XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 4,35-40:
Ante los miedos y tempestades en el mar de nuestra vida, podemos estar seguros si dejamos que Jesús permanezca en nuestra barca, si no nos dormimos

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del libro de Job 38,1.8-11. El Señor habló a Job desde la tormenta: ¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno, cuando le puse nubes por mantillas y niebla por pañales, cuando le impuse un límite con puertas y cerrojos, y le dijo: «Hasta aquí llegarás y no pasarás, aquí se romperá la arrogancia de tus olas»? 

Salmo 106,23-24. 25-26. 28-29. 30-31 R/. Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.

(Los hijos de Israel) entraron en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas. Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano.

El habló y levantó un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto; subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el mareo.

Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar.

Se alegraron de aquella bonanza, y él los condujo al ansiado puerto. Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. 

Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 5,14-17. Hermanos: Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Por tanto, no valoramos a nadie por criterios humanos. Si alguna vez juzgamos a Cristo según tales criterios, ahora ya no. El que vive con Cristo, es una creatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo. 

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 4,35-40. Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:  —Vamos a la otra orilla. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. El estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron diciéndole: —Maestro, ¿no te importa que nos hundamos? Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:  —¡Silencio, cállate! El viento cesó y vino una gran calma. El les dijo: —¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?  Se quedaron espantados y se decían unos a otros: —¿Pero, quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! 

Comentario: 1. Jb 31,1.8-11:  Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno: Creaste el universo entero estableciste el continuo retorno de las estaciones, y al hombre, formado a tu imagen y semejanza, sometiste las maravillas del mundo para que, en nombre tuyo dominara la creación y, al contemplar tus grandezas en todo momento te alabara (prefacio dominical). "El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está toda, acabado 'con gran poder y gloria' (Lc 21,27) con el advenimiento del Rey a tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido, y 'mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramento instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios' (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: 'Ven, Señor Jesús' (n. 671). Conocemos la historia de Job. De la opulencia pasó a ser un menesteroso que perdió la familia, la hacienda e incluso la salud. Al volver su rostro a Dios como expresión de sus angustias y como su gran ¿por qué?, la respuesta divina fue una invitación a sumergirse silenciosamente en el misterio de la grandeza de Dios que dice al mar: "Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas". Sin el dramatismo anterior, muchos cristianos y, sobre todo, los que creen que han dejado de serlo se encuentran en una situación religiosa parecida: les es difícil aceptar el aparente sinsentido de su propio destino humano y si alzan la mirada al cielo sólo encuentran el silencio por respuesta. Es el drama religioso de nuestros días, llamado, con razón, "tiempo de inclemencia". Si ese es el sufrimiento de los que se encuentran sumergidos en la duda religiosa, quizá sea tan dolorosa la situación del cristiano o del sacerdote que se ve con la obligación de darles una respuesta en nombre de su Dios. (La escena evangélica nos sitúa delante de las dos caras de la cuestión: por un lado, lo vivido por los discípulos que es la desazón y el miedo y, por el otro, la actitud de Cristo que duerme en plena tempestad, la calma y echa en cara a los discípulos su cobardía y falta de fe. Desde luego, al Maestro no le preocupó la situación. Se equivocaban los discípulos si querían encontrar en él un seguro a todo riesgo. El venía para algo más. Lo que ofrece Cristo nos lo dice san Pablo en la segunda lectura: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para él que murió y resucitó por ellos": Antonio Luis Martínez).

La situación del pobre Job es la soledad: es el cuarto y último acto de este gran drama: esperábamos una respuesta intelectual al problema del dolor humano. En estos discursos se le plantean a Job una serie de preguntas referentes a los fenómenos de la naturaleza más cercanos a nosotros, y que no tienen solución: agua, tierra, estrellas, mar, bestias salvajes y domésticas. La lectura de hoy sólo se fija en el mar. La arrogancia de sus olas impresiona a un pueblo tan poco marinero como el israelita: pero para el autor bíblico, el mar es un recién nacido indefenso que está bajo el control de Dios. El mar no es una realidad preexistente ni entabla batallas cósmicas, como decían las cosmogonías primitivas, sino que el Señor lo domina imponiéndole sus límites. Con fina ironía, el autor se ríe de Job en el v. 16. Job es transportado al mundo de las maravillas para que contemple la ciencia y el poder del creador. El Señor no acusa a Job de culpabilidad, sólo intenta hacerle ver que el hombre, al no saber responder, no tiene derecho a juzgar a la divinidad. El que critica debe saber lo que dice. Si Job no sabe responder, ¿cómo podrá debatir con Dios? En la contemplación Job descubre su ignorancia y limitado poder. Al ser hombre, su finitud acarrea el sufrimiento pero también le lleva a poder descubrir las maravillas del Señor. En el juicio no ha vencido ni perdido, pero ha descubierto a Dios. Y ante su insignificancia, escoge el silencio (A. Gil Modrego).

