San Mateo 5, 43-48:
Cristo se hace pobre por nosotros y nos enriquece con su amor, proclama un amor sorprendente, sin barreras, que no excluye, llegado el caso, ni siquiera al propio enemigo.

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

II Corintios    8: 1 – 9: Os damos a conocer, hermanos, la gracia que Dios ha otorgado a las Iglesias de Macedonia. Pues, aunque probados por muchas tribulaciones, su rebosante alegría y su extrema pobreza han desbordado en tesoros de generosidad. Porque atestiguo que según sus posibilidades, y aun sobre sus posibilidades, espontáneamente nos pedían con mucha insistencia la gracia de participar en el servicio en bien de los santos. Y superando nuestras esperanzas, se entregaron a sí mismos, primero al Señor, y luego a nosotros, por voluntad de Dios, de forma que rogamos a Tito llevara a buen término entre vosotros esta generosidad, tal como la había comenzado. Y del mismo modo que sobresalís en todo: en fe, en palabra, en ciencia, en todo interés y en la caridad que os hemos comunicado, sobresalid también en esta generosidad. No es una orden; sólo quiero, mediante el interés por los demás, probar la sinceridad de vuestra caridad. Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza. 

-Salmo 146: 2, 5 – 9: A Yahvé, mientras viva, he de alabar, mientras exista salmodiaré para mi Dios./ Feliz aquel que en el Dios de Jacob tiene su apoyo, y su esperanza en Yahvé su Dios, /que hizo los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay; que guarda por siempre lealtad, /hace justicia a los oprimidos, da el pan a los hambrientos, Yahvé suelta a los encadenados. /Yahvé abre los ojos a los ciegos, Yahvé a los encorvados endereza, ama Yahvé a los justos, /Yahvé protege al forastero, a la viuda y al huérfano sostiene, mas el camino de los impíos tuerce. 

-Mateo 5: 43 – 48: Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. 

Comentario: 

1. Posible conclusión de la carta remitida a los corintios al término de sus dificultades. En efecto, el cap. 9 constituye una comunicación aparte, y los caps. 10-13 reproducen sin duda lo esencial de una carta anterior enviada en plena crisis. Como de costumbre, el apóstol termina su carta con una serie de recomendaciones prácticas, entre las que figura la colecta organizada a través de las iglesias de la gentilidad en favor de los cristianos en Jerusalén. Al parecer, esta colecta la organizaron los mismos corintios (v. 10; cf. sin embargo, Act 11, 29) y fue aceptada por la comunidad de Jerusalén (Gál 2, 10) como la expresión de la unidad entre cristianos griegos y cristianos judíos. El interés de este pasaje radica en los argumentos esgrimidos por san Pablo para convencer a sus corresponsales a que cooperen en ella. Primer argumento: la imitación de Jesucristo (v. 9). Para San Pablo, en efecto, la moral cristiana no consiste más que en reproducir los hechos y los gestos de Cristo; nos aceptamos mutuamente porque Cristo nos ha aceptado a nosotros (Rom 15, 5-7); maridos y mujeres, amos y esclavos se aman como Cristo ama a la Iglesia (Ef 5, etc). Pero no se trata tan sólo de imitar un modelo ideal; convertido a su vez en signo de salvación, el cristiano prolonga la encarnación del Señor mediante sus actos y hace extensivos sus beneficios a toda la humanidad. El valor de la colecta radica, pues, en la perspectiva teológica y salvífica desde la cual es enfocada. El segundo argumento está sacado del interés por establecer la igualdad entre griegos y judíos (vv. 5-7). Pablo no está pensando ahora en una igualdad económica conseguida a base de una nivelación de las diferencias sociales, sino en virtud de una igualdad en el plano de la fe. Los cristianos de Jerusalén no han acaparado para sí los privilegios de que gozaban, han admitido, no sin abnegación, a los paganos a que los compartieran con ellos, satisfaciendo las necesidades de las naciones en el campo de la fe con su abundancia "superflua". Como contrapartida, los paganos deben proveer con su superfluo económico a los cristianos necesitados de Jerusalén y realizar así entre judíos y griegos una unidad y una igualdad ignorada hasta entonces. La participación del cristiano en los movimientos contemporáneos de solidaridad humana reviste, pues, un significado nuevo. El discípulo de Cristo se siente solidario de sus hermanos por las mismas razones que los demás hombres, pero su actuación prolonga la de Cristo Salvador, y la riqueza de la que participa junto con sus hermanos se convierte en el signo auténtico de la salvación de Dios puesta de manifiesto a través de la salvación de los hombres (Maertens-Frisque)

El amor fraterno no queda en las nubes, se concretiza.

