San Mateo 5,33-37:
Dios es la verdad y se encarna en Jesús, que nos muestra el camino de la verdad con su misericordia y su compasión.

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

2 Corintios 5,14-21 Hermanos: Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Por tanto, no valoramos a nadie según la carne. Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no. El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.

Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a Él, recibamos la justificación de Dios.

Salmo Responsorial: 102

R. El Señor es compasivo y misericordioso.

1.  Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

2.  Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.

3.  El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo.

4.  Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos.

Mateo 5,33-37

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus votos al Señor”. Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir “sí” o “no”. Lo que pasa de ahí viene del Maligno.”

Comentario:

1. Este pasaje es, sin duda, el más importante de la larga apología del ministerio apostólico a la que Pablo consagra los primeros capítulos de la segunda carta a los corintios. Coinciden aquí dos temas importantes: la incidencia del amor en el ministerio y el contenido del Evangelio. La urgencia de la caridad de Cristo (v. 14) es el arranque del ministerio de Pablo. Se trata tanto del amor que Cristo le tiene como del amor que Pablo, en correspondencia, tiene a Cristo.Visto desde el lado del apóstol, ese amor no tiene nada de sentimental: procede de un juicio bien meditado (“del pensamiento”, v. 14): primero ha tenido que comprender el amor de Cristo que muere por todos en la cruz (v. 15), pero una vez hecho ese descubrimiento, ya no ha podido resistir la “urgencia” del amor que le empuja a consagrar su vida a Cristo (v. 15b). Esta “urgencia” no destruye la libertad, porque el apóstol se ha tomado su tiempo para juzgar. Constituye una facultad nueva en el hombre (vv. 16-17), que ya no le permite obrar con las reticencias y los cálculos de la “carne”, sino como “criatura nueva”. Es fervor y dinamismo que la carne no puede controlar (Col 3, 14); tiene sabor a sacrificio, a semejanza de la cruz (v. 15); finalmente, unifica y equilibra toda una vida (“sunehó” tiene este sentido en los escritos filosóficos contemporáneos). La forma concreta adoptada por Pablo para corresponder al amor de Cristo ha sido la de consagrarse a “la embajada” de la reconciliación (vv. 18, 20). Es esta una idea muy del gusto de San Pablo cuando define la obra redentora de la cruz (Rom 5, 10-11; Col 1, 20-22; Ef 2, 16), que es también muy importante para la teología moderna, pues ofrece la ventaja de presentar la doctrina de la redención en términos de relaciones interpersonales entre Dios y el hombre. Pero hay que cuidarse mucho de no entenderla más que en sentido psicológico. Pablo se cuida mucho de hacerlo: Dios no cambia de parecer: no se reconcilia con el mundo, sino que reconcilia al mundo consigo (v.18). De igual modo, el ministerio de Pablo cerca de los hombres no consiste tan sólo en reconciliarlos con Dios (v. 20), sino, sobre todo, en proclamar que se ha realizado la reconciliación (Rom 5, 10-11). Dios ha modificado el estado de la humanidad respecto a Él, se ha modificado la relación. En este sentido, se trata realmente de una nueva creación (v. 17). Se trata de un concepto bastante original. La oración judía pedía ya a Dios la reconciliación (2 Mac 1, 5; 7, 33; 8, 29), pero pedía que Dios “se” reconcilie, modifique sus sentimientos. La trascendencia divina queda mejor garantizada por San Pablo, para quien Dios no cambia sus sentimientos respecto al mundo, sino que modifica el estado de este último respecto a Él. Pero se necesita que ese cambio quede integrado en la vida de cada uno mediante una conversión personal: esta es la tarea encomendada al ministerio apostólico; después de haber revelado al hombre que su situación ante Dios ha cambiado, el apóstol le invitará a modificar sus sentimientos en función de la nueva situación creada. El término mismo de embajada (v. 20) empleado por Pablo para definir su ministerio supone un contexto de final de guerra y de restablecimiento de relaciones normales (cf. Lc 14, 32). La reconciliación es el fruto de la muerte de Cristo considerada, sobre todo, en su aspecto sacrificial (v. 21; cf. Rom 5, 9-10; Col 1, 20-21; Ef 2, 16). Ya en los más antiguos textos del Nuevo Testamento la muerte de Cristo ha revestido este aspecto sacrificial: sacrificio de la alianza nueva (1 Cor 11, 25; Mt 26, 28; Heb 10, 29), del Cordero pascual (1 Cor 5, 7), del Siervo doliente (Is 53, 12 en Rom 4, 25; 8, 32; Gál 2, 20). Pero es la primera vez que esa muerte es comparada con el “sacrificio por el pecado”, en el que la sangre de la víctima tenía valor expiatorio (Lev 4-5; 6, 17-22; 10, 16-19; 16; cf. Heb 9, 22). Así se explica la frecuencia de las palabras sangre y pecado en los pasajes en que Pablo habla de la reconciliación. No se trata, sin embargo, de una concepción sanguinolenta de la obra de Cristo, sino de una forma de afirmar su trascendencia ritual: la reconciliación se realiza en un acto litúrgico que sustituye definitivamente a la economía del templo. La Eucaristía es el punto en donde la embajada de la reconciliación realiza su misión (liturgia de la Palabra), el punto en que la reconciliación del mundo con Dios está incluida en el memorial de la cruz, el punto, en fin, en que cada uno de los participantes se apropia, a través de una aceptación significada, en la comunión, la reconciliación operada en beneficio de todos (Maertens-Frisque).

