XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 5, 21-43: la apertura de la fe nos hace abrir el corazón a Jesús que nos salva, transformándonos para que recibamos la vida eterna, y la curación de nuestra alma

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del libro de la Sabiduría 1,13-15; 2-23-25. Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Abismo sobre la tierra, porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen. 

Salmo 29,2 y 4.5-6.11 y 12a y 13b: R/. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto, por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.

Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 8,7-9.13-15. Hermanos: Ya que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguios también ahora por vuestra generosidad. Bien sabéis lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos. Pues no se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces; se trata de nivelar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá nivelación. Es lo que dice la Escritura: «Al que recogía mucho, no le sobraba; y al que recogía poco, no le faltaba.» 

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 5,21-43. En aquel tiempo Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: -Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva. Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba.

Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda, su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que, había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio le la gente, preguntando: -¿Quién me ha tocado el manto? Los discípulos le contestaron: -Ves como te apretuja la gente y preguntas: «¿quién me ha tocado?» El seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. El le dijo: -Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.

Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: -Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro? Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: -No temas; basta que tengas fe. No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: -¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida. Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: -Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate). La niña se puso en pie inmediatamente  y echó a andar -tenía doce años-. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña. 

Comentario: 1. Sb 1,13-15.02,23-25: El autor tiene presentes los primeros capítulos del Génesis. Está haciendo un comentario y una actualización del relato de la creación y de la caída. Cuando dice que Dios creó al hombre incorruptible, a imagen de la naturaleza divina, está pensando primordialmente en la parte espiritual, que nosotros llamamos alma. Frente a la concepción semita, que considera al hombre unitariamente, el libro de la Sabiduría se inspira en la filosofía dualista de Platón. De ahí que siempre habla de "incorruptible" e "inmortalidad" y nunca de "resurrección". Consiguientemente cuando habla de la muerte, que entró en el mundo por envidia del diablo (Gén 3), habla también primordialmente de la muerte espiritual (es decir, la separación definitiva de Dios), que es la verdadera muerte, de la cual la muerte física no es más que una consecuencia. San Pablo (Rom 5,12-21 y 1 Cor 15,35-57) volverá sobre esta doctrina, contraponiendo en paralelismo antitético el primer Adán pecador y el segundo Adán salvador. Muerte por tanto debida al pecado original, y que causa la pérdida de la amistad y comunión con Dios. Más aún, ni la Sabiduría ni san Pablo ni tampoco el Génesis afirman que, de no haber pecado el primer hombre, la muerte no hubiera existido. La etapa del hombre sobre la tierra es provisional y transitoria. De ahí que, aunque no hubiese pecado, siempre habría habido una transición entre la etapa presente y la definitiva. Ese paso no habría estado rodeado del dolor físico, moral y espiritual que actualmente acompaña a la muerte por causa del pecado, pero habría existido igualmente. La visión de la Sabiduría sobre la creación primitiva es optimista. Dios no creó la muerte con el matiz siniestro que tiene actualmente ni sometió la tierra al imperio del Hades ni se recrea en la destrucción de los vivientes, sino que lo creó todo para que subsistiera. Ha sido el pecado el que introdujo el veneno y el germen de la muerte en la creación. La justicia es inmortal, es decir, los que se liberan de la esclavitud del pecado gozan de la inmortalidad inicial (Edic. Marova).

La idea fundamental del autor es que la vida es, de por sí incorruptible. Si se la vive conforme al plan que Dios tiene sobre ella, posee un dinamismo interno que la incita a renovarse y superarse constantemente. Sin embargo, la vida muere, no llega a conseguir aquello para lo que ha sido hecha. Esta muerte de la vida es accidental, para el autor, en el sentido de que no es una ley de la vida, sino algo que interviene en ella desde fuera, por el pecado del hombre. Esta asociación entre pecado y muerte, entre muerte espiritual y muerte física, es clásica en la mentalidad judía. Sin embargo, no es difícil traducirla al lenguaje moderno. Si el autor viviera hoy le negaría a la ciencia biológica el derecho a decirlo todo sobre la vida. La biología solo capta el aspecto más insignificante de la vida: la vida no se reduce a lo observable; al contrario, es una fuerza y una reserva de dinamismo capaz de ir siempre más allá de sí misma, de superarse constantemente. Pero el hombre tiene miedo a la vida, teme sus llamadas al riesgo y a la superación. De este modo la encierra en los límites egoístas del para-sí y la organiza en un confort sin horizontes. La vida muere, esterilizado su impulso: el pecado la ha estrangulado. Si aparece un hombre capaz de vivir su vida respondiendo a sus aspiraciones de absoluto y de participación, ese hombre será incorruptible. Pero es necesario que ese hombre sea Dios para que consiga realizar este proyecto: se llama Jesús-el-Señor (Maertens-Frisque).

El autor del libro de la Sabiduría (siglo I a.C) dirige su escrito a judíos que vivían en la diáspora (posiblemente en Alejandría) y que, al contacto con la nueva cultura griega, se reían de la fe de sus mayores (en el libro se les denomina "impíos"). El autor no tiene miedo alguno en asimilar esta cultura y realizar una "transculturalización". A la luz de la dicotomía griega alma-cuerpo (inmortal-mortal), profundiza en los conceptos tradicionales de vida y muerte, obteniendo una concepción que sonaba como revolucionaria a sus compatriotas.

