido también un hijo en su ancianidad, y la que se llamaba estéril está ya de seis meses,  37 porque no hay nada imposible para Dios». 38 María dijo: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel la dejó. 

Comentario: En el prefacio de la misa de hoy leemos esto: “Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió su mensaje a la tierra y la Virgen creyó el anuncio del ángel: que Cristo, encarnado en su seno por obra del Espíritu Santo, iba a hacerse hombre por salvar a los hombres”. A nueve meses de la Navidad, celebramos cuando el ángel anunció a María que sería la Madre de Dios.

1. Is. 7, 10-14. Si Dios nos invitara a pedir una señal que nos llevara a saber que realmente Dios camina con nosotros, aun en los momentos más difíciles, y que no dejáramos de confiar en Él, evitando afianzarnos en nuestras visiones personales o en la ayuda de los poderosos, ¿realmente pediríamos esa señal? Quien llegara a hacerlo sabría que se estaría comprometiendo a caminar a la luz del Señor, aun en momentos en que todo pareciera tan oscuro como una media noche sin estrellas que pudieran marcarle a uno el rumbo. Dios nos ha dado a su propio Hijo, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de María Virgen. La Vida, la Muerte y la Resurrección de Cristo nos hablan de que tiene sentido creer en Dios. Quien acepta esa señal del amor de Dios se compromete a caminar, no bajo los propios caprichos, sino dentro de la voluntad de Dios. Entonces se convierte uno en un barro tierno, recién amasado, puesto en manos de Dios para que Él haga su obra de salvación en nosotros. Entonces, aun cuando pasemos por pruebas demasiado difíciles, continuaremos confiando en que Dios nos sigue amando y conduciendo hacia la perfección a la que, en Cristo, todos estamos llamados.

2. Sal. 40/39. Se proclaman las maravillas del Señor, que la Virgen luego profetizará en el “Magnificat”. La expresión “me abriste el oído” literalmente es “me cavaste las orejas” que puede entenderse como me “hiciste tu siervo de por vida” (cf. Ex 21,6; Dt 15,7), o “me hiciste escuchar y conocer” como el maestro con el discípulo (cf. Is 48,8; 50,4-5), pero la versión griega que indica “me preparaste un cuerpo” va en la primera línea (puede venir de la idea de llamar cuerpo al esclavo). La idea del libro entregado es la Ley entregada al Rey en su coronación, para que la cumpla (Dt 17,18-20; 2 R 11,12). En la lectura siguiente, en Heb, se atribuye la salvación a Jesús cuando viene al mundo, deroga los sacrificios para establecer la voluntad de Dios como signo de vocación, de santidad, y en esta línea va el Catecismo (2824), uniendo la ofrenda de la Cruz de Jesús que cumple la voluntad del Padre, a la Eucaristía (Biblia de Navarra). Dios, habiéndonos hecho hijos suyos por nuestra unión a Cristo, desde el día de nuestro bautismo, nos envía para anunciar su justicia, a proclamar su lealtad y su auxilio. Toda nuestra vida debe dar a conocer al mundo entero el amor y la lealtad de Dios. Nosotros somos los redimidos por Dios. La Palabra eterna del Padre ha tomado nuestra condición mortal y nos ha hecho hijos de Dios. No nos conformemos sólo con recibir la vida divina. Convirtámonos en testigo de la vida nueva que Dios ofrece a todos. Que nuestra vida completa se convierta en una continua ofrenda de alabanza al Señor.

3. Heb. 10, 4-10. La salvación únicamente nos viene por medio del Misterio Pascual de Cristo: su Muerte y su Resurrección. El Sacrificio de Cristo, ofrecido de una vez y para siempre, para borrar nuestros pecados y para darnos nueva vida, suprime todos los antiguos sacrificios, que no podían perdonar nuestros pecados. Quien acepta a Jesucristo, el Enviado del Padre, tiene consigo esa salvación. Y quien, unido a Cristo, purificado de sus pecados, vive como hijo de Dios, debe manifestar con sus buenas obras que la maldad ha quedado atrás. No podemos haber recibido la vida de Dios en vano; no pudo caer la gracia de Dios en nosotros como en saco roto. Si hemos aceptado la Redención, en adelante no podemos ya vivir para nosotros, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. El nacido de María Virgen, el engendrado en María por obra del Espíritu Santo, ha dado su vida por nosotros. Junto con Él pronunciemos nuestro sí de fidelidad a la voluntad de Dios, que nos quiere hijos suyos, entregados constantemente en favor de los demás hasta que el Reino de Dios llegue a su plenitud en nosotros (www.homiliacatolica.com).