Hoy leemos un texto ardiente como lava en fusión. Pablo nos confía su secreto: por qué vive. Su tarea de apóstol es exaltante: construir un mundo nuevo con Dios. Bastaría leer lentamente cada una de esas frases y dejar que resonasen en nosotros : Hermanos, el amor de Cristo nos apremia, cuando pensamos que uno solo murió por todos. Todo empieza y termina aquí: amar a alguien, amar apasionadamente a Cristo. La imagen es fuerte: Pablo se acuerda a menudo del camino de Damasco, donde fue literalmente «atrapado». ¡Cuán lejos estoy, yo, de esta pasión! ¡Cuán fría es mi fe! ¡Haznos descubrirte, Señor! ¡Apodérate de nosotros! Que comprenda al fin que «has muerto por mí», que has «dado tu vida» porque nos amas. Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven sino para Aquel que murió y resucitó por ellos. Estas palabras han sido incluidas en una de las nuevas «plegarias eucarísticas» de la misa. Es una de las verdades esenciales de nuestra Fe. Es uno de los sentidos esenciales de la misa y cada vez, una de sus funciones en nosotros. El hombre no es un ser para vivir «para sí»... el hombre es un ser «para los demás». Así lo hizo Cristo. Muerto por amor. Muerto para todos. Cristo murió para liberarnos de «vivir para nosotros mismos»: para que «no vivan para sí los que viven»... a fin de permitirnos que nosotros amemos así y entreguemos nuestra vida. ¿Qué haré HOY en ese sentido? El hombre no fue hecho solamente para amar a sus hermanos de la tierra, fue hecho también para amar a Dios, para amar «a Aquel que murió y resucitó por él». ¿Has muerto por mí, Señor? ¿Cómo permanecería yo indiferente? En adelante, no conocemos ya a nadie de una manera exclusivamente humana. El texto griego dice: «no conocemos ya a nadie según la carne». «La carne», para Pablo, es «el hombre-sin-Dios», el hombre encerrado en su humanidad, el hombre encarcelado, seccionado de Dios. Dicho de otro modo, para nosotros cristianos todo ha cambiado en nuestras relaciones con los demás: no conocemos ya a nadie como si Dios no existiera... los vínculos humanos son diferentes, ya no son dictados solamente «según la carne». Adoptando el corazón infinito de Dios, se establece un nuevo estilo de relaciones. Conocen a los demás «a la manera de Dios». Amar como Él. Si alguien está “en Cristo Jesús”, es una nueva criatura. El mundo viejo pasó, un mundo nuevo ha nacido ya. Es mejor no comentar, sino saborear: repetir esas palabras divinas. Todo es nuevo. Dios rejuvenece todas las cosas, lo renueva todo. Gracias. Se tiene la impresión de que san Pablo es consciente de estar participando en el «alba de un mundo nuevo»: es una nueva creación del hombre, ¡como si Dios creara de nuevo al hombre! Y el apóstol trabaja con Dios en esa re-«creación». Desde mi lugar, ¿participaré también en ella? Todo esto proviene de Dios, que nos reconcilió consigo, y nos confió el ministerio de trabajar para esa reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo. Somos pues embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros diciendo: dejaos reconciliar con Dios. Creación nueva. Alianza nueva. Reconciliación universal. Amor. ¡Ah Señor, queda mucho trabajo a hacer en el taller del mundo! ¡Cuántos seres destrozados, cuántas rupturas, cuántas relaciones insatisfactorias, cuántas «reconciliaciones» a llevar a cabo: de hombre a hombre, de grupo a grupo... y de hombre a Dios! (Noel Quesson). Para Pablo, el modelo en todo momento de su agitada vida es Jesús: «nos apremia el amor de Cristo, que murió por todos». Es lo que le da ánimos para seguir actuando como apóstol a pesar de todo. Pablo describe la obra de la reconciliación que realizó Cristo: con su muerte, hizo que todos pudiéramos vivir. «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo». Y esto ha tenido dos consecuencias: todo es nuevo, todo ha cambiado de sentido, «el que es de Cristo es una criatura nueva; lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado»; y, además, a la comunidad cristiana, así reconciliada, le ha encargado el ministerio de reconciliar a los demás. Ministerio del que Pablo se siente particularmente satisfecho. ¡Qué hermosa la descripción del papel que juega en este mundo la Iglesia de Jesús: «nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar»! Los cristianos estamos agradecidos por haber sido reconciliados por Cristo y haber sido hechos, por tanto, «criaturas nuevas», para que -como dice la Plegaria Eucarística IV del Misal, copiando el pensamiento de Pablo- «no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y resucitó». Al mismo tiempo, nos sentimos convocados a servir de mediadores en la reconciliación de todos con Dios. Aunque esta mediación la ejerce la Iglesia sobre todo por sus ministros y pastores, es toda la comunidad la reconciliadora: «Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios: no sólo llama a la penitencia por la predicación de la Palabra de Dios, sino que también intercede por los pecadores y ayuda al penitente con atención y solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados y así alcance la misericordia de Dios, ya que sólo Él puede perdonar los pecados. Pero, además, la misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores» (Ritual de la Penitencia, n.8). La Iglesia va repitiendo desde hace dos mil años: «en nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios». Deberíamos sentirnos orgullosos de este encargo como Pablo: «nosotros actuamos como enviados de Cristo y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro». Y eso, tanto a la hora de aprovechar nosotros mismos este don de Cristo -sobre todo en el sacramento de la Penitencia-, como a la de comunicar a los demás la buena noticia del amor misericordioso de Dios. Después de participar en la Eucaristía, que es comunión con el Cristo que quita el pecado del mundo y se ha entregado para reconciliarnos con Dios, ¿somos signos creíbles de su amor en la vida de cada día? ¿somos personas que concilian y reconcilian, que ayudan a otros a conectar con Dios? ¿de veras «nos apremia el amor de Cristo»? Después de la comunión, podríamos rezar lentamente, por nuestra cuenta, el salmo de hoy, un canto entrañable al amor de Dios (uno de los que más veces aparece en nuestras Eucaristías como responsorial): «el Señor es compasivo y misericordioso... Él perdona todas tus culpas...».