-1, 13-15 sirve de conclusión a todo el cap, 1, en el que los gobernantes de la tierra son invitados a buscar la justicia, a Dios. Los que así obran no encontrarán la muerte, sino la sabiduría y la vida.

Es una mirada optimista ante la creación, pues no procede de ella el germen de la destrucción, ya que Dios es autor de la vida y lo que concierne a Dios, la justicia (cf 1,1-2) no muere.

-En 2, 23, el autor liga la inmortalidad al hecho de ser el hombre imagen de Dios. Se puede recordar a este propósito el Sal 115,8: "que sean iguales los que los hacen", es decir, los fabricantes de ídolos se vuelven como ellos: inertes y vacíos (cfr. Jr. 2, 5); en el extremo opuesto, el Dios de la vida comunica vida e inmortalidad a sus imágenes. La imagen de Dios, no deformada por el pecado, permanece en el hombre como germen de inmortalidad y vence la muerte física. La expresión de 2, 24: "...pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo..." tampoco la debemos entender en sentido físico, ya que sólo afecta a sus partidarios. Los malvados serán los únicos que obtendrán la muerte eterna, su separación definitiva de Dios. Por el contrario, la muerte del justo es sólo un sueño. Hoy el panorama cultural y antropológico es muy diverso al vivido por el autor del libro de la Sabiduría: la nueva antropología rechaza abiertamente la distinción griega de alma y cuerpo; y habla de un más allá -cuando lo hace- en un sentido muy diverso del tradicional. Existen los nuevos "Epicuro" para quienes cuando la muerte es, el hombre ya no es, y mientras el hombre es, la muerte aún no es. Existen otros, como Bloch, que afirman: cuando la muerte es, el hombre aún no es, y cuando el hombre es, la muerte ya no es; pero se quedan en una concepción puramente inmanentista. Otros abrimos las puertas a un futuro trascendente como hizo el autor de la Sabiduría. El mensaje siempre es válido, pero lo que debe cambiar en el lenguaje del teólogo y del predicador son las formas culturales. No se puede predicar siendo ajeno a nuestra cultura, haciendo hincapié en concepciones antropológicas trasnochadas. El autor de Sabiduría fue un revolucionario de su tiempo; también lo debemos ser nosotros (A. Gil Modrego). El error de los impíos es pensar que no hay nada más después de la muerte, pero este razonamiento va unido a la maldad de sus vidas, al no querer reconocer los designios divinos y al desprecio de la vida de los justos. El autor inspirado explica ese proyecto de Dios sobre el hombre y el por qué de la muerte (vv. 23-24), pero aquí “muerte” vuelve a significar pérdida de incorruptibilidad, más allá de la muerte física; los que son seducidos por el demonio serán, se dirá más tarde, un “cadáver deshonroso” (4,19) al perder la dimensión incorruptible que viene de Dios, la dimensión positiva del Génesis que presupone (imagen y semejanza de Dios: Gen 1,26), con su principio de inmortalidad, que se pierde con el pecado (Gen 3-4). Aquí la inmoralidad se ve como incorruptibilidad de la persona en su totalidad psico-somática, que pierden quienes obedecen al diablo (a partir de aquí, San Pablo dirá que así como por el diablo llegó el pecado y llegó la muerte, por Cristo nuevo Adán llegó la redención y llegó la Vida). Diablo (en griego: diabolós; en hebreo: satán) significa “acusador, calumniador”, en el Nuevo Testamento adquiere un matíz nuevo: homicida (Jn 8,44) aunque mantiene el citado de seductor mentiroso (Ap 12,9; cf Biblia de Navarra). Yavé "ama la vida" (11, 26), sobre todo la vida del hombre (Ez 18, 23-32; 33,11) y no se recrea en la destrucción y en la muerte. Yavé ("El que es") ha creado todas las cosas "para que sean", y no va a ser ahora quien las destruya. No, la muerte no entraba en los planes del Creador. Sin embargo, la muerte existe. El autor considera la muerte física como una consecuencia de la muerte moral o pecado; por eso pasa insensiblemente su pensamiento de la una a la otra. Ninguna de las dos muertes existían en el principio. El universo creado por Dios era armonioso (cfr. Gn 1); no había en él criaturas maléficas ni dominaba sobre la tierra el poder del Abismo (esto es, de la muerte). El universo salido de las manos de Dios era el reino de la paz, tal como Isaías lo ve restaurado en el futuro mesiánico (Is 11, 6-9); pero el pecado del hombre ha comprometido el orden del mundo y ha puesto en peligro la vida, ha introducido la muerte, que es el reverso del acto creador (cfr. Gn 3). No obstante, la "justicia es inmortal"; esto es, los que practican la justicia no morirán para siempre. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1, 27) y, así, participante de la inmortalidad divina; pero el diablo, que es el homicida desde el principio, lo sedujo, y con el pecado del hombre vino la muerte. Los que siguen al diablo, la ralea de Satanás, son botín de la muerte. Pablo (Rm 5, 12-21; cfr. 1 Cor 15, 35-37) recogerá esta misma doctrina, pero contraponiendo al primer Adán pecador el nuevo Adán salvador, que es Jesucristo. Por éste hemos sido salvados de la muerte cuantos creemos en él si practicamos la justicia (“Eucaristía 1985”).

