Solemnidad: La Santisima Trinidad, Ciclo B
San Mateo 28,16-20:
Dios está con nosotros a lo largo de la historia, pero desde Jesús de un modo especial por la gracia, con el Espíritu Santo

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del libro del Deuteronomio 4,32-34.39-40. Habló Moisés al pueblo y dijo: -Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás desde un extremo al otro del cielo palabra tan grande como ésta?, ¿se oyó cosa semejante?, ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?, ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto?

Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor tu Dios te da para siempre. 

Salmo 32,4-5.6 y 9.18-19.20 y 22 R/. Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor.

La palabra del Señor es sincera, / y todas sus acciones son leales; / El ama la justicia y el derecho, /y su misericordia llena la tierra.

La palabra del Señor hizo el cielo, / el aliento de su boca, sus ejércitos, / porque El lo dijo y existió, / El lo mandó y surgió. 

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, / en los que esperan en su misericordia, / para librar sus vidas de la muerte / y reanimarlos en tiempo de hambre.

Nosotros aguardamos al Señor: / El es nuestro auxilio y escudo; / que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, / como lo esperamos de ti. 

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 8,14-17. Hermanos: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo. 

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 28,16-20. En aquel tiempo los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: -Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. 

Comentario: En el año 1030 encontramos establecida una fiesta de la Trinidad, el primer domingo después de Pentecostés, que no tarda en extenderse. El Papa Juan XXII la aprueba en 1334 y extiende su celebración a la Iglesia universal, quedando fijada en el domingo después de Pentecostés. Cabría pensar que, al cerrar con Pentecostés las solemnidades pascuales, con la celebración del envío del Espíritu, se ha querido sintetizar la obra de las Tres Personas divinas después de haber venido celebrando su actividad de modo particular (Adrien Nocent). "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2 Cor 13, 13). "De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo (...). De esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo" (Dominum Vivificantem, 2). Así, el Papa explica el texto paulino y señala el contenido general de las tres Encíclicas: la "gracia": salvación del Hijo, el "amor del Padre" (agape tou theou), la "koinonia" realizada por el Espíritu Santo (G. Aranda).

Hoy es la fiesta de Dios. No de un santo, o de un misterio de la vida de Cristo, una faceta o aspecto de su vida divina: es Dios, Uno y Trino. Es el misterio más alto de nuestra fe, porque es el misterio de Dios mismo, su Ser. Tenemos en los Sacramentos de la fe los medios para poner más consciencia en la celebración, y sacar más fruto, pues aunque ahí la gracia está totalmente “ex opere operato” –por su propio obrar del sacramento- como una inmensa catarata que cae del cielo, raudal de gracia… la aprovechamos según nuestra capacidad, según el recipiente con que vamos a recibirla: “ex opere operantis” –según el que obra, es decir según nuestra disposición- y por eso nos interesa ir bien preparados y saborear cada oración trinitaria desde la primera invocación al signarnos al comienzo hasta el Kyrie, Gloria, Colecta, lecturas… lectio divina, y también otros medios como meditación del Trisagio Angelico estos días (himno de alabanza: “Tibi laus, tibi gloria”…); el Símbolo “quicumque” con un buen contenido de la fe trinitaria o el saborear de un modo nuevo el Credo.

Nuestra vida de oración va dirigida a ser contemplativos, a tener continua presencia de Dios, una conversación continua con las Personas divinas. "La oración, las jaculatorias, la lectura, etc., son pasos importantes y necesarios: es subir al trampolín; pero falta lo principal: tirarse y sambullirse en el agua: la contemplación y trato con la Santísima Trinidad" (Manuel Guerra). El estudio es también fundamental: La formación teológica es alimento de la vida interior. Y si de la Trinidad de trata…! ¿puede haber un objeto de estudio más alto, más elevado, que el mismo Dios?: las procedencias o procesiones, las relaciones subsistentes, los atributos de Dios: Unum, Verum, Bonum, Pulchrum: todo esto nos sería imposible saberlo sin la Revelación (Bautismo, Transfiguración, "si me amáis, guardaréis mis mandamientos, y Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros", Jn 14, 15-16), y sin el estudio (al menos una parte de ese misterio)… ¡las "tres trinidades"! Decía una persona que notaba cuando un predicador usaba sus fuentes de sus estudios, y cuando procedían de su vida interior… que se notaba si era un estudioso o un místico… lo ideal es que la piedad y la doctrina vayan entremezclados en una única existencia. Cuanto más metidos estemos en la Stma. Trinidad, tenemos más vida divina: más santidad personal y más eficacia apostólica. Al fin y al cabo, todo lo que tendremos que hacer como nos recuerda hoy el Evangelio en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y también pediremos con la Colecta: "…concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad todopoderosa". Para llegar a la Trinidad del Cielo podemos ir por la trinidad de la tierra, a través de la Virgen: ¡Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo, más que Tú, sólo Dios!

