XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 6, 7-13:
Dios nos ha llamado en Cristo a ser hijos de Dios, a participar de su misericordia y su salvación, y de la misión de ser apóstoles de su reino de paz

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del Profeta Amós 7, 12-15: En aquellos días dijo Amasías, sacerdote de Betel, a Amós: -Vidente, vete y refúgiate en tierra de Judá: come allí tu pan y, profetiza allí. No vuelvas a profetizar en «Casa de Dios», porque es el santuario real, el templo del país. Respondió Amós: -No soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos. El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo de Israel. 

Salmo 84, 9ab-10, 11-12, 13-14 R/.   Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.» La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra.

La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo.

El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante Él, la salvación seguirá sus pasos.

 

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1, 3-14: (El texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad) Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la Persona de Cristo -antes de crear el mundo- para que fuésemos consagrados e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la Persona de Cristo -por pura iniciativa suya- a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su Voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. [Con Cristo hemos heredado también nosotros. A esto estábamos destinados por decisión del que hace todo según su voluntad. Y así, nosotros, los que ya esperábamos en Cristo, seremos alabanza de su gloria. Y también vosotros -que habéis escuchado la Verdad, la extraordinaria noticia de que habéis sido salvados, y habéis creído- habéis sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo prometido, el cual -mientras llega la redención completa del pueblo, propiedad de Dios- es prenda de nuestra herencia.]

 

Lectura del santo, Evangelio según San Marcos 6, 7-13: En aquel tiempo llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y añadió: -Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

 

Comentario: 1. Am 7, 12-15. El profeta Amós, pastor y campesino, actuó en Israel en tiempos de Jeroboam II (785-746). Aunque era extranjero en Israel, pues había nacido en Técoa de Judá, profetizó en este reino, primero en la capital, Samaria, y después en el santuario de Betel, aprovechando la concurrencia de los peregrinos que acudían a celebrar las fiestas de otoño. Habló sin rodeos ni diplomacia y su voz era como un rugido de Dios (1, 2). Condenó la injusticia social y la violencia del lujo, la depravación religiosa y el formalismo de un culto vacío; anunció por vez primera el castigo del Día de Yahvé (5, 18-20), la ruina de la casa real (7, 9) y el exilio del Reino del Norte (5, 27; 6, 7). Habló donde era preciso hablar y en el momento oportuno, que es cuando hablan los profetas y callan los maestros y sacerdotes que viven de su oficio. Por eso sus palabras resultaron insoportables. El establecimiento de la monarquía supuso ya desde el principio la fijación del culto y su centralización. Dado el consorcio entre el Palacio y el Templo, era lógico que los reyes de Israel quisieran tener su propio santuario nacional una vez se independizaron de los reyes de Judá. En efecto, la división política llevó inevitablemente consigo el cisma religioso. Claramente se había expresado en este sentido Jeroboam I: "Si este pueblo continúa subiendo para ofrecer sacrificios en la casa de Yahvé en Jerusalén, el corazón de este pueblo se volverá a su señor, a Roboam, rey de Judá", y, en consecuencia, mandó construir el santuario de Betel (I Re 12, 27-33). Cuando el profeta Amós se atreve a profetizar en este santuario nacional, sus palabras resultan subversivas. No es de extrañar que le salga al paso el sumo sacerdote Amasías que, como buen funcionario, debe velar por los intereses del rey de Israel. Amasías denunciaría la predicación del profeta Amós ante Jeroboan II (7, 10-11).

Pero antes de que el rey decida personalmente qué debe hacerse con ese profeta impertinente, Amasías, posiblemente queriendo evitar la ejecución de Amós y las complicaciones de todo orden que esto podía acarrearle, decide por su cuenta echar de Betel al hombre de Dios. Amasías cree que Amós es uno de esos profesionales que se pasan la vida profetizando (cfr. 1 Sam 9, 6 ss.; Mi 3, 5-11). No tiene nada contra ese oficio, pero le dice al profeta que se gane tranquilamente el pan en su propia tierra. Amós le responde enérgicamente y le dice que él no es un profeta de oficio, que no pertenece a ninguna escuela profética, y que para vivir le basta con cultivar higos y cuidar un rebaño de cabras. Si él predica la palabra de Dios no lo hace por vocación humana o por simple interés, sino porque Dios le ha mandado profetizar contra Israel. Por encima de la voluntad de Amasías y la presión del poder está la autoridad indiscutible de Dios. Esta confrontación entre el profeta y el sacerdote, que sirve a los intereses de un rey, se eleva más allá de las anécdotas y alcanza la categoría de paradigma (“Eucaristía 1985”).

Según autores recientes (cf. Ramlot, Prophétisme, en DBS) Amós no era pastor ni jornalero por cuenta ajena, sino propietario de rebaños y de fincas. "Uno de los pastores de Tecué" significaría entonces "un miembro de la clase fuertemente unida de los agricultores" (Von Rad), de buena posición social y hombre honorable (ver la nueva edición de la Biblia de Jerusalén, nota añadida a Am 1, 1). Esto quizá deshace la imagen tradicional del Amós desvelador de la explotación que él mismo ha sufrido, pero nos ofrece un itinerario personal no menos sugestivo: el del creyente a quien la llamada profética de Dios ha hecho romper los círculos sociales de la familia y el ambiente, o de la formación adquirida, y que llega a hacer una opción radical. El fragmento que hoy leemos es un texto en prosa intercalado entre la poesía de la tercera y la cuarta visión. La tercera visión termina con un oráculo contra la dinastía de Jeroboam (7,9). Fueron seguramente los discípulos del profeta los que intercalaron entre este oráculo y la visión siguiente un fragmento narrativo para explicar cómo se desarrollaron los hechos: circunstancias en las que aquel oráculo fue pronunciado, y reacciones oficiales. "Casa de Dios" (Bel-El) era, en el reino del norte, el lugar santo del "nacional-israelismo": "santuario real y templo del país", según el sacerdote Amasías. La solemnidad del culto quiere legitimar una situación social injusta. Denunciar este estado de cosas -la contradicción entre venerar a Dios y oprimir a los hombres- resulta realmente, como dice Amasías, conspirar contra el rey y contra el régimen (7, 10). Pero, ¿qué puede hacer Amós, si ha sido Dios quien lo ha llamado y lo ha enviado? Si se hubiera tratado de un profeta profesional, como Amasías creía, probablemente habría resultado más fácil llegar entre ambos a un "modus vivendi" (Hilari Raguer).

