Fiesta: Santo Tomás, apóstol
San Juan 20, 24-29:
Jesús forma su Iglesia sobre el cimiento de los Apóstoles, no fundamentada en los méritos de los hombres sino en la Misericordia divina

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 2, 19-22 Hermanos: Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu. 

Salmo responsorial Sal 116,1-2 R. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio

Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos.

Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre.  

Lectura del santo evangelio según san Juan 20,24-29 Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -«Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: -«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. » A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -«Paz a vosotros.» Luego dijo a Tomás: -«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» Contestó Tomás: -«¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: -«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»

Comentario: 1. Familiares de Dios, apóstoles de Cristo. San Pablo nos recuerda que Cristo instituyó con sus discípulos y amigos una Comunidad de fe (Iglesia) poniendo como pilares del edificio a los apóstoles. Ante Dios y en la sangre de Cristo, todos somos Iglesia, todos somos iguales; pero cada cual ha de asumir su propia función, ministerio o servicio, y ha de hacerlo en comunión con los demás. Sin fe, esta comunión no se da. Sin creyentes no hay comunión, y sin coordinadores o animadores de la comunión, no hay continuidad de vida y organización. Todos somos necesarios en la vida, amor. Y ninguno es indispensable. Cultivemos, pues, la vida en comunión y compromiso de fidelidad a Cristo y a los hermanos.

Somos Iglesia de apóstoles y profetas. Cristo Jesús, según san Pablo, ha instituido una Iglesia o Comunidad de fe tomando como pilares del edificio a los apóstoles. Pero todos los creyentes en Cristo somos Iglesia; cada cual en su lugar, asumiendo su función, ministerio o servicio en comunión. Sin fe no hay comunión; sin creyentes no hay comunión, sin coordinadores o animadores de la comunión, no hay continuidad de vida y organización. Todos somos necesarios en la vida, en el amor, en el servicio. Alegrémonos de ello y seamos felices de participar en la obra común de vida, santidad y salvación (Claretianos 2004).

La carta a los Efesios presenta como cimiento de la fe a los apóstoles y profetas. Cristo Jesús es la piedra angular: él es objeto de la fe y el que la posibilita, el que nos sostiene. Los cristianos por el Bautismo nos incorporamos a este edificio que se ha ido levantando con los siglos, pasamos a formar parte de la misma familia de Dios. ¿No te parece extraordinario? Edificados sobre el cimiento de los apóstoles nos vamos integrando en la construcción de un templo consagrado al Señor. Si no vivimos como tales consagrados, el edificio no progresa... Esta edificio que es la Iglesia está abierta a todos judíos y gentiles, y quiere ser morada de Dios por el Espíritu. Tú y yo somos piedras vivas en este edificio.

2. El salmo responsorial también habla de pluralidad de naciones y un Dios. El objeto es la alabanza y el motivo la alegría basada en su misericordia y fidelidad, el objeto de la alegría no es un pueblo, sino las acciones de Dios. Juan Pablo II explicaba este salmo –el más breve-: “En el original hebreo está compuesto sólo por diecisiete palabras, nueve de las cuales son las particularmente importantes. Se trata de una pequeña doxología, es decir, un canto esencial de alabanza, que idealmente podría servir de conclusión de oraciones más amplias, como himnos. Así ha sucedido a veces en la liturgia, como acontece con nuestro "Gloria al Padre", con el que suele concluirse el rezo de todos los salmos. Verdaderamente, estas pocas palabras de oración son significativas y profundas para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo, dentro de una perspectiva universal. A esta luz, el apóstol san Pablo utiliza el primer versículo del salmo para invitar a todos los pueblos del mundo a glorificar a Dios. En efecto, escribe a los cristianos de Roma: "Los gentiles glorifican a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: (...) Alabad al Señor todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos" (Rm 15,9.11).