1. Los vs. 32-40 son el culmen literario de la exhortación que recorre todo el cap. 4. y es pura teología de la historia que intenta llegar con su exhortación al corazón de todo hombre. El discurso (vs. 1-31), que sigue la estructura del Código de Alianza, está a punto de concluir. En los vs. 32-40 se recogen los diversos temas del discurso presentándolos con mucha insistencia ante el lector. Una introducción (v. 32) y una conclusión general (la exhortación del v. 40) sirven de marco a las dos estrofas (vs. 33-35; 36-39) que intentan convencer de "que el Señor es Dios, y no hay otro fuera de él" (vs. 35-39). A lo largo de todo el cap. 4 el autor intenta comentar e inculcar la primera palabra del Decálogo: "No tendrás otros dioses frente a mí". Para el escritor el Señor no es una momia del pasado sino un Dios muy cercano que puede verse y palparse; sólo es necesario que el hombre abra de par en par sus ojos a los acontecimientos históricos: "Pues, ¿qué nación... tiene un Dios tan cercano como está el Señor, nuestro Dios, cuando lo invocamos?" (v. 7). Y estas palabras están dirigidas al pueblo de Israel que conoce la dura experiencia del destierro de Babilonia (587 a C) por su perversión (vs. 25-26). Según la concepción de aquellos pueblos el triunfo de los babilonios implicaba la victoria de sus dioses sobre el Dios de Israel. Por eso los israelitas se preguntan ¿dónde está ese dios tan cercano que permite nuestra derrota político-militar? El Dios de Israel parece enmudecer, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué Dios calla y permite el triunfo de los dioses babilonios? El autor intenta responder a estas preguntas a lo largo de todo el capítulo estructurándolo de forma muy sencilla:

1) Percepción (abrir los ojos-ver-preguntar-oír...) y reflexión (reconocer, meditar...); "vuestros ojos han visto..." (vs. 3,4), "... los sucesos que vieron tus ojos..." (vs. 9 ss.), "pregunta... a los tiempos antiguos..." (vs. 32 ss) etc. La experiencia que Israel tiene de su Dios abarca todos los tiempos y espacios, no sólo se apela a la historia del pasado sino también al hoy histórico. El Señor no es algo pasado. En el v. 32, el autor se sitúa al término de una larga historia e invita a Israel a contemplar la historia universal en su más amplio espacio temporal (desde la creación del hombre) y geográfico (de un extremo a otro del cielo). Nada de lo acaecido en el mundo se puede parangonar con las gestas de Dios en la historia de Israel. Israel no medita ideas abstractas de Dios sino hechos históricos concretos en los que Él ha actuado: revelación en el Horeb/Sinaí (vs. 10-13), liberación de la esclavitud (vs. 32 ss.; cfr. v. 20). La acumulación de siete circunstancias de la liberación enfatiza el hecho y alude a todos los acontecimientos de Ex. 1-15. El Dios de Israel debe confrontarse con los otros dioses en este terreno de la historia. Sólo Él libera, protege ("brazo extendido"), elige a Israel... hasta el hoy de la reflexión. Él es el único, el incomparable..., los otros dioses son la nada, la vaciedad... (cfr. Is. 43, 8 ss; 44, 6 ss.; 45, 5 ss...). La conclusión es evidente. Israel ha de reconocer "hoy" que nada de lo que ha acontecido en la historia puede parangonarse con las gestas del Dios de Israel. Por eso han de reconocer que el Señor es único y no admite competencias (vs. 35, 39). Los otros pueblos podrán tener sus dioses (aquí no se defiende un estricto monoteísmo), pero Israel sólo debe reconocer a su Dios. Por escoger a otras divinidades Israel ha servido como esclavo en Babilonia. La culpa no es de Dios (vs. 23-38).

2) Cumplimiento (guardar, cuidarse bien de, observar...) Dios se ha elegido en exclusividad a Israel; en consecuencia Israel deberá servir exclusivamente al Señor. Y si el Dios de Israel se ha revelado en los acontecimientos históricos la respuesta que se exige al pueblo no es exclusivamente mental sino existencial: con mente, sentimientos, quereres... La historia de Dios con el pueblo aún no ha terminado (vs. 29-31); las grandes obras realizadas en el pasado no lo fueron en vano. Si Israel reconoce sólo y exclusivamente al Señor su Dios, aún es posible la esperanza. La promesa a los padres (v. 37) prevalecerá sobre la maldición de la Alianza que pesa sobre los desterrados. ¿Cómo presentamos hoy a Dios de forma que el pueblo pueda verlo, sentirlo, experimentarlo? ¿Como un dios acartonado en disquisiciones metafísicas, jurídicas, dogmáticas...? Nada dice a la gente, ¿como un Dios lejano y misterioso que no actúa hoy en nuestra historia? El pueblo prescinde de Él ¿como un juez que dará a cada uno su merecido en un futuro, pero que no se compromete en la liberación actual del hombre inaugurando ya así un futuro nuevo? Las preguntas retóricas del cap. 4 nos interpelan a nosotros, lectores actuales del texto,  y nos exigen una respuesta de fe. ¿Seremos los cristianos capaces también de despertar esa respuesta de fe entre los hombres de hoy? Es necesario olvidarse de mucha bazofia de tipo seudo-intelectual y seudo-mística (Eucaristía 1976, 36) De Dios siempre hay más cosas que no sabemos que no las que sabemos, supera siempre nuestros conceptos y nuestros modos de verle. Dios no es sólo lo que se piensa de Él, siempre es mucho más. A Dios no se llega sólo por la razón, sino sobre todo por el camino de la experiencia del amor. Dios mismo toma la iniciativa y se va manifestando en los acontecimientos de la vida, en los hechos, que terminan siendo salvadores. Israel experimenta a Dios como algo vivo, como alguien que interpela, como amor que salva. Y eso es lo grande de Dios, que se acerca. El Dios del cielo está aquí en la tierra, junto a los hombres. No hay nación que tenga a los dioses tan cercanos. Y lo admirable de Dios es que se acerca de manera salvadora, que actúa liberadoramente en favor de su pueblo. Y lo incomprensible de Dios es su amor, un amor de predilección hacia los pequeños,  hacia el que «reconoce... y medita... y guarda». Como María. No cabe otra respuesta que la confianza y la fidelidad. (A. Gil Modrego).