Estos versículos ofrecen una descripción sumaria de la vocación de Amós: "Yahvé me arrancó de mi ganado y me dijo: Ven a profetizar a mi pueblo, Israel" (v 15). Es la fórmula esquemática de la llamada y de la misión profética. La confesión nace en un contexto polémico, en el cual el sacerdote Amasías contesta a Amós el derecho de predicar en Israel y menos todavía en Betel, santuario del rey. El pastor de Tecua es presentado como un agitador político en complot contra el rey y el Estado. La nacionalidad judaica de Amós agravaba su gesto y lo hacía intolerable. Amasías le recuerda que Betel es santuario real del reino del norte, fundado por Jeroboam. El sacerdote, agudo experto político y funcionario del conformismo elegante, ve detrás de Amós no la inspiración divina, sino otras intenciones. Es comprensible que sus discursos llegaran a ser intolerables: «El país ya no puede soportar sus palabras» (v 10).

El profeta molestaba a demasiada gente: a la casa real, a los funcionarios políticos, a los comerciantes sin moral, a los sacerdotes adictos a las razones de Estado, a las damas de la alta sociedad, a los magistrados corrompidos y corruptores, etc. Más que en defender el origen carismático de su vocación y misión, Amós pone el acento en demostrar que Dios lo ha investido de autoridad para denunciar ahora y aquí los crímenes de Israel y predecir su castigo. Ante una religión que busca instrumentalizar los conceptos de elección y de pacto, para crear en el pueblo un sentido de seguridad respecto a su futuro, Amós denuncia la infidelidad a la alianza. Si puede llamarse revolucionario, sólo lo será en el sentido de que él busca restablecer el orden querido por Dios; la transformación que preconiza es una conversión. El profeta manifiesta que si se entrega a la tarea de denunciar el orden existente es en virtud de una encomienda divina, directamente opuesta a la pretensión de Amasías: "Vete, escapa a la tierra de Judá y come allí tu pan haciendo de profeta" (v 12). La insistencia en el tema revela el significado primordial del relato: el mensajero no puede elegir su destino sino que debe ser inexorablemente fiel a quien le envía. «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1 Cor 9,16). El conflicto entre Amós y Amasías es el conflicto entre la autoridad de la palabra de Dios y la autoridad del Estado, que se sirve de la religión. El pastor de Tecua no apela al éxtasis ni a la pertenencia a asociaciones proféticas: la única prueba de autenticidad de su palabra es su entrega total a ella. El profeta tiene el valor y la sabiduría de enfrentarse a Amasías no con oscuros razonamientos, sino sólo con la palabra, con los criterios de fe (F. Raurell).

2. Este salmo está marcado en su totalidad por el tema del "retorno". La situación que dio origen a este salmo no es otra que el regreso de los deportados de Babilonia. Con base en este acontecimiento histórico, considerado como un acto de perdón de Dios, se le pide una nueva gracia. Luego del entusiasmo por el retorno de las primeras caravanas de prisioneros liberados, se encuentra uno súbitamente ante la decepción de lo "cotidiano": la reconstrucción del Templo tomaba tiempo y los enemigos hostigaban sin cesar a los nuevos repatriados (Esdras 4,4). Cuando Jesús recitaba este salmo, debía pensar que Él era en persona, la "realización" perfecta de lo esperado y deseado. La humanidad decía: "¿volverás Tú, Señor?" No sabía aún, que Dios había ya decidido "venir". Jesús sabía que Él era "la venida de Dios" "germen de la tierra" por María su madre, pero también "la pendiente del cielo" por su origen divino. Observemos cuatro realizaciones de este salmo en el Evangelio:

-"Lo que dice el Señor son palabras de paz". Desde el nacimiento de Jesús los ángeles en nombre de Dios cantan un mensaje de PAZ (Lucas 2,14).

-"Su salvación está próxima". El nombre de Jesús significa "Dios- salvación" (Mateo 1,21).

-"La gloria habitará en nuestra tierra" (Lucas 2,32), (Juan 1,14).

-"Se encuentran el amor y la verdad". "La gracia y la verdad nos vinieron por Jesucristo", (Juan 1,17).

Finalmente, en la parte media del salmo hay una expresión: "quiero escuchar" lo que dirá el Señor. Jesús es justamente presentado por San Juan como el Verbo, la palabra, en que Dios pronuncia lo que quiere decirnos (Juan 1,1-14).

El pasado, el presente, el porvenir. Así como el pueblo de Israel recordaba los beneficios que Dios le había hecho en el pasado, para tener seguridad de su protección en el futuro, nosotros también, en los días de prueba, debemos recordar las gracias que han marcado nuestra infancia, nuestra juventud, nuestro pasado. Actualizando la primera estrofa del salmo, podemos decir: "Señor, Tú has hecho esto conmigo... Tú me has concedido esto o aquello... Tú me has perdonado...".

La tierra responde al cielo, el cielo responde a la tierra. La afirmación, "la verdad brotará de la tierra, y del cielo penderá la justicia", no es sólo una imagen maravillosa, sino la definición misma de la "religión": religar, establecer relación, entre la tierra y el cielo, entre el hombre y Dios. Los campanarios, los minaretes, y todas las arquitecturas religiosas del mundo, apuntan hacia el cielo como una especie de signo simbólico.

Observemos la audacia de esta expresión: "la verdad brotará de la tierra". Ha habido épocas en que se ha querido rebajar al hombre como si fuera totalmente incapaz de descubrir la verdad. La Biblia es más optimista y moderna, ya que nos habla de una especie de encuentro recíproco: la tierra busca al cielo y el cielo busca a la tierra... Dios y el hombre se buscan mutuamente, se miran el uno al otro. Al observar las ojivas que estructuran las bóvedas de nuestras catedrales, se ve justamente este doble movimiento, estas dos búsquedas que se apoyan la una sobre la otra, y no pueden mantenerse la una sin la otra. La gracia y la libertad son necesarias. La gracia, sin la respuesta del hombre, es estéril desgraciadamente. El esfuerzo del hombre sin la gracia está abocado al fracaso. Señor, inclínate hacia mí, mientras me esfuerzo por hacer germinar mi vida.