El libro de la Sabiduría intenta presentar el mensaje bíblico con ropaje griego y su esfuerzo se dirige sobre todo a elaborar una especie de teología de la historia. La lectura de hoy es una reflexión sobre el texto del Génesis, en el que se presenta la inmortalidad como un bien del que el hombre ha sido privado. La razón de escoger este texto, como primera lectura, es presentar el tema de la muerte como ocasión de la resurrección de los muertos de que habla el evangelio. La resurrección muestra el poder de Jesús sobre el enemigo. Es absoluta la afirmación de que Dios no ha creado la muerte, que ha creado todas las cosas para que vivan, que las criaturas del mundo son saludables. La realidad contradice esta afirmación. Sin embargo, el autor no habla de un paraíso perdido. No niega que exista la muerte, pero contempla las cosas en el conjunto de la creación y ve que todas las cosas tiene una finalidad y un objetivo. La lectura de hoy respira optimismo ante la creación y el hombre. Optimismo fundado en la bondad y poder de Dios. Esta actitud puede ser una respuesta a los que preguntan si puede el hombre llegar a ser feliz, cuando sabe que su vida es un caminar hacia la muerte. El autor del libro de la Sabiduría responde diciendo que Dios no es responsable de esta situación. Es el hombre quien con su pecado ha roto la armonía del mundo. Dios quiere que el hombre viva y sea feliz. El hombre puede superar el miedo a la muerte amando la justicia. En ella encontrará la bondad de las cosas que debemos hacer llegar hasta Dios (Pere Franquesa).

Seguramente escrito en Alejandría de Egipto, una ciudad en la que residía una numerosa colonia judía, que tenía que convivir y confrontarse con la mayoría helénica que le rodeaba, aparece este libro que quiere ser una afirmación de la fe de Israel para sostener a los creyentes en medio de la variedad de sistemas religiosos y filosóficos en los que se hallaban inmersos, y en medio del clima relativista de costumbres y criterios morales, que hacían que los israelitas fieles fueran a menudo mal vistos y a veces incluso perseguidos. Pero al mismo tiempo esta afirmación de fe es explicitada en diálogo con el mundo helénico: el libro, en efecto, asume y utiliza categorías de la cultura helénica circundante. El doble fragmento que hoy leemos (son dos breves fragmentos unidos: 1,13-15 y 2,23-25) presenta un elemento fundamental de la afirmación de fe frente al materialismo ambiental: Dios es el Dios de la vida, y llama a los hombres a vivir esta misma vida suya. El primer fragmento (hasta "inmortal") hace la afirmación general: Dios ha creado el mundo y al hombre para la vida, y todo lo que Dios es ("la justicia") conduce a la vida por siempre. Después de este primer fragmento, viene un largo texto, que no leemos, en el que el autor se pone en confrontación con los impíos que afirman que no hay nada más allá de este mundo, y que la muerte es el final de todo. Y se concluye con el segundo fragmento que leemos: el hombre como imagen de Dios, y llamado por eso mismo a vivir su misma vida; la muerte como obra de aquel que es contrario al hombre (el diablo), destinada a aquellos que se sitúan en la linea contraria al hombre (los que se sitúan en la línea del diablo, de espaldas a la línea de Dios: J. Lligadas).

2. Salmo 29. Este es un salmo de "todah", de "jubilosa acción de gracias", de "eucaristía". El verbo "dar gracias" aparece tres veces, y es la palabra final del salmo. El vocabulario de alegría es abundante: "fiesta" (2 veces), "exaltar", "gritos de alegría", "felicidad", "danza", "vestido de fiesta". El "ropaje midráshico", es decir la "situación concreta evocada" es esta: un enfermo importante, en peligro de muerte, ha sido curado... Esta situación evoca la experiencia de Israel, que después de la agonía del exilio reencuentra la alegría de la alabanza. El pueblo de Israel consideró esta liberación como una especie de "Resurrección": "me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa". Lo que es apenas una imagen, para Israel, es una realidad maravillosa para Jesús: "Tú me has levantado... Tú me has sacado del abismo... Tú me has hecho revivir..." Me gusta imaginar los primeros instantes de Jesús, cuando salió "de la muerte" para "revivir": una palabra de Pedro lo resume todo: "muerto en la carne, fue vivificado por el espíritu." (1 Pedro 3,18). Y Pablo dice lo mismo: "El primer hombre, Adán, fue alma viviente, el último Adán, el Cristo, es espíritu vivificante” (1 Cor 15,45). Y añade: "el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 Cor 3,17). La fórmula más sorprendente es ésta: "sembrado corruptible el cuerpo, resucita incorruptible. Sembrado despreciable, resucita glorioso. Sembrado débil, resucita lleno de fortaleza. ¡Sembrado cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual!" (1 Cor 15,42-44). A través de estos textos vemos que la resurrección de Jesús es mucho más que una simple reanimación biológica: No se trata únicamente para Jesús, de volver a la vida limitada de antes, circunscrita a una nación, sometida a las leyes de una raza, reducida a una acción en favor de sus hermanos más cercanos. Jesús se convirtió en el Señor de la gloria", "Espíritu vivificante" para todos los tiempos, todos los lugares, todas las culturas y todas las razas.