Un día me dijo un niño de 6 años: “yo he visto mi ángel de la guarda”. Yo le contesté: “me parece muy bien… yo no he visto nunca el mío”. No se basa nuestra fe en percepciones infantiles, ni tampoco en dones místicos. A veces puede faltar el sentimiento, puede venir la noche, la soledad, la ausencia o como un vacío en la oración… “Dios no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremos de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones (…) No os escondo que, a lo largo de estos años, se me han acercado algunos, y compungidos de dolor me han dicho: Padre, no sé que me pasa, me encuentro cansado y frío; mi piedad antes tan segura y llena, me parece una comedia... Pues a los que atraviesan esa situación, y a todos vosotros, contesto: ¿una comedia? ¡Gran cosa! El Señor está jugando con nosotros como una padre con sus hijos.

Se lee en la Escritura: ludens in orbe terrarum (Prv 8, 31), que El juega en toda la redondez de la tierra. Pero Dios no nos abandona, porque inmediatamente añade: deliciae meae esse cum filiis hominum (Ibidem), son mis delicias estar con los hijos de los hombres. ¡El Señor juega con nosotros! Y cuando se nos ocurra que estamos interpretando una comedia, porque nos sentimos helados, apáticos; cuando estamos disgustados y sin voluntad; cuando nos resulta arduo cumplir nuestro deber y alcanzar las metas espirituales que nos hayamos propuesto, ha sonado la hora de pensar que Dios juega con nosotros, y espera que sepamos representar nuestra comedia con gallardía.

No me importa contaros que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinarios yo voy a contrapelo. Sigo mi plan, no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor. Pero, Padre, ¿se puede interpretar una comedia con Dios?, ¿no es eso una hipocresía? Quédate tranquilo: para tí ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarle, aunque a ti te cueste.

¡Qué bonito es ser juglar de Dios! ¡Qué hermoso recitar esa comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y confíale: no tengo ninguna ganas de ocuparme de esto, pero lo ofreceré por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses que es una comedia. ¡Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía, porque las hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio los espectadores de esa comedia nuestra —déjame que te lo repita— son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; la Virgen Santísima, San José y todos los Ángeles y santos del Cielo. Nuestra vida interior no encierra más espectáculo que ése: es Cristo que pasa quasi in oculto (Cfr. Jn 7,10)” (S. Josemaría Escrivá).

2. Es necesario personalizar este salmo, en nuestra propia vida y en nuestro propio estilo: Alabar... Creer en el poder de Dios... Creer que Dios interviene "hoy y siempre en los  acontecimientos contemporáneos..." "hacerse pobre": la "mirada de Dios" sobre nosotros es  una defensa más segura que todos los medios del poder humano. He aquí un ejemplo de personalización... He aquí cómo Paul Claudel "releía" este  salmo a su manera, vigorosa, truculenta, poética: "Escuchad, pájaros cantores, el ímpetu que doy a mi canto: lo que llaman en música la  anacrusa. Mirad mis dedos que sin hacer ruido en los rayos del sol, pulsan el arpa entre mis  rodillas: hay diez cuerdas, ¡Atentos cuando levante la mano! Yo también canto muy suave, y los ojos bien abiertos, llevo el compás, el oído atento a vuestra vociferación. Dios es  hombre de bien: se escucha la conciencia en todo lo que Él ha hecho. Alguien de confianza y de buenos sentimientos: que no pide otra cosa que estar bien con  el mundo. Esto es sólido, vamos, este cielo que ha fabricado con sus manos, y es Él quien  está en el interior, este espíritu que hace marchar todo. / Es Él quien ha juntado el mar como en un odre y que ha colocado cuidadosamente  aparte los abismos para servirse de ellos. ¡Toda la tierra, si tiene corazón, que palpite sobre  el corazón de Dios! En un abrir y cerrar de ojos todo fue hecho. Y entonces, las  combinaciones de las gentes, poco tienen que ver con Él. ¡Haceos los listos, hombres de  estado! Dios es alguien que recurre a su eternidad para pasar el tiempo. Escoge, Señor, entre nosotros: dichosos aquellos a quienes Tú has confiado la tarea de continuar tu obra. De lo alto de los cielos el Señor abre los ojos para mirar: ¿son esos los hijos de los  hombres? De lo alto de su arquitectura, esta tierra que Él ha hecho, mira cómo nos las  arreglamos para habitarla. ¡Todo está unido! ¡Nadie es intercambiable! Ha puesto dentro  de nosotros un corazón, para que fuera nuestro corazoncito para nosotros solos. Alguien  hace de rey, otro de gigante. Esto es gracioso. El caballo para salvaros, deberá tener más  de cuatro patas para atarlo a vuestra ruleta.

Decid solamente: espero, Tú eres bueno, eso basta. ¿Eso basta para no ir al infierno y no  tener hambre? ¡Nunca más tendremos hambre! Dios es como una columna entre mis  brazos. ¡Intentad arrebatármela! Estamos felices de estar juntos: nos decimos el nombre de  pila unos a otros. Y entonces, queridos hijos, atentos y todos juntos. "Que tu amor, Señor,  esté sobre nosotros, como nuestra esperanza está en ti".

Así tradujo Claudel para él, este salmo. A nosotros toca ahora, "gritar a Dios nuestra  alabanza" (Noel Quesson).