Cuando los hombres ya se han cansado de hablar y han agotado su menguada sabiduría sin responder al problema que padece Job en su propia carne, el Señor toma la palabra. Pero Dios no se mezcla en la conversación de los hombres como uno más en el corro, sino que interpela a Job desde la tormenta. Con poder y majestad, según la forma clásica de las manifestaciones divinas (cf. Ex 19, 16-20; 1 Re 19, 11-12; Sal 49, 3), Yavhé muestra que es creador y señor del Universo y que tiene siempre la última palabra. Sin embargo, el hecho de que el Señor se digne dirigir la palabra a su siervo es ya una señal de condescendencia.

En esas misma línea de la divina condescendencia, cuando llegue la plenitud de los tiempos Dios hablará al hombre por boca de su propio Hijo. La presencia divina será entonces más cercana y entrañable, pues Jesús andará a ras de tierra y en él Dios hablará en medio de su pueblo y no ya desde las nubes. Sólo en Jesús, paciente como nosotros y por nosotros, hallarán las respuestas cumplida las preguntas de Job, el hombre que no entiende el dolor y no sabe por qué ha nacido. En Jesús, el Señor que domina los mares y la tormenta se embarcará con los hombres en un mismo bote. Según la antigua visión del universo, la tierra habitada por los hombres está situada peligrosamente entre dos aguas: las aguas de abajo y las de arriba, las que brotan de las fuentes abismales y las que caen sobre la tierra cuando se abren las compuertas del cielo. El mar, apenas nacido, se alza perturbador sobre la tierra seca y amenaza con destruirla; pero ese monstruo marino es para Dios como un niño y como tal niño está sometido a su voluntad. Dios pone límites a las aguas, a las fuerzas caóticas, para establecer y mantener un orden natural que haga posible la vida sobre la tierra. De ahí que sólo el pecado, el desorden moral, puede ser para el hombre un verdadero peligro en la medida en que atrae sobre sí la indignación divina. En efecto, el diluvio y la inundación de la tierra se consideran en el Génesis (7, 11) como castigo de Dios, que desata las fuerzas del caos y da libertad a las aguas abismales y a las del cielo para que destruyan la tierra y den paso a un mundo nuevo, a una nueva creación. En el horizonte de un mundo numinoso, el hombre primitivo experimenta la historia de su salvación y condenación íntimamente vinculada a los acontecimientos naturales (“Eucaristía 1988”).

¿Por qué hay tanto sufrimiento en el mundo? Con frecuencia la vida es poco clara. Job se lamenta del trato que recibe después de una vida entregada a hacer el bien. Pero Dios no se deja manipular por el hombre, ni por sus graves problemas; no se deja "urbanizar" ni modelar; no quiere servir de explicación, ni ser el remedio de las insuficiencias humanas. Permanece siempre como algo y como alguien a quien el hombre no puede dominar. Su lógica es distinta de la nuestra. Dios no responde, es siempre silencio y misterio para el hombre. Pero es igualmente cierto el reverso de la medalla. Dios puede ser contemplado en sus obras, en la creación.  Al presentar a Dios que habla en la tempestad, indica que se trata de una teofanía típica del A. T. Más propiamente la tempestad expresa la intervención del Dios que juzga (P. Franquesa).

2. Salmo 106: Hoy las lecturas nos presentan dos temas: el miedo y el mar, como lugar de caos. Dios interviene en esta dinámica… El Señor Jesús nos invita, como hizo un día con sus discípulos, a "cruzar a la otra orilla", a no aferrarnos en nuestras seguridades ni materiales ni religiosas, a superar el temor y el recelo de que él pueda dejar de acompañarnos. El puede guardar silencio en un momento dado, pero él es el verdadero y único Señor de todo y de todos, y nada escapa a su señorío. Nosotros, con la seguridad y la certeza de su apoyo, debemos empeñarnos en la tarea de llevar la Buena Noticia, con las palabras y con las obras, a nuevas orillas y fronteras, tal como hizo el mismo Jesús. Los discípulos no debemos tener miedo a hundirnos cuando abandonemos nuestras seguridades y nos adentremos en un mar que es reino aparente de otros poderes que amenazan a los hombres, para anunciar el Evangelio.