Amor y verdad se encuentran, justicia y paz se abrazan. ¡Qué equilibrio en estos "encuentros", en estos "besos"! Con frecuencia oponemos estas realidades. Insistimos en la caridad y caemos en una especie de subjetivismo que nos hace abandonar verdades fundamentales. O bien, somos en tal forma defensores de la verdad, que olvidamos la caridad más elemental hacia los adversarios con quienes estamos en desacuerdo. Hay que unir "amor y verdad" para no caer ni en el sectarismo, ni en el sentimentalismo bonachón. Tengo miedo de la gente que "posee la verdad" y no tiene amor. Pero temo igualmente a las personas que hablan de "amor" y no tienen el rigor de análisis para descubrir la verdad en situaciones y doctrinas.

Es necesario por otra parte reconciliar la "justicia" y la "paz". El mundo moderno habla mucho de "luchas", de "combates", de "justicia"... Y esto está bien. Pero también hay que construir la "paz", el "diálogo", la "concordia"... Detrás de las palabras de este salmo, avizoramos los conflictos sociales que sacuden nuestro mundo, nuestras familias, nuestras empresas, nuestra Iglesia.

"Escucho... ¿qué dirá el Señor Dios?". Dejemos resonar en nosotros estas palabras, este interrogante. Estemos a la escucha de Dios. Nos quejamos con frecuencia del "silencio de Dios". ¿Dejamos que Él nos hable? ¿Aceptamos que Él contradiga nuestros puntos de vista y no esté de acuerdo con nosotros? ¿Estamos dispuestos a escucharlo? ¿Estamos dispuestos a construir con Él el mundo de paz-amor-verdad-justicia... que nos "pide" hacer?  (Noel Quesson).

Estructura del Salmo: Dios ama a su pueblo, "Señor, has sido bueno con tu tierra, /has restaurado la suerte de Jacob..." El texto original hebreo dice: "Señor, has amado a tu tierra", y la versión griega de los Setenta traduce: "Te has complacido en tu tierra. Nos quiere mostrar la actitud fundamental, eterna, de Dios, que es el amor, y ahora, concretamente, su amor hacia el pueblo escogido, hacia Israel.

Por lo que dice en su inicio y en su final este salmo ha sido llamado también el "salmo de la Encarnación", ya que esta realidad de amor no es sino la culminación de la dinámica del salmo: "La salvación está ya cerca de sus fieles / y la gloria habitará en nuestra tierra, /la misericordia y la fidelidad se encuentran..."

Nos recuerda las expresiones del evangelio de san Juan: "La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria..." (1,14). "Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Unigénito (3,16). Lo mismo que Dios Padre se complació en su Hijo (cfr. bautismo de Jesús, transfiguración), así Yahvé encuentra sus complacencias en su pueblo, en sus elegidos. El salmista canta esta actitud amorosa de Dios, esta benevolencia manifestada en la bendición y en la restauración de Israel, perdonando sus pecados, olvidando sus errores, conduciendo su vida y llevándola hacia aquella amistad que preconiza la Alianza y que será un día patrimonio de la eternidad feliz.

Súplica y confianza: A primera vista puede parecer abrupta la transición entre lo que se ha dicho y la súplica que ahora se hace: "Restáuranos... /¿Vas a estar siempre enojado contra nosotros  /o a prolongar tu ira?" Si Dios ama a su pueblo, ¿por qué esta petición de ayuda o de restauración, la mención del enojo y de la ira de Dios? Los verbos de los primeros versículos, en perfecto según el texto hebreo, no expresan de por sí acciones pasadas terminadas, ni son verbos que hablan de acciones exteriores, sino de la actitud interna de Dios hacia su pueblo. Esta actitud no es algo que sucede y se termina; es algo permanente, atemporal, que pertenece al mismo ser de Dios. Esta actitud o estos sentimientos parecen estar al presente ocultos, aparentemente inoperantes. De ahí que el salmista suplique, recuerde a Dios su modo de proceder habitual con su pueblo. Esta es la relación que hay entre las dos estrofas. La lógica de la oración es la siguiente: "Oh Dios, de quien es propio amar y perdonar,  /restaura y perdona a tu pueblo..." No falta quien ve en esta sólo aparente diferencia entre las dos estrofas la constatación de una realidad feliz del amor de Dios y la petición para que esta realidad continúe siempre, que Dios nunca más pueda verse ofendido y lejano de su pueblo. Y así, a la súplica sigue en la tercera estrofa la expresión de la certeza absoluta en el socorro demandado: "La salvación está ya cerca de sus fieles  / y la gloria habitará en nuestra tierra".

El salmista conoce la constante en el actuar de Dios sobre su pueblo; por esto está seguro de él, se fía de él. Y así con certeza y delectación, habla a continuación de la felicidad escatológica, anunciada por los profetas, que brotará de aquella Alianza observada con fidelidad.