-Os damos a conocer, hermanos, la gracia que Dios ha otorgado a las iglesias de Macedonia. Esta «gracia» es haber dado de sus bienes, haber ejercido la caridad para con los hermanos más pobres. Todo es gracia. Dios ayuda. Gracia es todo aquello que hace posible compartir la vida con Dios y con los hermanos, como dice A. Sastre.

-Aunque probados por muchas tribulaciones, su gran alegría y su suprema pobreza han desbordado en tesoros de generosidad... Son pobres los que han dado a otros más pobres. Encontramos aquí de nuevo las paradojas aparentemente contradictorias de la vida, según las bienaventuranzas: tribulación-alegría... pobreza-generosidad... (muerte-vida= Pascua). Ayúdanos, Señor, a transformarlo todo así, a mudar la prueba en alegría, según el misterio de tu Pascua.

-Han contribuido espontáneamente con todos sus medios y aun más pues soy testigo de ello, y nos pedían con mucha insistencia la gracia de ayudar a los fieles de Jerusalén. Así pues no hubo necesidad de pedirles ni de insistir... los cristianos mismos se lo proponen. Concédenos, Señor, esa espontaneidad en tu servicio.

-Os invito a dar la prueba de vuestra caridad sincera: conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su generosidad. Compartiendo, empobreciéndose voluntariamente -espontáneamente- se continúa lo que hizo Jesús. «El cual, siendo rico, se hizo pobre.» Es el sentido de uno de los tres votos que hacen los religiosos en la Iglesia. Pero es también el sentido de todo gesto de verdadera caridad. Con un gesto tan banal, tan a ras del suelo, como «dar dinero», prolongo la encarnación de Jesús. Antes de hacer alguna aplicación práctica empiezo primero, como Pablo, por detenerme a contemplar a «Jesús pobre», habiendo sido rico. Trato de imaginar esa pobreza de Cristo... las humillaciones, los desprecios, las incomprensiones y esta inverosímil obediencia a su condición de hombre, en que ¡seguía siendo Dios! «Él, que era de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se anonadó»... (Flp 2, 5). Este empobrecimiento no es, de otra parte, una actitud morbosa -¡la pobreza por la pobreza, como el placer de infligirse daño!: La pobreza de Jesús tiene una finalidad positiva. Se hizo pobre «por nosotros», «para enriquecernos». No es la privación en sí lo que es bueno, es bueno el compartir que ella hace posible. ¿Qué participación esperas Tú de mí, Señor? Dame el valor y la espontánea alegría de hacerlo (Noel Quesson). ¿Somos solidarios con los demás o nos encerramos en nosotros mismos? Seguro que poseemos, en cierta abundancia, alguna clase de bienes: materiales, culturales, espirituales. ¿Somos generosos en compartirlos con los demás? Eso puede pedírsenos en la sociedad, desde el 0'7 por los países del Tercer Mundo hasta las ayudas que se organizan dentro de nuestro ambiente más cercano. O en la Iglesia, cuando se nos pide que colaboremos, con nuestra aportación de dinero o de trabajo, en los proyectos de la comunidad. O en nuestra propia familia o comunidad, porque siempre hay alguien que necesita alguna clase de ayuda. Deberíamos practicar mucho más decididamente la comunicación cristiana de bienes. No en plan de limosna. Como Cristo, que no dio limosna, sino que se entregó totalmente. Como los de Macedonia que, según Pablo, «se dieron a sí mismos», haciendo lo que podían y más de lo que podían. La actitud de apertura y solidaridad con los demás debe caracterizar a los seguidores de Jesús.