Peligro y rescate. Ese es el ciclo de la vida. Así era en la antigüedad, y así es ahora. La forma y el nombre de los peligros cambian, pero el miedo que sentimos cuando vienen es el mismo, como es el mismo el respiro cuando se van. Y la misma es la mano del Señor que nos salva de ellos. El hombre bíblico enumeraba cuatro peligros: desierto, calabozo, enfermedad y tempestad en el mar. Y cuatro rescates: del hambre y la sed del desierto al camino recto, hasta la ciudad amurallada; de la oscuridad de la prisión a la luz de la libertad; de la enfermedad a la salud; y del mar enfurecido a la seguridad del puerto. En mi vida también, Señor, están presentes las arenas del desierto, la soledad del calabozo, la fiebre del cuerpo y la amenaza del mar y el aire y aun la tierra, bajo la maldición de la guerra y el terrorismo en todas partes. La humanidad no se ha enmendado en dos mil años. La vida del hombre es hoy, más o menos, la misma en el tráfico de la ciudad que lo era en las arenas del desierto. Vivo en el peligro, temo las catástrofes, me acobardo ante el sufrimiento y me entrego a la desesperación. Vivo de lleno este salmo, Señor. Necesito la mano que me salve de los peligros de mi vida. De mi desierto y mi prisión y mi tormenta. Necesito tu mano, Señor, tu visión y tu luz, tu calma y tu poder. Necesito día a día la certeza de tu presencia y la firmeza de tu brazo. Necesito ser rescatado, porque todavía no soy libre. Te ruego me liberes de la enfermedad, pero más aún te ruego me liberes del miedo a la enfermedad. Ese es el rescate que anhelo. No tanto el rescate del peligro exterior, sino el del miedo íntimo. Mientras no llegue ese rescate, no seré libre, porque siempre hay peligros. Una vez que me libere del miedo, seré de veras libre, y el desierto y la prisión y el mar y las guerras de los hombres no serán amenazas para mí. «Erraban por un desierto solitario, no encontraban el camino de ciudad habitada; pasaban hambre y sed, se les iba agotando la vida; pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Los guió por un camino derecho, para que llegaran a ciudad habitada. Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. Calmó el ansia de los sedientos, y a los hambrientos los colmó de bienes». Dame un corazón sin miedo, Señor, un corazón que crea en ti y se fíe de ti y, en consecuencia, no tema nada ni a nadie. Haz que la bendición de tu paz llegue hasta el fondo de mi alma para que arranque las raíces del miedo y siembre la semilla de la fe. Hazme sentir confianza para que pueda vivir con alegría. Estate siempre a mi lado, Señor, para que los peligros de la existencia se truequen en el gozo de vivir (Carlos G. Vallés).

3. 2 Co 5,14-17: Este pasaje es, sin duda, el más importante de la larga apología del ministerio apostólico al que Pablo consagra los primeros capítulos de la segunda carta a los corintios. Coinciden aquí dos temas importantes: la incidencia del amor en el ministerio y el contenido del Evangelio. La urgencia de la caridad de Cristo (v. 14) es el arranque del ministerio de Pablo. Se trata tanto del amor que Cristo le tiene como del amor que Pablo, en correspondencia, tiene a Cristo. Visto desde el lado del apóstol, ese amor no tiene nada de sentimental: procede de un juicio bien meditado ("del pensamiento", v. 14): primero ha tenido que comprender el amor de Cristo que muere por todos en la cruz (v. 15), pero una vez hecho ese descubrimiento, ya no ha podido resistir la "urgencia" del amor que le empuja a consagrar su vida a Cristo (versículo 15b). Esta urgencia no destruye la libertad, porque el apóstol se ha tomado su tiempo para juzgar. Constituye una facultad nueva en el hombre (vv. 16-17), que ya no le permite obrar con las reticencias y los cálculos de la "carne", sino como "criatura nueva". Es fervor y dinamismo que la carne no puede controlar (Col 3, 14); tiene sabor a sacrificio, a semejanza de la cruz (v. 15); finalmente, unifica y equilibra toda una vida (sunehô tiene este sentido en los escritos filosóficos contemporáneos).