Así pues, el breve himno que estamos meditando comienza, como acontece a menudo en este tipo de salmos, con una invitación a la alabanza, que no sólo se dirige a Israel, sino a todos los pueblos de la tierra. Un Aleluya debe brotar de los corazones de todos los justos que buscan y aman a Dios con corazón sincero. Una vez más el Salterio refleja una visión de gran alcance, alimentada probablemente por la experiencia vivida por Israel durante el exilio en Babilonia, en el siglo VI a. C.: el pueblo hebreo se encontró entonces con otras naciones y culturas y sintió la necesidad de anunciar su fe a los pueblos entre los cuales vivía. En el Salterio se aprecia la convicción de que el bien florece en muchos terrenos y, en cierta manera, puede ser orientado y dirigido hacia el único Señor y Creador. Por eso, podríamos hablar de un ecumenismo de la oración, que estrecha en un único abrazo a pueblos diferentes por su origen, historia y cultura. Estamos en la línea de la gran "visión" de Isaías, que describe "al final de los tiempos" cómo confluyen todas las naciones hacia "el monte del templo del Señor". Entonces caerán de las manos las espadas y las lanzas; más aún, con ellas se forjarán arados y podaderas, para que la humanidad viva en paz, cantando su alabanza al único Señor de todos, escuchando su palabra y cumpliendo su ley (cf. Is 2,1-5).

Israel, el pueblo de la elección, tiene en este horizonte universal una misión particular. Debe proclamar dos grandes virtudes divinas, que ha experimentado viviendo la alianza con el Señor (cf. v. 2). Estas dos virtudes, que son como los rasgos fundamentales del rostro divino, el "buen binomio" de Dios, como decía san Gregorio de Nisa, se expresan con otros tantos vocablos hebreos que, en las traducciones, no logran brillar con toda su riqueza de significado. El primero es hésed, un término que el Salterio usa con mucha frecuencia y sobre el que ya he tratado en otra ocasión. Quiere indicar la trama de los sentimientos profundos que marcan las relaciones entre dos personas, unidas por un vínculo auténtico y constante. Por eso, entraña valores como el amor, la fidelidad, la misericordia, la bondad y la ternura. Así pues, entre nosotros y Dios existe una relación que no es fría, como la que se entabla entre un emperador y su súbdito, sino cordial, como la que se desarrolla entre dos amigos, entre dos esposos o entre padres e hijos.

El segundo vocablo, 'emét, es casi sinónimo del primero. También se trata de un término frecuente en el Salterio, que lo repite casi la mitad de todas las veces en que se encuentra en el resto del Antiguo Testamento. Este término, de por sí, expresa la "verdad", es decir, la genuinidad de una relación, su autenticidad y lealtad, que se conserva a pesar de los obstáculos y las pruebas; es la fidelidad pura y gozosa que no se resquebraja. Por eso el salmista declara que "dura por siempre" (v. 2). El amor fiel de Dios no fallará jamás y no nos abandonará a nosotros mismos o a la oscuridad de la falta de sentido, de un destino ciego, del vacío y de la muerte. Dios nos ama con un amor incondicional, que no conoce el cansancio, que no se apaga nunca. Este es el mensaje de nuestro salmo, casi tan breve como una jaculatoria, pero intenso como un gran cántico.

Las palabras que nos sugiere son como un eco del cántico que resuena en la Jerusalén celestial, donde una inmensa multitud, de toda lengua, pueblo y nación, canta la gloria divina ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 7,9). A este cántico la Iglesia peregrinante se une con infinitas expresiones de alabanza, moduladas frecuentemente por el genio poético y por el arte musical. Pensamos, por poner un ejemplo, en el Te Deum, que han utilizado generaciones de cristianos a lo largo de los siglos para alabar y dar gracias a Dios: "Te Deum laudamus, te Dominum confitemur, te aeternum Patrem omnis terra veneratur", "A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos, a ti, eterno Padre, te venera toda la creación". Por su parte, el pequeño salmo que hoy estamos meditando constituye una síntesis eficaz de la perenne liturgia de alabanza con que la Iglesia se hace portavoz del mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo mismo dirige al Padre. Así pues, alabemos al Señor. Alabémoslo sin cesar. Pero nuestra alabanza se ha de expresar con la vida, antes que con las palabras. En efecto, seríamos poco creíbles si con nuestro salmo invitáramos a las naciones a dar gloria al Señor y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16). Cantando el salmo 116, como todos los salmos que ensalzan al Señor, la Iglesia, pueblo de Dios, se esfuerza por llegar a ser ella misma un cántico de alabanza”.

Y volvía sobre él, diciendo que era “una especie de pequeño himno, semejante a una jaculatoria que se dilata en una alabanza universal al Señor. El contenido del mensaje se expresa en dos palabras fundamentales: amor y fidelidad (cf. v. 2). Con estos términos el salmista ilustra sintéticamente la alianza entre Dios e Israel, subrayando la relación profunda, leal y confiada que existe entre el Señor y su pueblo. Escuchamos aquí el eco de las palabras que Dios mismo había pronunciado en el Sinaí al presentarse ante Moisés. "Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34,6).