4. a) «En el sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea que se llamaba Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María» (1,26-27). El ángel «entra» en la casa donde se encuentra María y la saluda: «Alégrate, favorecida, el Señor está contigo» (1,28). La salvación se divisa ya en el horizonte; de ahí ese saludo de alegría (cf. Zac 9,9; Sof 3,14). El término «favorecida/agraciada» de la salutación y la expresión «que Dios te ha concedido su favor/gracia» (lit. «porque has encontrado favor/gracia ante Dios») son equivalentes. María goza del pleno favor divino, por su constante fidelidad a la promesa hecha por Dios a Israel. Más tarde se dirá de Jesús que «el favor y la gracia de Dios descansaban sobre él» (2,40); en el libro de los Hechos se predicará de José y de David (Hch 7,10.46), pero sobre todo de Esteban: «lleno de gracia/favor y de fuerza» (Hch 7,8). «El Señor está contigo» es una fórmula usual en el AT y en Lucas para indicar la solicitud de Dios por un determinado personaje (Lc 1,66 [Juan B.]; Hch 7,9 José, hijo de Jacob; 10,38 [Jesús]; 11,21 [los helenistas naturales de Chipre y de Cirene]; 18,10 [Pablo]; cf. Dt 2,7; 20,1, etc.); asegura al destinatario la ayuda permanente de Dios para que lleve a cabo una tarea humanamente impensable. El saludo no provoca temor alguno en María, sino sólo turbación por la magnitud de su contenido (1,29a), a diferencia de Zacarías («se turbó Zacarías y el temor irrumpió sobre él», 1,12). Inmediatamente se pone a ponderar cuál sería el sentido del saludo que se le había dirigido en términos tan elogiosos (1 ,29b).

«No temas, María, que Dios te ha concedido su favor. Mira, vas a concebir en tu seno y a dar a luz un hijo, y le pondrás de nombre Jesús» (1,30). En contraste con el anuncio dirigido a Zacarías, es ahora María la destinataria del mensaje. Dios ha escogido libremente a María y le ha asegurado su favor; fiel reflejo de la profecía de Isaías: «Mira, una virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo, y le pondrá de nombre Emmanuel» (Is 7,14). La anunciación es vista por Lucas como el cumplimiento de dicha profecía (cf. Mt 1,22-23). Igualmente, a diferencia de Zacarías, quien debía imponer a su hijo el hombre de «Juan», aquí es María, contra toda costumbre, la que impondrá a su hijo el nombre de «Jesús» («Dios salva»). Mientras que allí se apreciaba una cierta ruptura con la tradición paterna, aquí la ruptura es total. Se excluye la paternidad de José: «Este será grande, lo llamarán Hijo de Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado; reinará para siempre en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin» (1,32-33).

Continúa el paralelismo, acrecentándose el contraste: tanto Juan como Jesús serán «grandes», pero el primero lo será «a los ojos del Señor» (1,15a), ya que será «el más grande de los nacidos de mujer» (cf 7,28), por su talante ascético (cf. 1,15b; 7,33) y su condición de profeta eximio, superior a los antiguos, por haberse «llenado de Espíritu Santo ya en el vientre de su madre» (cf. 1,15c); Jesús, en cambio, será «grande» por su filiación divina, por eso lo reconocerán como el Hijo del Dios supremo («el Altísimo» designa al Dios del universo) y recibirá de manos de Dios el trono de su padre/antepasado David, sin descender directamente de él.

«Ser hijo» no significa solamente haber sido engendrado por un padre, sino sobre todo heredar la tradición que éste transmite y tener al padre por modelo de comportamiento; no será David el modelo de Jesús; su mensaje vendrá directamente de Dios, su Padre, y sólo éste será modelo de su comportamiento. La herencia de David le correspondería si fuera hijo de José («de la estirpe de David»), pero el trono no lo obtendrá por pertenecer a su estirpe, sino por decisión de Dios («le dará», no dice «heredará»). «La casa de Jacob» designa a las doce tribus, el Israel escatológico. En Jesús se cumplirá la promesa dinástica (25m 7,12), pero no será el hijo/sucesor de David (cf. Lc 20,41-44), sino algo completamente nuevo, aunque igualmente perpetuo (Dn 2,22; 7,14).