Jeremías se lamentaba de ser "seducido" por Dios; Pablo, de ser "apremiado" por su amor. No se trata de un apremio exterior como el que impediría, por ejemplo, a un sacerdote abandonar su ministerio. Se trata, por el contrario, de una lógica interior que procura el conocimiento y la interpretación de las cosas en Jesucristo, lógica de tal manera consecuente que no puede deshacerse sin destruir su propio equilibrio, conocimiento vital que da a las cosas y a sí mismo su sentido último, fidelidad, en fin, a lo que se es. Es verdad que uno no puede desembarazarse de Dios después de haber reconocido sus rasgo (Maertens-Frisque).

"Si uno murió por todos, todos murieron"; es como si Jesús al pasar por el mar rojo de su sangre redentora nos diera a todos el bautismo de pasar por su muerte a su resurrección, a la vida nueva. “Al comer su carne y beber su sangre, el creyente se hace una misma cosa con Cristo, hasta tal punto, que la vida de ambos se intercambia como sangre única que circula en ambos. Pero no sólo con Cristo nos hacemos una misma cosa. La participación en el pan único de la eucaristía oera también la unidad de los creyentes en un solo cuerpo” (Odo Casel), como decía la Didaché: “Te damos gracias, Padre nuestro, por al vida y la gnosis (conocimiento de fe dado por Dios) que nos manifestaste por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos. Como este trozo de pan estaba disperso por los montes y, reunido, se hizo uno, así sea congregada tu Ecclesia, desde los confines de la tierra, en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, eternamente”.

Si Cristo murió por todos los hombres, ya nadie puede vivir según la falsa sensatez del hombre viejo. La muerte redentora de Cristo lo cambia todo, todos han muerto en Cristo para estrenar una nueva vida. Y esta nueva vida es una vida para Cristo que se desvivió por todos. Es también una vida como la de Cristo, superando el egoísmo del hombre viejo, es un vivir para los demás. El amor de Cristo, el que Cristo nos tiene, ha de llevarnos a esa nueva vida a través de la muerte de todo egoísmo y del afán de la simple conversación, pues sólo el que entrega su vida la gana y el que quiere conservarla la pierde. Este es el criterio para valorar a los demás, un criterio muy distinto de los criterios humanos, en manifiesta contradicción con lo que pide el cuerpo. También Saulo juzgó antes a Cristo según los viejos criterios humanos y la prudencia de la carne, lo mismo que hacen ahora con él sus detractores. Entonces el joven Saulo se comportó como un "insolente perseguidor" (1 Tim 1, 13). Pero ahora es otra cosa, pues ahora Pablo conoce a Cristo "según el espíritu" y no le juzga ya según las apariencias. Este cambio operado en Saulo y en todos los que fundan su vida en Cristo, el nuevo principio, en todos los que viven para Cristo y, como Cristo, para los demás, es tan profundo y radical que comporta una nueva creación. Claro que este cambio acontece en la más profunda intimidad, y aquellos que no se han sometido a esta revolución radical del amor no pueden comprender nada y siguen juzgando a las persona según los viejos prejuicios de la carne y el egoísmo (“Eucaristía 1888”).

Subyace en el fragmento la idea del pecado original, realidad que se quiere hoy en día olvidar o que resulta difícil de entender. Podría ser un buen ejemplo explicar que es algo semejante a lo que acontece cuando un conductor irresponsable ocasiona un accidente al que se sigue el corte de tráfico y la pérdida de tiempo consiguiente para todos los que le seguían hasta que algún agente restablece la fluidez. Esta misma doctrina la expresa san Pablo en Romanos 5,8 y 6,11. El final, además de ser una formulación bonita (deberá ponerse énfasis al pronunciarla) es una exigencia profunda. Dios es eternamente joven, de aquí que el amigo de su Hijo debe estrenar la vida de cada día. Deba recibirla al iniciar la jornada, como un don de Dios (P-J Ynaraja).

La transformación operada en el creyente que se une al Resucitado es tan fuerte que puede hablarse de una nueva creación, es algo radical y fundamental. Nuevo respecto a la vieja vida de pecado. Sintetizando puede decirse esto: toda acción de Cristo, sobre todo su muerte y resurrección, son manifestación y realización del amor de Dios que, al recibirlo el hombre y responder a él, lo cambia y lo hace vivir de modo distinto, pues en esto consiste la salvación, en saberse y sentirse amado por Dios. Eso lo podemos saber por Dios mismo muerto y resucitado para compartir la condición humana hasta el final y hacernos ver lo que a El le importamos. Por eso su amor nos apremia (sería mejor traducir esa palabra por "nos tiene en su poder"). Es, en sumo, lugar paulino en que la salvación del hombre se presenta bajo las categorías del amor y no con ningunas otras. Probablemente es la clave para entender las demás citas sobre el tema y comprenderlas de modo actual y no mágico. Dios nos ama y en eso consiste la salvación (Federico Pastor).