El salmo 116, a pesar de su brevedad y esencialidad, capta el núcleo fundamental de la oración, que consiste en el encuentro y en el diálogo vivo y personal con Dios. En ese acontecimiento el misterio de la divinidad se revela como fidelidad y amor. El salmista añade un aspecto particular de la oración: la experiencia orante debe irradiarse al mundo, transformándose en testimonio ante quien no comparte nuestra fe. En efecto, al inicio, el horizonte se ensancha a "todas las naciones" y "a todos los pueblos" (cf. Sal 116,1), para que ante la belleza y la alegría de la fe también ellas sean conquistadas por el deseo de conocer, encontrar y alabar a Dios.

En un mundo tecnológico minado por un eclipse de lo sagrado, en una sociedad que se complace en cierta autosuficiencia, el testimonio del orante es como un rayo de luz en la oscuridad. En un primer momento sólo puede despertar curiosidad; luego puede llevar a la persona reflexiva a preguntarse por el sentido de la oración; y, por último, puede suscitar un creciente deseo de hacer esa misma experiencia. Por eso, la oración no es nunca un hecho solitario, sino que tiende a dilatarse hasta implicar al mundo entero.

Comentando el salmo 116, nos servimos ahora de las palabras de un gran Padre de la Iglesia de Oriente, san Efrén el Sirio, que vivió en el siglo IV. En uno de sus Himnos sobre la fe, el decimocuarto, expresa el deseo de no dejar nunca de alabar a Dios, implicando también "a todos los que comprenden la verdad" divina. He aquí su testimonio: "¿Cómo puede mi arpa, Señor, dejar de alabarte? ¿Cómo podría enseñar a mi lengua la infidelidad? Tu amor me ha dado confianza en mi apuro, pero mi voluntad sigue siendo ingrata (estrofa 9). Es justo que el hombre reconozca tu divinidad; es justo que los seres celestiales alaben tu humanidad; los seres celestiales quedaron asombrados de ver hasta qué punto te anonadaste; y los de la tierra de ver cuánto has sido exaltado".

En otro himno (Himnos de Nisibi, 50), san Efrén confirma ese compromiso de alabanza incesante, y explica que su motivo es el amor y la compasión divina hacia nosotros, precisamente como sugiere nuestro salmo: "Que en ti, Señor, mi boca rompa el silencio con la alabanza. Que nuestras bocas expresen la alabanza; que nuestros labios la confiesen; que tu alabanza vibre en nosotros (estrofa 2). Dado que en nuestro Señor está injertada la raíz de nuestra fe, aunque se encuentre lejos, se halla cerca por la unión del amor. Que las raíces de nuestro amor estén unidas a él; que la plena medida de su compasión se derrame sobre nosotros" (estrofa 6).

3. Jn 20, 24-29: ¡Señor mío y Dios mío! En función de ese servicio apostólico, los Doce apóstoles (y todos los apóstoles posteriores en la historia) hemos de sentirnos y hemos de vivir en plenitud de entrega por fe y amor. De lo contrario, los apóstoles, como columnas, serían demasiado frágiles para el edificio que sostienen. Mas esa fe y ese amor que ellos y nosotros hemos de tener y vivir debe ser muy consciente, clarificada, probada. Por eso hemos de agradecer la lección de Tomás y no ser demasiado ingenuos. Tomás dijo algo que sentían también sus compañeros, pues era tan sublime la verdad de que Cristo vivía, tras la muerte, que bien valía la pena cerciorarse lo más posible de que todo era verdad, no un sueño.¡Gracias, Tomás, porque supiste pasar de tus exigencias a las exigencias del Amor, Cristo! Los cristianos de la India no dudan de que su fe se remonta al apóstol Santo Tomás, igual que los cristianos de España hablamos de Santiago como el portador de la fe a nuestro país. La “cimentación apostólica” se entiende de una manera inmediata, directa, casi ingenua. Sin embargo, su sentido teológico va más allá del simple enganche histórico. Los apóstoles son cimiento de la iglesia en el sentido de que han acogido el misterio de Cristo y lo proponen con el testimonio de su vida y con su palabra. ¿Cómo nos propone Tomás a Cristo? Nos lo propone como un Señor vivo... “con heridas”. Sin saberlo, el descreído Tomás (perfecto símbolo de todos nosotros) nos ha mostrado un itinerario de fe que se sale de lo imaginado. A Jesús no lo reconocemos mediante argumentos impecables. Ni siquiera a través de milagros llamativos. A Jesús lo reconocemos... por sus heridas. Sólo cuando metemos la mano en ellas reconocemos que está vivo, que no es un cuento. ¿De qué heridas estamos huyendo? ¿Por qué caminos falsos estamos buscando al Resucitado? ¡Para que luego digamos que los apóstoles no “sirven” para nada! (gonzalo@claret.org).