2. Sal 103/102, acción de gracias porque el Señor ha devuelto la salud y librado de la muerte. La manifestación de los sentimientos más íntimos del salmista y el amor de Dios a su pueblo volvemos a encontrarlos en el sal 108, y es esta bendición por tantos motivos (por lo que Dios ha hecho con el salmista, cómo ha manifestado su justicia, perdonando a su pueblo, actuando como un padre con sus fieles, reinando desde el cielo)… de alguna forma es asumido el salmo adquiriendo nuevas dimensiones en el himno bendición del comienzo de la carta a los Efesios, donde se alaba a Dios en Cristo.

3. Mt 5, 33-37. Tercera antítesis del sermón de la montaña relativa a la ley del juramento (vv. 33-37) y a la del talión (vv. 38-42). El juramento es la prueba de la mentira, porque si no existiera la mentira, no habría necesidad alguna de acudir al juramento y el sí seria sí y el no sería no (v. 37). El Antiguo Testamento luchó contra la mentira legislando sobre el juramento y prohibiendo la mentira, al menos en este caso (v. 33; cf. Ex 20, 7; Núm. 20, 3). Pero prohibir la mentira en el juramento es reconocer y tolerar su existencia fuera de él. Cristo va más allá que la ley judía cuando prohíbe la mentira en todas las circunstancias, haciendo así inútil el juramento. En realidad, el juramento sacraliza la palabra humana relacionándola con un poder exterior, en la mayoría de los casos divino. Cuando recomienda la renuncia al juramento, Cristo rechaza esa alienación de la palabra humana; esta última dispone de suficientes medios -en particular la lealtad y la objetividad- para valorizarse a sí misma sin tener que someterse a tutelas exteriores. Y si Dios está presente en la palabra humana, no lo es tanto por la invocación de su nombre como por la fuente misma de la sinceridad del hombre. Cristo no quiere un hombre esclavizado; le quiere erguido y fiel a sí mismo (Maertens-Frisque). También habéis oído que se mandó a los antiguos... Pues bien Yo os digo... Toda la fuerza de la renovación evangélica está en este refrán que se repite. Toda la autoridad soberana, la pretensión, podría decirse, de Jesús. “No jurarás en falso” y “cumplirás tus votos al Señor”. Esta era, efectivamente la Ley tradicional (Lv 19, 12): “¡No dirás falso testimonio, ni mentirás!” La Ley antigua cuidaba ya de que el hombre dijera la verdad: prohibía los juramentos falsos, esto es “tomar a Dios por testigo” para sostener falsedades. Pues bien, Yo os digo ¡que no juréis en absoluto! Una vez más Jesús, sólo retiene el espíritu de la Ley y la perfecciona interiorizándola: hay que decir siempre la verdad. Es pues inútil hacer cualquier juramento. La palabra humana tiene un valor por sí misma, por la sinceridad que atestigua es inútil buscar una garantía exterior en un juramento en el que interviene lo sagrado facticio. Al recomendarnos que renunciemos al juramento, Jesús revaloriza la palabra humana. No juréis ni “¡por el cielo! ... Ni “¡por la tierra!, ... Ni “¡por Jerusalén!”... Ni “¡por tu cabeza!” Para no utilizar el Nombre de Dios, los contemporáneos de Jesús utilizaban toda clase de circunlocuciones que dejaban la moral a salvo, según su modo de pensar. Jesús denuncia esta mentalidad falseada, que consiste en salvar las apariencias, ¡en estar materialmente en regla con la Ley! “No he jurado “por Dios”, puesto que he jurado “por el cielo”... Pues bien, Yo os digo que el cielo es el trono de Dios. Señor, enséñanos el rigor de la lealtad, de la objetividad, en el seno de un mundo que sabe inventar muy bien tantas escapatorias y disimulos. ¿Hasta dónde se puede