Alianza cumplida: Es la conclusión de la restauración de Dios. El salmista, como el profeta, ve realizada esta unión maravillosa. Ahora se recobra el tono hímnico de la primera parte. Canta la mutua correspondencia entre Dios y su pueblo. Israel ha sido muchas veces infiel, pero arrepentido, ha obtenido el perdón generoso de Dios. Ahora se dispone a vivir auténticamente según el designio de Dios. Y hace una hermosa enumeración de realidades, de actitudes de Dios, de virtudes del pueblo: el amor que proviene de Dios, con su iniciativa salvífica, se encontrará con la fidelidad del pueblo que corresponderá también con amor. La justicia de Dios, es decir, su modo de actuar para con Israel, besará la paz que el pueblo poseerá, fruto de la bendición divina. De la tierra, de la gente, brotará la fidelidad: entonces la tierra será fiel, no defraudará más a Yahvé. Entonces las cosas serán "verdaderas", no apariencias ni realidades momentáneas. Si de la tierra brota la fidelidad, la justicia mirará desde el cielo, pues desde allí el Señor dará sus bendiciones, sus lluvias, sus bienes, y entonces nuestra tierra, nuestro pueblo, dará sus frutos: frutos de fe, de fidelidad, de alegría y de confianza cumpliendo felizmente la voluntad, la Alianza de Yahvé. Esta justicia amorosa de Dios marchará delante de Él, lo precederá, se hará notar en seguida. Y la salvación del pueblo seguirá sus pasos: habrá una compenetración total, perfecta, entre Dios y su pueblo. Visión anhelada, suspirada por todos, que el Apocalipsis ha visto hecha realidad en la gloria de Cristo y su Iglesia. Visión que muchas veces ha sido realidad en el pueblo de Dios, en la vida de los santos, de muchas comunidades que se han sentido llamadas a una mayor correspondencia y compromiso, y se ha visto brillar la alegría, la paz, el amor fraterno, el auténtico espíritu del Evangelio.

Conclusión: Esta es la tensión que canta el salmo: el camino hacia la realización definitiva y completa de la Alianza. Lo que el Cantar de los Cantares dibujó en sus idilios, nos lo transcribe en forma de oración el salmo de los hijos de Coré (J.M. Vernet)

Desde el punto de vista histórico,  el v.13 da la clave para descubrir la situación de vida de la que parte el salmo: «El Señor nos dará la lluvia». Se trata de unas rogativas ante la sequía que ponen en peligro la cosecha. De acuerdo con la teología deuteronomista, la lluvia es una bendición de Dios y la sequía un castigo, especialmente por el pecado de infidelidad a Yahvé (Dt 11,10-14; 28,12.23-24; I Re 8,35-36). Una de las expectativas de los tiempos mesiánicos es que «aquel día» habrá gran abundancia de lluvias, y por tanto de cosechas (Os 2,23s; Am 9,13; Is 4,2; 30,23s; Jr 31,12ss). La sequía puede ser aviso de Dios, que llama a su pueblo a conversión (Os 6; Am 4,7; Ag 1,6-11; 2,15-19; MI 3,10). Del hecho material de la falta de lluvias y la preocupación por las cosechas se pasa a unas perspectivas teológicas o salvíficas mucho más amplias. Pero, además, este salmo no se limita a exhortar al pueblo a convertirse, sino que implora la «conversión» de Dios: que se gire hacia él, vuelva a él su rostro y cambie su suerte (cf. Sal  79,4.8.15.20).

El Señor envía su salvación. Y –como dirá Jesús- si ha perdonado mucho, es que ama mucho (cf. Lc 7,36-50). Luego, en vv. 9-14, vemos verbos sobre todo en futuro. En respuesta a la evocación histórica de la primera parte (vv. 2-4) y a la súplica de la segunda (vv. 5-8), un profeta anuncia la salvación inminente. Es frecuente en los salmos que a la súplica del orante responda un oráculo de salvación. Este es un profeta que tiene experiencia de la palabra de Dios y sabe discernir lo que Dios le comunica (comparar con Sal 10,7; 81,6c.11c). Ya desde el comienzo tiene el presentimiento de que lo que Dios le va a decir será buena noticia. Antes de proclamar el oráculo, ya adelanta que serán palabras de esperanza y de shalom (la paz bíblica, con todo su amplísimo sentido). Tiene conciencia, como el III Isaías, de que Dios le ha enviado a «anunciar una buena noticia a los pobres» (Is 61,1-3). Es un profeta de consolación o paráclesis. Lo primero que proclama es que el Señor está cerca (cf. Flp 4,5), a punto de salvarlos. Nótese «salvador» (v. 5), «salvación» (vv. 8 y 10). En el lenguaje poético del salmo, esta salvación de Dios, o sea este Dios salvador, es como una luz que se descompone en irisaciones multicolores: en los últimos versículos hay como un estallido de atributos de Dios, que en realidad son Dios mismo, pero que se describen como personificados en personajes que van llegando desde todos los puntos del horizonte. La gloria del Señor se establece en la tierra; gloria que, como la del Éxodo, monta su tienda entre las del pueblo en marcha. De un extremo de la tierra sale Misericordia, del opuesto Fidelidad, y también llegan Justicia y Paz. Todos estos personajes-atributos se encuentran en el centro de la tierra de Israel y se abrazan. Del cielo baja Justicia y del fondo de la tierra sube Fidelidad. Y, en correspondencia con esta ultima pareja, volvemos a lo que fue el punto de partida del salmo: del cielo desciende la lluvia, y de la tierra brota la cosecha. Esta lluvia es signo o casi sacramento de todo el resto. Finalmente, otra imagen: Dios llega como un rey, precedido del heraldo Justicia y seguido del escudero o alabardero Paz (véanse personificaciones parecidas en Sal 88,15; Hab 3,5; Is 40,10; 58,8; 62,11). En realidad, se trata de Dios mismo, que viene a salvar a su pueblo.

Desde el punto de vista doctrinal,  la palabra clave de este salmo es el verbo shub, que en distintas formas verbales sale cinco veces. Su significado básico es que uno que se movía en una dirección determinada, empieza a moverse en la opuesta (se supone que para regresar al punto o situación de partida). De este significado espacial o de movimiento se pasa al sentido moral de girarse hacia Dios, volver a él uno que se había apartado de él, o sea convertirse (que etimológicamente significa esto: girarse). En sus formas causativas, este verbo significará hacer que alguien regrese, o que se convierta. El pueblo se alejó moralmente de Dios por el pecado, y entonces Dios lo alejó físicamente por la deportación de Babilonia. Pero lo hará volver. Primero moralmente, por la conversión, y luego físicamente, por la repatriación: shub shebut/shebit (cambiar la suerte del pueblo, hacerlo volver de la cautividad. La iniciativa es de Dios: «Hazme volver y volveré» = «Conviérteme y me convertiré» (Jr 31, 18 = Lam 5,21). Para convertirnos nosotros a Dios, necesitamos que antes Él se convierta a nosotros. Traducción del hebreo shub es el griego metanoia, que es una palabra básica en el Nuevo Testamento.