Juan Pablo II lo comentaba así: “El salmo 32… es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia… El cuerpo central del himno está articulado en tres partes, que forman una trilogía de alabanza. En la primera (cf. vv. 6-9) se celebra la palabra creadora de Dios. La arquitectura admirable del universo, semejante a un templo cósmico, no surgió y ni se desarrolló a consecuencia de una lucha entre dioses, como sugerían ciertas cosmogonías del antiguo Oriente Próximo, sino sólo gracias a la eficacia de la palabra divina. Precisamente como enseña la primera página del Génesis: "Dijo Dios... Y así fue" (cf. Gn 1). En efecto, el salmista repite: "Porque Él lo dijo, y existió; Él lo mandó, y surgió" (Sal 32, 9). El orante atribuye una importancia particular al control de las aguas marinas, porque en la Biblia son el signo del caos y el mal. El mundo, a pesar de sus límites, es conservado en el ser por el Creador,  que, como recuerda el libro de Job, ordena al mar detenerse en la playa: "¡Llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el orgullo de tus olas!" (Jb 38, 11) (…) La tercera y última parte del Salmo (vv. 16-22) vuelve a tratar, desde dos perspectivas nuevas, el tema del señorío único de Dios sobre la historia humana. Por una parte, invita ante todo a los poderosos a no engañarse confiando en la fuerza militar de los ejércitos y la caballería; por otra, a los fieles, a menudo oprimidos, hambrientos y al borde de la muerte, los exhorta a esperar en el Señor, que no permitirá que caigan en el abismo de la destrucción. Así, se revela la función también "catequística" de este salmo. Se transforma en una llamada a la fe en un Dios que no es indiferente a la arrogancia de los poderosos y se compadece de la debilidad de la humanidad, elevándola y sosteniéndola si tiene confianza, si se fía de Él, y si eleva a Él su súplica y su alabanza. "La humildad de los que sirven a Dios -explica también san Basilio- muestra que esperan en su misericordia. En efecto, quien no confía en sus grandes empresas, ni espera ser justificado por sus obras, tiene como única esperanza de salvación la misericordia de Dios".

El Salmo concluye con una antífona que es también el final del conocido himno Te Deum: "Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti" (v. 22). La gracia divina y la esperanza humana se encuentran y se abrazan. Más aún, la fidelidad amorosa de Dios (según el valor del vocablo hebraico original usado aquí, hésed), como  un  manto, nos envuelve, calienta y protege, ofreciéndonos serenidad y proporcionando un fundamento seguro a nuestra fe y a nuestra esperanza.

Confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios: Que resuene sinfónicamente, con la aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros corazones, es su Palabra siempre interpeladora y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad carismática, nos mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y lanzados hacia la misión. Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios, porque su «plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro prestigio social, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza... ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre humanidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones desesperadas: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor.»

La atención del salmo, después de centrarse en Dios mismo, tal como se ha manifestado (vv. 4-5), pasa a hacerse eco de la narración del capítulo 1 del Génesis (vv. 6-9), en su acción divina, donde algunos santos Padres (S. Atanasio, S. Agustín, S. Gregorio) ven “Palabra”, “Aliento”, a las personas del Hijo y del Espíritu Santo. El aleteo materno del Espíritu se verá –señala Juan Pablo II- en muchas formas, por ejemplo en la escena del Bautismo de Jesús que “irrumpe también el Espíritu Santo  bajo forma de «paloma» que «desciende y se posa» sobre Cristo. Podemos recurrir a otras referencias bíblicas para ilustrar esta imagen: como la paloma, que indica el final del diluvio y el surgir de una nueva era (cf. Génesis 8,8-12; 1 Pedro 3,20-21), o como la paloma del Cantar de los Cantares, símbolo de la mujer amada (cf. Cantar 2,14; 5,2; 6,9), o la paloma que es casi un escudo para indicar a Israel en algunos pasajes del Antiguo Testamento (cf. Oseas 7,11; Salmo 68,14). Es significativo un antiguo comentario judaico al pasaje del Génesis (cf. 1,2) que describe ese aletear con ternura materna del Espíritu sobre las aguas primordiales: «El Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas como una paloma que vuela en torno a sus pequeños sin tocarles» (Talmud). En Jesús, desciende como una fuerza de amor sobreabundante, el Espíritu Santo. Precisamente al referirse al Bautismo de Cristo, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a "posarse" sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad».

La Trinidad y la historia: En el Jordán, por tanto, toda la Trinidad está presente para revelar su misterio, autentificar y sostener la misión de Cristo e indicar que con él la historia de la salvación entra en su fase central y definitiva. Esta involucra al tiempo y al espacio, a las vicisitudes humanas y el orden cósmico, pero en primer lugar, a las tres divinas Personas. El Padre confía al Hijo la misión de llevar a cumplimiento, en el Espíritu, la «justicia», es decir, la salvación divina. Cromacio, obispo de Aquileia, en el siglo IV, en una homilía sobre el bautismo y el Espíritu Santo afirma: «Así como nuestra primera creación fue obra de la Trinidad, así también nuestra segunda creación es obra de la Trinidad. El Padre no hace nada sin el hijo y sin el Espíritu Santo, porque la obra del Padre es también del Hijo y la obra del Hijo es también del Espíritu Santo. Sólo hay una gracia de la Trinidad. Por tanto, somos salvados por la Trinidad, porque en el origen fuimos creados tan sólo por la Trinidad».