Tomás no sólo experimenta esas dificultades para aceptar la resurrección, sino que además, ofrece resistencias, pues no acepta el testimonio de los discípulos, y exige pruebas. Y éstas van en escala: “ver la señal de los clavos”, “meter el dedo en la señal de los clavos”, “meter la mano en el costado”. A Tomás no le bastan las palabras de los otros discípulos. Es necesario la aparición de Jesús, que se presente en medio de ellos y pronuncie el saludo judío, que es su saludo pascual. Llama la atención la actitud de Jesús resucitado que ofrece a Tomás las pruebas que éste había exigido y lo que es más importante, le invita a creer. La respuesta del discípulo es realmente emotiva: su confesión personal está cargada de afecto: “Señor mío y Dios mío”. En ella manifiesta no sólo su fe en la resurrección de Jesús, sino también en su divinidad. Y con ello nos enseña que la consecuencia última de la resurrección del Mesías es el reconocimiento de su condición divina (Diario Bíblico).

Llevamos una semana muy apostólica, empezamos con Pedro y Pablo… hoy se nos propone el camino de fe de Tomás: del no creer porque no ha visto, al ver creyendo, y más aún al creer sin necesidad de ver. Celebramos esta fiesta no tanto por pura admiración hacia el santo apóstol, sino “para que tengamos vida abundante en nosotros por la fe en Jesucristo a quien Tomás reconoció como su Señor y Dios” (Oración colecta).

¡Cuántas gracias tenemos que dar por aquellos apóstoles, que nos han transmitido la fe...! Éstos siguieron el mandato del Señor: id al mundo entero, proclamad el Evangelio a todas las naciones, a toda criatura, que se entere bien la tierra.

¿Continúas la cadena en el anuncio evangélico o piensas que es mejor estar calladito, calladita...?

La ausencia de Tomás en el grupo apostólico cuando se apareció Jesús nos ha valido para los cristianos de todos los tiempos la confesión de fe más preciosa que existe en la Biblia: “Señor mío y Dios mío” cristificando el nombre de Dios del AT (Consuelo Ferrús). Oremos: «Señor mío y Dios mío, quítame todo aquello que me aparta de ti; Señor mío y Dios mío, dame todo aquello que me acerca a ti; Señor mío y Dios mío, sácame de mí mismo para darme enteramente a ti» (San Nicolás de Flüe).

En estos días de la historia que nos han tocado, parece imponerse, con una fuerza cada día más imperiosa, la teoría de que debemos vivir únicamente de cara a la realidad palpable. El ámbito estrictamente humano de los fenómenos constatables por el propio hombre sería el único relevante para nosotros. Lo que no se puede medir, aquello de lo que no se puede tener una experiencia sensible, por mucho que se afirme y aunque haya sido aceptado antes por innumerables generaciones, en realidad hoy es para muchos irrelevante. El hombre del siglo XXI, para no ser tachado de iluso, ignorante o retrasado debe olvidar –dicen– la palabra a creer. La falta de fe es una actitud que pretenden imponer hoy algunos en ciertos sectores culturales.

Los relatos evangélicos quedan, por tanto, sin sentido; descartados para esa moderna concepción de la vida humana y del mundo. Se argumenta que –con independencia de si están cargados de razón y de justicia– como narran sucesos extraordinarios, nada convincentes para la razón humana, no se pueden aceptar. Los Evangelios serían falsos puestos que contienen relatos que el hombre no puede comprender cómo sucedieron. Pero, claro, si se acepta la afirmación anterior el hombre se coloca a sí mismo como árbitro absoluto evaluador de toda realidad y verdad y, en rigor, todo terminaría entonces donde acaban las capacidades humanas. Es la consecuencia necesaria si sólo es real lo compresible para el hombre.