María, al contrario de Zacarías, no pide garantías, pregunta sencillamente el modo como esto puede realizarse: «¿Cómo sucederá esto, si no vivo con un hombre?» (lit. «no estoy conociendo varón», 1,34): el Israel fiel a las promesas no espera vida/fecundidad de hombre alguno, ni siquiera de la línea davídica (José), sino sólo de Dios, aunque no sabe cómo se podrá llevar a cabo dicho plan. María «no conoce hombre» alguno que pueda realizar tamaña empresa. Son variadísimas las hipótesis que se han formulado sobre el sentido de esta pregunta. La respuesta del ángel pone todas las cartas de Dios boca arriba: «El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, al que va a nacer, lo llamarán “Consagrado”, “Hijo de Dios” (1,35). A diferencia de Juan Bautista, quien va a recibir el Espíritu antes de nacer, pero después de su concepción al modo humano, Jesús será concebido por obra del Espíritu, la fuerza creadora de Dios. La venida del Espíritu Santo sobre María anticipa la promesa formulada por Jesús en los mismos términos a los apóstoles (cf. Hch 1,8), que se cumplirá por la fiesta de Pentecostés. La idea de «la gloria de Dios / la nube» que «cubría con su sombra» el tabernáculo de la asamblea israelita (Ex 40,38), designando la presencia activa de Dios sobre su pueblo (Sal 91,4; 140,7), se insinúa aquí describiendo la presencia activa de Dios sobre María, de tal modo que María dará a luz un hijo que será el Hijo de Dios, el Consagrado por el Espíritu Santo, en una palabra: el Mesías (= el Ungido). Se afirma claramente el resultado de la concepción virginal, pero no se dice nada sobre el modo como esto se realizará. Mediante un nuevo acto creador (Espíritu Santo), se anuncia el nacimiento del nuevo Adán, el comienzo de una humanidad nueva. La nueva fuerza que Jesús desplegará es la del Dios Creador / Salvador, la que no le fue posible imprimir en la misma creación, por las limitaciones inherentes a todo lo creado. Esta fuerza, que Dios concede a los que se la piden, es la fuerza del Espíritu Santo (cf. 11,13). María ha resultado ser la primera gran «favorecida/agraciada»; Jesús será «el Mesías/Ungido» o «Cristo»; nosotros seremos los «cristianos», no de nombre, sino de hecho, siempre que, como María, nos prestemos a colaborar con el Espíritu. Esta es la gran tradición que éste inicia, después de liberarnos de las inhibiciones, frustraciones y fanatismos del pasado (familiar, religioso, nacional), la que uno mismo va amasando a lo largo de repetidas experiencias y que delata siempre su presencia manifestándose espontáneamente bajo forma de frutos abundantes para los demás.

La incredulidad de Zacarías, quien pedía pruebas, por considerar que tanto su senectud como la de su mujer no ofrecían garantía alguna de éxito para la empresa que se le anunciaba (cf 1,18), se tradujo en «sordomudez». A María, en cambio, que no ha pedido prueba alguna que confirmara la profecía, el ángel añade una señal: «Y mira, también tu pariente Isabel, en su vejez, ha concebido un hijo, y la que decían que era estéril está ya de seis meses, porque para Dios no hay nada imposible» (1,36).