Tras el bautismo de Cristo, el Jordán se ha convertido también el río del bautismo cristiano: el agua de la pila bautismal es, según una tradición de las Iglesias de Oriente, un Jordán en miniatura. Lo prueba esta oración litúrgica: «Nosotros te pedimos, entonces, Señor, que la acción purificadora de la Trinidad descienda sobre las aguas bautismales y que reciban la gracia de la redención y de la bendición del Jordán en la fuerza, en la acción y en la presencia del Espíritu Santo (Grandes Vísperas de la Santa Teofanía de nuestro Señor Jesucristo, «Bendición de las aguas»). En una idea semejante parece inspirarse también san Paolino de Nola al componer unos versos como explicación del baptisterio: «Esta pila, generador de las almas necesitadas de salvación, libera un río vivo de luz divina. El Espíritu Santo desciende del cielo en este río y une las aguas sagradas con el manantial celeste; la ola se llena de Dios y genera de la semilla eterna una santa progenitura con sus aguas fecundas» (Carta 32, 5). Al salir del agua regeneradora de la pila bautismal, el cristiano comienza su itinerario de vida y de testimonio”.

No es este misterio un “tema especulativo” sino que al mismo tiempo que siempre será algo que nos supera infinitamente constituye «la realidad más cercana a nosotros», «el manantial de nuestro ser». «Lo más íntimo de mi intimidad», como decía Agustín de Hipona. Aventura «ardua pero fascinante» será adentrarse en él, «ardua pero fascinante», decía Juan Pablo II, en sus últimos años que dedicó a reflexionar sobre Cristo, el Espíritu y el Padre, y lo veía desde el Génesis hasta las últimas del Apocalipsis. Se refirió a estos dos pasajes como a los dos extremos del río de la revelación: «su manantial y su estuario». «De hecho la Trinidad divina está en los orígenes mismos del ser y de la historia y está presente en su meta última. Constituye el inicio y el final de la historia de la salvación. Entre los dos extremos, el jardín del Edén (cf. Génesis 2) y el árbol de la vida de la Jerusalén celeste (cf. Apocalipsis 22), discurren las vicisitudes caracterizadas por las tinieblas y por la luz, por el pecado y la gracia»… ese dinamismo de amor que explica la Trinidad: «el Padre genera al Hijo y juntos se entregan recíprocamente en el Espíritu Santo». Sólo así se pude explicar la creación del mundo, una decisión divina que «es fruto de este amor infinito que se irradia en la esfera de la creación». Ahora bien, para comprender este misterio de amor se requiere que «los ojos de nuestro corazón, iluminados por la revelación, se hagan suficientemente puros y penetrantes». Pero la Trinidad no sólo es el origen del mundo y del hombre; constituye también su meta: «En la Jerusalén celeste, el origen y el final se vuelven a unir»: «Dios Padre, aparece, sentado en el trono, para decir: "Mira que hago nuevas todas las cosas". Junto a él está presente el Cordero, es decir, Cristo, en su trono, con su luz, con el libro de la vida en el que se recogen los nombres de los redimidos. Y al final, en un diálogo dulce e intenso, el Espíritu reza con nosotros junto a la Iglesia, la esposa del Cordero, y dice: "Ven, Señor Jesús". Ante un mundo acostumbrado a seguir más bien las noticias de las últimas fusiones de Wall Street, la moda primavera-verano, o el resultado del último partido de fútbol..., las palabras del Papa podrían parecer como la predicación de un profeta de tiempos remotos.. pero es la fuerza la actualidad del único misterio que lo explica todo, el secreto que lo hace posible, como dice Dionisio Areopagita (400-499): «en el silencio se aprenden los secretos de esta tiniebla... que brilla con la luz más deslumbrante... Si bien es perfectamente intangible e invisible, llena con el esplendor más fascinante de la belleza las inteligencias que saben cerrar los ojos».

Esta presencia de la Trinidad en la historia la siguió tratando el Papa con motivo del Jubileo del Milenio: “el Señor no es un emperador impasible, envuelto en una aureola de luz y alejado en los dorados cielos; él observa la miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y desciende para liberarlo (cf. Éxodo 3, 7-8).

El cariño de Dios por el hombre: Pues bien, nosotros trataremos de ilustrar ahora esta presencia de Dios en la historia a la luz de la revelación trinitaria que, si bien se realiza plenamente en el Nuevo Testamento, ya se encuentra en cierto sentido anticipada e implícita en el Antiguo. Comenzaremos, por tanto, con el Padre, cuyas características se pueden entrever ya en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y cariñoso con los justos que en Él confían. Él es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Salmo 68,6); también es padre del pueblo rebelde y pecador. Estas dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad introducen un delicado soliloquio de Dios en relación con sus hijos pervertidos (Deuteronomio, 32, 5). Dios manifiesta su constante y amorosa presencia en el nudo de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama «Yo soy un padre para Israel... ¿Es un hijo tan querido para mí, o niño tan mimado, que tras haberme dado tanto que hablar, tenga que recordarlo todavía? Pues, en efecto, se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme» (Jeremías 31,9.20). La otra confesión estupenda de Dios puede leerse en Oseas: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo... Yo le enseñé a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no comprendieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer... Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Oseas 11,1.3-4.8). Cristo ayer, hoy y siempre

De estos pasajes bíblicos sacamos la conclusión de que Dios Padre no es ni mucho menos indiferente ante nuestras vicisitudes. Es más, llega a enviar al Hijo unigénito precisamente en el corazón de la historia, como atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Juan 3,16-17). El Hijo entra en el tiempo y en el espacio como el centro vivo y vivificador que da sentido definitivo al fluir de la historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad. Hacia la cruz de Cristo, manantial de salvación y vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y lágrimas, con su azarosas vicisitudes de bien y mal. «Cuando yo sea alzado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Juan 12,32). Con una frase fulgurante, la Carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la Historia. «¡Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por siempre!» (13, 8).