El Misterio Pascual es el corazón de nuestra fe cristiana. Un cristiano no es simplemente alguien que "cree en Dios". Esto lo hacen prácticamente todas las grandes religiones. El carácter específico de nuestra fe cristiana es que nosotros "creemos en Jesucristo muerto y resucitado". El credo primitivo se resumía en esta breve afirmación repetida a todos los vientos como un "grito", un "Kerigma". En nuestros tiempos actuales, ávidos de síntesis concretas, el cuerpo de Cristo resucitado es uno de los polos que resumen todo. Más que un conjunto complejo de doctrinas, más que una moral perfeccionada, la fe cristiana es un "sentido" dado a la existencia. Cualquier persona, así sea de poca cultura, tiene conciencia de que la humanidad está "herida, enferma". Cuando todo va bien, cuando estamos saludables, tenemos la tentación de decir como el salmista: "¡Cuando estaba dichoso me decía: jamás nada me turbará!" Esta es la gran tentación del hombre moderno: creer que ha dominado las fuerzas nocivas. Luego, el riesgo de alejarse de Dios: "¡No necesito de El! ¡me bastan mis propias fuerzas!" Sin embargo, basta poca cosa, basta que Dios "oculte su rostro" y todo está perdido: sin Dios, el hombre es poca cosa... ¡Es evidente! Pero creemos en la Resurrección... Creemos que Dios envió a su Hijo, para curar la humanidad herida por el pecado... Creemos que nuestra limitación no es absoluta, sino que desemboca en el espíritu mismo de Dios... ¡Creemos que la muerte se transforma en vida, y nuestro duelo y decrepitudes en danza! "Este es el sentido de la vida humana. ¡Vamos, no hacia la muerte, sino hacia la plenitud de vida en Dios! "Al atardecer nos visita el llanto, por la mañana, el júbilo". Admirable fórmula poética para definir la actitud existencial del cristiano. Realista, pues mira de frente el mal del mundo y su propio mal, el pecado. Optimista, pues no se desalienta jamás y comienza de nuevo cada mañana. Las "lágrimas de la tarde", lágrimas preciosas que corren cuando, al mirar la jornada... observamos lo que no ha estado bien, nuestras faltas, nuestras fealdades, nuestras negligencias... y todo lo que el mundo circundante ha añadido al peso de la condición humana... ¡La "revisión de vida" es ante todo una mirada realista! El hombre prudente, en todas las civilizaciones es aquél que es capaz de examinar su jornada lealmente, y dar un juicio de responsabilidad, sin culpabilización excesiva, pero igualmente sin falsas apariencias. Cuánto fango en nuestros caminos, en una jornada humana. Estas "lágrimas de la tarde" preparan mañanas felices, días nuevos de fidelidad, de trabajo, de amor, de valor, de servicio. Quien se ha juzgado sin engaño, puede iniciar la marcha de nuevo, con "gritos de alegría". ¡Pascua, es eso también! (Noel Quesson).

El tema fundamental de la muerte y la vida, la noche y la mañana, el desconcierto y la confianza, el luto y la fiesta, permiten transportar este salmo al momento culminante de estas oposiciones, cuando la muerte llega al extremo de su audacia, y la vida al extremo de su exaltación: en la muerte y resurrección de Cristo. El cristiano, que vive en Cristo, participa con él de este luto y fiesta, que forman el ciclo litúrgico y la sustancia de nuestra vida en Cristo.

Juan Pablo II comentaba: “Una intensa y suave acción de gracias se eleva a Dios desde el corazón de quien reza, después de desvanecerse en él la pesadilla de la muerte. Este es el sentimiento que emerge con fuerza en el Salmo 29, que acaba de resonar en nuestros oídos y, sin duda, también en nuestros corazones. Este himno de gratitud posee una gran fineza literaria y se basa en una serie de contrastes que expresan de manera simbólica la liberación obtenida gracias al Señor. De este modo, al descenso «a la fosa» se le opone la salida «del abismo» (versículo 4); a su «cólera» que «dura un instante» le sustituye «su bondad de por vida» (versículo 6); al «lloro» del atardecer le sigue el «júbilo» de la mañana (ibídem); al «luto» le sigue la «danza», al «sayal» luctuoso el «vestido de fiesta» (v. 12). Pasada, por tanto, la noche de la muerte, surge la aurora del nuevo día. Por este motivo, la tradición cristiana ha visto este Salmo como un canto pascual. Lo atestigua la cita de apertura que la edición del texto litúrgico de las Vísperas toma de una gran escritor monástico del siglo IV, Juan Casiano: «Cristo da gracias al padre por su resurrección gloriosa».