2. Sal 145, 2.5-9: explica Juan Pablo II que este salmo “es un "aleluya", el primero de los cinco con los que termina la colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al final del salmo se declara: "El Señor reina eternamente" (v. 10). De ello se sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado; los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9). Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad. Son doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices. Así, el hombre se encuentra ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de "confiar en los poderosos" (cf. v. 3), adoptando sus criterios inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y destinado al fracaso; es "un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas" (Pr 2,15), que tiene como meta la desesperación. En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre -repite a menudo la Biblia- es como un edificio que se resquebraja (cf. Qo 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8,14), como un hilo de hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: "Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes" (Sal 145,4). Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza: "Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor su Dios" (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve. Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40): esto es lo que dirá entonces el Señor. Concluyamos nuestra meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición cristiana. El gran escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que dice: "El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos", descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: "Tenemos hambre de Cristo, y Él mismo nos dará el pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de cada día". Los que hablan así, tienen hambre. Los que sienten necesidad de pan, tienen hambre". Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

3. Mt 5, 43-48: Ama a tu enemigo. El amor al prójimo se expresa citando el texto de Lv. 19, 18, el cual representa la fórmula popular de entender el amor al prójimo; fórmula que implica no enseñar a nadie a odiar a sus enemigos. Mateo opone el pensamiento de Jesús en un doble paralelismo: amar al enemigo / orar por el perseguidor; el enemigo es el que persigue, situación muy característica de la primitiva comunidad. Los discípulos han de demostrar una imparcialidad para con los amigos y los enemigos, idéntica a la que demuestra Dios a la hora de repartir la luz del sol sobre buenos y malos y la lluvia sobre justos e injustos; al comportarse de esta forma providencial, a semejanza de Dios, los discípulos justifican con sus actitudes el título de ser verdaderos hijos de Dios. El amor, dentro del propio grupo o familia, es un rasgo humano natural y universal. Mateo usa unos términos que hacen relación a dos grupos despreciados entre los judíos: los publicanos y los paganos. Al utilizar estos términos, Mateo contradice en cierto modo el principio que está afirmando; el evangelio muestra siempre simpatía hacia estas clases despreciadas. Con un amor como éste, los discípulos serán perfectos al igual que el Padre celestial es perfecto. El amor hacia los enemigos es el elemento que asegura la integridad de la doctrina cristiana, es el vértice donde Jesús ha puesto todo el contenido de su proyecto, cambiando la ley antigua por una norma más exigente, la del amor sin límites ni restricciones. De esta manera, los discípulos han de construir su vida desde la paradoja del amor, la oración y el perdón, incluso a los enemigos, como la norma central de la vida y la misión. Hemos visto la postura de Jesús para combatir el legalismo llevando la ley a sus últimas consecuencias, anulando la ley en vigor y cambiando las normas por otras nuevas. En definitiva hemos podido ver cómo, para Jesús, se trata de atenerse al espíritu de la ley y no a la letra de la misma. Ahora nos toca a nosotros actuar de la misma manera como actuó Jesús frente a la ley, dejando todo legalismo alienante que nos lleva a observar ciegamente tantos preceptos religiosos y sociales que no nos dejan vivir en verdadera libertad, que nos encadenan y manipulan, generando en muchas ocasiones hasta la propia muerte (Servicio Bíblico Latinoamericano). Amar a nuestros enemigos: El mandamiento del amor es la cumbre; está por encima de cualquier otra actitud; es la norma del vivir cristiano. Esto queda muy claro. Pero resulta evidente también, porque así nos lo muestra la experiencia de cada día, que entre nosotros no todos los hombres nos entendemos y compenetramos de la misma forma, y que con frecuencia levantamos barreras de separación. Esto acontece no sólo por motivos de justicia ofendida o de dignidad perdida, sino también (y muy frecuentemente) por motivaciones superficiales: por sobreestima de nuestros valores, por prejuicios de color o raza, por categorías sociales... unir a los hombres, no crear o mantener odios y distancias, educar en la fraternidad y amistad; hemos de buscar el cambio de actitud en los corazones para que éstos nos lleven a la amistad y confianza, a la igualdad, justicia y paz; ganar al corazón que odia y no alimentarlo con su propio veneno... Esto supone mucha capacidad de amor y de perdón, de sufrimiento asumido y de grandeza de corazón. ¿Lo tenemos? Darnos completamente. Este es el reto. Esta es nuestra más profunda vocación. De ella hablan Pablo (Se dieron más de lo que yo esperaba: se dieron a sí mismos) y Jesús (Haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian). Pero, ¿por qué hemos de darnos de este modo?

-Porque así se ha dado Cristo, dice Pablo: Bien sabéis lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se hizo pobre.