Nada más insólito, por alejado de la experiencia, que la vida actual de quien estuvo muerto y enterrado. Pero, sin embargo, Tomás no se pudo negar a la resurrección de Jesús: lo estaba contemplando con sus ojos y palpando con sus propias manos. Y el apóstol convencido se desdice públicamente ante los demás, que habían sido testigos hacía poco de su engreída seguridad: si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré, había declarado.

Pero esa lección de Cristo, con ocasión de la incredulidad del apóstol, parece haber sido olvidada por algunos que se dicen en nuestros días maduros. Con una pretendida elocuencia y sabiduría, que más bien parece ingenuidad infantil, afirman tozudamente: "si no lo veo, no lo creo". Y Jesús, que tiene "palabras de vida eterna", para la Eternidad y para todos nuestros días, sigue diciéndonos hoy: bienaventurados los que sin haber visto hayan creído y no seas incrédulo sino creyente. ¿Acaso podrían engañar a Tomás de modo unánime el resto de los Apóstoles? Nada más absurdo ¿No podría por sí mismo haber comprobado que el sepulcro estaba vacío? Sin duda y con poco esfuerzo. María también –la Madre de Jesús– le hubiera confirmado de inmediato, llena de gozo, la Resurrección de su Hijo, de haberle preguntado; pero no lo hizo.

También ahora algunos parecen muy convencidos, con la seguridad que les brinda su exclusivo criterio y alentados en ello por algunos que pasan la vida viviendo de la incredulidad de la gente ... En realidad, no es precisamente de hoy ese apego desmesurado al propio modo de pensar y de juzgar, que impide al sujeto reconocer lo verdadero y valioso de lo demás. Pero la pérdida que supone esa triste actitud es especialmente lamentable cuando el otro, a quien no se atiende, anuncia con verdad a Dios.

Se hace muy necesaria en nuestros días una vida humana de fe. Necesita el hombre vivir libre del prejuicio de que la fe empequeñece, recorta la libertad intelectual, disminuye el señorío propio, resta capacidad de iniciativa, nos convierte en elementos informes de una masa impersonal, etc. Muy por el contrario, conocer a Dios, creer a Dios, y más en concreto cuanto ha revelado acerca de los hombres, eleva al creyente sobremanera respecto a los que desconocen cuanto a Dios y al hombre desde Dios se refiere.

Los imperativos de la fe, esos compromisos que reconoce el creyente al aceptar a Dios como Padre, condicionan ciertamente –he aquí el problema inconfesable– la vida personal de todos. Por lo mismo que el que tiene fe considera decisivo reconocer a Dios y es bien consiente de la tremenda laguna intelectual que supone para el hombre no advertir su presencia: sólo el que cree y vive la fe sabe –por ejemplo– de la paz de tener a Dios como Padre; por eso mismo, el hombre fe nota la "carga" de creer: tener que someter inteligencia y voluntad, no ser ya señor de uno mismo.

No supone, sin embargo, pérdida alguna esa dependencia plena y libremente asumida. Y menos aún frente a esa otra actitud de pretendida autonomía librepensadora de algunas, que no tiene razón de ser a poco que se intenta razonadar con pausa y objetividad sobre nuestra humana condición, reconociéndose entonces que casi nada de lo personal depende de la persona. Habría, pues, que asumir la mentira del "señorío" absoluto y absurdo del hombre sobre el hombre para gozar luego las ventajas de la autonomía librepensadora.

El creyente se siente seguro –y con razón– porque está en la realidad. No le importa notar que no se debe a sí mismo. Pero es consciente de que Dios lo ha hecho capaz de llevar a cabo acciones relevantes ante Él –de categoría divina– con sólo cumplir su voluntad. Lo que condiciona, pues, la vida del creyente en cuanto tal, más que como requisitos condicionantes negativos, se contempla a los ojos de la fe como ocasiones de auténtico engrandecimiento y acceso a la divinidad, y permanente ocasión de alegría y agradecimiento. Siendo como Dios ha querido, el hombre que fe es a la manera de Dios: triunfa en él el plan divino de que llegue a ser hijo de Dios.

La Madre de Dios y de los hombres, maestra de fe, de esperanza y de amor, nos colme de su alegría –le pedimos–, para saber contagiar a otros –a muchos– del entusiasmo inigualable de creer en Dios (fluvium.org).