Para descubrir en el flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el Reino de Dios que se encuentra ya en medio de nosotros (cf. Lucas 17,21), es necesario ir más allá de la superficie de las fechas y de los acontecimientos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Si bien el Antiguo Testamento no presenta todavía una revelación explícita de su persona, se le pueden atribuir sin ningún problema ciertas iniciativas de salvación. Él mueve a los jueces de Israel (cf. Jueces 3,10), a David (cf. 1 Samuel 16,13), el rey Mesías (cf. Isaías 11,1-2; 42,1), pero de manera particular es él quien se infunde en los profetas, los que tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor preocupado por nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que será retomada por Cristo en su discurso programático de la sinagoga de Nazaret: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia del Señor» (Isaías 61,1-2; Lucas 4, 18-19).

El Espíritu de Dios no sólo desvela el sentido de la historia, sino que da la fuerza para colaborar en el proyecto divino que en ella se cumple. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu la historia deja de ser una sucesión de eventos que se disuelven en el abismo de la muerte para convertirse en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a esa meta sublime en la que «Dios será todo en todos» (1 Corintios 15,28). El Jubileo que evoca «el año de misericordia» anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria para que todos esperen, sostenidos por la presencia y por la ayuda de Dios, en un nuevo mundo, que sea más auténticamente cristiano y humano. Entonces, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, puede hacer suyo el estupor de la adoración de San Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, quien cantaba: «Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y totalmente santo. La Trinidad es un sólo Dios que creó y llenó todo... cada cosa vivificándola con su Espíritu para que toda criatura ensalce a su Creador, causa única de la vida y la existencia. Que por encima de todo, la criatura con uso de razón lo alabe como gran Rey y Padre bueno»”.

3. Rom 8,14-17: En este texto el autor nos habla del binomio "carne/espíritu", insistiendo en la prioridad de la acción de Dios en la santificación del hombre. No son las obras de la "carne" las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu en el hombre que le orienta hacia una existencia nueva. Pablo se ha referido anteriormente a los que se dejan llevar de la "carne", esto, es de las tendencias contrarias a la voluntad de Dios (v. 7). Para librarnos de esas tendencias que nos esclavizan necesitamos un nuevo espíritu, el Espíritu de Dios que habita en nosotros (vv. 9 y 11). Los que se dejan llevar por ese Espíritu escapan a la influencia de la "carne" y son efectivamente hijos de Dios. Como tales participarán en su día en la herencia de los hijos de Dios y serán coherederos con Cristo, "el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29).

El Espíritu que hemos recibido no es un espíritu de esclavos, sino el Espíritu de Cristo y de los hijos de Dios. Por lo tanto, no estamos ya bajo la ley del temor. Este Espíritu es el que nos incita a llamar a Dios "Padre". De manera que nuestras relaciones con Dios han cambiado radicalmente y sería una inconsecuencia si todavía anduviéramos interesados en contabilizar obras y méritos para exigir recompensas como si fuéramos unos asalariados.

El que tiene espíritu de siervo no hace más de lo exigido por las normas generales de la ley y se limita a cumplir por temor al castigo o por el deseo de recompensa. En cambio, el que se comporta como hijo de Dios y se deja conducir por el Espíritu entra por el ancho camino del amor. Sabe que en la generosidad de un amor sin límites al Padre y a todos los hermanos se encuentra la verdadera libertad y la única responsabilidad.

El Espíritu que habita en nosotros confirma a nuestro espíritu en la fe, de manera que ambos dan un testimonio concorde, por el que sabemos que somos hijos de Dios y así nos sentimos. Sin ese testimonio interior no tendríamos oídos para escuchar lo que proclama la iglesia con la palabra. El mensaje cristiano corresponde a la experiencia cristiana, la confesión exterior a la vivencia interior. Es verdad que la fe viene por el oído, pero los gritos de los que predican el Evangelio no serían escuchados sin los gritos inefables del Espíritu que nos hace llamar a Dios "Padre".

Los que viven según la "carne", no tienen otra herencia que la muerte. Pero los hijos de Dios confían participar en la herencia de Cristo, que es la vida eterna. Ahora bien, ser hijos de Dios no es una tranquila posesión, no es propiamente un estado, sino una vida en la que es preciso mantenerse con esfuerzo. De no ser así, podríamos recaer en el "temor" y en la esclavitud de la "carne". Esto quiere decir que los hijos de Dios han de mortificar todas las obras de la "carne" o del "cuerpo" (Cfr. Gál 5, 19-21; Rm 7, 14-25) para vivir y vivir en abundancia.

La situación del cristiano, que camina entre lo que ya es y lo que aún debe llegar a ser cuando reciba la herencia de los hijos de Dios, es semejante a la del pueblo de Israel que, liberado de la esclavitud de Egipto, camina todavía hacia la tierra prometida. En ambos casos hay un hecho de salvación que nos libera y una promesa pendiente; en ambos casos es posible recaer en la esclavitud; pero Israel avanza en libertad cuando cumple la Ley de Dios; el cristiano, cuando se deja conducir por el Espíritu y se atiene al mandamiento del amor (“Eucaristía 1976”). Toda la Trinidad interviene en nuestra filiación, Dios mismo nos la concede. Por eso aparece una mención trinitaria importante en este texto. El Espíritu en nosotros, posibilitándonos una confesión básica en el cristianismo; llamar a Dios "papá" con todo lo que eso significa (los padres lo saben, pero no pueden explicar a otros lo que se siente al oír esa palabra en boca de un hijo pequeño).