-Porque así se da Dios, dice Jesús: Que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos. En una cultura que nos habla de la defensa a ultranza del propio “yo” (mis derechos, mis ideas, mi cuerpo, mi tiempo, mis aficiones, mi dinero), ¿queda algún espacio para que el Dios generoso plante su tienda? No es que seamos no-creyentes. Somos algo más modesto: idólatras de nuestro yo (Claretianos). Último y supremo ejemplo de la limpieza de corazón: el amor a los enemigos. Jesús descalifica la «perfección» propuesta por los letrados, que consistía en la observancia de la Ley. Lo que hace al hombre perfecto (bueno del todo) y semejante al Padre es el amor que no conoce excepciones. La nueva propuesta amplía el círculo de los destinatarios del amor. La realidad no puede desconocer que la existencia de la comunidad cristiana suscita por su mismo estilo de vida oposición y agresividad. En su horizonte siempre es posible descubrir la presencia de enemigos y perseguidores. Y sin embargo, se exige que ellos sean incluidos en el amor de los integrantes de la comunidad. Y esto hasta tal punto que también ellos estén presentes en la oración de los creyentes. El negar de esta forma toda limitación al amor cristiano, la exigencia de su universalización se fundamenta en la universalidad de la acción benéfica de Dios, que debe ser considerado por los miembros de la comunidad primeramente y sobre todo como Padre. El descubrimiento de la filiación implica una exigencia de comportamiento, una fidelidad que lleva al creyente a expresar adecuadamente la herencia recibida. Dios, en quien su vida se ha originado, es Aquel que es capaz de hacer salir el sol y dar la lluvia para todos, buenos y malos, justos e injustos. La no-exclusión de ningún ser humano de la acción benéfica divina fundamenta la realización de acciones completas, perfectas, derivada de la perfección del Padre (v. 48). Y también fundamenta la llamada a realizar acciones “perfectas” por parte de los miembros de la comunidad cristiana. Estamos tan acostumbrados a la imagen de un Dios que premia a los buenos y castiga a los malos, que textos como éste del sermón de la montaña llaman profundamente la atención. Lo que estaba mandado es lo normal: amar al prójimo y odiar al enemigo. Así se comporta la gente por lo común. Se ama a aquél de quien se puede recibir algo a cambio; se odia a quien busca nuestro mal, al enemigo. El mandato del amor, citado por Jesús, está tomado al pie de la letra del libro del Levítico (19,18): “No serás vengativo ni guardarás rencor a tus conciudadanos. Amarás al prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor”; según este texto, la frontera del amor termina en los conciudadanos. Sin embargo, el mandato de odiar al enemigo, citado por Jesús, no se encuentra en la Biblia formulado así, sino que proviene de los esenios, grupo judío purista y disconforme con las prácticas judías de la época, especialmente con las de los sacerdotes y el templo, por considerarlas corruptas. En la Biblia hay, no obstante, textos cuyo espíritu apunta a este mandamiento. Así en el salmo 139, 19-22 el salmista ora así: “Dios mío, si matases al malvado, si se apartasen de mí los asesinos que hablan de ti pérfidamente y se rebelan en vano contra ti... ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen, no me repugnarán los que se te rebelan? Los odio con odio implacable, los tengo por enemigos”. Para el salmista hay que odiar hasta la muerte a los enemigos de Dios que, por ello, lo son también del salmista. Jesús no está de acuerdo con el mandamiento del odio. Y como una formulación extrema proclama un amor sorprendente, sin barreras, que no excluye, llegado el caso, ni siquiera al propio enemigo. De este modo se imita a un Dios Padre de todos que da sol (vida) y lluvia (fecundidad) a todos por igual. Incomprensible Dios de Jesús que nos enseña el único camino posible para acabar con la ola de venganza y de odio que inunda el mundo: el amor y la oración. Porque, por supuesto, hay que pedir a Dios que cambie también el corazón del enemigo y que convierta su odio en amor para que contribuya de este modo a crear una sociedad nueva, a implantar en el suelo el reino de los cielos. Sólo así podremos llegar a ser hijos de Dios, esto es, semejantes a Él, o lo que es igual, buenos del todo como Él (Serv. Bíblico Latinoamericano).