El Apóstol llamado Tomás en los Evangelios (Mt 10, 3; Mc 3,18, Lc 6,15) es apodado "Dídimo" que significa "gemelo" (Jn 11,16). Entra casi en el Evangelio de una forma silenciosa. Sus primeras palabras afirman en una ocasión su deseo de morir con Jesús (Jn 11, 16). Posteriormente se manifiesta con un estilo racionalista ante las palabras de Jesús, asombrándose de cómo se puede conocer un camino, no sabiendo a dónde se va (Jn 14,4). Finalmente conocemos su incredulidad ante el hecho de la Resurrección ( Jn 20, 24-29) y su presencia en la aparición de Jesús en el lago de Tiberíades (Jn 2, 1-14). Tras la Ascensión lo contemplamos en Jerusalén con los demás apóstoles. La tradición le asigna como actividad misionera Persia y la India. La ciudad hindú de Calamina, donde se supone que murió, no ha sido identificada. Santo Tomás murió mártir Sus restos fueron traslados a Edesa. Vamos a contemplar la figura de Sto. Tomás a la luz de ese amor de Dios que siempre persigue al hombre para que se salve y llegue al conocimiento de la verdad. Es una de las formas más bellas de ver la misericordia divina. Dios siempre persigue al hombre cuando éste se sale del camino del amor y de la verdad que él le ofrece. La misericordia no es tanto una actitud pasiva de Dios, siempre dispuesto a perdonar, cuanto una acción de Dios positiva consistente en buscar la oveja perdida una y otra vez. El Evangelio está lleno de imágenes bellísimas de este estilo de Dios. Desde el buen Pastor que abandona el rebaño a buen recaudo para ir a buscar a la oveja perdida, hasta ese Cristo que providencialmente se hace presente siempre allí donde alguien le necesita, la realidad es que Dios persigue al hombre una y otra vez ofreciéndole su Corazón abierto para que vuelva. La misericordia divina, -un atributo precioso de Dios-, se convierte así en esa larga persecución de Dios al hombre a lo largo de toda la vida por medio de innumerables gracias que respetan indudablemente la libertad del hombre. No se resigna a perder a nadie. Dios no abandona a nadie, a no ser que alguien le abandone a él. Desde el momento en que Dios crea a cualquier ser humano, esa persona se convierte en objeto inmediato del amor de Dios. A partir de ahí Dios se hace garante de un compromiso destinado a lograr, respetando la libertad humana, la salvación del hombre. Jamás desiste Dios de este compromiso, suceda lo que suceda y pase lo que pase. Es tal el amor de Dios hacia el hombre que, aun rechazado, olvidado, abandonado, blasfemado, Dios sigue llamando a las puertas del corazón una y otra vez, hasta el último momento de la vida. Este comportamiento divino se encierra en una palabra: "alianza". Dios ha hecho una alianza de amor con el hombre que él siempre respetará. Desgraciadamente el hombre con frecuencia toma a broma este amor de Dios. Cree que la misericordia divina consiste en burlarse del amor de Dios que siempre terminará perdonando, incluso sin que medie la petición de perdón. Así muchos seres humanos juegan inconscientemente a lo largo de la vida con la misericordia divina, olvidándose de aquellas palabras de S. Pablo: "Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación". En esta actitud se da un equívoco de fondo. Nada tiene que ver la Misericordia infinita de Dios con la certeza de que el hombre va a estar dispuesto a pedir perdón un día. La Misericordia divina siempre estará asegurada; no así la petición de perdón del hombre. La Misericordia divina necesita la actitud humilde del hombre que reconoce su mentira, su equivocación, su deslealtad al amor de Dios. A pesar de los pecados cometidos, una y otra vez, nunca hay motivo o razón para dudar de la Misericordia divina. El amor de Dios es más grande que nuestros pecados, por terribles que fueran. Ahí tenemos a Pedro, a Zaqueo, a la mujer adúltera, a tantas personas pecadoras con quienes Cristo se encontró. Nunca encontraron en él el reproche amargo, el rechazo cruel, la crítica amarga. Al revés, todos los pecadores, que reconocieron su pecado, encontraron en Cristo el perdón, el aliento, el ánimo, la esperanza que tanto les ayudó a encontrar el camino de la paz y del bien. No deja de tener un significado muy consolador esa imagen del Crucificado, en la que Cristo, clavado en la Cruz, tiene los brazos abiertos para siempre, convirtiéndose así en la imagen de ese Dios que siempre espera, que siempre acoge, que siempre abraza (Juan J. Ferrán).