4. Mc 4,35-40 (par: Mt 8,23-27; Lc 8,22-25). La barca en la que va Jesús. Barca-arquetipo de los demás barcas. Una tormenta de aire coloca a la barca al borde del naufragio. Primera sorpresa del relato: Jesús está durmiendo (en sintonía con la primera lectura, cuando parece que Dios no oye nuestras plegarias y aparece el dolor, las desgracias, y tenemos miedo…). Los discípulos lo despiertan haciéndole saber el peligro que corren. Jesús calma primero la tormenta y recrimina después a los discípulos preguntándose por la identidad de Jesús. Es el mismo tipo de preguntas que se hacía la gente en la sinagoga de Cafarnaún con ocasión de la enseñanza de Jesús y de su poder sobre las fuerzas del mal. "Estas fuerzas están personalizadas tanto en el relato de la sinagoga como en el de hoy. A la tormenta, en efecto, se le habla como si se tratara de un ser viviente malo (compara Mc 4,39-41 con Mc 1,25-27).

Una interpretación: La barca de la iglesia surcando el mar de este mundo entre peligros (interpretación eclesiológica); el Cristo que como hombre duerme, somete como Dios al mar embravecido (interpretación cristológica); el cristiano es tentado y probado en las tempestades de la vida (interpretación exhortativo-moralizante). En su variedad todas estas comprensiones coinciden en hacer una lectura simbólica del texto. Su debilidad radica en que los simbolismos que manejan no tienen su origen en el texto ni en la globalidad de la obra o macrotexto de Marcos. Con esto no quiero decir que estos simbolismos no sean verdaderos: no tienen su origen en el texto de Marcos y, consiguientemente, no son explicaciones adecuadas del mismo.

El texto parte de la realidad de un Reino de Dios plural, es decir, abierto a todos. Se mueve pues en una perspectiva de situación pospacual y de andadura universal. Lo chocante de un Jesús dormido en medio de la tormenta deja de ser chocante si se lee en su función de símbolo de Jesús ausente, muerto-resucitado. En esta situación la pluralidad de creyentes es invitada por Marcos a hacerse la misma pregunta que en el pasado de la sinagoga de Cafarnaún se habían hecho los judíos: ¿Quién es Jesús? De otra manera no tiene mucho sentido el reproche de Jesús a sus discípulos. ¿No es acaso lógico pedir ayuda en caso de extrema y urgente necesidad? Pero lo chocante del reproche deja de serlo si se lee como un reproche a unos cristianos que ya se han habituado a un Jesús muerto y resucitado. ¿Quién es Jesús para nosotros? ¿Todavía no tenemos fe en él? ¿Nos hemos habituado a él hasta el punto de que ya no nos convulsiona, ni nos cuestiona, ni nos dice nada? ¿Nos hemos habituado a él hasta el punto de que ha dejado de ser una fuente de confianza y de esperanza? (A. Benito).

Como afirma el P. Lamarche, "seguir con fe a Cristo en la tempestad, trátese de ayer o de hoy, es siempre seguirle a través de la muerte", avenirse a encontrarle "dormido" (4, 38) con el último sueño, cercado por el oleaje de la muerte y sin embargo creerle capaz de ponerse en pie, "habiéndose despertado", para vencer a las fuerzas del mal y conducir a sus amigos "a la otra orilla", a esa orilla de paz de la que nadie retorna (Monloubou).

En la predicación agustiniana hay numerosas alusiones al milagro de la tempestad calmada por Cristo. Sin duda, su significación la consideraba muy práctica para la espiritualidad, pues ofrece un campo de múltiples experiencias para la repetición de lo que hizo el Señor. Ya la imagen del mar la utiliza el Santo como representación de la vida humana con sus agitaciones, tempestades y naufragios. Los cristianos son las naves que andan por él entre mil vientos y zozobras, y Cristo es el piloto que las gobierna.

La fe interioriza profundamente a Cristo cuando es verdadera; es decir, le hace piloto de la nave interior. San Agustín tiende a fundir la fe y la persona del Señor dentro del alma. Siguiendo el pensamiento paulino: Cristo habita en las almas por la fe (Ef 3,17), atribuye a ésta una fuerza de religación, hasta darle una presencia íntima, una forma peculiar de hallarse dentro del alma para gobernarla, dirigirla, iluminarla. En virtud de la fe, Cristo penetra totalmente la vida mental, afectiva y dinámica de los cristianos y se hace razón de su existencia y motivo e ideal de su vida. Esto es en virtud de la fuerza copulativa y desponsorial que, ya se ha indicado, posee la fe cristiana.