El que ora se dirige en varias ocasiones al «Señor» --al menos ocho veces--, ya sea para anunciar que le alabará (cf v. 2 y 13), ya sea para recordar el grito que le ha dirigido en tiempos de prueba (cf. vv. 3 y 9) y su intervención liberadora (cf. vv 2, 3, 4, 8, 12), ya sea para invocar nuevamente su misericordia (cf. v. 11). En otro pasaje, el orante invita a los fieles a elevar himnos al Señor para darle gracias (cf. v. 5). Las sensaciones oscilan constantemente entre el recuerdo terrible de la pesadilla pasada y la alegría de la liberación. Ciertamente, el peligro que ha quedado atrás es grave y todavía provoca escalofríos; el recuerdo del sufrimiento pasado es todavía claro y vivo; hace muy poco tiempo que se ha enjugado el llanto de los ojos. Pero ya ha salido la aurora del nuevo día; a la muerte le ha seguido la perspectiva de la vida que continúa.

El Salmo demuestra de este modo que no tenemos que rendirnos ante la oscuridad de la desesperación, cuando parece que todo está perdido. Pero tampoco hay que caer en la ilusión de salvarnos solos, por nuestras propias fuerzas. El salmista, de hecho, está tentado por la soberbia y la autosuficiencia: «Yo pensaba muy seguro: "no vacilaré jamás"» (v. 7). Los Padres de la Iglesia también reflexionaron sobre esta tentación que se presenta en tiempos de bienestar, y descubrieron en la prueba un llamamiento divino a la humildad. Es lo que dice, por ejemplo, Fulgencio, obispo de Ruspe (467-532), en su «Carta 3», dirigida a la religiosa Proba, en la que comenta este pasaje del Salmo con estas palabras: «El salmista confesaba que en ocasiones se enorgullecía de estar sano, como si fuera mérito suyo, y que así descubría el peligro de una enfermedad gravísima. De hecho, dice: ¡"Yo pensaba muy seguro: 'no vacilaré jamás'"! Y, dado que al decir esto, había sido abandonado del apoyo de la gracia divina, y turbado, cayó en su enfermedad, siguió diciendo: "Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza; pero escondiste tu rostro, y quedé desconcertado". Para mostrar que la ayuda de la gracia divina, aunque ya se cuente con ella, tiene que ser de todos modos invocada humildemente sin interrupción, añade: "A ti, Señor, llamo, suplico a mi Dios". Nadie pide ayuda si no reconoce su necesidad, ni cree que puede conservar lo que posee confiando sólo en sus propias fuerzas».

Después de haber confesado la tentación de soberbia experimentada en tiempos de prosperidad, el salmista recuerda la prueba que le siguió, diciendo al Señor: «escondiste tu rostro, y quedé desconcertado» (v. 8). Quien ora recuerda entonces la manera en que imploró al Señor: (cf. vv. 9-11): gritó, pidió ayuda, suplicó que le preservara de la muerte, ofreciendo como argumento el hecho de que la muerte no ofrece ninguna ventaja a Dios, pues los muertos no son capaces de alabar a Dios, no tienen ya ningún motivo para proclamar la fidelidad de Dios, pues han sido abandonados por Él. Podemos encontrar este mismo argumento en el Salmo 87, en el que el orante, ante la muerte, le pregunta a Dios: « ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia, o tu fidelidad en el reino de la muerte?» (Salmo 87, 12). Del mismo modo, el rey Ezequías, gravemente enfermo y después curado, decía a Dios: «El Seol no te alaba ni la Muerte te glorifica..., El que vive, el que vive, ése te alaba» (Isaías 38, 18-19). El Antiguo Testamento expresaba de este modo el intenso deseo humano de una victoria de Dios sobre la muerte y hacía referencia a los numerosos casos en los que fue alcanzada esta victoria: personas amenazadas de morir de hambre en el desierto, prisioneros que escaparon a la pena de muerte, enfermos curados, marineros salvados de naufragio (cf Sal 106, 4-32). Ahora bien, se trataba de victorias que no eran definitivas. Tarde o temprano, la muerte lograba imponerse. La aspiración a la victoria se ha mantenido siempre a pesar de todo y se convirtió al final en una esperanza de resurrección. Es la satisfacción de que esta aspiración poderosa ha sido plenamente asegurada con la resurrección de Cristo, por la que nunca daremos suficientemente gracias a Dios”.

Esta atmósfera de victoria sobre la muerte es la que respira el salmo 29, especialmente en los versículos que recoge el texto litúrgico del responsorial. Todo él puede interpretarse como una plegaria de Cristo y como una plegaria nuestra. Hay una amplia coincidencia en los comentaristas al comentar el versículo: "Al atardecer nos visita el llanto, por la mañana, el júbilo". Algunos lo refieren al orden con que se presenta la creación en el Génesis: una tarde y una mañana... "El día de Dios empieza por la tarde... el día del hombre empieza por la mañana. Dios empieza por breves trabajos y termina con largos descansos. Ningún día ha tenido el mundo más solemne y glorioso que el de la resurrección de Jesucristo, nuestro redentor. Pues, siendo el día de Dios, de acuerdo con su estilo, empieza por la tarde, y termina por la mañana. La tarde fue la pasión del Salvador" (Alonso de Cabrera). "Nuestro Señor tuvo una tarde en la que fue enterrado, y una mañana en la que resucitó. Tú también fuiste enterrado una tarde, en el paraíso, y resucitaste al tercer día" (san Agustín).