Aquí nos movemos en otros niveles. Aquí la experiencia de Dios se hace más íntima y más personalizada. Es comprensible, puesto que hubo un acontecimiento salvador único, una presencia de Dios viva y permanente, la Pascua gloriosa del mismo Hijo de Dios. Ahora se manifiesta toda la intimidad de Dios y toda su generosidad. Dios mismo puede habitar en nuestros corazones por medio de su Espíritu. Él nos transforma en hijos de Dios, identificándonos con Cristo, de cuya filiación participamos. Y así se inicia el canto de los hijos: «Abba», y la esperanza de los hijos -herencia incalculable-: la ansiada visión y posesión de Dios. ¿Quién no se siente asombrado y desbordado por esta generosidad divina?

4. Mt 28, 16-20: Mateo habla aquí por primera y única vez de la reacción de los discípulos de Jesús ante el hecho de la resurrección. En una sola escena recoge la experiencia pascual que todos los evangelistas atestiguan más detalladamente. Por lo tanto, es posible que esta duda de los discípulos o vacilación ocurriera en un momento anterior (Cfr. Lc 24,11.37,41; Jn 20,25). “El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. Mateo concluye su evangelio con estas palabras del Señor, que, terminada su obra, envía a sus discípulos a todo el mundo para que "den fruto" (Jn 15,16). Podemos distinguir tres partes en el discurso de Jesús: a) el titulo de suprema autoridad en el que funda su mandato de ir a todas las naciones, b) el encargo o misión que reciben los discípulos de enseñar y bautizar, c) la promesa de su asistencia en esta tarea que ha de durar hasta el fin de los tiempos. A partir de su muerte y resurrección, Jesús ha sido constituido en Señor y ha recibido el "Nombre-sobre-todo-nombre" (Fil 2,9-11). Consciente de su potestad, el Señor envía a sus apóstoles a proclamar el evangelio a todo el mundo. La resurrección y ascensión del Señor significa la universalización de su obra. Si Él se limitó a las "ovejas de Israel", los que Él ahora envía no deben detenerse ante ninguna frontera. El que ha sido bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es de Dios y a Dios ha de obedecer en todo. Pero la voluntad de Dios no es otra que ésta: que seamos sus hijos y que vivamos como hermanos, cumpliendo lo que Jesús nos ha mandado: que nos amemos los unos a los otros. Mateo cierra su evangelio abriendo los ojos al fin de los tiempos, cuando el Señor vuelva. Mientras tanto, hay una promesa consoladora para los que creen en Él y cumplen en la tierra la misión que les ha encomendado: El Señor estará con sus discípulos hasta el fin del mundo. La confesión pública de la fe (la ortodoxia) y la práctica manifiesta del amor fraterno (la ortopraxis) son las señales de esta presencia de Jesús en medio de sus discípulos. Ambas cosas son posibles por la fuerza del Espíritu que nos ha sido dado y que alienta nuestra marcha hacia el Padre (“Eucaristía 1976”).

La plena manifestación de Jesús tiene lugar en Galilea. Allí habían sido encaminados repetidas veces los discípulos (26,32; 28, 7-10). ¿Por qué en Galilea? Probablemente para significar que Jerusalén había dejado de ser el centro del culto y de la religiosidad. Desde ahora el acceso a Dios, el verdadero templo, no se hallaba circunscrito a un lugar -ni aquí ni en Jerusalén (Jn 4, 21)- sino a una persona, a la persona de Cristo. La plena revelación tiene lugar "en el monte que Jesús les había señalado". Mateo no nos informa de este detalle en su evangelio. No sabemos de ningún monte que Jesús les hubiese indicado previamente. El monte es mencionado únicamente por razón de su simbolismo. El monte es el lugar de la revelación. La revelación de Dios en el Antiguo Testamento tuvo lugar en el monte Sinaí. La revelación de Jesús (nuevo Moisés; aspecto de Jesús particularmente querido y destacado por Mateo) tiene lugar también en el monte: en el de la transfiguración (donde manifiesta su naturaleza), en el de las bienaventuranzas (donde manifiesta su enseñanza y sus exigencias morales) y en el de Galilea (donde manifiesta su autoridad y misión). En un monte Jesús sufrió la tentación del poder. Seguramente que hay que tener en cuenta todas estas indicaciones del evangelio de Mateo para captar toda la riqueza del "monte", que, además, es lugar de la presencia de Dios. La resurrección de Jesús es un misterio inasequible e increíble desde la lógica humana. Afortunadamente el temor y la duda -no sólo la alegría- fueron vividos en la carne misma de los que más cerca estuvieron de Jesús. Es maravillosa la acotación de Mateo; "al verlo lo adoraron, aunque algunos aún dudaron". La resurrección de Jesús introdujo un cambio radical en la relación de sus discípulos con él. Durante su vida terrena tenían frente a él la deferencia que el discípulo debe al Maestro. Ahora aparece la relación del creyente frente a su Señor. La postración -gesto reservado para el encuentro con los grandes monarcas divinizados o considerados con categoría divina- de los discípulos, significa claramente que los discípulos habían descubierto la divinidad en él (ver He 2,36). La autorrevelación de Jesús se centra en su autoridad y la misión que encomienda a sus discípulos. Su autoridad es la misma que la del Hijo del hombre. Y, para formularla, recurre a las mismas palabras de Daniel: "Se le dio imperio, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su imperio es un imperio eterno que nunca pasará, y su reino, un reino que no será destruido jamás" (Dn 7,14). El siervo de Yahveh, doliente y humillado es el Hijo del hombre glorificado. Así se definía la verdadera categoría de Jesús después de resucitado. Pero, a continuación, la naturaleza de su autoridad. Una autoridad no impuesta sino aceptada libremente por la inserción en su misterio, el misterio pascual, mediante la recepción del bautismo y manifestada en el esfuerzo permanente por asimilar sus enseñanzas y cumplir sus exigencias. El evangelio termina como comenzó. Al principio nos fue anunciado el nombre de Emmanuel, Dios con nosotros, que había sido anticipado por el profeta Isaías (Is 1,23). Ahora se nos asegura que aquella profecía se ha hecho permanente realidad: "estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". En otras palabras, sigue siendo Emmanuel, Dios con nosotros (Edic, Marova). Las primeras palabras de Jesús (v. 18b) son una revelación: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra". Con esto declara Jesús que es el cumplimiento de la profecía de Daniel (Dn 7,13-14) respecto al Hijo del hombre (a lo cual había hecho ya referencia Jesús durante el proceso): "En las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido a su presencia. Se le dio poder, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían; su poder era un poder eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás". Este "dominio universal" del Señor resucitado es la raíz de donde brota la universalidad de la misión. Todo el breve discurso de Jesús está dominado por la idea de plenitud y universalidad; el adjetivo "todo" aparece cuatro veces (todo el poder, todas las gentes, todo lo que ha ordenado, todos los días). La idea de la misión universal estaba también en el Antiguo Testamento; pero allí en el orden de la espera (la misión universal era una esperanza reservada para el tiempo mesiánico); aquí en el orden del cumplimiento (la misión universal es un hecho).