Así se comprende cómo San Agustín identifica, en cierto modo, a Cristo con la fe, según ocurre en los textos de los comentarios al milagro de la tempestad calmada. Con la fe, pues, la nave va dirigida a su destino inmortal y seguro; sin la fe, los hombres son naves a la deriva en el mar del mundo oscuro y atravesado de furores y huracanes. San Agustín, pensando seguramente en algunos filósofos estoicos y neoplatónicos, se imagina un habilísimo piloto que conoce bien el arte de navegar, tiene gran experiencia del mar, sabe abrirse caminos entre montes de olas; pero ha perdido el rumbo y no sabe a dónde va. Le preguntan por el fin de la ruta, y no da ninguna respuesta, o responde que va a tal puerto, y no va en su dirección. Cuanto más hábil piloto es, es tanto más peligrosa su navegación. Tales son los que corren bien, pero van fuera de camino. Y la ruta de los mareantes sólo se conoce por fe. Y no sólo la fe da la seguridad de la ruta, sino también la victoria sobre las tempestades. El peligro está en que nosotros dejemos dormir nuestra fe o que nos olvidemos de ella: «Pues navegamos por un mar donde los vientos y tempestades no faltan; nuestra nave es cubierta por las tentaciones cotidianas de este siglo. ¿De dónde viene esto sino de que Jesús está dormido? Si El estuviera vivo y despierto, no te sacudirían estas tempestades, sino tendrías tranquilidad interior por estar Jesús vigilando contigo. ¿Y qué significa Jesús dormido? Se ha dejado ocupar del sueño tu fe. Se levantan las tentaciones de este mar; ves, por ejemplo, que prosperan los malos, y los buenos andan oprimidos de trabajos. Esta es la tentación. Y tú dices: 'Pero ¡Dios mío! ¿Es justicia que los malos vivan dichosos y los buenos en trabajos?' Tú dices a Dios: '¿Es esto justicia?' Y Dios te dice a ti: ¿Y ésa es tu fe? ¿Es esto lo que te he prometido? ¿Te has hecho cristiano para ser feliz en este mundo? ¿Te atormenta que aquí los malos anden viento en popa, siendo así que recibirán su castigo con el diablo?' Mas ¿por qué dices eso? ¿Por qué te alborotas con las fluctuaciones y tempestades del mar? Porque está dormido Jesús, es decir, porque la fe que tienes en El está amodorrada en tu alma. ¿Qué has de hacer para librarte? Despierta a Jesús, diciéndole: ¡Maestro, que perecemos! (Lc 8,24)». Parecidas aplicaciones hace en otros pasajes considerando las tempestades o tentaciones de la ira, de la venganza, de la lascivia. En el sermón 81, San Agustín veía sacudida la Iglesia por una de las mayores tempestades de la historia: la toma de Roma por los godos. El mundo pareció hundirse en un caos irremediable. Oleadas de prófugos llegaban a las costas del Africa buscando amparo y seguridad. Al Obispo de Hipona, que entonces ya planeaba las ideas de la Ciudad de Dios, más que la caída del imperio romano le dolían las caídas de las almas cristianas en la desesperación y desconcierto. En el sermón citado, que pronunció con ocasión de aquel suceso, viene a su memoria la tempestad del lago de Tiberíades, calmada por Cristo. Y en uno de sus vivos diálogos, encarándose con cada oyente, les arguye: «¿Por qué pierdes tu calma?... Tu corazón se encoge con las apreturas del mundo, como aquella nave en que dormía Cristo. La tempestad se enfurece en tu corazón; mira, no te vayas a pique; despierta a Cristo. El Apóstol nos tiene dicho que por la fe habita Cristo en nuestros corazones (Ef 3,17). Por la fe habita Cristo en ti. La fe presente es Cristo, la fe despierta es Cristo despierto, la fe olvidada es Cristo durmiente. Despiértalo, pues; sacúdete, di: ¡Maestro, que perecemos! (Mt 8,24-26)» …“Le hemos invocado. Levántese, pues; tome sus armas y venga en nuestra ayuda. ¿De dónde ha de levantarse? Se le invoca en otro lugar con estas palabras: Levántate, Señor, ¿por qué duermes? (Sal 43,23). Cuando se dice que duerme él, somos nosotros quienes dormimos, y cuando se dice que se levanta él, somos nosotros quienes nos levantamos. El Señor dormía también en la nave, que zozobraba porque dormía Jesús. Si Jesús hubiese estado despierto, no hubiera zozobrado. Tu nave es tu corazón. Jesús estaba en la nave: la fe habita en tu corazón. Si traes a la memoria tu fe, no vacilará tu corazón; si olvidas la fe, Cristo duerme y el naufragio está a las puertas. Por tanto, haz lo que falta, para que si se encuentra dormido, despierte. Dile: «Despierta, Señor, que perecemos», para que dé órdenes a los vientos y se produzca la bonanza en tu corazón (Mt 8,24). Cuando Cristo, es decir, cuando tu fe está despierta en tu corazón, se alejan todas las tentaciones o, al menos, pierden toda su fuerza. Por tanto, ¿qué significa levántate? Muéstrate, manifiéstate, hazte notar. Levántate, Señor, y ven en mi auxilio” (Capanaga).