3. 2 Co 8,7-9.13-15: Este pasaje concluía, probablemente, la carta enviada a los corintios después de suavizar sus dificultades. En efecto, el capítulo 9 constituye un billete independiente, y los caps. 10-13 reproducen, sin duda, la esencia de una carta anterior enviada en plena crisis. Como de costumbre, el apóstol termina su carta con unas recomendaciones prácticas entre las que figura la colecta que él lleva a cabo entre las iglesias de la gentilidad, a favor de los cristianos de Jerusalén. Esta colecta ha sido decidida, según parece, por los corintios mismos (v. 10; cf., sin embargo, Act 11, 29), y aceptada por la comunidad de Jerusalén (Gál 2, 10) como expresión de la unidad entre los cristianos griegos y los cristianos judíos. El interés de este pasaje reside en los argumentos que San Pablo aduce para convencer a sus lectores para que tomen parte en ella. El primer argumento es la imitación de Jesucristo (v. 29). Para San Pablo, la moral cristiana no hace más que reproducir las obras y gestos de Jesús; nos acogemos mutuamente porque Cristo nos ha acogido (Rom 15,5-7); maridos y esposas, patrones y esclavos, se aman como Cristo ama a la Iglesia (Ef 5, etc.) Pero no se trata solamente de imitar un modelo ideal; el cristiano, que a su vez se ha convertido en modelo de salvación, prolonga la encarnación del Señor en su actitud concreta; convertido en signo eficiente de salvación, el cristiano difunde sus beneficios a toda la Humanidad. El valor de la colecta está, pues, en la perspectiva teologal y salvífica en que es abordado. El segundo argumento se saca de la preocupación por la igualdad entre griegos y judíos (vv. 13-14). Pablo no piensa aquí en una igualdad económica, obtenida por una nivelación de las diferencias sociales, sino en un intercambio en el plano de la fe: los cristianos de Jerusalén no han reservado para sí los privilegios de que gozaban, sino que han admitido también a los paganos a compartir esos privilegios, llenando el vacío de las naciones en el campo de la fe con su abundancia y su "superfluo". Es necesario que, a cambio, los paganos colmen con sus bienes superfluos a los cristianos pobres de Jerusalén y realicen así una unión y una igualdad entre griegos y judíos ignoradas hasta entonces.

La participación del cristiano en los movimientos contemporáneos de solidaridad humana reviste, por tanto, una significación nueva. El discípulo de Cristo es solidario de sus hermanos, de igual modo que todos los hombres, pero, en esta solidaridad, su actitud prolonga la de Cristo, el Salvador, y la riqueza que se comparte con los demás se convierte en el signo auténtico de la salvación divina, que se manifiesta a través de la salvación humana. En una época en que las instituciones internacionales y profanas pueden hacer más cosas y mejores que las instituciones caritativas de la Iglesia y en la que estas últimas pierden el monopolio que han ejercido durante mucho tiempo, es importante profundizar el sentido cristiano de la limosna, gesto por el que el cristiano prosigue sin cesar la obra redentora de su Señor y con ocasión del cual la humanidad eleva sin cesar hasta Dios la acción de gracias por los dones recibidos. El predicador llamado a recoger las colectas de dinero en las comunidades cristianas se contenta, a veces, con unos argumentos tan rastreros o con unos procedimientos tan comerciales (loterías, fiestas de beneficencia, etc.), que borran los motivos teologales y hacen que los donantes acaben dando dinero con la esperanza de sacar de ello algún beneficio. Propuesta en estos términos, la colecta tiene escasas oportunidades de ser signo de salvación. No basta que los cristianos den dinero; es necesario, además, que sitúen su gesto en una perspectiva salvífica y eclesial (Maertens-Frisque). Dice san Juan Crisóstomo: "Las Escrituras dicen ser rapiña, avaricia y defraudación, no sólo arrebatar lo ajeno, sino también no dar parte de lo suyo a los otros. Esto dice para demostrar a los ricos que lo que tienen pertenece al pobre, aun cuando lo hayan adquirido por herencia paterna o les venga el dinero de donde quiera que sea. Las cosas o riquezas, de donde quiera que las recojamos, pertenecen al Señor".