Hacer discípulos entre todas las gentes no significa necesariamente que todos hayan de convertirse. Lo que importa es que el pueblo de Dios esté "entre todas las gentes": El fin de la misión es "hacer discípulos" (19a). La expresión es interesante; contiene todo el significado que posee en el evangelio "discípulo" ("machetes"). Es quizás la definición más sintética y correcta de la existencia cristiana: el cristiano es un discípulo. No se trata de ofrecer un mensaje, sino de establecer una estrecha relación con Cristo; una relación personal y un seguimiento. Los discípulos de los rabinos no colocaban en el primer puesto la relación personal con el maestro, sino la doctrina que el maestro enseñaba. No ocurre así en el evangelio; el discípulo se liga a la persona del Maestro y se compromete a compartir su proyecto de vida. Dos son las condiciones para hacer discípulos: el bautismo y la enseñanza. La segunda reviste una importancia particular en el evangelio de Mateo. Jesús se define Maestro en polémica con los malos maestros, tales como los escribas y los fariseos (5,19; 15,9). Sólo en nuestro pasaje se dice que los discípulos deben, a su vez, enseñar; pero no son maestros, sino que permanecen como discípulos. Quizás parezca paradójico: discípulos y maestros simultáneamente. Pero es la verdad. No enseñan algo propio, sino solamente "todo lo que les ha mandado". Es una enseñanza con la fidelidad y la dependencia más absolutas; nace de una escucha. "Estoy con vosotros hasta el fin del mundo", tal es la afirmación que cierra el evangelio de Mateo. Es un final con sorpresa: el Señor resucitado no se ha ido, sino que ha venido. Y la promesa que incluía el nombre de Jesús ("Emmanuel, Dios con nosotros") queda ahí mantenida (Bruno Maggioni). Seguir a Jesús, y con Él estar en camino hacia la Trinidad, como señalaba S. Josemaría: “querría que os fijarais en que nadie escapa al mimetismo. Los hombres, hasta inconscientemente, se mueven en un continuo afán de imitarse unos a otros. Y nosotros, ¿abandonaremos la invitación de imitar a Jesús? Cada individuo se esfuerza, poco a poco, por identificarse con lo que le atrae, con el modelo que ha escogido para su propio talante. Según el ideal que cada uno se forja, así resulta su modo de proceder. Nuestro Maestro es Cristo: el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio de Dios Uno y Trino (…) De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criatirica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!” (S. Josemaría). Por otro lado, es algo inefable, como rezaba S. Agustín: “Señor y Dios mío, en ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: Id, bautizad a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19), si no fueras Trinidad. Y no mandarías a tus siervos ser bautizados, mi Dios y Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si tú, Señor, no fueras al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no diría la Palabra divina: Escucha, Israel: el Señor tu Dios es un Dios único (Dt 6,4). Y si tú mismo fueras Dios Padre y fueras también Hijo, tu palabra Jesucristo, y el Espíritu fuera vuestro Don, no leeríamos en las Escrituras canónicas: Envió Dios a su Hijo (Gál 4,4; Jn 3,17); ni tú, ¡oh Unigénito!, dirías del Espíritu Santo: Que el Padre enviará en mi nombre (Jn 14,26), y que yo os enviaré de parte del Padre (Jn 15,26).

Fijé mi atención en esta regla de fe; te he buscado según mis fuerzas y en la medida en que tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe, y disputé y me afané en demasía. Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; ansíe siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que te encontrara y me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi debilidad; sana ésta, conserva aquélla. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta la reforma completa.

(…) Hablando el sabio de ti en su libro, hoy conocido con el nombre de Eclesiástico, dice: Muchas cosas decimos, sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro discurso él mismo (43,29).

Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, loándote a un tiempo todos unidos en ti.

Señor, Dios uno y Dios Trinidad, cuanto queda dicho en estos mis libros porque tú me lo has inspirado, conózcanlo los tuyos; si algo hay en ellos de mi cosecha, perdónalo tú, Señor, y perdónenme los tuyos. Así sea”.