La repetición, por tercera vez (cf. 1,7.18.36), del tema de la «vejez/esterilidad» sirve para recalcar al máximo la situación límite en que se encontraba la pareja; la repetición del tema de los «seis meses» constituye el procedimiento literario más idóneo para enmarcar (abre y cierra el relato) el nacimiento del Hombre nuevo en el «día sexto» de la nueva y definitiva creación. La fuerza creadora de Dios no tiene límites: no sólo ha devuelto la fecundidad al Israel religiosamente estéril, sino que ha recreado el Hombre en el seno de una muchacha del pueblo cuando todavía era «virgen», sin concurso humano. Zacarías no dio su consentimiento, pero Dios realizó su proyecto (lo estaba «esperando» el pueblo). María, en cambio, da su plena aprobación al anuncio del ángel: «Aquí está la sierva del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho» (1,38a). María no es «una sierva», sino «la sierva del Señor», en representación del Israel fiel a Dios (Is 48,8.9.20; 49,3; Jr 46,27-28), que espera impaciente y se pone al servicio de los demás aguardando el cumplimiento de la promesa. El díptico del doble anuncio del ángel termina lacónicamente: «Y el ángel la dejó» (1,38b). La presencia del mismo mensajero, Gabriel, que, estando «a las órdenes inmediatas de Dios» (1, 19a), «ha sido enviado» a Zacarías (1,19b), primero, apareciéndosele «de pie a la derecha del altar del incienso» (1,11), y luego «ha sido enviado por Dios» nuevamente a María (1,26), presentándose en su casa con un saludo muy singular, pero sin darle más explicaciones (1,28), une estrechamente uno y otro relato. La descripción de la primera pareja, formada por Zacarías e Isabel, reunía los rasgos característicos de lo que se consideraba como la crema del árbol genealógico del pueblo escogido: Judea / Jerusalén, región profundamente religiosa; sacerdote, de origen levítico; estricto observante de la Ley; servicio sacerdotal en el templo, entrada en el santuario del Señor para ofrecer el incienso el día más grande y extraordinario de su vida, constituyen la imagen fiel del hombre religioso y observante. Pese a ello, la pareja era estéril y ya anciana, sin posibilidad humana de tener descendencia; ante el anuncio, Zacarías se alarmó, quedó sobrecogido de espanto, replicó, se mostró incrédulo, pues no tenía fe en el mensajero ni en su mensaje. El Israel más religioso había perdido toda esperanza de liberación, no creía ya en lo que profesaba, sus ritos estaban vacíos de sentido.

La descripción de la segunda pareja, todavía no plenamente constituida, formada por María desposada con José, pero sin cohabitar con él (los esponsales eran un compromiso firme de boda: podían tener lugar a partir de los doce años y generalmente duraban un año), invierte los términos: Galilea, región paganizada; Nazaret, pueblo de guerrilleros; muchacha virgen, de la estirpe davídica por parte de su futuro consorte: es la imagen viviente de la gente del pueblo fiel, pero sin mucha tradición religiosa. No obstante, María ha sido declarada favorecida, goza del favor y de la bendición de Dios, se turba al sentirse halagada, tiene fe en las palabras del mensajero, cree de veras que para Dios no hay nada imposible (modelo de fe, anunciado por Abraham que cree contra toda esperanza). El sí de María, dinamizado por el Espíritu Santo, concebirá al Hombre-Dios, el Hombre que no se entronca -por línea carnal- con la tradición paterna, antes bien, se acopla a la perfección -por línea espiritual- con el proyecto de Dios.

Para entender adecuadamente el relato de la anunciación a María de la encarnación de Dios en su vientre, tenemos que afrontar el "género literario" llamado "anunciaciones". En la Biblia se dan muchas anunciaciones y todas consisten fundamentalmente en esto: presencia gratuita de Dios en medio de su pueblo y anulación de los reparos que presenta el ser humano para la realización del proyecto de Dios. Por eso se suele hablar de esterilidad, de miedo, de otros compromisos, etc. Toda anunciación, por consiguiente, debe ser colocada en un género literario lleno de simbolismos (cf. Dei Verbum 12,2). Lo grande de María fue su fe en la Palabra, fe que la llevó a superar sus limitaciones culturales de mujer y de doncella campesina en una región marginada del poder central judío. En María aparece el temor, no así la desconfianza. Si la encarnación de Dios en la historia es lo más divino que pueda acontecer en razón de su origen, es también lo más humano en razón de su término. Nuestra fe tendrá aquí siempre el desafío de salvar lo divino de Dios sin destruir lo humano de la historia. Sólo así la encarnación mantiene su valor de redención (Josep Rius-Camps, “Diario Bíblico”).

b) Hablamos mucho hoy de opción por los pobres y de opción por el pueblo. Pero no vamos a pensar que es una creación nuestra. El primero en hacer esas opciones fue Dios mismo. La fiesta que hoy celebramos es un maravilloso ejemplo de esa forma de actuar de Dios en su relación con las personas. La Anunciación marca el momento en el que todo el plan de salvación, la voluntad de Dios de llevar a la humanidad a una nueva vida en plenitud y armonía pende de la palabra de una persona. El Dios que nos ha creado libres se fía de tal modo de nuestra libertad que consulta con nosotros, nos pide permiso para llevar adelante su plan. Dios no invade nuestro mundo ungido con su fuerza todopoderosa y terrible. Dios se acerca sin hacer ruido, llama a la puerta y hace depender todo de la respuesta y colaboración de nosotros, de cada uno de nosotros. ¡Qué ejemplo enorme de respeto! Pero no sólo eso. No se buscó a los poderosos de este mundo, a los que oficialmente tenían poder para abrir y cerrar las puertas de sus reinos a la presencia de Dios, a los que tenían poder para obligar a las personas a seguir una determinada fe. Dios se dirige a los humildes y sencillos. Una sencilla chica de Galilea es la destinataria del mensaje del ángel. Ya el hecho del envío del ángel es una señal de cómo Dios cree en nosotros. Él cree en nuestra libertad, cree en nuestra responsabilidad.