S. Agustín comenta: “¿Eres avaro? Dios te dice: «Sé avaro; sélo cuanto puedas, pero ponte de acuerdo conmigo en bien de tu avaricia». Dios te dice: «Ponte de acuerdo conmigo, yo que por ti hice pobre a mi Hijo rico». En efecto, Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2 Cor 8,9). ¿Buscas oro? Él lo hizo. ¿Buscas plata? Él la hizo. ¿Buscas familia? Él la hizo. ¿Buscas ganado? Él lo hizo. ¿Buscas posesiones? Él las hizo. ¿Por qué buscas sólo lo que él hizo? Recíbele a él mismo, que lo hizo. Considera cómo te amó. Todas las cosas fueron hechas por él y sin él nada se hizo (Jn 1,3). Todo fue hecho por él y en ese «todo» se incluye él mismo. Quien hizo todas las cosas se hizo a sí mismo entre ellas. El que hizo al hombre se hizo hombre; se hizo lo que había hecho para que no pereciese lo hecho. El que hizo todas las cosas se hizo a sí mismo entre ellas. Considera sus riquezas: ¿Quién más rico que aquel por quien fueron hechas todas las cosas? Y, con todo, a pesar de ser rico, tomó carne humana en el seno de una virgen. Nació como un niño, fue colocado en pañales de niño y colocado en un pesebre; con paciencia esperó el paso de las edades, con paciencia sufrió el paso del tiempo aquel por quien fueron hechos todos los tiempos. Tomó el pecho, lloró, se manifestó como un niño. Pero, aunque yacía; reinaba; estaba en el pesebre, y contenía al mundo; a la vez que era nutrido por su madre, era adorado por los gentiles; su madre lo alimentaba y el resplandor de una estrella lo anunciaba. Tales eran sus riquezas y tal su pobreza: su riqueza te creó, su pobreza te recreó. Si él recibió hospitalidad como si fuera un pobre, se debió a benevolencia por su parte, no a que sintiera necesidad.

Quizá pienses en tu interior: «¡Dichosos los que merecieron acoger a Cristo como huésped! ¡Si yo hubiera estado allí! ¡Si hubiera sido, al menos, uno de aquellos dos a los que encontró en el camino!». Tú sigue en el camino, y Cristo será tu huésped. ¿Piensas que ya no te será posible acoger a Cristo? «¿Cómo -preguntas- voy a tener esa posibilidad? Después de resucitar se apareció a los discípulos y subió al cielo, donde está sentado a la derecha del Padre, y ya no volverá más que al final de los tiempos para juzgar a vivos y a muertos; pero ha de venir revestido de gloria, no de debilidad; vendrá a otorgar el reino, no a solicitar hospitalidad». ¿Te olvidas de que cuando venga a entregar el reino, ha de decir: Cuando lo hicisteis con uno de mis pequeños, conmigo lo hicisteis? (Mt 25,40). Él, aunque rico, sigue estando necesitado hasta el fin del mundo. Tiene necesidad, sí, pero no en la cabeza, sino en los miembros. ¿Dónde está necesitado? En aquellos miembros por los que sentía dolor cuando dijo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Seamos, pues, condescendientes con Cristo. Él está entre nosotros en sus miembros; está entre nosotros en nosotros mismos”.

4. Mc 5, 21-43 (paralelos: Mt 9, 18-26  Lc, 8, 40-56). Si el domingo pasado nos centrábamos en la fe en Jesús, en este contexto hoy seguimos con dos milagros interpuestos: yendo hasta la casa de Jairo para resucitar a su hija Marcos intercala la curación de la hemorroísa anónima. Jesús regresa con sus discípulos a la orilla occidental del lago de Genezaret, sirviéndose del mismo bote desde el que había predicado a las gentes (5, 1) y con el que había hecho la travesía cuando ocurrió lo de la tempestad calmada (4, 36). Mateo nos dice que el desembarco fue en Cafarnaún, la "ciudad de Jesús" (esto es, la que había elegido como plataforma de su actividad evangelizadora; Mt 9, 1; cfr. 4, 13). Apenas desembarcaron, se presentó delante de Jesús el jefe de la sinagoga de Cafarnaún, llamado Jairo. Este hombre importante no sabe a quien acudir para obtener la salud de su hija. Posiblemente ha visto cómo Jesús curaba a los enfermos imponiéndoles las manos. Ahora espera que le acompañe a su casa y haga otro tanto con su hija enferma. La multitud, siempre hambrienta de sensaciones fuertes y de milagros, se apiña en torno a Jesús. En el camino ocurre otro milagro en beneficio de una pobre mujer que padece una enfermedad vergonzosa (es la hemorroísa). Ella sabía muy bien que, según la Ley (Lev 15, 25-27), debía evitar todo contacto con las personas, pues era una mujer "impura". Sin embargo, no perderá la ocasión de acercarse sigilosamente a Jesús y de tocar la orla de su manto. Es su última esperanza, pues ha gastado ya toda su hacienda con los médicos sin alcanzar remedio. Ahora espera quedar sana de pronto con solo tocar el manto de Jesús. En el comportamiento de esta mujer se manifiesta una mentalidad de tocar lo santo, lo divino, y Jesús condesciende con esa mentalidad.

v. 37: El Maestro toma consigo únicamente a los tres discípulos que serían también los testigos de su transfiguración (9, 2) y de su agonía en Getsemaní (14, 33).

v. 38: Se trata de las plañideras que lloran por oficio y que para eso han sido contratadas. Esto explica que se rían después al oír a Jesús que la niña estaba dormida. La resurrección de la niña acontece por el poder de la palabra de Jesús que Marcos ha conservado en original arameo. Jesús se manifiesta como señor de la vida y de la muerte.

Todos los milagros que se refieren a resurrecciones no son más que la proclamación de que en Jesús y por Jesús la vida triunfa sobre la muerte. Con frecuencia vemos como Jesús impone silencio a los testigos de sus milagros. Tanto que se ha hablado de la "ley del silencio". Si Jesús establece esa ley es para evitar que sus paisanos confundan el sentido de su mesianismo y caigan en falsos triunfalismos (“Eucaristía 1985”).