Hay detrás de este salmo una comunidad que ha hecho experiencia de la salvación de Dios (vv. 2-4), pero que de nuevo se siente como abandonada y pide ayuda (vv. 5-8), en espera de la salvación definitiva, escatológica (vv. 9-14). Para el cristiano, este salmo expresa el misterio del ya y el aún no; la salvación histórica operada ya en raíz por Cristo y su plena actualización en el hoy de la liturgia, en espera de la consumación futura (liturgia de Adviento y Navidad: Jesús ya vino, pero lo esperamos cada año, y anhelamos su venida definitiva al fin de los tiempos). Se aplica, más concretamente, al misterio de la encarnación, por el que el Verbo, gloria del Padre, habita entre nosotros, y hemos contemplado esta gloria. Y también a María, que es la tierra donde la lluvia del Espíritu ha dado su fruto de salvación. Por eso, al meditar este salmo, tomemos conciencia de la salvación pasada: la obrada históricamente por Jesucristo por su Encarnación y su misterio pascual, y nuestra inserción en ella por el bautismo. Reconocer la necesidad que tenemos de la gracia, de la iniciativa divina: que Dios se convierta hacia nosotros. Oración por la lluvia: riga quod est aridum. Si el Rey que ha de venir va precedido por la justicia y seguido de paz (v. 14), hemos de preparar su venida difundiendo la justicia, y consolidarla sembrando paz. Este salmo, como muchas profecías de la época postexílica, se abre a las máximas esperanzas a partir de una situación deplorable: ¿sabemos reaccionar con esperanza teologal ante las dificultades o inquietudes?

«Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón». La paz, Señor, es tu bendición sobre la faz de la tierra y sobre el corazón del hombre. El hombre en paz consigo mismo, con sus semejantes, con la creación entera y contigo, su Dueño y Señor. Paz que es serenidad en la mente y salud en el cuerpo, unión en la familia y prosperidad en la sociedad. Paz que une, que reconcilia, que sana y da vigor. Paz que es el saludo de hombre a hombre en todas las lenguas del mundo, el lema de sus organizaciones y el grito de sus manifestaciones. Paz que es fácil invocar y difícil lograr. Paz que, a pesar de un anuncio de ángeles, nunca acaba de llegar a la tierra, nunca acaba de asentarse en mi corazón.

«La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan». La justicia es la condición de la paz. Justicia que da a cada uno lo suyo en disputas humanas, y justicia que justifica los fallos del hombre ante el perdón amoroso de Dios. Si quiero tener paz en mi alma, he de aprender a ser justo con todos aquellos con quienes vivo y con todos aquellos de quienes hablo; y si quiero trabajar por la paz en el mundo, he de esforzarme por que reine la justicia social en las estructuras de la sociedad y en las relaciones entre clase y clase, entre individuo e individuo. Sólo la verdadera justicia puede establecer una paz permanente en este afligido mundo. La palabra bíblica para describir a un hombre bueno es «justo». La justicia es el cumplimiento de mi deber para con Dios, con los hombres y conmigo mismo. La delicadeza de reconocer a todos los hombres como hermanos para concederles sus derechos con generosidad alegre. He de imponer la justicia aun a mis palabras, que tienden a ser injustas y despectivas cuando hablo de los demás, y a mis pensamientos, que condenan con demasiada facilidad la conducta de los demás en los tribunales secretos de mi mente. Sólo entonces brotará la justicia en mis obras y en mi trato con todos, y yo seré «justo» como deseo serlo. Si afirmo la justicia en mi propia vida, tendré derecho a proclamarla para los demás en el terreno público, donde se fraguan injusticias y se trama la opresión. Igualdad y justicia en todo y para todos. Tomar conciencia del duro abismo que separa a las clases y a los pueblos, con la determinación, tanto emotiva como práctica, de promover la causa de la justicia para que sobreviva la humanidad. La justicia traerá la paz. Paz en mi alma para calmar mis emociones, mis sentimientos, mis penas y mis alegrías en la ecuanimidad de la perspectiva espiritual de todas las cosas; y paz en el mundo para hacer realidad el divino don que Dios mismo trajo cuando vino a vivir entre nosotros. La justicia y la paz son la bendición que acompaña al Señor dondequiera que vaya. «El Señor nos dará lluvia, -y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará delante de él, y la paz sobre la huella de sus pasos» (Carlos G. Vallés)

3. Ef 1,3-14: Siete fragmentos escogidos de la carta a los efesios se leen durante los domingos 15 al 21 del ciclo B. El fragmento de hoy y el del domingo próximo forman parte del grandioso prefacio de la carta (caps. 1-3). Prefacio en sentido literario, y también en sentido litúrgico. Un lenguaje quizá difícil de entender a primera vista pero que está muy relacionado con la plegaria eucarística. Las ideas claves de este prefacio, y de la plegaria eucarística, son: la iniciativa del Padre, como punto de partida de todo; el misterio de Cristo, como cumbre del plan divino; la Pasión (la "sangre"), como camino histórico concreto de nuestra salvación; la praxis sacramental -más o menos explícitamente mencionada- como actualización del misterio pascual e hilo conductor de la vida de la Iglesia; el itinerario de nuestra inserción en la economía divina: escuchar la Palabra, en ella y recibir el Espíritu Santo, que es "prenda de nuestra herencia"; la oración del creyente, que tiene dos expresiones principales: la actitud de alabanza o bendición (doxologías) y la súplica insistente y vehemente, en petición no de favores particulares sino del cumplimiento total de la voluntad salvífica del Padre. Nótese la exposición dinámica del misterio trinitario, en el que el centro de interés no es lo que es o de donde procede cada persona, sino lo que cada una de ellas hace para nuestra salvación, querida por el Padre, realizada por el HIjo, consumada en el Espíritu (Hilari Raguer).