El Dios que nos ha creado libres respeta de tal modo nuestra libertad, que no quiere salvarnos sin nuestro consentimiento. Cuando se acerca a nosotros no lo hace de modo paternalista y autoritario. No nos trata como a niños. Dios entra en relación con cada uno de nosotros, nos invita a sentirnos libres y responsables. Llama a nuestra puerta y solamente entra si le abrimos. Es nuestra oportunidad. Es nuestra responsabilidad. San Pablo dirá que “para ser libres, Cristo nos liberó”. María supo ciertamente ejercitar su libertad y responder libremente a la oferta de Dios (Diario Bíblico). “Cuando el mundo dormía en tinieblas / en tu amor quisiste ayudarlo / y trajiste, viniendo a la tierra, / esa vida que puede salvarlo” (Himno de Vísperas en Adviento). Hoy celebramos ese momento histórico. Celebramos la Encarnación. Celebramos el SÍ de una muchacha de Nazaret a los planes de Dios. Celebramos que nuestro Dios es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Celebramos que tanto nos ama Dios que envió al mundo a su único Hijo para que vivamos gracias a Él (Ermina Herrera). Asume la naturaleza humana —«compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado»— para elevarnos como hijos de Dios y hacernos así partícipes de su naturaleza divina.

c) “«¡No temas!». Palabras que leeremos frecuentemente en el Evangelio; el mismo Señor las tendrá que repetir a los Apóstoles cuando éstos sientan de cerca la fuerza sobrenatural y también el miedo o el susto ante las obras prodigiosas de Dios. Nos podemos preguntar el porqué de este miedo. ¿Es un miedo malo, un temor irracional? ¡No!; es un temor lógico en aquellos que se ven pequeños y pobres ante Dios, que sienten claramente su flaqueza, la debilidad ante la grandeza divina y experimentan su poquedad frente a la riqueza del Omnipotente. Es el papa san León quien se pregunta: «¿Quién no verá en Cristo mismo la propia debilidad?». María, la humilde doncella del pueblo, se ve tan poca cosa... ¡pero en Cristo se siente fuerte y desaparece el miedo!

Entonces comprendemos bien que Dios «ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte» (1Cor 1,26). El Señor mira a María viendo la pequeñez de su esclava y obrando en Ella la más grande maravilla de la historia: la Encarnación del Verbo eterno como Cabeza de una renovada Humanidad. Qué bien se aplican a María aquellas palabras que Bernanos dijo a la protagonista de La alegría: «Un sentido exquisito de su propia flaqueza la reconfortaba y la consolaba maravillosamente, porque era como si fuera el signo inefable de la presencia de Dios en Ella; Dios mismo resplandecía en su corazón»” (Josep Vall). Dios mío, quisiera escucharte yo también, con mi oído interior atento, sin filtros de prejuicios. No vaya a ser que casi sólo oiga lo de siempre: lo mío, mis palabras, muy razonadas –eso sí–, pero no las tuyas. Necesito librarme de ese monólogo, casi permanente, aunque pierda la tranquilidad y la seguridad de no tener quien se me oponga. María, que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su disposición de servir a su Señor. Vive todos los días de la ilusión por complacerle en cada detalle, poniendo todo su ser en amarle. Se siente contemplada por su Creador y a la vez segura, sabiendo que Él conoce hasta el más delicado movimiento de su espíritu, mientras ella, llena de paz y alegre como nadie, va plasmando en sus obras el amor que le tiene. María se turbó, dice el evangelista. Acababa de escuchar un singular saludo, que era la más grande alabanza jamás pronunciada. Con su clarísima inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador. Las palabras que escucha indican que el mensajero viene de parte del Altísimo, que conoce la intimidad habitual entre Dios y Ella; por eso se dirige a María, pero no por su nombre. En María, lo más propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia. Así la llama el Ángel: Llena de Gracia. Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el Creador más ha amado. Y María correspondió siempre, del todo y libremente, con su amor al amor divino. A partir de la disposición de María el Ángel le transmite su mensaje. Como afirma Juan Pablo II, Dios "busca al hombre movido por su corazón de Padre": no debemos temer a Dios. Las palabras de Gabriel –tan intensas– y lo inesperado del mensaje, posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por qué temer, le dice el Ángel. Su presencia ante ella, por el contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre. ¿Tenemos miedo a Dios? De Él sólo podemos esperar bondades, aunque nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos preguntarnos si nuestras conductas son de su agrado, no sea que debamos rectificar? Queramos mirar al Señor cara a cara, francamente, como mira un niño ilusionado el rostro de su padre, esperando siempre cariño, comprensión, consuelo, ayuda... No se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente de sus disposiciones habituales. Su sí a Dios cuando contesta a Gabriel, vino a ser la formalización actual de lo que siempre había querido.