Parece que –siguiendo con la primera lectura y el salmo- el milagro de la tempestad calmada es el signo de la manifestación de Aquel que toma en sus manos la obra creadora comprometida por las potencias perversas (cf. Job 38, 1-11). Se trata, pues, de una cristología: en Cristo, Dios termina la cosmogonía con una victoria decisiva sobre el mal, y los hombres depositan sobre Jesús el temor y la admiración reservadas a Dios-Creador (v. 41; cf. Sal 64/65,8-9; 88/89,10; 106/107,28-30). Pero Marcos está preocupado, a lo largo de todo su Evangelio, por hacer ver que antes de la resurrección los apóstoles no podían tener verdadera fe. Por eso añade al relato el v. 40, que hay que leer conforme a una versión especial: "¿No tenéis todavía la fe?" Los apóstoles no podrán tener la fe hasta después de Pascua, porque no existe una verdadera fe, sino en Cristo resucitado. Para Marcos, el apaciguamiento de la tempestad no tiene sentido, sino en cuanto incluye ya la resurrección. A ese fin, Marcos asocia la tempestad calmada con la que padeció Jonás (comparar, sobre todo, el v. 38, específico de Marcos, con Jon 1,5-6; v. 41a con Jon 1,16, etc.). Cabe preguntarse si Marcos no habrá querido buscar en su relato el famoso signo de Jonás (Mt 12,38-40). En efecto, al igual que Jonás, Cristo triunfa de las "aguas inferiores" en virtud de su poder sobre la tempestad.

Marcos, que desarrolla a lo largo de todo su Evangelio el tema del secreto mesiánico, es particularmente sensible, en el relato de la tempestad, al silencio de Cristo. Dios se calla, no se deja apenas reconocer y parece dormir, cuando no se le cree muerto..., y, sin embargo, hay que vivir y tomar partido. Es demasiado fácil confiarse a la omnipotencia de Dios e invocar su trascendencia. No es a esta clase de fe a la que nos llama el Evangelio. Creer es, ciertamente, remitirse a un Dios vencedor, pero ausente y silencioso; es saber a Dios "muerto" e "inútil", y, sin embargo, vivir en comunión con Él. Es remar sin saber adónde se va y aceptar el perecer en el camino sin haber alcanzado personalmente el fin de sus empresas, pero convencido de que Dios no nos ha abandonado en todo lo largo del viaje. Es luchar en la prueba guardando la certeza de que Jesús ha resucitado de la prueba (Maertens-Frisque).

Tenemos dos polos de atención en el relato: la presencia divina constantemente activa y victoriosa; y la fe madura que se contrapone al miedo y sabe dar la tranquilidad en medio de las dificultades y la serenidad en medio de las persecuciones. Probablemente el evangelista quiso ofrecer un mensaje de esperanza a la Iglesia perseguida y desanimada quizás frente al silencio de Cristo resucitado. Así pues, la lectura nos lleva a la conclusión de que el evangelista Marcos utilizó un relato ya existente, desarrollándolo y orientándolo en la perspectiva de la fe. Así pues, los tres relatos desarrollan el motivo de la fe (y en el trasfondo el acostumbrado discurso sobre la presencia "desconcertante" del Reino en medio de nosotros). Nos indican que es posible ser hombres de poca fe de dos maneras: está la poca fe del que no tiene el coraje de dejarlo todo por Cristo y está la poca fe del que, después de haberlo dejado todo por Cristo, pretende sin embargo, en los momentos difíciles, una presencia clara del Señor, consoladora, acompañada de frecuentes verificaciones. Esta es todavía una fe inmadura, porque confunde el "silencio" con la ausencia del Señor, confunde la persistencia de las oposiciones con la derrota del Reino (Bruno Maggioni).