El evangelio de hoy acopla dos milagros en una única narración. El leccionario prevé una lectura abreviada, pero debe ser recomendable leer el texto entero. De hecho, los tres sinópticos engarzan las dos curaciones en una relación seguida y no sin intención. Veámoslo: a) la mujer lleva doce años enferma (¡toda una vida!); la niña muere justamente a los doce años; b) la mujer va perdiendo la vida poco a poco (recordemos que la sangre es vida); la niña la pierde de golpe; c) la mujer actúa a escondidas (porque el flujo de sangre la convertía en "impura" y tocar a alguien era contagiarle su impureza) y con una mezcolanza de fe y de magia; el padre de la niña se presenta a Jesús y le pide su intervención; d) la mujer, al sentirse descubierta, tiembla atemorizada, pero Jesús la tranquiliza y le dice que es su fe la que la ha salvado y no el simple contacto físico; el padre de la niña es exhortado a tener fe y a no temer ni a la misma muerte.

Como el domingo pasado, nos hallamos, pues, ante una catequesis sobre la fe. La fe salva a aquella mujer de su enfermedad. Ya antes le había llevado a transgredir la ley (atravesar una barrera religioso-legal) y acercarse a Jesús hasta tocarle. Jairo es conducido por la fe a atravesar la barrera definitiva: "Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?", le dicen las plañideras escandalosas; es decir, ante el muro de la muerte no hay nada que hacer. Pero Jesús le dice: "No temas; basta que tengas fe". Los representantes de la muerte se ríen de él. Jairo, acompañado de Jesús, atraviesa el muro y recupera a la hija con vida.

Nos sentimos a veces como la que está débil, que necesita tocar a Jesús: "¡Si alcanzara a tocar tan sólo su vestido!" pensaba la pobre mujer del evangelio llena de fe. ¡Si yo alcanzase a recibir su palabra -la palabra de la Sagrada Escritura, que es la voz del Señor presente en la celebración litúrgica- con un corazón creyente, si yo fuese digno de comulgar su sagrado cuerpo sacrificado!...: ésto deberíamos pensar ahora. ¿Será menor el cuerpo que el vestido? ¡No está la salud más cerca de aquel que forma con el Señor un solo espíritu, una sola vida, un solo cuerpo, que de aquel que le toca únicamente por el exterior? (Emiliana Löhr).

Jesús hace resaltar que a la mujer la ha curado su fe. La fe, siempre continúa siendo la condición y el fundamento de la acción salvadora de Dios en el hombre. La fe puede revestirse de distintas formas, ya sean primitivas sin desarrollar, ya sean refinadamente espirituales. Siempre está en camino y en proceso de evolución "partiendo de fe hasta consumarse en fe" (Rm 1,17); es decir, desde la fe existente y arraigada hasta la fe conocida más profundamente y vivida de forma más radical. Los milagros están siempre ligados a la fe. ¿Por qué? ¿Qué tipo de fe? Aunque Jesús haya dicho: "tu fe te ha sanado", en realidad no es la fe del hombre lo que cura, sino el poder de Dios. La fe es la condición. De hecho, la mujer se curó, precisa Mateo, en aquel instante (9,22b); es decir, no cuando tuvo fe, ni siquiera cuando tocó el manto de Jesús, sino cuando el Señor le dirigió la palabra. Es la palabra de Cristo la que salva. La fe es la condición para que Dios obre milagros. Mas ¿por qué? Porque tener confianza significa en sustancia confesar nuestra impotencia y proclamar al mismo tiempo nuestra confianza en el poder de Dios. Fe es negarse a contar con nosotros para contar únicamente con Dios. El grito de los enfermos que invocan a Cristo expresa siempre esta doble actitud. Tal es el espacio necesario para que Dios pueda actuar (Bruno Maggioni).

Jesús llega a la casa y nota con disgusto el ruido de las plañideras, de los flautistas y de una muchedumbre que, según la costumbre oriental, lloran por la muerte en voz alta y gritando. Este ruido desenfrenado contradice por completo la índole sencilla de Jesús y de su ayuda. El Señor invita a la multitud a que salga de la casa, lo cual evidentemente no lo hace sin la ayuda de otros ("cuando echaron a la gente"). La multitud se burla de él, sobre todo, por la razón que da: "la niña sólo está durmiendo".Jesús quiere decir que para él y para el poder de Dios esta muerte no significa más que un sueño ligero. Así lo dice también hablando de Lázaro: "Nuestro amigo Lázaro está dormido, pero voy a despertarlo" (Jn 11, 11). La muerte para Dios no es un poder insuperable. Es delgada la pared que separa la muerte de la vida. Eso la gente no lo entiende, y se burlan neciamente de él. Las cosas tienen un aspecto muy distinto ante la mirada de Dios y ante la experiencia del hombre. Sólo si nos ejercitamos en ver con la mirada de Dios, nos formamos el verdadero concepto. Entonces la muerte también pierde su carácter horripilante.