Odiarás a tu enemigo: Importa mucho aclarar que esto jamás fue precepto de Moisés, sino deducción teológica de los rabinos que "a causa de sus tradiciones habían quebrantado los mandamientos de Dios" (15, 9 ss.; Marc. 7, 7 ss.) y a quienes Jesús recuerda la misericordia con palabras del A. T. (9, 3; 12, 7). El mismo Jesús nos enseña que Yahvé - el gran "Yo soy" - cuya voluntad se expresa en el Antiguo Testamento, es su Padre (Juan 8, 54) y no ciertamente menos santo que Él, puesto que todo lo que Él tiene lo recibe del Padre (11, 27), al cual nos da precisamente por Modelo de la caridad evangélica, revelándonos que en la misericordia está la suma perfección del Padre (5, 48 y Luc. 6, 35). Esta misericordia abunda en cada página del A. T. y se le prescribe a Israel, no sólo para con el prójimo (Ex. 20, 16; 22, 26; Lev. 19, 18; Deut. 15, 12; 27, 17; Prov. 3, 28, etc.), sino también con el extranjero (Ex. 22, 21; 23, 9; Lev. 19, 33; Deut. 1, 16; 10, 18; 23, 7; 24, 14; Mal. 3, 5, etc.). Véase la doctrina de David en S. 57, 5 y nota. Lo que hay es que Israel era un pueblo privilegiado, cosa que hoy nos cuesta imaginar, y los extranjeros estaban naturalmente excluidos de su comunidad mientras no se circuncidaban (Ex. 12, 43; Lev. 22, 10; Núm. 1, 51; Ez. 44, 9), y no podían llegar a ser sacerdote, ni rey (Núm. 18, 7; Deut. 17, 15), ni casarse con los hijos de Israel (Ex. 34, 16; Deut. 7, 3; 25, 5; Esdr. 10, 2; Neh. 13, 27). Todo esto era ordenado por el mismo Dios para preservar de la idolatría y mantener los privilegios del pueblo escogido y teocrático (cf. Deut. 23, 1 ss.), lo cual desaparecería desde que Jesús aboliese la teocracia, separando lo del César y lo de Dios. Los extranjeros residentes eran asimilados a los israelitas en cuanto a su sujeción a las leyes (Lev. 17, 10; 24, 16; Núm. 19, 10; 35, 15; Deut. 31, 12; Jos. 8, 33); pero a los pueblos perversos como los amalecitas (Ex. 17, 14; Deut. 25, 19), Dios mandaba destruirlos por ser enemigos del pueblo Suyo (cf. S. 104, 14 ss. y nota). ¡Ay de nosotros si pensamos mal de Dios (Sab. 1, 1) y nos atrevemos a juzgarlo en su libertad soberana! (cf. S. 147, 9 y nota). Aspiremos a la bienaventuranza de no escandalizarnos del Hijo (11, 6 y nota) ni del Padre (Juec. 1, 28; 3, 22; I Rey. 15, 2 ss). Debe notarse que este pasaje se complementa con el de Luc. 6, 36. Aquí Jesús nos ofrece como modelo de perfección al Padre Celestial, que es bueno también con los que obran como enemigos suyos, y allí se aclara y confirma que, en el concepto de Jesús, esa perfección que hemos de imitar en el divino Padre, consiste en la misericordia (Ef. 2, 4; 4, 32; Col. 3, 13). Y ¿por qué no dice aquí imitar al Hijo? Porque el Hijo como hombre es constante imitador del Padre, como nos repite tantas veces Jesús (Juan, 5, 19 s. y 30; 12, 44 s. y 49; etc.), y adora al Padre, a quien todo lo debe. Sólo el Padre no debe a nadie, porque todo y todos proceden de Él (Juan 14, 28 y nota: Acabáis de oírme decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amaseis, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más grande que Yo). El Padre es más grande que Yo significa que el Padre es el origen y el Hijo la derivación. Como dice S. Hilario, el Padre no es mayor que el Hijo en poder, eternidad o grandeza, sino en razón de que es principio del Hijo, a quien da la vida. Porque el Padre nada recibe de otro alguno, mas el Hijo recibe su naturaleza del Padre por eterna generación, sin que ello implique imperfección en el Hijo. De ahí la inmensa gratitud de Jesús y su constante obediencia y adoración del Padre. Un buen hijo, aunque sea adulto y tan poderoso como su padre, siempre lo mirará como a superior. Tal fue la constante característica de Jesús (4, 34; 6, 38; 12, 49 s.; 17, 25, etc.), también cuando, como Verbo eterno, era la Palabra creadora y Sabiduría del Padre (1, 2; Prov. 8, 22 ss.; Sab. 7, 26; 8, 3; Ecli. 24, 12 ss., etc.). Véase 5, 48; Mat. 24, 36; Marc. 13, 32; Hech. 1, 7; I Cor. 15, 28. El Hijo como hombre es menor que el Padre) (Aciprensa)