Señor, que vea; te pido como Bartimeo, aquel ciego al que curaste. Que Te vea. Que vea qué esperas de mí. Quiero escuchar tu llamada, en cada circunstancia de mi vida y, como María, para mi vida entera... Entiendo que conoces los detalles de mi andar terreno y prevés lo que llamo bueno y lo que llamo malo y que todo es ocasión de amarte. Ayúdame a intentarlo sinceramente, de verdad. Enséñame a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios, te pido con el salmista. Enséñame a confiar en tu Bondad omnipotente. No temas, María –le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y que será obra del Espíritu Santo la concepción y mantendrá su virginidad... Finalmente, recibe también una prueba de otra acción poderosa de Dios: la fecundidad de Isabel, porque para Dios no hay nada imposible, concluye el arcángel. Cuando nos habituamos a contemplar a Dios –Señor de la historia: de la mía– presente en los sucesos de cada jornada, tenemos paz. Lo sentimos como un Padre inspirando y protegiendo cada paso nuestro: queriéndonos. Porque nos comprende y nos sonríe con el cariño afectuoso de siempre. También cuando, quizá sin darnos mucha cuenta, intentamos rebajar la exigencia sin verdadero motivo, "escurrir el bulto". Es que no es obligación, discurrimos. Y le escuchamos en el fondo del alma: "¿Me quieres?" Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida: "que obras son amores..." Ayúdame, Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la fe para ver más claramente qué esperas de mí cada mañana y cada tarde. El "sí" de María, el día de la Anunciación, fue para ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su consentimiento. Nuestros "sí" a Dios de todos los días, se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Eran en María enamoradas afirmaciones –silenciosas casi siempre– de una conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras de afecto en los enamorados, aunque sólo se contemplen. Madre mía, enséñame a querer” (Fluvium, 2004).

Como toda mujer, María tiene sueños, deseos, proyectos... sin embargo, esta mujer se encuentra cara a cara con los deseos, proyectos y sueños de Dios. Dios quiere algo de esta mujer, y ella se compromete con Él. Frente a un Dios que se decide a intervenir, el texto nos presenta en un pueblo infiel, y una mujer de pueblo que se presenta como modelo de fidelidad. Dios sigue interviniendo para dar luz en la noche de la injusticia, para que los pobres tengan fiesta... Y una mujer de pueblo nos enseña el camino. El camino de dejar proyectos que no son los de Dios, el camino de renunciar a los ídolos del dinero, la ambición y el poder, para que Dios reine en la justicia, la verdad y la paz; para que se "haga en nosotros su palabra". Este anuncio prepara la llegada del Señor. Esto ya estaba anticipado en los textos sobre el Bautista que ahora se superan en cada bloque. Juan es anticipo de Jesús, la vocación de María es para entregar al mundo a su Hijo, que es “Señor”. La virginidad de María es un signo de que este que hoy es anunciado será “Hijo de Dios”, hijo que viene para un reino que no tendrá fin. Jesús es el centro de esta fiesta, y su madre es el instrumento fiel para la realización del plan de Dios, por eso la “llena de gracia”. Pero Dios sigue derramando su gracia en su pueblo para que seamos fieles a su proyecto -su reino-, y tengamos la capacidad de llevarlo adelante procurando que Jesús sea el Señor, que seamos capaces de ser hermanos y que “no temamos” ante el desafío porque el Espíritu de Dios nos acompaña.