El prólogo de la carta a los Efesios es un himno y a la vez una auténtica oración, una contemplación teológica de todo el plan salvífico de Dios. Ya la introducción es claramente trinitaria: el Padre, Cristo y el Espíritu, son los grandes agentes de la salvación. El Padre no es el Dios de la creación, el trascendente e inaccesible, sino el Dios que se nos ha revelado como Padre de nuestro Señor Jesucristo: más aún, como nuestro Padre del cielo. El nos ha elegido desde toda la eternidad para ser sus hijos en su Hijo, para que vivamos una vida de amor y de acción de gracias, para reproducir en nosotros la imagen de su Hijo querido. Cristo es así nuestro Señor y nuestro hermano: el que con su sangre borra nuestro pecado, y nos llena de la gracia y del favor del Padre. Y este Cristo, nuestro hermano, es la síntesis y el cumplimiento del plan de Dios: en El, todos nosotros y toda la creación somos una sola cosa; El es el centro de todo, y nosotros no podemos menos de girar en su órbita, y vivir en una segura esperanza de la herencia que nos está destinada. Y el Espíritu Santo es la concreción de todas las bendiciones que hemos recibido, el gran don que nos da el Padre, por medio de su Hijo. Al aceptar en fe el mensaje evangélico, como palabra de auténtica salvación, el Espíritu Santo nos imprime un sello, una marca, como garantía de que somos propiedad peculiar de Dios; y al mismo tiempo, da un sentido a nuestra vida, orientándola hacia la consumación de la salvación, cuando estemos definitivamente con y en Dios. Pero todo este plan de Dios no es una bonita teoría, sino una realidad tangible en nuestra celebración eucarística. En la Eucaristía, cuando hacemos de nuevo presente el sacrificio salvador de Cristo, el Padre nos salva de veras y nos une más estrechamente en la vida de amor; y el Espíritu nos da nueva fuerza para vivir nuestra vida de auténticos hijos de Dios (Dabar 1976).

¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? El "misterio" ha quedado revelado. No hay azar. Dios tiene un "plan": Dios ha creado para nosotros el mundo, casa abierta para los hijos de Dios. No vamos a la deriva, caminamos hacia una meta: todos los hombres reunidos en torno a Cristo formando un inmenso Cuerpo, la humanidad regenerada sentada en torno a la mesa familiar, el encuentro definitivo de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Esto no son sólo palabras bonitas, promesas sin garantía. Entre nosotros vive un hombre en quien se ha cumplido ya todo esto: Jesucristo, muerto para resucitar. Tenemos además en nosotros el fermento de la metamorfosis futura: el Espíritu Santo. Tenemos, más o menos arraigado en nosotros, ese espíritu filial de fe y confianza que ilumina a tantos corazones cuando penetran este misterio y entran en este plan. Cada eucaristía recordamos este proyecto de Dios, participamos en él y esperamos que termine por ser realidad total. Cada día de la semana, cada acontecimiento de nuestra vida, es una etapa en el camino de Dios (Dabar 1979).

La introducción a la carta de san Pablo a los cristianos de Efeso que leemos hoy como segunda lectura, es un solemne himno -redactado según las fórmulas judías de bendición- que canta el plan divino de la salvación. El núcleo teológico de este magnífico fragmento paulino se halla en el convencimiento de que los hombres no somos un fruto del azar sino de un plan de amor trazado por el mismo Dios: "La humanidad no va a la deriva, va avanzando hacia su perfeccionamiento y consumación: todos los hombres reunidos en torno a Cristo y vinculados a él (v. 10) en un cuerpo inmenso irrigado por la vitalidad divina, la humanidad regenerada, sentada a la mesa de familia, los reencuentros definitivos de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Esto no es una palabra en el aire, promesa sin garantía. Entre nosotros, un hombre realizó ya el cambio venidero: Jesucristo, muerto para resucitar. Hay ya en nosotros el fermento de la metamorfosis futura: el Espíritu Santo. Hay ya -más o menos anclado en nosotros- ese espíritu filial de fe y confianza que ilumina a tantos corazones cuando penetran este "misterio" y entran en este "plan".

Cuando celebramos la Eucaristía damos gracias al Padre precisamente por haber realizado en nosotros este plan de salvación. Debemos tener conciencia de este motivo central de nuestra acción de gracias, que nada tiene que ver con ninguna comprobación egoísta de unos beneficios recibidos, sino que provoca una actitud desinteresada de alabanza. Porque lo que agradecemos no es directamente nuestra exaltación, sino la manifestación en nosotros del amor y la bondad de Dios. La gloria de Dios se manifiesta en la glorificación de Cristo, de la que nosotros por gracia participamos. Esto es lo que hace nacer de nuestros labios el cántico de acción de gracias, lo que nos convierte en "alabanza de su gloria" (Joan Llopis).

4. Para describir la misión de los discípulos usa Marcos las mismas palabras que utiliza a través de todo el evangelio para describir la misión de Jesús: predicaban la conversión, curaban a los enfermos, echaban a los demonios (versículos 12-13). La misión de los discípulos depende totalmente de la de Cristo y encuentra en ella su motivación y su modelo. Cristo supone en el discípulo esta triple conciencia: conciencia del origen divino de su misión ("los envió"), esto es, de una actividad querida por otro y no decidida por nosotros mismos; de un proyecto en que estamos metidos pero sin ser nosotros los directores de escena; la conciencia de salir de si mismo y de ir a otro sitio, a lugares nuevos, continuamente de viaje; la conciencia finalmente de poseer un mensaje nuevo y alegre que comunicar a los demás. Obsérvese la insistencia en la pobreza como condición indispensable para la misión: ni pan, ni morral, ni dinero, sino sólo calzado corriente, un bastón y un solo manto (vv. 8-9). Se trata de una pobreza que es fe, libertad y ligereza. Ante todo, libertad y ligereza; un discípulo cargado de equipaje se hace sedentario, conservador, incapaz de captar la novedad de Dios y demasiado hábil para encontrar mil razones utilitarias y considerar irrenunciable la casa donde se ha instalado y de la que no quiere salir (¡demasiadas maletas que hacer y demasiadas seguridades a las que renunciar!). Pero la pobreza es también fe; es la señal de que uno no confía en sí mismo, de que no quiere estar asegurado a todo riesgo.