La imagen de la tormenta o de las aguas turbulentas era una metáfora frecuente para designar los poderes hostiles y demoníacos (cfr. Sal. 69,1-2,14-15;18,16). Es bien conocida la concepción según la cual estos poderes se desatarían con especial virulencia en la recta final de la historia (cfr. descripciones apocalípticas en los propios evangelios). El sueño, sereno y tranquilo, era signo de confianza en el poder sustentador y protector de Dios (cfr. Pro 3,23-24; Sal 3,6; 4,8-9; Job 11.18-19; Lev 26,6). A esto hay que añadir que Marcos ha presentado a Jesús como el personaje que nos introduce en los últimos tiempos (cf Mc 1,7-8.12-15 en los comentarios al Bautismo de Jesús y al primer domingo de Cuaresma). Tempestad y sueño de Jesús son vehículo plástico de dos situaciones contrapuestas, hostil y benéfica, respectivamente. Los poderes adversos no pueden nada con Jesús, porque su apertura a Dios y confianza en El son reales y totales. Pero no sucede lo mismo con los que están con Jesús. "¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?". Son incapaces de serenidad y de calma, porque en realidad no están abiertos a Dios ni saben confiar en El. Pero Marcos parece ir todavía más allá, interpretando la falta de fe en Dios como falta de fe en Jesús. Los compañeros de barca no captan ni entienden a Jesús, no acaban de descubrir en él al vencedor sobre los poderes hostiles que posibilita un mundo de serenidad y de paz, el mundo de la utopía, la realidad fantástica de una historia renovada, de un espacio y un tiempo maravillosos. Con trazo de artista Marcos esboza ese mundo nuevo en la gran calma tras la palabra creadora de Jesús, que imperceptiblemente nos remonta a la palabra creadora de Dios en los comienzos de la creación (cfr. Gén.1-2, 4). La gran calma sugiere una atmósfera de completa paz tras el fragor de la tormenta. ¡Maravilloso! De los compañeros de barca se apodera el temor reverencial ante lo divino, imponente y misterioso. "¿Quién es éste?". En la experiencia religiosa de los acompañantes, lo benéfico deja paso a lo tremendo. Una dimensión esta última que en la pluma de Marcos tiene especial relevancia (A. Benito).

La tarde de aquel día en que Jesús enseñaba desde una barca hablando en parábolas al pueblo (4, 1s), al terminar, Jesús mandó a sus discípulos que navegaran aguas adentro hacia la orilla oriental del lago de Genezaret. Y sin bajar él de las barca, "como estaba", pudieron huir de las multitudes y burlar su curiosidad, aunque los que pudieron se embarcaron en otros botes para seguirle. Sin embargo, no se dice nada de la suerte que corrieron estas otras embarcaciones durante la tormenta. Marcos dice concretamente que se produjo un "torbellino". Ese tipo de tormentas suelen ser frecuentes hoy día justamente en la parte norte del lago; vienen de improviso y, aunque duran poco tiempo, son muy peligrosas para las pequeñas barcas de pescadores. Se dice que Jesús dormía, y Marcos añade que estaba a popa, descansando sobre un almohadón; éste era el lugar más tranquilo y el de mayor honor. Los gritos de los discípulos y sus quejas despiertan a Jesús y éste, antes de increparlos por su falta de confianza, se dirige al mar con las mismas palabras que pronunció en otra ocasión refiriéndose a un endemoniado (cf 1, 25): "¡Silencio, calla!". Este milagro supuso para los discípulos un notable progreso en el conocimiento de Jesús, al que ya habían visto expulsando demonios y curando enfermedades. Ahora Jesús les manifiesta su señorío sobre las fuerzas de la naturaleza. Desde Tertuliano y Agustín se interpreta este milagro en relación con la Iglesia, a la que se compara a la barca de Pedro que va superando las tempestades porque Cristo va con ella. La fe es aquí algo más que creer unas verdades, es confianza en la persona de Cristo, que no puede fallarnos y que va con nosotros en el mismo barco. Esta fe no es fe para quedarse en la orilla, en la tranquilidad, sino fe para navegar en medio de los peligros, es una fe combativa (“Eucaristía 1988”).