ir, estrictamente, sin pecar?” Este es el tipo de pregunta que Jesús denunciaba. Que vuestro “sí” sea un sí y vuestro “no” un no, lo que pasa de ahí es cosa del Maligno. Frente a este ideal exigente, hago examen de mi vida, de mis palabras, bajo tu mirada, Señor. Y, una vez más, Jesús no crea una ley moral nueva, un código de humanismo, incluso afinado... El gran Adversario, el Mentiroso -con mayúscula- está aquí, detrás de cada una de nuestras hipocresías, de nuestras deslealtades. Dios es verdad. Satán es mentira. ¡He aquí lo que ve Jesús! (Noel Quesson). “A vosotros os basta decir sí o no.” Es complicado en una época con tantas palabras el valorar la propia palabra. La sinceridad nace de la confianza y del propio conocimiento. Muchas veces somos desconfiados respecto a la palabra de los demás, vemos dobles o triples intenciones, creemos que los demás nos odian o nos tienen manía y por eso se han olvidado de nuestro encargo o buscan principalmente su interés y quieren engañarnos. Otras veces somos nosotros mismos los que ponemos un montón de excusas que no nos piden intentando quedar bien. Si en nuestra vida interior, en nuestra confesión o en la dirección espiritual conseguimos ser sencillos y no “mitineros” verás como creces. El día que te duermas en la oración no busques justificaciones, sé sencillo y comenta: “me dormí.” Cuando tengas un arranque de ira no cuentes lo inoportuna que fue esa persona, simplemente di: “me enfadé, no vi al otro como hijo de Dios.” Cuando derroches tus bienes en caprichos no justifiques lo necesario que es tal o cual artículo, sencillamente comenta tu falta de pobreza. La sencillez impulsó a Eliseo a seguir a Elías sin pedirle promesas de futuro o un programa electoral a cumplir en cuatro años, simplemente: “marchó tras Elías y se puso a sus órdenes.” Para seguir a Cristo hace falta la misma disposición. Pedro lo aprendió bien -“aunque todos e abandonen, yo no lo haré”-, y se marchó a buscar níscalos; pero cuando fue sencillo y veraz –Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo-, se convirtió en pescador de hombres. Busca tú mismo esa sencilla sinceridad, deja que te conozcan como eres, despide a tu asesor de imagen interior y consigue que tu sí sea sí y tu no, no. Debemos decir las cosas con sencillez, sin tapujos ni complicaciones, sin manipular la verdad. Así nos haremos más creíbles a los demás (no necesitaremos añadir «te lo juro» para que nos crean) y nosotros mismos conservaremos una mayor armonía interior, porque, de algún modo, la falsedad rompe nuestro equilibrio personal. Hoy podríamos leer, en algún momento de paz -bastan unos quince minutos-, las páginas que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica al octavo mandamiento: vivir en la verdad, dar testimonio de la verdad, las ofensas a la verdad, el respeto de la verdad (CEC 2464-2513) (J. Aldazábal) Y la verdad, ¿qué es? Es la gran pregunta, que ya vemos formulada en el Evangelio por boca de Pilato, en el juicio contra Jesús, y a la que tantos pensadores a lo largo de los tiempos han procurado dar respuesta. Dios es la Verdad. Quien vive agradando a Dios, cumpliendo sus Mandamientos, vive en la Verdad. Dice el santo Cura de Ars: «La razón de que tan pocos cristianos obren con la exclusiva intención de agradar a Dios es porque la mayor parte de ellos se encuentran sometidos a la más espantosa ignorancia. Dios mío, ¡cuántas buenas obras se pierden para el Cielo!». Hay que pensar en ello. Nos conviene formarnos, leer el Evangelio y el Catecismo. Después, vivir según lo que hemos aprendido (Jordi Pascual i Bancells).  “Hágase en mí según tu palabra”; esta es la actitud, que como María, debemos de tener. ¿Cuál es tu voluntad Señor? Pues heme aquí, presente para cumplirla. Sí Señor, yo quiero como María amarte en la vida ordinaria de Nazaret, cuando haga el bien a los demás como en Caná o en el sufrimiento de la cruz. Sí, Señor, cuenta conmigo (Estanislao García). Comprometidos con Cristo, con su Evangelio. Llamados por el Señor para anunciar a todo el mundo el Mensaje de Salvación. Pero antes que nada hemos de ser los primeros en adentrarnos en el Evangelio, para vivirlo con toda decisión. No podemos vivir como burócratas del Evangelio. No podemos cumplir con el anuncio durante alguna catequesis, y después olvidarnos de que somos hijos de Dios. El Señor nos pide lealtad y un sí firme, seguro, comprometido. Quienes nos traten sabrán que se encuentran no con un espejismo engañoso, ni con arenas movedizas, sino con quienes por medio de una vida íntegra manifiestan que Dios realmente vive en nosotros. Así, el que ha sido escogido y enviado por Dios para evangelizar va con sus obras, con su compromiso personal proclamando el amor que Dios nos tiene y cómo quiere salvarnos a todos. Ante una vida íntegra no es necesario emitir juramentos, pues, finalmente seremos siempre dignos de crédito y jamás seremos considerados unos hipócritas. En la Eucaristía, que estamos celebrando, se concretiza la vocación que el Señor nos hace para proclamar su Evangelio. Él es el Evangelio viviente del Padre. Él nos ha manifestado el amor de Dios; Él se ha hecho cercano al hombre que sufre; Él bajó hasta nuestros pecados para liberarnos de ellos mediante la entrega de su propia vida; Él proclamó el amor que el Padre Dios nos tiene; Él nos da su misma Vida y su mismo Espíritu. Llegar ante el Señor y ser testigos de todo esto nos compromete a vivir conforme al ejemplo que Él nos ha dado. A Eliseo Dios le llama cubriéndole con el manto del profeta Elías. A nosotros el Padre Dios nos hace entrar en comunión de vida con su propio Hijo, de tal forma que, revestidos de Cristo, no sólo anunciemos el Evangelio, sino que, junto con Cristo, seamos el Evangelio viviente que el Padre Dios sigue pronunciando en el mundo por medio de su Iglesia para la salvación de todos. Retornaremos a nuestras actividades diarias. Vamos con la fuerza y el poder del Espíritu que el Señor ha infundido en nuestros corazones. Nuestro Padre Dios quiere prolongar el ministerio de su propio Hijo por medio de la Iglesia, Esposa de Cristo. Él nos ha escogido para que seamos suyos. Sin embargo esto no pude llevarnos a sentirnos amados por Dios y vivir en un intimismo estéril. El Señor nos quiere totalmente comprometidos con su Reino, de tal forma que, siendo coherentes con nuestra fe, colaboremos para que la salvación llegue a todos. Seamos el Evangelio viviente del Padre, por nuestra unión a Cristo. No denigremos el Nombre de Dios entre las naciones cuando, anunciando el Evangelio de Cristo, en lugar de vivir como hijos de Dios, viviésemos destruyendo a los demás, despreciando a los pobres, escandalizando a los débiles. Si somos de Cristo no lo digamos sólo con las palabras, sino que demostrémoslo con las obras y la vida misma. La Virgen es la mujer sencilla pues todo lo hacía delante de Dios Padre, de su Hijo y del Espíritu Santo. Pídele esa sencillez y sinceridad de corazón y de lengua. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir como verdaderos testigos del Evangelio de su Hijo, sostenidos por la Fuerza del Espíritu Santo. Amén (Homilía católica)