Hay finalmente un tercer aspecto que no es posible olvidar: la atmósfera "dramática" de la misión. Quizás sea ésta la nota dominante de todo el capítulo. Dos sufrimientos que el discípulo tiene que arrastrar con valentía. La repulsa está ya prevista (v. 11): la palabra de Dios es eficaz, pero a su modo. El discípulo tiene que proclamar el mensaje y jugárselo todo en él. Pero tiene que dejar en manos de Dios el resultado. Al discípulo se le ha confiado una tarea, pero no se le ha garantizado el resultado. El otro drama, el de la contradicción, todavía es más interior a la naturaleza misma de la misión. El anuncio del discípulo no es una instrucción teórica, sino una palabra que actúa, en la que se hace presente el poder de Dios, una palabra que compromete y frente a la cual es preciso tomar una postura. Por tanto, es una palabra que sacude, que suscita contradicciones, que parece llevar la división en donde había paz, el desorden en donde había tranquilidad. La misión es, como dice Marcos, una lucha contra el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y del amor (Bruno Maggioni)

¿En que consiste el encargo que Jesucristo nos deja? Sabemos que proclamar la conversión tiene por objeto captar la atención del oyente sobre la proximidad, la actualidad y el futuro del reinado de Dios. Signos de este reinado, según las expresiones del Evangelio, son la expulsión de los demonios por el poder sobre los "espíritus impuros", la curación de los enfermos, el perdón de los pecados y la expansión de la paz. La Iglesia cumple este encargo misionero cuando, en confrontación con cada situación social, posibilita y ella misma vive y testimonia convincentemente una existencia humana liberadora y liberada (en el sentido más amplio del término), por medio de la justicia y la paz, ya que esto es lo acontecido en Jesús en Nazaret por obra de Dios. Por otra parte, "expulsión de demonios" y "curación de enfermos" significan hoy día, por ejemplo, liberación de los hombres respecto a poderes y alienaciones ideológicos, síquicos, sociales, económicos y políticos que, allí donde desprecian o niegan la libertad y dignidad humanas, alcanzan una profundidad demoníaca tal que no puede ser delimitada y superada únicamente en forma empírica e intramundana. De aquí que la vida cristiana tenga que ser siempre crítica en lo político y en lo social. Por eso tiene que haber en todas partes del mundo comunidades cristianas, que sean al menos testimonio de la verdad y signos de esperanza. La predicación tiene el objeto de despertar y clarificar esta conciencia.

¿Y si el que predica la conversión cae en la intolerancia? La intolerancia suele autojustificarse pretextando que no son los mismos los derechos de la verdad que los del error. Y la intolerancia, claro está, se considera en posesión de la verdad, pues dispone de alambicados procedimientos para discernir la verdad del error y discriminar a los que poseen la verdad de los que sólo disponen de errores. Pero la intolerancia se ha dejado atrapar por un fácil sofisma. Pues ni la verdad ni el error son sujetos de derechos. El único sujeto de derechos es el hombre. Es ilícita toda transferencia de los derechos humanos a las elucubraciones de los humanos, decantadas en abstracciones más o menos convincentes. Y esa farisaica pretensión de hacer tragar a los demás las formulaciones de los que se creen en posesión de la verdad deviene una actitud criminal, cuando se violan los más elementales derechos del hombre (torturas, asesinatos, violencias), para constreñirle a aceptar "la verdad". Matar a un hombre por defender una verdad, no es defender una verdad, es matar a un hombre. Así recriminó Castiglione a Calvino el haber asesinado a Miguel Servet. El hombre tiene derecho a la verdad, es decir, tiene derecho y está capacitado para buscar la verdad; por eso está también en su derecho cuando yerra. Pues la verdad -hablo como hombre y para hombres- no es nunca la que ya creemos tener, sino la que buscamos. Sólo hay una verdad que es absolutamente verdadera, porque es la Verdad. Pero esa Verdad, que para el creyente es Dios, es la que nos ha puesto en libertad para buscarle, o sea, para buscar la verdad. La pretensión de poseer la verdad es una auténtica blasfemia, pues sería tanto como disponer de Dios. Y un "dios" a disposición de los hombres (¡de algunos hombres!) sería el colmo de todas las tiranías. Pero, gracias a Dios, que no se deja atrapar por nadie, hay espacio suficiente para que todos busquemos la verdad, pues la verdad humana nunca es toda la verdad. Y así resulta que es posible la libertad, pues no debe haber espacio para la intolerancia (“Eucaristía 1976”).

Cuando Pablo recomendaba a su discípulo que predicase sin desfallecer, con oportunidad y sin ella, probablemente el apóstol sabía muy bien que lo segundo era más frecuente que lo primero. Y es que el predicador no es un oportunista, sino un "enviado". Por eso, la predicación está a cargo de los profetas, y no de los oradores. El orador siempre habla con oportunidad. Porque habla cuando le llaman, y dice lo que le insinúan y lo que esperan que diga. El profeta, por el contrario, habla cuando no le llaman y dice lo que nadie querría escuchar, pero lo que "tiene que decir". Por eso resulta inoportuno, aguafiestas. El orador deja contento a su auditorio. Y el auditorio le recompensa en metálico o en especie (con aplausos o halagos y felicitaciones). El profeta, en cambio, deja insatisfechos a los que le escuchan y él mismo queda intranquilo, por la reacción que puede originar su palabra. Por eso, no es de extrañar que al orador se le abran todas las puertas, se le faciliten todos los medios y se pongan a su disposición todos los recursos. Al profeta se le cierran las pantallas, se le escatiman los medios, se le niegan los recursos. Y es que el orador habla en su nombre, desde su ciencia, respaldado por los poderosos. El profeta habla en nombre de Dios, desde su obediencia, con el respaldo del Todopoderoso. Al orador no se le tiene miedo. Al profeta se le teme…

No es fácil predicar. No se debe hablar a la asamblea litúrgica dominical, reunida para celebrar la Cena del Señor, ni desde arriba con un absolutismo autoritario, ni desde fuera de ella, como si el predicador no fuese un miembro más del pueblo de Dios. El creyente predicador ha de anunciar el Evangelio como el servidor de la comunidad, que presta su voz para que Dios siga hablando a su pueblo y comunicándole la salvación. Ha de predicar desde dentro de la asamblea, en fraternidad con los fieles congregados, en sintonía con la misión apostólica, y en fidelidad al mensaje evangélico. La liturgia de este domingo decimoquinto del tiempo ordinario nos presenta un análisis preciso de las exigencias y características esenciales que hay que tener para anunciar la Palabra de Dios: fidelidad, entrega y libertad.