Aquí también se tiene la impresión de que Jesús "deroga"... y no es así, ¡se trata de otra cosa! Viene a "acabar", en profundidad, lo que ya estaba en germen en el corazón del judaísmo, como en el corazón de todo hombre: el amor, la ternura, que siguen siendo el gran deseo del hombre. Pero hay un caso en que este amor es difícil, y hay que reconocerlo. Cuando uno mismo ha sido víctima de otro, cuando alguien nos ha hecho mal. Con todo Jesús no anda con rodeos, ¡habla de "enemigo"! y nosotros que siempre suavizamos, inmediatamente somos tentados de decir: "pero, ¡yo no tengo enemigos!". Pues bien, hay que aceptar la luz viva y violenta que Jesús proyecta sobre la realidad. Toda persona que no se me parece, me acomete, perturba mi tranquilidad. "Aquello-en-lo-que-el-otro-difiere-de-mí"... me acusa, tiende a suprimirme. "Este-carácter-tan-diferente-del-mío"... me enerva, me consume, me mata. Esta manera de ver, de hablar o de comportarse... me pone fuera de mí, me saca de quicio. Pues bien, yo os digo: "amad a vuestros enemigos", "¡rezad por aquellos... que os acometen agresivamente sin cesar!" Con ellos también hay que atreverse a hacer lo que nos dice Jesús, aquí... No lo dejéis para mañana. En este instante, parad vuestra meditación... y rezad, nominalmente, por los que os enervan, por los que están en contra de vosotros, por los que no amáis, por los que os dañan... y esto hacedlo todos los días de vuestra vida, para dar cumplimiento a la Palabra de Jesús: es imposible que, a la larga, algo no se transforme. Hacer el bien a los que nos hacen mal, es "divino": esto requiere una madurez extraordinaria... en la venganza hay algo de infantil y de adolescente, una falta de dominio de sí. Es necesario que el hombre se alce al nivel de Dios, que hace el bien a todos, sin depender de ningún límite, de ninguna decepción, de ningún interés. Amar. Amar. Amar... sin límite. Ensancha mi corazón, Señor, para que sea capaz de un amor universal, sin fronteras, sin ninguna limitación. Si excluyo de mi amor a un solo hombre, no tengo un amor perfecto. Este hombre a quien no amo, ¡Dios le ama! Dios ama de un modo absoluto. Dios ama a sus enemigos. Dios ama a los que no le aman. Amad también vosotros a vuestros enemigos, como lo hace Dios perfectamente (Noel Quesson).

En nuestra pequeña historia de cada día caben, por desgracia, la distinción de personas por simpatía o interés, las rencillas e indiferencias sostenidas, o el rencor hacia quienes nos parece que no nos miran bien. Tenemos un campo de examen y de propósito al leer estas recomendaciones de Jesús. Debemos superar lo que nos resulta espontáneo -poner buena cara a los amigos, mala a los que no nos resultan simpáticos- y actuar como Dios, que es Padre de todos y manda su sol y su lluvia sobre todos. Nosotros no le daremos lluvia a nadie, pero sí le podemos ofrecer buena cara, acogida, ayuda y palabras amables y, cuando haga falta, perdón. Tal vez lo primero que tenemos que «perdonar» a los otros es eso, el que sean «otros», con su carácter, sus manías, sus opiniones. Nos encontramos con personas de otra cultura, edad y formación y, a veces, de raza y de situación social diferentes. Entonces es cuando tenemos que recordar la consigna de amar a todos, como el Padre, como Cristo. Porque cuando nos resultan simpáticos, no hace falta recordar ninguna consigna. El gesto de paz que hacemos antes de ir a comulgar ¿lo restringimos mentalmente sólo para los amigos y los que congenien con nosotros, o lo entendemos como gesto simbólico de que, a lo largo de la jornada, pondremos buena cara a todos? (J. Aldazábal)