Los discípulos habían escuchado detenidamente al Maestro muchas veces. Le habían visto actuar. Seguramente que se sentían orgullosos de Jesús y hasta de ellos mismos: ¡no era nada pertenecer al grupo de seguidores del Maestro de moda! A un cierto punto Jesús les sorprende con una insólita decisión: enviarles misioneramente a Palestina.

Si en el tiempo de los preparativos ellos hubieran imaginado el desenlace o acaso la estrategia a seguir, posiblemente la hubieran organizado de un modo muy diferente. ¿Cómo se presentarían ante los demás precisamente ellos, los discípulos de Jesús? No sería de extrañar que hicieran cábalas arrogantonas y algo triunfalistas, quienes en otro momento aspiraban a ocupar un puesto a la derecha y a la izquierda de Jesús cuando éste llegase a la casa del Padre, quienes no dudaban en pedir que un ángel echase azufre a los que no pertenecían a su círculo estrecho, o quienes cortaban la oreja a todo guardia que se moviese en el trance del apresamiento de Jesús. Jesús los equipó con otro tipo de ropaje y con otro estilo de misión: irían de dos en dos, lo suficiente para que se apoyen y sostengan en los contratiempos; con poder sobre los espíritus inmundos; y con un avituallamiento realmente pobre y humilde: un bastón, una túnica y sandalias, sin pan, ni bolsa, ni dinero en el cinturón. Era como hacer las "prácticas" de discípulo tras haber vivido y convivido con el Maestro. Y al igual que sorprendería Él a quienes esperaban de su mesianismo otra cosa, como por ejemplo un mesías guerrillero, antirromano, celoso e intransigente con las prescripciones de la ley..., seguramente que también sorprendería este estilo misionero casi ingenuo y naïf de los discípulos de Jesús. La tentación siempre es la misma: o nos escondemos en las sacristías y decimos que ya actuará el Señor, o nos armarnos hasta los dientes con las armas al uso (sean bélicas, o dialécticas, o de presión, o de intolerancia varia...), para imponer la Buena Noticia del Reino. Nunca ha sido ése el camino, ni siquiera durante las "prácticas" de aquellos primerísimos cristianos. Hay que actuar, hay que sacar la fe a la plaza pública y proclamarla con el lenguaje de la vida. Pero como hicieron entonces los discípulos de Jesús, hay que ir en su Nombre y sabiéndonos por Él enviados: predicar el arrepentimiento y la conversión, la gozosa posibilidad de volver a empezar, de dirigir nuestra mirada a Dios y adherirnos a su Verdad sobre nosotros y sobre la historia toda, echar los mil demonios que nos endiablan dividiéndonos por dentro y enfrentándonos por fuera, y ungir a los dolientes de todos los sufrimientos con el dulce bálsamo de la paz y la esperanza (Monseñor Jesús Sanz Montes, ofm).

Dicen que el recuerdo de los buenos profesores queda marcado en el
alma de todo estudiante. Uno de mis profesores de ética, solía decir:
“Crean descaradamente en el bien. Tengan confianza en que a la larga
terminará siempre por imponerse. No se angustien si otros avanzan
aparentemente más rápido por caminos torcidos. Crean también en la
lenta eficacia del amor. Sepan esperar”.
Jesús envía a los doce a evangelizar. Esta palabra significa que hay
que predicar a los hombres el Evangelio, es decir, un mensaje de
alegría, el anuncio de la salvación traída por Jesucristo. No se trata
de un fardo insoportable de ideas o de nociones, sino de lo que Dios
ha hecho por nosotros. Al evangelizado le llega un mensaje, una carta
recomendada, personal y urgente; un telegrama dirigido de hermano a
hermano: “Ábrelo rápido, lee. Te interesa. Aprovéchalo y da una
respuesta inmediata”.

Pero no basta sólo con poseer el contenido del mensaje. Se añade:
“Déjate poseer por este mensaje. Él quiere guiarte hacia alturas
insospechadas en tu vida. Quiere hacerte feliz de verdad”. Todos como
cristianos estamos llamados a esta misión. La eficacia y el éxito de
este envío dependen de Dios. Es Él quien da los frutos si nosotros
colaboramos y nos prestamos. Hay que confiar y mucho con esa fe de la
que hablaba mi profesor de adolescencia.
Sí, el bien tiene la última palabra. Tarde o temprano vencerá. Jesús
nos pide también a nosotros que vayamos. No hace falta hacer un largo
viaje a una tierra desconocida. El anuncio de la Buena Nueva sin
alforja, ni calderilla, ni túnica..., debe llegar al seno de mi
familia, a la oficina de trabajo, a todas y cada una de las personas
con las que a diario me cruzo por el camino. Con mi testimonio de
alegría y de fidelidad estaré evangelizando y experimentaré una
felicidad incomparable (Andrés Ugalde, Catholic.net).

Señor, todo lo hemos recibido de ti: la vida, unos padres y una casa, / la escuela, el trabajo, el amor y la amistad, / la salud, la alegría, la esperanza / y la eucaristía, / una fiesta de amor cada semana. // Enséñanos a ser generosos con tus dones: / a dar la vida y el amor a nuestros hijos, / a dar comprensión y afecto a familiares y amigos, / a dar nuestro esfuerzo en el trabajo con los compañeros, / a dar la vida en servicio a los demás. // Ayúdanos a ser desprendidos como tú: / a salir de nuestra autosuficiencia y vanidad, / a despojarnos de prejuicios y sospechas infundadas, / a desprendernos de lo que no necesitamos en absoluto, / para acudir a remediar las necesidades del otro, / para tender la mano a todos los otros, / para formar con todos una gran familia, /la única familia, / tu familia, Padre, la de todos tus hijos.